31.7.13

Gabriela A. Arciniegas:"Quería una historia bestial, más oscura y mucho más descarnada"

En esta, su primera novela, la autora cuenta la apasionante historia de una Bogotá oscura y caníbal

Gabriela A. Arciniegas, autora de Rojo sombra. Nicolas Cadena/revistacredencial.com
¿De dónde le nació la idea de escribir sobre caníbales?
A los doce años se me ocurrió por primera vez la idea de escribir sobre un vampiro. Me gustaba mucho leer sobre estos seres y ver películas sobre ellos. Pero después comenzó a obsesionarme la posibilidad de otra cosa. Algo más bestial, más oscuro y mucho más descarnado. El gore desde hace tiempo me ha llamado la atención, por un lado, y por el otro, lo noir, el género terror, así que terminé metida en este mundo cavernario de seres que parecen humanos pero que no lo son, y que comen carne humana con un fin que va más allá del puro y primitivo hambre. Ya después me puse a investigar sobre el canibalismo, sus diferentes formas a lo largo de la historia, los asesinos caníbales, etc., y así fui construyendo todo ese mundo del que mi personaje hace parte.
¿Qué otras influencias ―literarias, cinematográficas, de juegos y demás― hay en Rojo Sombra?
La ciencia ficción me ha fascinado siempre. La literatura y el cine: Star Wars, La Mosca, Star Trek, Ray Bradbury, Stanislav Lem, Stevenson y Wells. Matrix me llevó a Gibson con su Neuromancer, aunque ya había visto Mad Max, Terminator y todo ese cine apocalíptico. No hay que olvidar Alien y Especies, que marcaron a muchos de nosotros. Del terror, la famosa serie La dimensión desconocida me marcó bastante, al igual que las películas y los libros de Stephen King. Crecí también leyendo las historietas de superhéroes pero al entrar a la universidad y leer a Lautréamont ahí se fue perfilando mi idea del héroe. Yo tengo la teoría de que Latinoamérica no es como en Europa, que ya no creen en héroes sino en antihéroes. Aquí seguimos creyendo en héroes. Pero para mí, si pensara en un héroe, tendría que ser como Esteban Castillo, el protagonista de mi novela. Somos sociedades convulsas, dislocadas, caníbales. Así que el héroe debe emerger del inframundo.
En su novela, ¿qué tanto hay de investigación histórica y demás?
Todo parte de una tesis de pregrado sobre relatos míticos del Amazonas y cuatro años y medio de estar perdida en el sur de Chile. La antropología, el estudio sobre los lobos, la teosofía, budismo, biografías de asesinos en serie y artes marciales dieron como resultado el poder dilucidar los tres mundos que conviven en esa Bogotá imaginada. Han pasado dieciocho años desde que Esteban me habló por primera vez, y todo este recorrido no ha sido para “crear” a Esteban Castillo, el asesino, sino para entender esa visión que él me presentó. Porque yo no creo que los personajes se creen en la cabeza del escritor; tienen una vida propia, autónoma y precedente a él. Y pienso que la misión de uno es investigar todo lo que tenga en manos, no para “inventar” el mundo en que viven los personajes, sino para poderlo aprehender en toda su complejidad y transmitírselo a los lectores.
¿Cómo definiría la Bogotá en la que sucede la trama de su libro?
Hay una Bogotá real, con menciones a sitios reales, a cigarrillos Pielroja y a Chocorramo, a la carrera séptima, habitantes de calle y habitantes de alcantarillas. Pero hay también una Bogotá imaginada, con ciudades subterráneas habitadas por caníbales, con nieblas que se ciernen para cobijar la cacería que estos seres hacen a los humanos, con cantos que los humanos no oyen, con sueños que viajan desde la selva para inocularse en nuestras mentes y producir brotes de lucidez, y con seres invisibles y oscuros que se nos meten por todos nuestros orificios sin que nosotros nos demos cuenta, para alimentarse de todas nuestros deseos más oscuros. La unión de las dos Bogotás produce un aparente caos, pero ese caos, en niveles que no comprendemos, es un reordenamiento.
