29.6.13

El alma de los libros

¿Puede un título torpe torcer un destino de gloria? Para unos escritores es la piedra sobre la que construyen; otros llegan a él de manera tortuosa

Ilustración de Max./elpais.com
A veces está allí desde el principio y, entonces, funciona como una guía, como un faro en la niebla, como un antídoto contra la oscuridad. Pero eso es a veces, sólo a veces.
A veces llega al final, como una epifanía o una calamidad, reclamando el derecho de bautismo, bajando al reino para decir he aquí el nombre con que mentarás tu obra: he aquí el nombre de lo que has escrito. Pero eso es a veces. Sólo a veces. Porque en el camino de un libro hacia su título —perfecto o no— suelen intervenir la inspiración propia y las ocurrencias de los amigos, las sugerencias de los colegas y las frases oídas al pasar, la conversación con una novia y la contemplación extática de la biblioteca, todo eso durante un periodo —más o menos agónico— en el que todo puede ser un título en potencia —una marca, el eslogan de una fábrica de sillas— hasta que un día ese magma caótico se ordena y el escritor despierta a un mundo en el que, al fin, su obra comparte, con las demás criaturas de la tierra, eso que todas tienen: un nombre. Y siente, entonces, algo parecido a la felicidad, porque el título de un libro no es una sucesión de palabras ingeniosas, sino un estambre soldado al corazón de una historia de la que ya no podrá volver a separarse. En busca del tiempo perdido no puede leerse sin sentir, sobre cada una de sus páginas, el influjo triste, decadente y celeste, que emana de su título. Y Guerra y paz no es una frase, sino parte de la patria que ese libro —y ese título— fundaron y habitan.
—El título es un dibujo al carbón de lo que hay dentro —dice Juan Cruz Ruiz, escritor, periodista y editor español al frente de Alfaguara en los años noventa—. Cuando chicos, rayábamos con lápiz sobre una moneda hasta que salía la efigie de la moneda en el papel en blanco. A la mitad ya podías intuir qué salía. Pues el título es como la mínima parte de un borrador. Por eso Crónica de una muerte anunciada es un gran título: dice de qué va la cosa, pero creando misterio.
—El título tiene que ser un espejo diminuto de lo que es el libro —dice la escritora mexicana Carmen Boullosa—. No tengo un código para encontrarlo, pero hay un flujo de placer casi corporal cuando es el título correcto. Casi como encontrarse a un posible enamorado en un elevador.
—Es importante porque define un universo —dice el escritor argentino Eduardo Berti—. Es como ponerle nombre a un hijo. Salvo que, en el caso de los hijos, no suele ser el nombre lo primero que se ve. La gente mira sus ojos, su sonrisa y, acto seguido, viene la pregunta: ¿cómo se llama? En el caso del libro, el título suele ser lo primero que se ve.
Un título no hace que un libro se venda, pero hace que el candidato a comprarlo lo levante de la mesa”, dice Divinsky
La editora y crítica colombiana Margarita Valencia dice que los títulos, tal como los conocemos, son cosa del presente.
—En principio, eran una descripción del contenido (la Gramática de Nebrija, la Anatomía de Testut). Después fueron adornándose: El ingenioso hidalgo… Yo creo que los títulos tal como los conocemos nacieron con la necesidad de los periódicos del siglo XIX de atraer lectores con titulares escandalosos. En las últimas décadas el continente ha reemplazado al contenido, y el título (el escote) es fundamental para atraer lectores hacia contenidos más bien insustanciales. Creería que un mal título es el que engaña al lector. Pero toda norma tiene su contra: Ulises es el título más reconocido de la literatura del siglo XX. La siguiente Ley de Murphy, entonces, es “todo buen libro tiene un buen título, aunque sea malo”.
—Es difícil saber si un mal título arruina un libro sin un experimento controlado —dice la escritora y editora chilena Andrea Palet, de la editorial independiente Los Libros Que Leo—. Aunque en algunos casos sí puede tener consecuencias económicas. Hay un asunto que los españoles a veces olvidan y es el de la lengua. A los latinoamericanos el “habéis” y el “vosotros” nos suena como de siglos atrás. Por lo tanto si titulan una novela Habladles de batallas, ya nos dio sueño. Ese “habladles” nos parece infinitamente lejano. Los libreros saben que no lo van a vender y no lo piden. Otro caso: Chesil Beach. Es difícil de pronunciar en nuestro idioma, y eso influye en las ventas.
En su despacho de la ciudad de Buenos Aires, Daniel Divinsky, de Ediciones de la Flor, dice:
—Un título no hace que un libro se venda, pero hace que el candidato a comprarlo lo levante de la mesa. Nosotros tuvimos un libro de Bernard Thomas que se llamaba Jacob. Lo publicamos con ese título y no pasó nada. Le pusimos Un anarquista de la belle epoque, y se agotó. Y otro de Charles Plisnier que se llamaba Falsos pasaportes y fue un desastre. Lo retitulamos como Recuerdos de un agitador, y se agotó.
Pero ¿puede un título torpe torcer un destino de gloria? Cuando el argentino Roberto Arlt le mostró su primera novela al escritor Ricardo Güiraldes, llevaba por título La vida puerca. Güiraldes le sugirió que lo cambiara por El juguete rabioso, Artl le hizo caso y el libro devino un clásico, portador de uno de esos títulos que serán, por siempre, más jóvenes que ellos mismos. Tolstói había pensado en Bien está lo que bien acaba para Guerra y paz y Scott Fitzgerald en Trimalchio in West Egg para El gran Gatsby. Juan Carlos Onetti quería llamar La casona a una novela que, por sugerencia de Carmen Balcells, terminó llamándose Cuando ya no importe; y Baudelaire quería llamar Las lesbianas a Las flores del mal. Si es difícil creer que La casona o Las lesbianas —o Trimalchio en West Egg, o etcétera— hubieran pasado desapercibidas sólo por no llevar el título que llevan, lo cierto es que, cuando un gran título se encuentra con una gran obra, algo, en algún rincón del universo, se regocija. Como si ese encuentro fuera un cañonazo de celebración a los pies de lo que llaman la posteridad, o la historia.
En su artículo Con título, publicado en la revista chilena Dossier en agosto de 2007, el argentino Rodrigo Fresán escribía: “El título como lo primero que pienso de un libro (…). El título como ojo de cerradura en la puerta de una novela. El título como el viento que llena las velas y empuja a puerto a una colección de relatos”. La escritora colombiana Laura Restrepo pertenece al grupo de los que sólo pueden escribir si saben cuál es el nombre que nombra lo que escriben.
—El título es al libro lo que el bautismo al cristiano: el nacimiento a la vida. No tener desde el principio el título de la novela es para mí señal de que en el fondo no sé de qué va. Suelo estar abierta a las sugerencias de mi agente y de mis editores, salvo cuando se trata del título. Cuando fueron a traducir mi novela La novia oscura, los editores de varios países se negaban a poner la palabra “oscura”, por considerarla ofensiva. Yo prefería que no la publicaran. Mi protagonista, una prostituta, era oscura en sentido más figurado que literal. Y ¿con qué derecho nos decían a nosotros, las gentes de piel oscura, que era ofensivo hacer alusión al color de nuestra piel? Eso era basura políticamente correcta, racismo encubierto.
Tolstói pensó en ‘Bien está lo que bien acaba’ para ‘Guerra y paz’ y Onetti, en ‘La casona’ para ‘Cuando ya no importe’
El peruano Fernando Iwasaki, autor de la novela Libro de mal amor, los cuentos de Helarte de amar, tampoco escribe si no tiene un título, y dice que uno bueno debe contener “homenaje, humor, doble sentido y efectos secundarios”.
—El título es esencial, aunque no menos que la portada, los epígrafes, el tipo de letra y la textura del papel. No descarto que ciertos editores sugieran títulos que mejoren el original propuesto, pero yo sólo puedo hablar desde la perspectiva de alguien que piensa que el título es parte de la obra literaria, y no del marketing de la editorial.
—La relación con el título ha sido muy diferente con cada una de mis novelas —dice la española Marta Sanz—. Animales domésticos surge porque en una conferencia una señora me dijo que ella había dejado de leer porque, cuanto más leía, aumentaba su sensación de que su familia se iba transformando en una “absurda pandillita de animales domésticos”. Su lucidez me hizo ver un título y una historia.
Si para algunos el título es la piedra sobre la que construyen su obra, otros llegan a él después de una búsqueda tortuosa que quizás preferirían evitar.
—Me resulta cada vez más difícil poner títulos —dice el escritor boliviano Rodrigo Hasbún— y lo hago mucho después de haber terminado de escribir. Suelen salir del texto mismo: una frase suelta o algo que dice un personaje. Luego termino borrando en el texto esas palabras, las evidencias del robo.
—Mis títulos aparecen en los sueños —dice la escritora puertorriqueña Mayra Santos-Febres—. Luego lo voy puliendo. Cuando ya el texto está completo, me doy unas semanas para leerlo y meditar acerca del título. Luego le doy el manuscrito a cuatro o cinco lectores, junto a varias opciones de títulos. Escojo el más adecuado… y la editorial me lo cambia al final.
El combustible que llevó al escritor español Andrés Barba hacia el título de su última novela fue el combustible de la desesperación.
—Hay un momento muy angustioso, cuando estás buscando el título, donde vas viendo títulos por todas partes. Yo estaba viviendo en Buenos Aires, pasaban los meses y no encontraba el título. Hubo dos semanas durante las que llovió mucho y una mañana nos despertamos y mi mujer dijo: “Mira, ha dejado de llover”. Y yo me dije “Mira, por fin llegó el título: Ha dejado de llover”. Es una frase común, pero contiene un escenario y un ambiente, y las historias del libro hablan de un problema que se termina. Yo creo que el título tiene que generar un clima, una disposición apropiada para leer ese libro.
A la hora de inspirar, los textos religiosos, la poesía y los grandes clásicos parecen haber sido fuentes nutricias
Aunque algunos títulos podrían parecer antídotos contra lectores —Desgracia, La tentación del fracaso, La náusea—, los editores no los rehúyen, pero sí recelan de los que podrían sonar hostiles. A Mayra Santos-Febres le sugirieron cambiar Nuestra Señora de las Putas por un título más “acogedor”, y quedó Nuestra Señora de la Noche. A Roberto Bolaño le sugirieron que La tormenta de mierda no era buena idea y lo cambió por Los detectives salvajes.
—Una sola vez accedí a cambiar un título —dice Carmen Boullosa—. Los editores de Sexto Piso me dijeron: “No puedes ponerle equis título porque no vamos a poder ponerlo en ninguna librería”. Era un libro de relatos que se llamó El fantasma y el poeta. Y pienso que el título que yo quería ponerle era un despropósito: El pedo del poeta.
A la hora de inspirar títulos, los textos religiosos, la poesía y los grandes clásicos parecen haber sido fuentes nutricias. De allí han brotado Por quién doblan las campanas, de Hemingway (que proviene de unos versos de John Donne); El sonido y la furia, de Faulkner (que proviene de Macbeth, de Shakespeare); Suave es la noche, de Scott Fitzgerald (que proviene de Oda a un ruiseñor, de John Keats), o Plegarias atendidas, de Truman Capote (que proviene de una frase de santa Teresa). Pero cuando ni la inspiración ni la parodia ni los clásicos ni la mística ayudan, quedan los amigos.
—Me gusta mucho el arte de titular —dice el español Vicente Molina Foix—. En un momento dado se dijo que yo tenía un don para titular, y el novelista Juan García Hortelano inventó lo de la Agencia Molina de Títulos. Títulos de mi agencia que recuerdo: Antifaz, la segunda novela de José María Guelbenzu; Travesía del horizonte, de Javier Marías; Teatro de operaciones, de Martínez Sarrión, y Los restos del naufragio, libro de poemas de Ricardo Franco. En todos esos casos, excepto en el de Marías, no conocía los textos, y tan sólo me guiaba por unas indicaciones proporcionadas por los autores. La agencia la mantengo abierta, atendida por una sola persona, y sus precios son simbólicos, aunque estoy considerando ofrecer mis servicios a los grandes grupos editoriales, pues creo que el departamento de rotulación literaria adolece de falta de inspiración.
En el año 2007, en la revista Dossier, Andrea Palet escribía una columna —acerca de los títulos— en la que decía: “De todas formas, el mejor título para un lector dedicado, insaciable, herido y agradecido será siempre uno solo: Obras completas”.
Me gusta mucho el arte de titular”, dice Molina Foix. “García Hortelano inventó lo de la Agencia Molina de Títulos”
—Hay muchos discursos del fin de la novela, de la muerte del autor —dice la escritora española Mercedes Cebrián—. Y yo pienso, ¿el título no debería haber muerto, más que todo lo demás? En las artes visuales a menudo una obra dice “Sin título”. Los artistas plásticos se han liberado del título. Me llama la atención que en la literatura no haya habido más rebeldía con el tema. No me parece malo que haya títulos, pero me sorprende esto de aferrarse tanto a ellos. A mí también me pasa. Cuando tengo un proyecto, lo tengo que nombrar. Inscribes a los recién nacidos en el registro, no esperas meses para ver cómo los nombras.
En una época en que la industria mide sus taquicardias minuto a minuto —auscultando cuáles son los libros que más venden, qué colores llaman mejor la atención en las portadas—, el título ha sobrevivido bien silvestre, librado al azar, a la ocurrencia del autor o de un editor con criterio.
—No creo que sea extraño que en las editoriales no haya gente dedicada específicamente a titular —dice Elena Ramírez, de Seix Barral España—. El editor es quien conoce el alma del libro, quien ha estado en contacto con el autor y sabe cómo hacer que esa alma sea visible. Puede ser que un departamento para poner títulos sirviera para el libro muy comercialote, pero no en libros de otro tipo.
A Rodrigo Hasbún no le gustan los títulos que evidencian la historia que se va a contar (El coronel no tiene quién le escriba). A Eduardo Berti le gustan los que generan preguntas: “La tercera mentira, de Agota Kristof. ¿Cuál es la mentira? ¿Y por qué es la tercera? ¿Habrá más?”. A Laura Restrepo, los títulos que tienen ojos (Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, Reflejos en un ojo dorado). Y a Juan Ignacio Boido, editor del suplemento cultural Radar, del periódico argentino Página/12, los que tienen cielos y jardines.
El jardín de los Finzi-Contini. Voces en el jardín, El cielo protector… Me parecen increíbles. La primera prueba para saber si un título es bueno es ver si contiene su propia parodia. Los grandes títulos son como Atila, queman el camino para cualquiera que quiera seguir sus pasos. Un buen título es imitable. Un gran título no lo podés tocar. Después de Ulises, de Joyce, no podés escribir Aquiles. Ya se vuelve Woody Allen, una parodia. El siglo XX está repleto de títulos muy personales. Vos le ponés Ulises a un libro y estás hablando con Homero. Pero le ponés Colinas como elefantes blancos y no querés hablar con nadie: sos un cantautor, estás queriendo decir lo tuyo. Y en esa línea de títulos de cantautores me parece que El corazón es un cazador solitario debe ser el mejor del siglo XX. Es de una belleza y una desolación impresionantes, tiene la palabra cazador y a su vez es contemporáneo y urbano. Las vírgenes suicidas es precioso, uno de esos títulos que no sabés si es contemporáneo o de Eurípides. Y me parece un hallazgo el método que encontró Manuel Puig: Sangre de amor no correspondido, Boquitas pintadas. Todo tiene dramatismo de diva, todo es una película de los grandes estudios. Y después está El harpa de hierba, que es como tocarme la muela que me duele con la lengua. Me da morbo. Roza una belleza genial y no la atrapa porque su época no se lo permite. Es como si yo hoy sacara un libro que se llamara El ángel de las alas de oro. No va con la época. Un título dentro de la línea eslogan que me parece genial es American Psycho: supera a Madonna en psicopatía cultural. Es como la ballena blanca de los títulos…
Y así, durante largo rato, con avidez de lector intoxicado, Boido se sumerge en un río en el que saltan, como peces prodigiosos, los títulos de todos los tiempos. Y es un río en el que siempre hay más, siempre hay mejores.