¿Qué tanto hay de usted en Esteban Castillo?
Bueno, debo aclarar para la tranquilidad del lector, que no soy una asesina caníbal. Pero de esa sensación de sentirse extranjero, extraño entre la gente, sí comparto mucho. Esa oscuridad de ese personaje es mucho mayor que la mía, pero para poder descender a esas profundidades insondables tuve que construir una escalera con mis propios demonios. La novela, la escritura de ella, fue un camino de observación de mí misma, de tratar de tocar mis propios límites, de ver hasta dónde podía abrirse mi mente. Mi idea al elegirlo a él como mi personaje, con el riesgo sicológico que eso conlleva (porque se arriesga la salud mental), fue explorar el problema del mal, cuestionarlo y expandirlo hasta el punto de ver qué tanto desaparecía. La respuesta la dará el lector. Para mí fue un trabajo agotador pero muy interesante en que descubrí muchas cosas sobre mí misma.
Desde el comienzo ¿le interesaba reflexionar sobre la condición humana?
Es la condición humana lo que se está poniendo sobre la mesa (del anfiteatro). Pero no es la parte filosófica, ontológica, ni nada de eso. Me llamó mucho la atención algo de Lautréamont, él animaliza al ser humano. Quise hacer lo mismo. Ir a lo biológico, a lo ancestral primitivo. Ahí quise encontrar la raíz del ser humano, y a partir de ese deseo encontré la esencia de mis personajes.
¿Cómo fue el proceso de escritura del libro?
Fueron dieciocho años en total con muchas interrupciones. Fue una relación de amor y odio con Esteban, a veces lo compadecí, otras lo repudié, otras llegué a entenderlo tanto que me asusté. Muchas veces dudé de publicar. El tema, lo gráfico de las escenas, la crudeza y el hecho de que quien lo escribe es una mujer, me hicieron permanecer también indecisa. Postergué el final mucho tiempo. Pero la respuesta que he recibido me ha sorprendido. Ha sido muy positiva.
¿Por qué lo dividió en libros?
Una de las investigaciones que emprendí para dibujar ese mundo fueron los tratados de alquimia. Y quería que la novela tuviera ese aire de lo antiguo, prohibido, críptico. Hay muchas referencias con la alquimia, la que salta a primera vista está en los títulos de algunos capítulos y de esos cuatro “libros”. La alquimia fue de lo que más me aportó en cuanto a los rituales, las creencias y el “libro silente” que es como el libro sagrado de mis personajes, cuyo nombre, sea dicho de paso, sale del liber mutus (libro mudo), tratado de alquimia construido con puros grabados y atribuido a Raimundo Lulio.
Si le pidieran que definiera Rojo sombra en pocas palabras, ¿cómo lo definiría?
Es difícil sintetizar 600 páginas en una sola frase. Pero yo diría que es una saga de cuatro libros, descarnada, oscura, dolorosa, intensa, y tendría dos palabras para definirla: gore místico. Sus personajes son crueles pero hay ahí un camino iniciático. La violencia no es un tema, es una etapa del camino. ¿Hacia dónde conduce ese camino? Es lo que tiene que concluir el lector.

29.7.13

Las clases magistrales de Cortázar

Rayuela 50 Aniversario

Un nuevo libro reúne las lecciones de literatura que el autor de Rayuela dictó en Berkeley, en 1980. Su pensamiento y la intimidad de sus elecciones artísticas, en un adelanto exclusivo

Julio Cortázar de maestro de Clases de Literatura, en Berkeley./adncultura.com

Texto: Julio Cortázar
Primera clase. Los caminos de un escritor
Quisiera que quede bien claro que, aunque propongo primero los cuentos y en segundo lugar las novelas, esto no significa para mí una discriminación o un juicio de valor: soy autor y lector de cuentos y novelas con la misma dedicación y el mismo entusiasmo. Ustedes saben que son cosas muy diferentes, que trataremos de precisar mejor en algunos aspectos, pero el hecho de que haya propuesto que nos ocupemos primero de los cuentos es porque como tema son de un acceso más fácil; se dejan atrapar mejor, rodear mejor que una novela por razones obvias sobre las cuales no vale la pena que insista.
Tienen que saber que estos cursos los estoy improvisando muy poco antes de que ustedes vengan aquí: no soy sistemático, no soy ni un crítico ni un teórico, de modo que a medida que se me van planteando los problemas de trabajo, busco soluciones. Para empezar a hablar del cuento como género y de mis cuentos como una continuación, estuve pensando en estos días que para que entremos con más provecho en el cuento latinoamericano sería tal vez útil una breve reseña de lo que en alguna charla ya muy vieja llamé una vez "Los caminos de un escritor"; es decir, la forma en que me fui moviendo dentro de la actividad literaria a lo largo de. desgraciadamente treinta años. El escritor no conoce esos caminos mientras los está franqueando -puesto que vive en un presente como todos nosotros- pero pasado el tiempo llega un día en que de golpe, frente a muchos libros que ha publicado y muchas críticas que ha recibido, tiene la suficiente perspectiva y el suficiente espacio crítico para verse a sí mismo con alguna lucidez. Hace algunos años me planteé el problema de cuál había sido finalmente mi camino dentro de la literatura (decir "literatura" y "vida" para mí es siempre lo mismo, pero en este caso nos estamos concentrando en la literatura). Puede ser útil que reseñe hoy brevemente ese camino o caminos de un escritor porque luego se verá que señalan algunas constantes, algunas tendencias que están marcando de una manera significativa y definitoria la literatura latinoamericana importante de nuestro tiempo.
Les pido que no se asusten por las tres palabras que voy a emplear a continuación porque en el fondo, una vez que se da a entender por qué se las está utilizando, son muy simples. Creo que a lo largo de mi camino de escritor he pasado por tres etapas bastante bien definidas: una primera etapa que llamaría estética (ésa es la primera palabra), una segunda etapa que llamaría metafísica y una tercera etapa, que llega hasta el día de hoy, que podría llamar histórica. En lo que voy a decir a continuación sobre esos tres momentos de mi trabajo de escritor va a surgir por qué utilizo estas palabras, que son para entendernos y que no hay que tomar con la gravedad que utiliza un filósofo cuando habla por ejemplo de metafísica.
Pertenezco a una generación de argentinos surgida casi en su totalidad de la clase media en Buenos Aires, la capital del país; una clase social que por estudios, orígenes y preferencias personales se entregó muy joven a una actividad literaria concentrada sobre todo en la literatura misma. Me acuerdo bien de las conversaciones con mis camaradas de estudios y con los que siguieron siendo amigos una vez que los terminé y todos comenzamos a escribir y algunos poco a poco también a publicar. Me acuerdo de mí mismo y de mis amigos, jóvenes argentinos (porteños, como les decimos a los de Buenos Aires) profundamente estetizantes, concentrados en la literatura por sus valores de tipo estético, poético, y por sus resonancias espirituales de todo tipo. No usábamos esas palabras y no sabíamos lo que eran, pero ahora me doy perfecta cuenta de que viví mis primeros años de lector y de escritor en una fase que tengo derecho a calificar de "estética", donde lo literario era fundamentalmente leer los mejores libros a los cuales tuviéramos acceso y escribir con los ojos fijos en algunos casos en modelos ilustres y en otros en un ideal de perfección estilística profundamente refinada. Era una época en la que los jóvenes de mi edad no nos dábamos cuenta hasta qué punto estábamos al margen y ausentes de una historia particularmente dramática que se estaba cumpliendo en torno de nosotros, porque esa historia también la captábamos desde un punto de vista de lejanía, con distanciamiento espiritual.