Martín: "La cura contra la insatisfacción es aceptar lo que se es"

Luisgé Martín explora en La misma ciudad la búsqueda de segundas oportunidades tras el 11-S

El escritor Luisgé Martín. /Carlos Rosillo/elpais.com
¿Se ha encontrado alguna vez en su vida con la oportunidad de cambiarlo todo, de partir de cero, de reconstruirse desde los cimientos—entiéndanse como tales solo su propio cuerpo, sin más, sin ni siquiera el nombre que le dieron sus padres—? Luisgé Martín (Madrid 1962) analiza esta posibilidad con la historia de Brandon Moy, un personaje que disfruta de una vida plena, al menos, como se concibe desde la superficie: buen trabajo, buena relación con su mujer, un hijo, una buena casa. Su nueva novela, La misma ciudad (Anagrama), que sucede a los libros de relatos Los oscuros (1990) y El alma del erizo (2002); las novelas La dulce ira (1995), La muerte de Tadzio (2000), Los amores confiados (2005) y Las manos cortadas (2009) y La mujer de sombra (2012), entre otros, plantea el 11-S en Nueva York como escenario de un renacimiento.
¿Por qué Nueva York y los atentados del 11-S como posibilidad para el protagonista de La misma ciudad?
Es uno de esos momentos que forma parte de la historia, con mayúsculas, algo atroz y ejemplarizante. Se juntó entonces, en los comienzos del siglo XXI, el integrismo más fanático y demencial y la tecnología. Eso provocó un espectáculo teatral, dicho sea esto con toda la morbosidad del mundo. Además, había leído un ensayo sobre el 11-S y pensé que era el marco literario que deseaba.
La identidad ya está formada a partir de una cierta edad, con su miseria y con su grandeza
En la novela se habla de una crisis, la de un hombre que ya está en la mitad de su vida. ¿Qué tipo de ecos, de resonancias piensa que tiene ese punto de partida?
No he querido hacer un libro sobre una crisis de la mediana edad. Pero es cierto que a cierta edad la persona puede hacer un cálculo matemático de que hay sueños que ya no se pueden realizar, bien por falta de energía, de belleza… Es ese momento muy elocuente, que pone al insatisfecho en un disparadero. Aunque la insatisfacción se puede dar también con veinte años.
Hablemos de los temas que aparecen en su novela.
La insatisfacción del ser humano, que se convierte en algo perpetuo porque se prolonga conforme se van cumpliendo los diversos objetivos. Los sueños que solemos concebir son muchísimo más grandes que la vida que podemos llevar, al menos, para las personas con una cierta ambición, que desean vivir con intensidad. En La misma ciudad, elegí un protagonista que no tuviera una existencia desastrosa. He recibido comentarios de lectores supuestamente felices que se sienten identificados, se han visto conmovidos… Siempre deseamos tocar cosas que están más allá del horizonte.
¿Nos acompaña siempre la misma ciudad? ¿Qué cabida cree que hay para reinventarse?
Poca. La identidad ya está formada a partir de una cierta edad, con su miseria y con su grandeza. Esto no quiere decir que no se pueda cambiar de trabajo, etc., pero se trata de otro nivel. Por eso la ciudad que habitamos nos acompaña siempre… Como en el poema de Cavafis: “La ciudad irá en ti siempre”.
¿Cómo trata de resolver en su novela la insatisfacción?
La única cura es aprender a aceptar lo que se es y al disfrute de los pequeños momentos, ya una felicidad con minúsculas.
No sabemos de qué seríamos capaces si se ofrecieran las circunstancias, si nos pusieran en el disparadero
En la novela la metaficción, pero también la literatura tienen una presencia fuerte.
Ahí sí, Brandon Moy soy yo. Cavafis en concreto fue uno de los autores que me cambió la vida. La literatura se convirtió en una especie de sustancia oscura que me permitía entender mejor la vida, ayudar a ordenar el mundo y contarlo, lamer las heridas.
Una forma de amor calmado ahora le acompaña en su narrativa. ¿Por qué lo defiende?
En este tema he pasado de 0 a 100 desde mis principios como escritor. Me instalé ya en ese tipo de amor desde Los amores confiados. Un amor permanentemente sublime sería agotador. Después de dos o tres años, queda compartir una vida y un proyecto, que no es poco. Una forma de estar en el mundo. A veces echamos de menos ese estado de intensidad y por eso hay rupturas y hay adulterios.
¿Y la convivencia entre la normalidad y la monstruosidad? Esto aparece en La misma ciudad como en otras novelas suyas.
No sabemos de qué seríamos capaces si se ofrecieran las circunstancias, si nos pusieran en el disparadero. Nunca me acaba de interesar nadie que sea normal, y, en cualquier caso, todos tenemos nuestro lado oscuro. El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde ha sido una gran referencia en mi obra.