 
Caricatura: Sebastián Dufour
Viví en Buenos Aires, desde lejos por supuesto, el transcurso de la guerra civil en que el pueblo de España luchó y se defendió contra el avance del franquismo que finalmente habría de aplastarlo. Viví la segunda guerra mundial, entre el año 39 y el año 45, también en Buenos Aires. ¿Cómo vivimos mis amigos y yo esas guerras? En el primer caso éramos profundos partidarios de la República española, profundamente antifranquistas; en el segundo, estábamos plenamente con los aliados y absolutamente en contra del nazismo. Pero en qué se traducían esas tomas de posición: en la lectura de los periódicos, en estar muy bien informados sobre lo que sucedía en los frentes de batalla; se convertían en charlas de café en las que defendíamos nuestros puntos de vista contra eventuales antagonistas, eventuales adversarios. A ese pequeño grupo del que formaba parte pero que a su vez era parte de muchos otros grupos, nunca se nos ocurrió que la guerra de España nos concernía directamente como argentinos y como individuos; nunca se nos ocurrió que la segunda guerra mundial nos concernía también aunque la Argentina fuera un país neutral. Nunca nos dimos cuenta de que la misión de un escritor que además es un hombre tenía que ir mucho más allá que el mero comentario o la mera simpatía por uno de los grupos combatientes. Esto, que supone una autocrítica muy cruel que soy capaz de hacerme a mí y a todos los de mi clase, determinó en gran medida la primera producción literaria de esa época: vivíamos en un mundo en el que la aparición de una novela o un libro de cuentos significativo de un autor europeo o argentino tenía una importancia capital para nosotros, un mundo en el que había que dar todo lo que se tuviera, todos los recursos y todos los conocimientos para tratar de alcanzar un nivel literario lo más alto posible. Era un planteo estético, una solución estética; la actividad literaria valía para nosotros por la literatura misma, por sus productos y de ninguna manera como uno de los muchos elementos que constituyen el contorno, como hubiera dicho Ortega y Gasset "la circunstancia", en que se mueve un ser humano, sea o no escritor. De todas maneras, aun en ese momento en que mi participación y mi sentimiento histórico prácticamente no existían, algo me dijo muy tempranamente que la literatura -incluso la de tipo fantástico más imaginativa- no estaba únicamente en las lecturas, en las bibliotecas y en las charlas de café. Desde muy joven sentí en Buenos Aires el contacto con las cosas, con las calles, con todo lo que hace de una ciudad una especie de escenario continuo, variante y maravilloso para un escritor. Si por un lado las obras que en ese momento publicaba alguien como Jorge Luis Borges significaban para mí y para mis amigos una especie de cielo de la literatura, de máxima posibilidad en ese momento dentro de nuestra lengua, al mismo tiempo me había despertado ya muy temprano a otros escritores de los cuales citaré solamente uno, un novelista que se llamó Roberto Arlt y que desde luego es mucho menos conocido que Jorge Luis Borges porque murió muy joven y escribió una obra de difícil traducción y muy cerrada en el contorno de Buenos Aires. Al mismo tiempo que mi mundo estetizante me llevaba a la admiración por escritores como Borges, sabía abrir los ojos al lenguaje popular, al lunfardo de la calle que circula en los cuentos y las novelas de Roberto Arlt. Es por eso que, cuando hablo de etapas en mi camino, no hay que entenderlas nunca de una manera excesivamente compartimentada: me estaba moviendo en esa época en un mundo estético y estetizante pero creo que ya tenía en las manos o en la imaginación elementos que venían de otros lados y que todavía necesitarían tiempo para dar sus frutos. Eso lo sentí en mí mismo poco a poco, cuando empecé a vivir en Europa.