24.6.13

Los enigmas de la verdad

La verdad sobre el caso Harry Quebert es un thriller a la americana de 700 páginas. El libro fue una sorpresa literaria y viene precedido de un gran éxito editorial en Francia. El suizo Jöel Dicker estuvo a punto de tirar la toalla, tras cinco novelas sin publicar

El desconocido Joël Dicker se ha convertido en el autor revelación de la temporada. / Carmen Valiño./elpais.com
Las fans que le piropean en su cuenta de Twitter no habrían reconocido a Joël Dicker en el tipo altísimo, enfundado en vaqueros, suéter de lana, chaleco deportivo y bufanda al cuello, que avanza por el vestíbulo del hotel, en Londres. El detalle que despista son esas gafas graduadas de montura oscura con las que Dicker no aparece en ninguna de sus fotos promocionales. Pero aquí no hay peligro de despistar a ninguna admiradora, porque nadie conoce aún al autor revelación del momento. Al escritor que, a los 27 años, cosechó el año pasado un éxito abrumador en Francia, con una sola novela, La verdad sobre el caso Harry Quebert, varias veces premiada y aplaudida por la crítica y el público, que lleva vendidos más de 750.000 ejemplares.
Las cosas cambiarán pronto porque su libro, editado en español por Alfaguara, saldrá también en inglés, y en una treintena de idiomas en los próximos meses.
Dicker (Ginebra, 16 de junio 1985) tiene una voz apagada y modales educados. El segundo de cuatro hermanos (dos chicos y dos chicas), puede decirse que ha crecido en el ambiente ideal para un escritor de lengua francesa: su madre es librera, su padre, profesor de francés.
Aplaudido por la crítica literaria francesa, con pocas excepciones (el diario Le Monde); ganador del premio de novela de la Academia Francesa; del que otorga la prestigiosa revista Lire, y a un voto de llevarse el Goncourt, Dicker ha conquistado a los jóvenes, que eligieron su libro como el preferido entre los diez finalistas del Goncourt el año pasado. Desde entonces ha experimentado el asedio de los editores europeos, que han visto en su novela La verdad sobre el caso Harry Quebert una convincente sucesora de Millenium.
Pero Dicker no parece impresionado por la publicidad que le presenta como una mezcla de Larsson, Nabokov y Philip Roth. Obviamente, le halagan las dos últimas comparaciones, pero respecto a la tercera, corta tajante: “No he leído Millenium. Uno no tiene tiempo para todo”.
Mi generación tiene que estar permanentemente vigilante, porque somos demasiados. Quieres trabajar y no hay trabajo
Claro que es un detalle secundario. Lo importante es que su novela está disponible en español y que se negocia la posibilidad de llevarla al cine. Es evidente que el escritor suizo está a punto de atravesar un umbral soñado: el de la fama planetaria.
“Nunca imaginé un éxito así”, reconoce Dicker, un escritor precoz con seis novelas en su haber, aunque solo ha publicado las dos últimas. “Las enviaba a los editores y no les interesaban a ninguno. Ya me estaba planteando dedicarme a otra cosa, porque cuando la gente te dice “esto no va”, uno se plantea dejarlo. Así que decidí escribir mi último libro. Y cuando lo terminé, pensé, ¿quién va a leer esto tan largo?”.
Para entonces, sin embargo, su primer manuscrito no publicado había recibido el premio de los editores de Ginebra y despertado el interés de Vladimir Dimitrijevic, editor de L’Âge d’homme, que lo publicó (un lanzamiento póstumo para Dimitrijevic, que murió en un accidente de tráfico a finales de 2011) en colaboración con la francesa Editions de la Fallois en enero de 2012. Dimitrijevic leyó además el voluminoso texto con el que Dicker pensaba despedirse de la literatura. Y, entusiasmado, propuso al dueño de Editions de la Fallois publicarlo conjuntamente en Suiza y Francia ese mismo año. El libro fue un éxito inmediato.
Estamos ante una novela americana de intriga que se desarrolla en Aurora, una pequeña (e inventada) localidad costera de Nueva Inglaterra, donde un escritor consagrado es acusado del asesinato de una joven del pueblo, ocurrido 30 años atrás. Su pupilo, Marcus Goldman, escritor de éxito fulminante con un solo libro, llegará en su ayuda para librarle de la silla eléctrica y averiguar muchas cosas en el proceso.
—¿Por qué Nueva Inglaterra?
—Es un sitio que conozco bien. Pasaba casi todos los veranos de mi infancia allí. Tengo familia en Washington y tienen una casa de vacaciones en la costa. He revivido esta experiencia en el libro.
Dicker se revela como un hábil constructor de tramas en estas casi 700 páginas, por las que desfilan una veintena de personajes. La novela, con su convincente reconstrucción de la vida provinciana en la Costa Este estadounidense, se lee con la avidez de llegar al final y encontrarse con la verdad prometida.
Aunque los grandes escritores rara vez se aventuran más allá de los territorios conocidos, Ginebra no se prestaba a ser el escenario de esta trama. “Además”, dice Dicker, “los jóvenes de mi generación hemos crecido en un mundo con menos fronteras. En Europa ya no se necesita el pasaporte para ir de un país a otro”. El mundo de hoy es un interminable territorio global donde todo se mezcla y se confunde. Él mismo es suizo, pero lleva sangre franco-rusa en las venas, y tiene parientes en Estados Unidos. Viajero constante, Dicker ve los aviones como tranquilos salones de lectura. Aunque amenazados, por lo que cuenta. “He leído, con terror, que Air France ha inaugurado su primer vuelo París-Nueva York con wifi. El wifi es lo que nos va a volver a todos locos. Ahora con el móvil puedes ver tus mensajes electrónicos, conectar con Internet, estar pendiente de mil cosas. Es una pena”.
—Pero usted pertenece a una generación electrónica. ¿O es distinto de la gente de su edad?
—No, no. Soy como los demás. Lo que me parece es que estamos rodeados de distracciones, por eso hay que autodisciplinarse. La gran diferencia con la generación de mis padres es precisamente esta obligación. Por ejemplo, en Ginebra, en los años sesenta, cuando mi padre era pequeño, se presionaba a la gente para que usara el coche al máximo, porque era bueno para la economía. Te aconsejaban incluso beber y conducir. “No te metas en carretera sin haber bebido un litro de vino”, decían los anuncios. Todo era posible. Hoy, de entrada, ya te dicen que prescindas del coche, que hay demasiados, que contaminan. Te aconsejan el tranvía. Y sobre todo, no bebas si conduces. Es bueno, es normal que se haga esa advertencia, no me refiero a este aspecto. Lo que quiero decir es que mi generación tiene que estar permanentemente vigilante, porque somos demasiados, demasiados coches, demasiado de todo. Quieres trabajar y no hay trabajo, quieres gastar y no hay dinero. No hay un solo espacio para los jóvenes en el que se nos diga: “Podéis hacer lo que queráis”. Por eso digo que el estado de ánimo de mi generación es más difícil, uno se dice, “todo se ha fastidiado”. A nuestros padres se les decía: “¡El mundo es vuestro!”. A nosotros se nos dice que el mundo está fastidiado y que hay que salvarlo. Somos una generación sin utopías.
Buscan libros camaleón. Tan pronto son Las  sombras de Grey como la novela negra. ¿Dónde queda la diversidad?
La crisis no ha hecho más que ahondar un poco más en esos problemas. Aunque él sea uno de los poquísimos jóvenes afortunados, triunfador total al que le esperan jugosos contratos millonarios. Un poco como a su personaje Marcus Goldman. Un tipo de 30 años, multimillonario y superfamoso gracias a un solo libro.
“Marcus y yo tenemos poco en común”, protesta Dicker. “Hombre, tenemos más o menos la misma edad, escribimos, etcétera. Cuando comencé a escribir la novela, yo tenía 25 años, acababa de terminar Derecho, y mi personaje principal, Marcus, tenía también 25 años, había estudiado lo mismo, escribía, y tampoco tenía éxito. Entonces me dije, ‘esto no funciona’. Me di cuenta de que tenía que ofrecerle otra cosa al lector, algo que estuviera más en el plano de los sueños, que fuera placentero. E imagine a Marcus cinco años mayor. Y le convertí en un escritor de éxito”.
La verdad sobre el caso Harry Quebert es un libro de escritores, en el que el maestro y el alumno hablan con frecuencia del oficio de escribir, de las cualidades humanas que requiere. Un escritor sería un ser infinitamente comprensivo, con las debilidades y sufrimientos humanos, como si los hubiera experimentado todos en carne propia. En realidad, sin embargo, el oficio de escritor es un trabajo solitario que requiere aislamiento. “Doblemente solitario”, admite Dicker. “Por un lado, lo es por el acto físico de escribir. Cuando escribo estoy solo en mi oficina. Hay otros trabajos que se hacen en soledad, pero además, la creación exige, por decirlo así, soledad mental. Y después hay que hacer otro trabajo de promoción. Estamos hablando de un libro que terminé hace dos años, del que se siente uno un poco distante porque ya estoy en otro tema, en otro proyecto, pero tengo que volver atrás para hablar de este libro”.
Escribir su novela de intriga le llevó dos años, cuenta. Dos años para encontrar una voz que fuera creíble a la hora de recrear el ambiente de un pueblecito costero americano en 2008, año de la elección del presidente Barack Obama. Todo un desafío. “Cada vez que se describe un país, una atmósfera, un idioma, en otra lengua es un desafío para el autor. Y cada vez que un autor escribe sobre otro país introduce siempre algún artificio. Por ejemplo, si la novela se desarrolla en Roma, y el escritor es francés, incluirá frases en italiano del tipo: ‘¡Buon giorno, Vicenzo! ¡Arrivederci…!’. Y cosas por el estilo. Y eso me parece una debilidad. Yo quería ser capaz de recrear una atmósfera de un país extranjero sin utilizar ese recurso, escribiendo en francés”. La única vía era encontrar un francés flexible, compatible con el americano. Con el de los diálogos trepidantes de las series de televisión.
Y luego, el reto de hacerlo creíble. El relato y los personajes. Qué opina del consejo del escritor John Gardner a su alumno Raymond Carter: “Recuerda que tú no eres tus personajes. Son ellos los que tienen que ser tú”.
A nuestros padres se les decía: ¡El mundo es vuestro! A nosotros, que el mundo está fastidiado y que hay que salvarlo
—Es muy cierto. Porque es necesario que los personajes vivan por sí mismos, que tengan una existencia propia. Que vivan a través del escritor, pero con vida propia. Si un personaje vive por sí mismo, eso quiere decir que podrá funcionar la acción a través de él. Si no, será muy difícil establecer la relación entre el lector y el personaje.
Se ha dicho que La verdad sobre el caso Harry Quebert está escrita un poco al estilo de Philip Roth. Lo cierto es que el libro está lleno de homenajes al gran escritor americano. El protagonista es judío y nació en Newark; uno de los personajes trabaja en una fábrica de guantes, como en Pastoral Americana, y el boxeo, tema querido de Roth, aparece también aquí.
“Hay homenajes a Roth, pero también a Nabokov, a Steinbeck, a Romain Gary, a Hemingway, a todos ellos”, responde Dicker, “porque es un libro sobre un alumno y un maestro. Y por eso era divertido meter homenajes a todos esos escritores”.
—¿Entonces no es cierto que Roth sea su favorito?
—No, es que a veces las respuestas se sacan de contexto. Lo que dije es que entre los escritores que me han marcado, Roth es el único todavía vivo. Pero, bueno, es cierto que es un escritor clave en la literatura moderna. Sí, posiblemente, es el mayor de los escritores vivos.
Después de todo, Dicker se declara admirador sin fisuras de la gran novela estadounidense. “Quizás es la literatura que conozco mejor. No digo que sea más importante que otra. Es una cuestión muy personal. A unos les puede interesar más la literatura sudamericana, a otros la china. A mí lo que me gusta de la literatura americana es que cuenta historias. Una historia, una aventura lineal y luego a través de ella una historia de Estados Unidos. Y eso es lo que me parece que la hace más interesante, más rica”.
Difícilmente esos autores hubieran podido escribir sus grandes obras con editores como el de Marcus Goldman, en La verdad sobre el caso Harry Quebert, Roy Barnaski, que solo quiere un bombazo a cualquier precio. “Barnaski representa a los empresarios actuales, obsesionados por las cuentas, los accionistas, las cifras de venta, los beneficios, hasta el punto de que a veces se olvidan de a qué se dedican realmente. No es solo culpa suya. Es una crítica humorística sobre hasta qué punto, a veces, se ven los libros como un producto más. Pienso en el marketing que se ha hecho, por ejemplo, en torno a lanzamientos como el de Dan Brown, con su traductor encerrado durante un mes en un búnker, y eso es una locura. Porque al fin y al cabo es un libro, y el libro tiene que ser juzgado por su contenido. No por esas piruetas de mercadotecnia.
—Pero los libros, hoy día, son también productos.
—En todo caso, muy especiales. Por muchos fuegos artificiales, conferencias y presentaciones que se hagan, cuando uno abre el libro, si no es bueno, no queda nada.
Dicker lamenta el empeño de las editoriales de buscar best sellers internacionales, aunque a él le haya beneficiado claramente. “Se busca algo que se venda bien en todas partes, y así se mata cualquier atisbo de diversidad. Se dice, Harry Potter funciona, pues todos los libros van por ahí, con niños-magos. Se buscan libros camaleón, sin color. Tan pronto son las Cincuenta sombras de Grey como la novela negra. ¿Dónde queda la diversidad de la cultura?”.
Pero sí es cierto que esta obsesión por acumular lectores puede ser negativa, tampoco le gustan los puristas, los que miran con suspicacia cualquier cosa que triunfe. Un grupo nutrido en Francia que discute las cualidades literarias de Dicker. “Cuando un libro tiene mucho éxito es porque es accesible a mucha gente, y por lo tanto es popular, y algo popular está mal visto en Francia, porque lo bueno es lo que solo es accesible a la élite. No estoy de acuerdo con eso. Yo estoy encantado de que mi libro guste, de que se venda”. Y viéndole posar, dócilmente, y sin gafas, para la fotógrafa hay que suponer que también le encanta acumular admiradoras en Twitter.

El graduado

Los libros de Jeffrey Eugenides suelen ser potentes nudos intelectuales y emocionales que se disparan muy de tanto en tanto: Las vírgenes suicidas primero, luego Middlesex  y ahora, finalmente, La trama nupcial

Jeffrey Eugenides, autor estadounidense reflexiona de su oficio de escritor./pagina12.com.ar
El propio autor explica el origen de esta monumental ficción sobre el matrimonio a partir de un interés por insertar las viejas y queribles novelas románticas inglesas en un mundo liberado y radicalmente distinto. ¿O no tan distinto? En diversas entrevistas, Eugenides recuerda sus años universitarios como el disparador de La trama nupcial y Rodrigo Fresán hace una lectura de esta esperada novela.
La trama nupcial creció a partir de otra novela, de la que ya tenía escrita cien páginas, y que abandoné. Me di cuenta tarde, pero con certeza, de que no funcionaba. Cuando las dudas no se van, es definitivo: no funciona. Aquella novela era sobre una gran fiesta, todos los personajes volvían a casa para esta fiesta; una de las hijas de esta familia era Madeleine, que después fue la protagonista de La trama nupcial. La novela iba razonablemente bien, pero estaba vacía. Un día escribí: “Los problemas amorosos de Madeleine empezaron cuando la teoría francesa que estaba leyendo deconstruyó la misma noción del amor”. Y de repente empecé a pensar en la semiótica y en Brown en los 80, y empecé a escribir más y más sobre Madeleine. Y la prosa tomó tanta energía y frescura que resonaba contemporánea para mí, mucho más que la otra novela. Así que me liberé del otro libro. Y me di cuenta de que ese libro siempre había estado mal, que tenía cosas sin resolver. Y supe que el novio de Madeleine iba a ser depresivo. Y que iba a haber otro personaje, Mitchell, enamorado de ella. Y saqué a esos tres personajes del primer libro y los seguí, sin saber de qué se trataría este nuevo libro. No sabía que se trataría de una trama nupcial, ni que ése sería el título, ni que alguien se fuese a casar. No sabía ninguna de las cosas que pasan en el libro cuando lo empecé. Estaba viviendo en Chicago cuando tomé la decisión, en un departamento alquilado, y estaba solo. Ni tenía muebles. Había tormentas de nieve, el lago estaba congelado. Había trabajado dos o tres años en la primera novela y no quería desperdiciarlos, no quería tirar todo ese trabajo. Pero llegó un momento en que fue obvio y estaba preparado para seguir adelante.
Decidí que la novela transcurriera en mi universidad, Brown; al principio, iba a ser un college ficticio, pero cuando empecé a escribir era demasiado problemático y, después de todo, conozco muy bien Brown. Me pareció ridículo ficcionalizarlo y llamarlo college B. Además, hay muchas novelas sobre Harvard y otras instituciones, entonces por qué no Brown.
Hay ciertas expectativas culturales cuando se habla de Brown, y una es la obsesión con la semiótica; en mi época, el programa se llama Estudios en Semiótica, no era un departamento, recién estaba comenzando y parcialmente por eso la locura semiótica estaba en su pico, con la gente tomando partido radicalmente sobre si era una disciplina apropiada o no. La novela es ambivalente al respecto. Mi intención no era burlarme porque encuentro muy valiosos a muchos teóricos que he leído y continúo peleando con y en contra de algunos de sus pronunciamientos. Todavía significa algo para mí. Por otro lado también recuerdo la forma en que los estudiantes y profesores tomaban la teoría como un credo en aquella época. Como una religión. Siempre me pareció cómico y excesivo, inclusive entonces. Y todavía me resulta más gracioso ahora que la obsesión por la teoría francesa se ha disuelto un poco.
El personaje principal es Leonard, y es maníaco-depresivo. Leí bastante sobre el tema, especialmente para comprender qué tipo de comportamientos tiene una persona en estado de manía. Conocía la depresión y el estado depresivo, pero no el de manía. No me imaginaba que podía provocar que una persona se vistiera de modo extravagante, o que pudiera obligarlo a empezar una pelea, o a no dormir, o a beber. Así que me imaginé ese estado como una fiesta sin fin en mi cabeza, o como las fiestas del college, llenas de fiebre y anfetaminas y drogas. Cuando el libro finalmente se publicó, hubo un rumor de que Leonard estaba basado en David Foster Wallace, particularmente porque usa un pañuelo tipo bandana en la cabeza y botas de trabajo. Empezó en la revista New York Magazine y se estableció como un hecho. Estoy esperando que se desvanezca. Ahora la gente dice que hay muchas diferencias entre Leonard y DFW; la más básica es que David no sufría manía depresiva. Creo que le dan demasiada importancia a la bandana. Yo estaba pensando en Axl Rose, en Guns’ n’ Roses y el heavy metal, pero ya no puedo hacer nada.
Algo que sí es autobiográfico es la sensación de falta de propósito de los personajes cuando se gradúan. Yo lo sufrí menos porque sabía que quería ser novelista, pero no tenía un buen trabajo ni manera de publicar. Esos años fueron los más difíciles de mi vida y, cuando lo pienso, es una lástima, porque era joven y estaba lleno de salud y poder y fuerza; pero, psicológicamente, fue un tiempo de mucha inestabilidad. Para los estudiantes de los colleges de elite, la graduación es un despertar brusco; uno disfrutó de su educación durante 22 años. Pero, si uno estudió humanidades, no espera ganar dinero. Eso no me preocupaba mucho, no iba a abandonar todo para trabajar de inversionista. Cuando me gradué, la economía estaba en recesión, pero yo tenía tan pocas herramientas para conseguir un trabajo, de todas formas, que no creo que hubiese importado si la economía estaba en pleno crecimiento. Me esperaba trabajos malos, pero el tiempo pasaba y no le encontraba una vuelta a mi vida.
Después de un libro como Middlesex, que abarca 70 años y dos continentes, quería escribir algo más focalizado, más contenido. Quería que transcurriera en pocos días: era una reacción a Middlesex. Y aunque el libro terminó en 400 páginas, La trama nupcial es una novela mucho más condensada y diferente en su voz y en método narrativo. Este libro no rompe ninguna regla. Es tradicional. Cambia el punto de vista de personaje a personaje. Si uno lee a Tolstoi o un libro como Anna Karenina, también va de personaje en personaje y cada sección es en tercera persona, así que se puede ver todo el mundo de la narración de una forma más caleidoscópica. Es la narrativa más tradicional y nunca había hecho un libro así antes. Lo disfruté mucho.
La frase “la trama nupcial” se refiere a la trama central de la novela en sí misma, especialmente la novela europea (más aún la inglesa.) Si pensamos en novelas como Sensatez y sentimientos de Jane Austen, o Madame Bovary, o Anna Karenina o Retrato de una dama, todas son novelas sobre una mujer joven que todavía no se ha casado, que va a casarse al final o en la mitad del libro, y uno va a ver qué le pasa. Ese es el concepto literario: la trama nupcial. De eso se trata si uno es profesor de literatura y escribe sobre estas novelas. Pero esas novelas ya no pueden escribirse porque las condiciones sociales de las mujeres se han alterado radicalmente desde la época victoriana. La libertad que poseen es completamente diferente de la que tenían las mujeres entonces. Así que pensé: ¿cómo escribir un libro utilizando esta trama central y muy cautivante de la novela inglesa histórica? ¿Ha cambiado la prisión de las mujeres, esa libertad es total o no? Esa era la idea intelectual: escribir una trama nupcial moderna, una que le resultara verdadera a la gente, y especialmente a las mujeres, de hoy. Pero, ¿por qué me atrae este tema, emocionalmente? Bueno, el matrimonio no funciona como antes en términos de determinar nuestro destino, pero está en nuestra cabeza y determina muchas de nuestras acciones. Queda muy claro con el matrimonio gay: sigue siendo una idea potente, opera en nuestra mente como una especie de ideal, la búsqueda de esa persona que es “la” persona. Yo mismo empecé a pensar así muy temprano, viendo películas románticas, leyendo novelas románticas. Se me metió ese ideal en la cabeza. Quizá sea verdadero, quizá no, pero ciertamente causa problemas. Y así funciona en mi libro.
Las ideas para mis libros llegan de dos maneras. Puede ser una idea intelectual, que parece ser la razón para escribir el libro. Por ejemplo, Middlesex tenía que ver con el deseo de tener un narrador que supiera más que cualquier otro narrador –alguien que hubiera sido varón y mujer y que por eso supiera más acerca de la experiencia humana–. Tiresias, en la mitología griega, podía contestar preguntas sobre la sexualidad relacionadas con los hombres y las mujeres porque había vivido como ambos sexos. Esa idea me seducía. Así que ése era el motivo consciente. El otro motivo es inconsciente. Hay algo profundamente psicológico y emocional que me arrastra hacia determinado material. Es difícil de explicar. Es el tipo de cuestión que uno trata de dilucidar durante años en el diván del analista.
Paso la mayor parte del día escribiendo. Si puedo, escribo todos los días. No empiezo excesivamente temprano. Richard Ford se levanta a las 6 y escribe hasta el mediodía. Yo me levanto más tarde, empiezo hacia las 10 y trabajo hasta la tarde. Es como un trabajo de 9 a 5, pero de siete días a la semana. Y se acomoda a mi vida. Tengo una hija y una familia. Si viviera solo, probablemente escribiría mucho más tarde.
Las declaraciones de este texto fueron tomadas de entrevistas con Jeffrey Eugenides en la revista Interview y el portal Slate.com