Siempre he escrito sin saber demasiado por qué lo hago, movido un poco por el azar, por una serie de casualidades: las cosas me llegan como un pájaro que puede pasar por la ventana. En Europa continué escribiendo cuentos de tipo estetizante y muy imaginativos, prácticamente todos de tema fantástico. Sin darme cuenta, empecé a tratar temas que se separaron de ese primer momento de mi trabajo. En esos años escribí un cuento muy largo, quizá el más largo que he escrito, El perseguidor, que en sí mismo no tiene nada de fantástico pero en cambio tiene algo que se convertía en importante para mí: una presencia humana, un personaje de carne y hueso, un músico de jazz que sufre, sueña, lucha por expresarse y sucumbe aplastado por una fatalidad que lo persiguió toda su vida. (Los que lo han leído saben que estoy hablando de Charlie Parker, que en el cuento se llama Johnny Carter.) Cuando terminé ese cuento y fui su primer lector, advertí que de alguna manera había salido de una órbita y estaba tratando de entrar en otra. Ahora el personaje se convertía en el centro de mi interés mientras que en los cuentos que había escrito en Buenos Aires los personajes estaban al servicio de lo fantástico como figuras para que lo fantástico pudiera irrumpir; aunque pudiera tener simpatía o cariño por determinados personajes de esos cuentos, era muy relativo: lo que verdaderamente me importaba era el mecanismo del cuento, sus elementos finalmente estéticos, su combinatoria literaria con todo lo que puede tener de hermoso, de maravilloso y de positivo. En la gran soledad en que vivía en París de golpe fue como estar empezando a descubrir a mi prójimo en la figura de Johnny Carter, ese músico negro perseguido por la desgracia cuyos balbuceos, monólogos y tentativas inventaba a lo largo de ese cuento.
Ese primer contacto con mi prójimo -creo que tengo derecho a utilizar el término-, ese primer puente tendido directamente de un hombre a otro, de un hombre a un conjunto de personajes, me llevó en esos años a interesarme cada vez más por los mecanismos psicológicos que se pueden dar en los cuentos y en las novelas, por explorar y avanzar en ese territorio -que es el más fascinante de la literatura al fin y al cabo- en que se combina la inteligencia con la sensibilidad de un ser humano y determina su conducta, todos sus juegos en la vida, todas sus relaciones y sus interrelaciones, sus dramas de vida, de amor, de muerte, su destino; su historia, en una palabra. Cada vez más deseoso de ahondar en ese campo de la psicología de los personajes que estaba imaginando, surgieron en mí una serie de preguntas que se tradujeron en dos novelas, porque los cuentos no son nunca o casi nunca problemáticos: para los problemas están las novelas, que los plantean y muchas veces intentan soluciones. La novela es ese gran combate que libra el escritor consigo mismo porque hay en ella todo un mundo, todo un universo en que se debaten juegos capitales del destino humano, y si uso el término destino humano es porque en ese momento me di cuenta de que yo no había nacido para escribir novelas psicológicas o cuentos psicológicos como los hay y por cierto tan buenos. El solo hecho de manejar elementos en la vida de algunos personajes no me satisfacía lo suficiente. Ya en El perseguidor, con toda su torpeza y su ignorancia, Johnny Carter se plantea problemas que podríamos llamar "últimos". Él no entiende la vida y tampoco entiende la muerte, no entiende por qué es un músico, quisiera saber por qué toca como toca, por qué le suceden las cosas que le suceden. Por ese camino entré en eso que con un poco de pedantería he calificado de etapa metafísica, es decir, una autoindagación lenta, difícil y muy primaria -porque yo no soy un filósofo ni estoy dotado para la filosofía- sobre el hombre, no como simple ser viviente y actuante sino como ser humano, como ser en el sentido filosófico, como destino, como camino dentro de un itinerario misterioso.