20.6.13

Pamuk: "Ojo que esto es una novela"





El premio Nobel Orhan Pamuk habla de su propia presencia en sus novelas: “El modo en el que yo aparezco en mis libros es un modo modesto; no es metafísico o filosófico como en Borges. Borges escribió un ensayo maravilloso, ‘Borges y yo’, que cuando uno lo lee tiene esa sensación metafísica que confunde un poco pero que gusta. Mi aparición en mis novelas es más al estilo en el que Hitchcock aparece en sus películas, como una especie de firma modesta. Pero también uso mi presencia en las historias como la voz de alguien que termina las novelas. Cuando casi todos los personajes mueren y quedan cosas inconclusas, cuando la historia se termina, necesito una voz que diga: ‘Han pasado veinte años…’ Ahí me hace falta Orhan. Porque el lector se podría preguntar: ‘¿Quién es el que dice eso?’. La presencia del escritor que comanda y ve los detalles de todo es necesaria para mis ficciones. Es la voz que tiene bajo control todo el texto, da información de un modo veloz y desaparece. Es también un viejo método a lo Bertolt Brecht de recordar a los lectores: ‘Ojo que esto es una novela’”.

Minutos antes, el escritor turco ya había hablado de Borges: “Todas mis novelas son un proyecto diverso. Por ejemplo, en Museo de la inocencia , la intención era conjugar una novela en el formato de un catálogo de museo. Pero cuando estaba terminando de escribirla decidí no hacerla parecer un catálogo sino una novela antigua. En ese tiempo deseaba ser original y moderno o posmoderno. Borges dijo alguna vez que la actitud más dañina que un joven escritor se puede imponer a sí mismo es el deseo de querer ser moderno. Es algo que siempre tengo presente. Trato de estimular mi imaginación creativa y de disfrutar la escritura y por eso cada libro mío es diferente”.
Borges aparece como un referente en su vida. Junto a Nabokov, es el autor que más ha nombrado en esta charla. ¿Cuál es el libro de Borges que más le gustó?
El Aleph.
“Sin duda. Fue importante para mí”, agrega Pamuk mientras firma en automático la primera página de un libro –una de sus novelas, damos por descontado– que un brazo anónimo le acerca sin decirle ni media palabra.
/ Revista Ñ

17.6.13

Ramírez: "Parte del ideal de la izquierda es que no haya corrupción; son incompatibles"

El escritor y ex vicepresidente nicaragüense durante la revolución sandinista habla sobre su nuevo libro Flores oscuras y se asume desencantado de la política

Lo que queda. Ramírez, en Buenos Aires. La Revolución, dice, dejó náufragos en la playa. “Soy uno de ellos”./ Revista Ñ
“Siempre vuelvo”, dice Sergio Ramírez. Se refiere, en este caso, al cuento, el primer género que exploró en su carrera de escritor, hace ya medio siglo, cuando decidió autoeditarse en Managua. Pero bien podría aludir a la política de Nicaragua o a la Argentina, adonde semanas atrás volvió para presentar su nuevo libro de relatos Flores oscuras, en el que retrata la resaca de la Revolución Sandinista, la que terminó con la dictadura de Anastasio Somoza y de la que fue vicepresidente, ni más ni menos. Los doce cuentos completan un itinerario duro a través de personajes sombríos, que sirven como la parábola de un país: un juez corrupto, un boxeador anónimo, un ex guerrillero que ha perdido todo menos la sed. Para el libro –repite Ramírez– en ésta y en otras entrevistas, se ha servido del método periodístico. Algunas historias son verídicas. “Los hechos son como se presentan, sin ninguna clase de intervención. Siempre he sabido que una regla esencial del cuento es tomar distancia. Y yo narro como un forense, que está describiendo lo que dicen los médicos, el juez, los testigos”, explica en el último piso de la editorial Alfaguara en Buenos Aires, siempre con el mismo tono cordial. Lo fascina, advierte, cómo algunos de sus personajes se desarrollan y otros, en iguales circunstancias, quedan en el camino “porque primer concertista hay uno solo”.
¿Y usted a esta altura se siente como un primer concertista de la literatura iberoamericana?
Sería muy pretencioso de mi parte decirlo. Yo he tenido una lucha muy sorda en Nicaragua para que se me reconozca como escritor y no como político. Porque yo tengo una carga muy pesada atrás en mi vida, la de alguien que estuvo en la política, en la revolución. Y esa batalla la sigo dando. Yo no puedo borrar esa parte de mi vida, ni pretendo, pero no me siento cómodo cuando alguien me busca para preguntarme algo y me hace cuatro preguntas rápidas de literatura, cuando lo que le interesa es la política.
Cuando era vicepresidente, de hecho, les pidió a las editoriales que no mencionaran su cargo.
En los 80, no quería que dijeran que yo era vicepresidente. Yo era parte de una revolución, pero el vicepresidente escritor , ¿qué quiere decir eso?
¿Y por qué cree que los medios se interesan tanto todavía en su faceta política?
Interesa por ese fenómeno que fue la Revolución y que todavía tiene secuelas en América Latina, no sé si para los más jóvenes, creo que no. No tienen memoria de eso, ni creo que les interese. Pero para una generación que todavía sobrevive de aquella época entiendo que es interesante.
(Managua, 1980. Con Fidel Castro, Daniel Ortega y Maurice Bishop).
Y ya que ahora “vuelve” al cuento: ¿cómo fue regresar a la escritura, en pleno ejercicio de la vicepresidencia?
Cuando fui a vivir esa aventura, cuando vino la Revolución, yo lo dejé todo tirado. Luego vino el triunfo de la Revolución, los primeros años en el poder, llegamos al año 85 y fui electo vicepresidente. Entonces yo volví a ver hacia atrás y vi hacia delante, dije: “Bueno, tengo 10 años sin escribir, fui electo por un período de 6 años, son 16 años, yo dejé de ser escritor para siempre”. Entonces para volver a escribir, empecé a levantarme a las 4 de la mañana. Y comencé a probar con un libro breve que escribí sobre Cortázar, se llama Estás en Nicaragua. Acababa de morir Julio y era mi memoria personal.
Pero aquel libro no era del todo ficción.
No, pero era un libro literario. Y luego vino Castigo divino, que es extraño, porque es la novela más larga que he escrito, es la más compleja. Necesitaba mucha investigación, era un caso judicial y quizás me estaba alejando de cualquier tema que tuviera que ver con la Revolución. Estaba consciente de que no tenía las manos libres para escribir sobre nada que tuviera que ver con la Revolución; yo era un agente de relaciones públicas de la Revolución, yo salía por el mundo vendiendo la idea de la Revolución. En ese momento no podía ser un novelista de la Revolución. Construí una novela judicial, política, de costumbre, social, de muchos planos: con ese libro volví a la literatura.
Y después se acabó la política.
(En campaña. En 1995 , con el Movimiento Renovador Sandinista).
Cuando dejé la política yo ya sabía que volvía a lo mío y me puse a escribir. En medio de un gran desastre, yo había salido del Frente Sandinista, habíamos fundado otro partido, fuimos a las elecciones, nos derrotaron obviamente, en medio de una gran polarización. Quedé lleno de deudas, porque a la hora en que se terminó la campaña electoral sólo teníamos deudas, a los derrotados nadie los vuelve a ver. Todos los que nos habían prometido ayuda se evaporaron, como siempre. En medio de esta pesadumbre, de no tener a donde ir y cómo pagar, me puse a escribir.
¿Y ese desencanto final con la política todavía le dura?
Yo siempre digo que no, pero en un libro como este me doy cuenta que sí, el desencanto es notorio. Quisiera que no, pero lo que tiñe la mente de un escritor no es lo que quiere, sino lo que sale aquí como resultado. Este es un libro muy pesimista, pero bueno, esa es la manera que yo tengo de ver el mundo ahora. Muestro el desamparo de los pequeños seres que en la resaca de una revolución quedan sobre la playa, ahí, como náufragos. Y hay muchos náufragos, también soy uno de ellos.
¿La izquierda y la derecha todavía significan algo?
Yo aprendí que parte del ideal de izquierda es que no haya corrupción, son incompatibles. Ir contra la corrupción, la represión, en contra de cerrar los espacios de libre pensamiento: para mí eso sigue siendo la izquierda.

15.6.13

Borges: "Yo mismo soy una especie de antología de muchas literaturas"

En 1963, en París, Mario Vargas Llosa, en aquel entonces toda una promesa de las letras peruanas, tuvo la ocasión de entrevistar a uno de sus ídolos: el escritor argentino Jorge Luis Borges

Jorge Luis Borges, El Eterno, junto a Mario Vargas Llosa, siempre una promesa de escritor./clubcultura.com

-Discúlpeme usted, Jorge Luis Borges, pero lo único que se me ocurre para comenzar esta entrevista es una pregunta convencional: ¿cuál es la razón de su visita a Francia?

-Fui invitado a dos congresos por el Congreso por la Libertad de la Cultura, en Berlín. Fui invitado también por la Deutsche Regierum, por el gobierno alemán, y luego mi gira continuó y estuve en Holanda, en la ciudad de Amsterdam, que tenía muchas ganas de conocer. Luego mi secretaria María Esther Vázquez y yo seguimos por Inglaterra, Escocia, Suecia, Dinamarca y ahora estoy en París. El sábado iremos a Madrid, donde permaneceremos una semana. Luego, volveremos a la patria. Todo esto habrá durado poco más de dos meses.

-Tengo entendido que asistió al Coloquio que se ha celebrado recientemente en Berlín entre escritores alemanes y latinoamericanos. ¿Quiere darme su impresión de este encuentro?

-Bueno, este encuentro fue agradable en el sentido de que pude conversar con muchos colegas míos. Pero en cuanto a los resultados de esos congresos, creo que son puramente negativos. Y, además, parece que nuestra época nos obliga a ello, yo tuve que expresar mi sorpresa -no exenta de melancolía-, de que en una reunión de escritores se hablara tan poco de literatura y tanto de política, un tema que es más bien, bueno, digamos tedioso. Pero, desde luego, agradezco haber sido invitado a ese congreso, ya que para un hombre sin mayores posibilidades económicas como yo, esto me ha permitido conocer países que no conocía, llevar en mi memoria muchas imágenes inolvidables de ciudades de distintos países. Pero, en general, creo que los congresos literarios vienen a ser como una forma de turismo, ¿no?, lo cual, desde luego, no es del todo desagradable.

-En los últimos años, su obra ha alcanzado una audiencia excepcional aquí, en Francia. La "Historia universal de la infamia" y la "Historia de la eternidad" se han publicado en libros de bolsillo, y se han vendido millares de ejemplares en pocas semanas. Además de "L'Herne", otras dos revistas literarias preparan números especiales dedicados a su obra. Y ya vio usted que en el Instituto de Altos Estudios de América Latina tuvieron que colocar parlantes hasta en la calle, para las personas que no pudieron entrar el auditorio a escuchar su conferencia. 

¿Qué impresión le ha causado todo esto?

-Una impresión de sorpresa. Una gran sorpresa. Imagínese, yo soy un hombre de 65 años, y he publicado muchos libros, pero al principio esos libros fueron escritos para mí, y para un pequeño grupo de amigos. Recuerdo mi sorpresa y mi alegría cuando supe, hace muchos años, que de mi libro "Historia de la eternidad" se habían vendido en un año hasta 37 ejemplares. Yo hubiera querido agradecer personalmente a cada uno de los compradores, o presentarle mis excusas. También es verdad que 37 compradores son imaginables, es decir son 37 personas que tienen rasgos personales, y biografía, domicilio, estado civil, etc. En cambio, sí uno llega a vender mil o dos mil ejemplares, ya eso es tan abstracto que es como si uno no hubiera vendido ninguno. Ahora, el hecho es que en Francia han sido extraordinariamente generosos, generosos hasta la injusticia conmigo. Una publicación como "L'Herne", por ejemplo, es algo que me ha colmado de gratitud y al mismo tiempo me ha abrumado un poco. Me he sentido indigno de una atención tan inteligente, tan perspicaz, tan minuciosa y, le repito, tan generosa conmigo. Veo que en Francia hay mucha gente que conoce mi "obra" (uso esta palabra entre comillas) mucho mejor que yo. A veces, y en estos días, me han hecho preguntas sobre tal o cual personaje: ¿por qué John Vincent Moon vaciló antes de contestar? Y luego, al cabo de un rato, he recapacitado y me he dado cuenta que John Vincent Moon es protagonista de un cuento mío y he tenido que inventar una respuesta cualquiera para no confesar que me he olvidado totalmente del cuento y que no sé exactamente las razones de tal o cual circunstancia. Todo eso me alegra y, al mismo tiempo, me produce como un ligero y agradable vértigo.

-¿Qué ha significado en su formación la cultura francesa?; ¿algún escritor francés ha ejercido una influencia decisiva en usted?

-Bueno, desde luego. Yo hice todo mi bachillerato en Ginebra, durante la primera guerra mundial. Es decir que durante muchos años, el francés fue, no diré el idioma en el que yo soñaba o en el que sacaba cuentas, porque nunca llegué a tanto, pero sí un idioma cotidiano para mí. Y, desde luego la cultura francesa ha influido en mí, como ha influido en la cultura de todos los americanos del Sur, quizá más que en la cultura de los españoles. Pero hay algunos autores que yo quisiera destacar especialmente y esos autores son Montaigne, Flaubert -quizá Flaubert más que ningún otro-, y luego un autor personalmente desagradable a través de lo que uno puede juzgar por sus libros, pero la verdad es que trataba de ser desagradable y lo consiguió: Leon Bloy. Sobre todo me interesa en Leon Bloy esa idea suya, esa idea que ya los cabalistas y el místico sueco Swedenborg tuvieron pero que sin duda él sacó de sí mismo, la idea del universo como una suerte de escritura, como una criptografía de la divinidad. Y en cuanto a la poesía, creo que usted me encontrará bastante "pompier", bastante "vieux jouer", rococó, porque mis preferencias en lo que se refiere a poesía francesa siguen siendo la Chanson de Roland, la obra de Hugo, la obra de Verlaine, y -pero ya en un plano menor- la obra de poetas como Paul-Jean Toulet, el de las "Contrerimes". Pero hay sin duda muchos autores que no nombro que han influido en mí. Es posible que en algún poema mío haya algún eco de la voz de ciertos poemas épicos de Apollinaire, eso no me sorprendería. Pero si tuviera que elegir un autor (aunque no hay absolutamente ninguna razón para elegir un autor y descartar los otros), ese autor francés sería siempre Flaubert.

-Se suele distinguir dos Flaubert: el realista de "Madame Bovary" y "La educación sentimental", y el de las grandes construcciones históricas, "Salambó" y "La tentación de San Antonio". ¿Cuál de los dos prefiere?

-Bueno, creo que tendría que referirme a un tercer Flaubert, que es un poco los dos que usted ha citado. Creo que uno de los libros que yo he leído y releído más en mi vida es el inconcluso "Bouvard y Pecuchet". Pero estoy muy orgulloso, porque en mi biblioteca, en Buenos Aires, tengo una 'editio princeps' de Salambó y otra de la Tentación. He conseguido eso en Buenos Aires y aquí me dicen que se trata de libros inhallables, ¿no? Y en Buenos Aires no sé qué feliz azar me ha puesto esos libros entre las manos. Y me conmueve pensar que yo estoy viendo exactamente lo que Flaubert vio alguna vez, esa primera edición que siempre emociona tanto a un autor.

-Usted ha escrito poemas, cuentos y ensayo. ¿Tiene predilección por alguno de esos géneros?

-Ahora, al término de la carrera literaria, tengo la impresión que he cultivado un solo género: la poesía. Salvo que mi poesía se ha expresado muchas veces en prosa y no en verso. Pero como hace unos diez años que he perdido la vista, y a mí me gusta mucho vigilar, revisar lo que escribo, ahora me he vuelto a las formas regulares del verso. Ya que un soneto, por ejemplo, puede componerse en la calle, en el subterráneo, paseando por los corredores de la Biblioteca Nacional, y la rima tiene una virtud mnemónica que usted conoce. Es decir, uno puede trabajar y pulir un soneto mentalmente y luego, cuando el soneto está más o menos maduro, entonces lo dicto, dejo pasar unos diez o doce días y luego lo retomo, lo modifico lo corrijo hasta que llega un momento en que ese soneto ya puede publicarse sin mayor deshonra para el autor.

-Para terminar, le voy a hacer otra pregunta convencional: si tuviera que pasar el resto de sus días en una isla desierta con cinco libros, ¿cuáles elegiría?

-Es una pregunta difícil, porque cinco es poco o es demasiado. Además, no sé si se trata de cinco libros o de cinco volúmenes.

-Digamos, cinco volúmenes.