Esta etapa que llamo metafísica a falta de mejor nombre se fue cumpliendo sobre todo a lo largo de dos novelas. La primera, que se llama Los premios, es una especie de divertimento; la segunda quiso ser algo más que un divertimento y se llama Rayuela. En la primera intenté presentar, controlar, dirigir un grupo importante y variado de personajes. Tenía una preocupación técnica, porque un escritor de cuentos -como lectores de cuentos, ustedes lo saben bien- maneja un grupo de personajes lo más reducido posible por razones técnicas: no se puede escribir un cuento de ocho páginas en donde entren siete personas ya que llegamos al final de las ocho páginas sin saber nada de ninguna de las siete, y obligadamente hay una concentración de personajes como hay también una concentración de muchas otras cosas. La novela en cambio es realmente el juego abierto, y en Los premios me pregunté si dentro de un libro de las dimensiones habituales de una novela sería capaz de presentar y tener un poco las riendas mentales y sentimentales de un número de personajes que al final, cuando los conté, resultaron ser dieciocho. ¡Ya es algo! Fue, si ustedes quieren, un ejercicio de estilo, una manera de demostrarme a mí mismo si podía o no pasar a la novela como género. Bueno, me aprobé; con una nota no muy alta pero me aprobé en ese examen. Pensé que la novela tenía los suficientes elementos como para darle atracción y sentido, y allí, en muy pequeña escala todavía, ejercité esa nueva sed que se había posesionado de mí, esa sed de no quedarme solamente en la psicología exterior de la gente y de los personajes de los libros sino ir a una indagación más profunda del hombre como ser humano, como ente, como destino. En Los premios eso se esboza apenas en algunas reflexiones de uno o dos personajes.
A lo largo de unos cuantos años escribí Rayuela y en esa novela puse directamente todo lo que en ese momento podía poner en ese campo de búsqueda e interrogación. El personaje central es un hombre como cualquiera de todos nosotros, realmente un hombre muy común, no mediocre pero sin nada que lo destaque especialmente; sin embargo, ese hombre tiene -como ya había tenido Johnny Carter en El perseguidor- una especie de angustia permanente que lo obliga a interrogarse sobre algo más que su vida cotidiana y sus problemas cotidianos. Horacio Oliveira, el personaje de Rayuela, es un hombre que está asistiendo a la historia que lo rodea, a los fenómenos cotidianos de luchas políticas, guerras, injusticias, opresiones y quisiera llegar a conocer lo que llama a veces "la clave central", el centro que ya no sólo es histórico sino también filosófico, metafísico, y que ha llevado al ser humano por el camino de la historia que está atravesando, del cual nosotros somos el último y presente eslabón. Horacio Oliveira no tiene ninguna cultura filosófica -como su padre- y simplemente se hace las preguntas que nacen de lo más hondo de la angustia. Se pregunta muchas veces cómo es posible que el hombre como género, como especie, como conjunto de civilizaciones, haya llegado a los tiempos actuales siguiendo un camino que no le garantiza en absoluto el alcance definitivo de la paz, la justicia y la felicidad, por un camino lleno de azares, injusticias y catástrofes en que el hombre es el lobo del hombre, en que unos hombres atacan y destrozan a otros, en que justicia e injusticia se manejan muchas veces como cartas de póquer. Horacio Oliveira es el hombre preocupado por elementos ontológicos que tocan al ser profundo del hombre: ¿Por qué ese ser preparado teóricamente para crear sociedades positivas por su inteligencia, su capacidad, por todo lo que tiene de positivo, no lo consigue finalmente o lo consigue a medias, o avanza y luego retrocede? (Hay un momento en que la civilización progresa y luego cae bruscamente, y basta con hojear el Libro de la Historia para asistir a la decadencia y a la ruina de civilizaciones que fueron maravillosas en la Antigüedad.) Horacio Oliveira no se conforma con estar metido en un mundo que le ha sido dado prefabricado y condicionado; pone en tela de juicio cualquier cosa, no acepta las respuestas habitualmente dadas, las respuestas de la sociedad x o de la sociedad z, de la ideología a o de la ideología b.