-¿Cinco volúmenes? Bueno, yo creo que llevaría la "Historia de la Declinación y Caída del lmperio Romano" de Gibbons. No creo que llevaría ninguna novela, sino más bien un libro de historia. Bueno, vamos a suponer que eso sea en una edición de dos volúmenes. Luego, me gustaría llevar algún libro que yo no comprendiera del todo, para poder leerlo y releerlo, digamos la "Introducción a la Filosofía de las Matemáticas" de Russell, o algún libro de Henri Poincaré. Me gustaría llevar eso también. Ya tenemos tres volúmenes. Luego, podría llevar un volumen cualquiera, elegido el azar, de una enciclopedia. Ahí ya podría haber muchas lecturas. Sobre todo, no de una enciclopedia actual, porque las enciclopedias actuales son libros de consulta, sino de una enciclopedia publicada hacia 1910 o 1911, algún volumen de Brockhaus, o de Mayer, o de la Enciclopedia Británica, es decir cuando las enciclopedias eran todavía libros de lectura. Tenemos cuatro. Y luego, para el último, voy a hacer una trampa, voy a llevar un libro que es una biblioteca, es decir llevaría la Biblia. Y en cuanto a la poesía, que está ausente de este catálogo, eso me obligaría a encargarme yo, y entonces no leería versos. Además, mí memoria está tan poblada de versos que creo que no necesito libros. Yo mismo soy una especie de antología de muchas literaturas. Yo, que recuerdo mal las circunstancias de mi propia vida, puedo decirle indefinidamente y tediosamente versos en latín, en español, en inglés, en inglés antiguo, en francés, en italiano, en portugués. No sé si he contestado bien a su pregunta.

-Sí, muy bien, Jorge Luis Borges. Muchas gracias.

3.6.13

El Justiciero

Su literatura, que empezó a ser conocida en Argentina a partir de la publicación de Ellos eran muchos caballos, es netamente experimental, pero nada más alejado de la obra y la figura de Luiz Ruffato que un concepto cerrado o elitista del lenguaje, la forma y también la manera de plantarse frente a su tiempo. Proveniente de una familia muy pobre de Minas Gerais, ha dedicado los últimos años a escribir un ciclo de novelas sobre la clase trabajadora de Brasil

Luiz Ruffato, autor de Ellos eran muchos caballos./pagina12.com.ar
En esta entrevista, Ruffato habla del revuelo provocado por sus antologías sobre la negritud, la condición gay y la literatura hecha por mujeres, y explica por qué considera que el escritor todavía tiene un compromiso frente a la sociedad.
En la plaza principal de Cataguases, un pueblo chico y pobre al sur de Minas Gerais, el padre de Luiz Ruffato vende pochoclo en su carro. Es semianalfabeto, su hijo de once años está trabajando con él como ayudante del pipoqueiro. Un día pasa por el puesto un hombre de sombrero. Es sábado, hay mucho trabajo. El hombre le pregunta al padre si su hijo va a la escuela. El padre contesta que sí: el niño asiste a la Campaña Nacional de Escuelas de la Comunidad, una de las tantas a las que van los pobres del pueblo. El hombre se aleja con su paquete de pochoclo prometiéndole conseguirle una vacante en la mejor escuela pública de Cataguases. Al lunes siguiente el padre está en la escuela, buscando al hombre de la promesa, que resultó ser el director del colegio. Ruffato comienza a estudiar ahí, donde hay una biblioteca bien equipada, el lugar que elige para esconderse de sus compañeros cada vez que se siente sapo de otro pozo. La bibliotecaria permite que el niño use esos bancos como guarida sólo si se pone a leer. El pacto es un libro por semana. En el calor sofocante de Cataguases, el primer libro que lee es de un autor ucraniano, sobre un lugar cerca de Kiev donde masacraron a doscientos mil judíos. La novela trata del relato de una de las familias que intenta sobrevivir a ese horror. Ruffato recuerda que esa noche levantó fiebre: “Fue en ese momento que descubrí que existían cosas más grandes que mi barrio, mi ciudad, cosas más grandes que Brasil –de lo que yo tampoco tenía mucha idea de qué se trataba–. Tanto me transformó aquella lectura que le dije a mi madre que yo quería ser escritor y ella se puso a llorar porque su sueño era que yo fuese operario. Ella me dijo así: ‘você teim que cuidar do feijoao’. Sin embargo, con el tiempo, a pesar de que fue ayudante del padre, tornero mecánico y operario en fábricas –o mejor, por cada uno de estos trabajos–, esas primeras lecturas se convirtieron en la piedra fundamental de un destino elegido. Luiz Ruffato se convertiría en uno de los escritores más inquisitivos de la literatura contemporánea brasileña, no sólo por los temas que aborda sino también por la estructura narrativa donde los pone a combatir.

Cuidar los porotos

Ya desde su primer libro de cuentos publicado, Remorsos e Rancores (1998), como en el segundo, Os sobreviventes (2000), el escenario es Cataguases y sus personajes son representantes de las clases medias y bajas, subempleados, ex prostitutas, peluqueras, empleados de fábrica, un mundo de gente sufrida y sin esperanza donde el único mandato que pasa de padres a hijos es el de “cuidar do feijoao”. Por eso, al preguntarle sobre la narrativa brasileña contemporánea Ruffato es crítico al respecto: “Yo creo que está muy cerca de toda la literatura joven que se hace hoy pero con algunas especificidades. Mi generación está todavía con algunas preocupaciones que son muy liberales, se escribe con la intención de reflexionar sobre el país por medio de algunas temáticas como la violencia urbana, las impasses de una cierta cultura brasileña, quiénes somos nosotros, qué queremos de nosotros. Curiosamente no hablamos sobre la dictadura militar, que es algo muy reciente. Para mí es un misterio. Lo que sucede en Brasil es que se evita la confrontación. Entonces lo primero que se hizo con la dictadura fue la amnistía general, para que no hubiera discusión al respecto, y con esto se perdió la posibilidad de reflexionar sobre nuestro pasado; nosotros no hacemos esto. Y con respecto a la generación que viene después, yo creo que está muy preocupada en hacer una literatura degustable. O sea, una literatura un poco superficial, marcada por esta tendencia de una cierta americanización de los temas, de la escritura, hasta del lenguaje. Se pierde entonces esta posibilidad de reflexionar sobre el país, sobre algún tipo de identidad. Hoy son muy pocos los autores que tienen esta preocupación. Y esto es muy curioso, el año pasado salieron los mejores autores jóvenes de Brasil en la revista Granta y en esos textos se percibe muy claramente esto de hacer algo que guste, que sea fácil de traducir, de vender a otros países... una literatura degustable.
¿Y qué ocurre con el movimiento llamado “literatura marginal” del que forma parte Ferrez, que nace en Capao Redondo? ¿Cómo influye en lo que se está escribiendo en este momento, teniendo en cuenta que efectivamente traen otras voces desde la periferia social? 
 –Es un movimiento muy interesante pero muy problemático. Porque es la primera vez que tenés escritores de la periferia de la ciudad, escritores de familias pobres, de formación pobre, hablando sobre ellos mismos. Es la primera vez que esto ocurre en Brasil y es un hecho histórico importantísimo. Pero tiene un problemita en mi opinión, y es justamente que el sistema editorial lo absorbe y entonces pasa a tener un registro al que se llama “literatura marginal”. ¿Qué es la literatura marginal? Es la literatura que los blancos no hacen, que las clases medias no hacen, que los católicos no hacen. Es la literatura que todos nosotros no hacemos. O sea, yo hago literatura con mayúsculas, pero ellos hacen “literatura marginal” y éste es un problema muy serio, porque los propios autores no lo perciben, tanto que la academia asume también este título de literatura marginal y lo analiza desde ahí. En mi opinión, la literatura marginal no es algo en sí, pero es tratado como algo en sí. Por ejemplo, los sellos editoriales crean literatura marginal; los autores marginales crean literatura marginal; la academia ilustrada crea literatura marginal, y esto para mí es una tragedia. ¿Por qué? Porque si un autor marginal quiere escribir algo que no sea marginal, no puede. Claro que no, porque es un escritor marginal. El sistema de la cultura lo apresa dentro de ese rótulo para que no contamine, porque si entonces ese autor va a escribir otra cosa, con esos errores gramaticales o de forma, ¿cómo es posible que se acepte si no es dentro de lo que llamaron literatura marginal? En cambio, si sale de lo marginal está permitido porque son pobres, se los lee como pobres y entonces ahí sí está permitido, y el resto lo va a ir a mirar como miran los turistas.
Pensaba que estaba más protegido, que ellos editaban sus libros, que tenían su propia marca. 
 –Sí, pero todos los autores comienzan autopublicándose y luego una editorial les ofrece publicar y ¿cómo el autor va a rechazar la oferta de publicar ahí? Es complejo. Es como un destino medio fatal pero no hay otra. Claro que existen autores, excepciones, de los que publican sus propios libros. Ferrez es mi amigo, él publica en Alfaguara. ¿Cómo escribís para la favela desde Alfaguara? Es algo históricamente muy importante, el movimiento hip hop que origina este brazo de la literatura es muy importante, pero no se puede mitologizar. Yo creo que es ingenuo pensarlo de otra manera. Esta marginalidad es una vanguardia al revés. A mí me parece ingenua esta idea de purismo: ah, son escritores de la favela, encapsulados, es un safari al Africa. No es verdad ni lo podría ser. Yo conozco a algunos escritores que les gustaría que no hubiese contaminación, a mí me interesa la contaminación. El problema es que el contacto de la literatura marginal con el resto se hace de manera higiénica. Yo no creo que la gente quiera conocer el mundo marginal, a mí me parece que es como cuando tenés la experiencia del otro pero desde una experiencia higiénica, porque hay un papel en el medio, no hay un contacto directo, es hospitalario. Entonces es como cuando un niño tiene una enfermedad viral y se los junta a todos los demás para que no entren en contacto y luego no pasa nada, no pasa a mayores, es higiénico.
En este empeño por visibilizar a los ausentes de la literatura brasileña, Ruffato no sólo escribe sobre la clase trabajadora de su país, sino que también ha dirigido varias antologías para diferentes casas editoriales de Brasil. Luego de que saliera publicada una antología de Nelson Oliveira que se llamó Generación 90, decidió comenzar por las mujeres escritoras. Es una generación a la que yo pertenezco, de hecho me publicaron en esa antología, pero al ver que entre los autores sólo figuraba una mujer, Cintia Moscovich, me quedé furioso, me molestó mucho esa falta de verdad. Yo conocía a muchas mujeres que estaban escribiendo y que no aparecían en ninguna antología como parte de ninguna generación. Es muy claro el machismo que aparece en todos los lugares, incluso en este momento. Todas las veces que se habla de mujeres escribiendo, es como en el caso de la literatura marginal, se la rotula “literatura femenina”. Por eso el libro que compilé se titula 25 Mulheres que Estao Fazendo a Nova Literatura Brasileira. Luego publiqué un segundo volumen que se llamó Mais 30 mulheres que estao fazendo a nova literatura brasileira. Sumamos entonces 55 autoras y fue una provocación. Tuve una entrevista en la que se escandalizaron porque dije: “No me hablen de Generación 90 si la mitad no son mujeres. Yo les ofrezco cincuenta y cinco. ¿A cuántas publicaron ustedes?”. Y tuve la suerte de hacer algunas antologías más de intervención. Hice una colección en una editorial de Río de Janeiro que ya tiene tres volúmenes. El primero es sobre la cuestión de la homosexualidad, el segundo es sobre la cuestión del racismo, y el tercer volumen es sobre la cuestión de la corrupción. Todas en el mismo formato: antologías panorámicas de ficción donde hay cuentos que van del siglo XIX hasta hoy. La idea es ver de qué manera cada uno de estos temas fue tratado a lo largo de la historia. A mí me gusta muchísimo este trabajo de compilar, sobre todo porque es una oportunidad de estar muy cerca de las cosas que están haciendo los colegas. Ni todo siempre me gusta. Cuando pienso en antologías yo no pienso en que todo tiene que gustarme, sino en que ese texto que elegí debe estar representando algo importante en determinado momento. Entre esas cincuenta y cinco mujeres hay algunas que a mí no me gustan nada, pero mi opinión no cuenta en ese sentido. A mí no me interesa publicar a amigos porque ellos no precisan eso de mí, son mi amigos y punto. La idea es siempre intentar una reflexión sobre cosas que no están analizadas. La antología sobre el racismo no es sobre racismo, es sobre la cuestión del negro en Brasil. Fue la primera antología sobre este tema que salió por una casa editorial comercial, Lingua Geral. Ya hubo otras sobre este tema, aunque siempre se dio entre grupos de negros, asociaciones de negros y lo que pasaba era que los libros terminaban circulando con una lógica de gueto. Esta fue la primera antología que no estaba ligada a eso sino que era para el público en general y que va recorriendo la historia del tratamiento de este tema. Comienza con una mujer, en el siglo XIX, una negra que se llama María Firmina dos Reis. No es buena, pero es increíble cómo en 1875 esta mujer negra viviendo en el interior del país, en Maranhao, escribió una novela en un cuento. Ese cuento es sobre la esclavitud, la antología se llama Cuestión de piel y fue comprada por el gobierno federal para distribuir en las escuelas. En la antología sobre la cuestión gay hay escritores que no son gays pero que están ahí para discutir la cuestión. Hay autores importantes como Rubem Fonseca, Lygia Fagundes Telles, y está también Machado de Assis. Yo tuve un problema muy serio por causa de esto. El cuento se llama “Píliades y Orestes” y es una historia muy curiosa, porque se trata de dos amigos que andan todo el tiempo juntos, hasta que uno de ellos se casa y la historia continúa con una pasión tremenda. Los críticos machadianos dijeron: ¡No, esto es amistad masculina! Pero no, qué amistad masculina... es una pasión loca de uno por el otro, es increíble. Pero para los críticos, pensar en Machado de Assis escribiendo un cuento con temática gay... no, vade retro, nunca. Hubo dos familias de autores que no autorizaron la publicación de cuentos en esta antología. Una fue la de Mario de Andrade y la otra la de un escritor que se llama Murilo Eugênio Rubiao. Es muy curioso eso, porque ni siquiera era una antología gay, sino que era sobre la cuestión gay.

Lo que está en construcción

Con Ellos eran muchos caballos, su primer libro publicado en Argentina por Eterna Cadencia, Ruffato no sólo ganó el Premio APCA, y el Premio Machado de Assis a la mejor novela del 2001, sino que también lo llevó a obtener reconocimiento internacional. Gracias a esta novela pudo dejar su trabajo de periodista para dedicarse por completo a la literatura y poder vivir de ella. Aunque reconoce que nunca dejó de ser un operario, ahora es un trabajador de la palabra. Ruffato enfatiza en el hecho de poder cobrar por cada charla, encuentro, taller especial al que se lo invite. “El hecho de ser un escritor no te hace diferente del resto, tenés que comer, que generar un ingreso, y yo lo digo abiertamente. Hay muchos intelectuales a los que les da vergüenza hablar de dinero a la hora de cobrar por sus intervenciones, es algo que queda mal, que te desprestigia en ciertos ambientes y que tiene que ver con el elitismo de la literatura. A mí no me parece, yo quiero hacer dinero con la literatura, es mi trabajo, como cualquier otro que hice en mi vida.” Sin embargo, a pesar del reconocimiento de Ellos eran muchos caballos, que él define como un ejercicio de lenguaje, Ruffato tenía un proyecto en mente más ambicioso que le llevó seis años de escritura, El infierno provisorio. Esta obra abarca cinco novelas: Mamma, Son Tanto Felice (2005) O Mundo Inimigo, publicada en el mismo año, Vista Parcial da Noite (2006), O Livro das Impossibilidades (2008) y finalmente, Domingos sem Deus (2011).
El proyecto de Ruffato era ficcionalizar la historia de la clase trabajadora brasileña desde mediados del siglo XX hasta el inicio del siglo XXI. Cada volumen trata de un período histórico específico. “Empecé a imaginar esta idea, este proyecto, a partir del momento en el que entré a la universidad y empecé a leer literatura brasileña con mucha intensidad. Y descubrí con interés que no había nada respecto de esta clase. Hay de todo sobre el mundo rural, todo ese cosmos está representado. Sobre el mundo urbano hay muchísima literatura respecto de la burguesía, de la clase media alta, del lumpen, pero no hay sobre los trabajadores. Ni siquiera en las novelas de televisión. Ahí el trabajo que aparece es desde la figura de las empleadas domésticas, que sin embargo nunca se tematiza. Pero las personas que se toman el tren o el autobús, las caminan para llegar a sus trabajos, o quienes trabajan en cosas que son invisibles, como por ejemplo las peluqueras, el mesero, el taxista, el obrero de la fábrica, estos personajes están totalmente ausentes de la literatura brasileña. Y como yo soy de formación obrera –trabajé como obrero textil, como tornero mecánico, trabajé de muchísimas cosas–, mi madre era una lavandera analfabeta, mi padre era semianalfabeto, entonces yo me dije que tenía que escribir sobre mis padres, sobre mis amigos, sobre mi barrio. Y como fue un proyecto tuve que hacer algo antes: buscar la forma. Porque para mí era muy paradójico escribir sobre este tema usando la novela tradicional burguesa. Entonces el problema nunca fue encontrar la temática, sino buscar la forma en la que contar todo ese mundo. Demoré muchísimo en comenzar, así es como surge Ellos eran muchos caballos, que fue un ejercicio formal para llegar a escribir El infierno provisorio. Nace de una necesidad de comprender el lenguaje con el que iba a manejarme. Son historias un poco más largas pero con una experimentación muy fuerte. No hay una secuencia lógica ni cronológica, no hay un pasaje de un personaje a otro, aunque la lectura del conjunto –espero– tiene el sentido de una caminata que alguien hace saliendo del campo en la década del 50, hasta la ciudad de San Pablo en los inicios del siglo XXI. La idea fue intentar una respuesta a la letra de una canción de Caetano Veloso que dice así: “Lo que está en construcción ya es ruina”. Esta es la idea, porque nosotros salimos de una situación de campo, con espacios amplios y el tiempo marcado de manera sucesiva, hacia una situación de espacios muy pequeños en la ciudad, con tiempos simultáneos. Lo interesante de esto es qué pasó en el breve transcurso de una generación. O sea, alguien que nació en el campo en 1950, cincuenta años después estaba viviendo en un mundo completamente opuesto.
Ahí también hay una historia de la violencia. 
 –Claro, pero no esta violencia callejera sino la violencia contra las mujeres, los niños, la violencia de no poder alcanzar nunca esa felicidad, en el sentido más amplio, la felicidad de tener el amor de una persona que te acompañe en la vida, la felicidad de tener cosas materiales, que es importante, la felicidad de saber que tu hijo tendrá una oportunidad como todas las otras personas. No hay, no hay eso. Entonces esta violencia sí, claro, aparece, surge en las calles también pero como una consecuencia del problema anterior. Yo creo que la literatura es muy paradójica, porque de todas las artes es la única que se enseña en la escuela, como materia. Pero, al mismo tiempo, es el arte más elitista que hay. ¿Por qué? Porque uno puede ser músico sin formación, o pintor sin formación, un cineasta sin formación, siempre que se haya aprendido esa técnica en cualquier taller, como un obrero. Pero uno no puede ser un escritor sin una formación muy buena, no es una formación cualquiera, se necesita formación en la lectura, en la escritura, tenés que tener herramientas sólidas. Y esto es un problema, porque impide –y acá volvemos a la cuestión de la literatura marginal– que haya una gran cantidad de escritores reflexionando al respecto de cosas que no sean la clase media, el problema del ombligo, eso en Brasil es muy claro. Entonces mi misión, con muchas comillas, es presentar una idea de Brasil que sea convergente, diciendo, sí, Brasil es todo eso que se ve de Brasil pero también es esto que yo estoy escribiendo, esta otra parte de la sociedad tiene que ser representada.
Entonces sos de los que piensan que la literatura sí tiene una función.  
–Si yo no creyese fuertemente en eso, no escribiría. Yo soy fundador de una iglesia, es un chiste pero es verdad, y se llama Iglesia del Libro Transformador. La idea es que uno dé testimonio sobre el libro que te cambió la vida. Esto es lo que hacen las iglesias pentecostales, ellos preguntan así: ¿Hermana, qué te cambió la vida? y los demás contestan: Yo era un alcohólico, mi vida era una mierda total, pero encontré la Biblia y entonces... La idea es ésta, es un chiste pero hay un Facebook, que no soy yo, es una chica que fundó la sede mundial en Curitiba, ella es de Curitiba. ¡Tienen una insignia y todo! Hay una biblioteca hoy en Curitiba que nació de esta idea: leer te cambia la vida. En mi trabajo literario tengo una preocupación muy grande por eso, porque el escritor tiene una responsabilidad social. De todas formas, creo que todavía estamos muy lejos de una educación transformadora, porque la realidad es que somos una pequeña secta de lectores en Brasil y eso es algo muy grave. De aquí a quince años, me gustaría tener la felicidad de poder pensar sobre estas cuestiones que me preocupan hoy y decir: Bueno, estoy viviendo en un país mejor y por lo tanto mi literatura puede ser diferente de la que hago hoy.