Esa etapa histórica suponía romper el individualismo y el egoísmo que hay siempre en las investigaciones del tipo que hace Oliveira, ya que él se preocupa de pensar cuál es su propio destino en tanto destino del hombre pero todo se concentra en su propia persona, en su felicidad y su infelicidad. Había un paso que franquear: el de ver al prójimo no sólo como el individuo o los individuos que uno conoce sino también verlo como sociedades enteras, pueblos, civilizaciones, conjuntos humanos. Debo decir que llegué a esa etapa por caminos curiosos, extraños y a la vez un poco predestinados. Había seguido de cerca con mucho más interés que en mi juventud todo lo que sucedía en el campo de la política internacional en aquella época: estaba en Francia cuando la guerra de liberación de Argelia y viví muy de cerca ese drama que era al mismo tiempo y por causas opuestas un drama para los argelinos y para los franceses. Luego, entre el año 59 y el 61, me interesó toda esa extraña gesta de un grupo de gente metida en las colinas de la isla de Cuba que estaban luchando para echar abajo un régimen dictatorial. (No tenía aún nombres precisos: a esa gente se los llamaba "los barbudos" y Batista era un nombre de dictador en un continente que ha tenido y tiene tantos.) Poco a poco, eso tomó para mí un sentido especial. Testimonios que recibí y textos que leí me llevaron a interesarme profundamente por ese proceso, y cuando la Revolución cubana triunfó a fines de 1959, sentí el deseo de ir. Pude ir -al principio no se podía- menos de dos años después. Fui a Cuba por primera vez en 1961 como miembro del jurado de la Casa de las Américas que se acababa de fundar. Fui a aportar la contribución del único tipo que podía dar, de tipo intelectual, y estuve allí dos meses viendo, viviendo, escuchando, aprobando y desaprobando según las circunstancias. Cuando volví a Francia traía conmigo una experiencia que me había sido totalmente ajena: durante casi dos meses no estuve metido con grupos de amigos o con cenáculos literarios; estuve mezclándome cotidianamente con un pueblo que en ese momento se debatía frente a las peores dificultades, al que le faltaba todo, que se veía preso en un bloqueo despiadado y sin embargo luchaba por llevar adelante esa autodefinición que se había dado a sí mismo por la vía de la revolución. Cuando volví a París eso hizo un lento pero seguro camino. Habían sido invitaciones de pasaporte para mí y nada más, señas de identidad y nada más. En ese momento, por una especie de brusca revelación -y la palabra no es exagerada-, sentí que no sólo era argentino: era latinoamericano, y ese fenómeno de tentativa de liberación y de conquista de una soberanía a la que acababa de asistir era el catalizador, lo que me había revelado y demostrado que no solamente yo era un latinoamericano que estaba viviendo eso de cerca sino que además me mostraba una obligación, un deber. Me di cuenta de que ser un escritor latinoamericano significaba fundamentalmente que había que ser un latinoamericano escritor: había que invertir los términos y la condición de latinoamericano, con todo lo que comportaba de responsabilidad y deber, había que ponerla también en el trabajo literario. Creo entonces que puedo utilizar el nombre de etapa histórica, o sea de ingreso en la historia, para describir este último jalón en mi camino de escritor.
Si han podido leer algunos libros míos que abarquen esos períodos, verán muy claramente reflejado lo que he tratado de explicar de una manera un poco primaria y autobiográfica, verán cómo se pasa del culto de la literatura por la literatura misma al culto de la literatura como indagación del destino humano y luego a la literatura como una de las muchas formas de participar en los procesos históricos que a cada uno de nosotros nos concierne en su país. Si les he contado esto -e insisto en que he hecho un poco de autobiografía, cosa que siempre me avergüenza- es porque creo que ese camino que seguí es extrapolable en gran medida al conjunto de la actual literatura latinoamericana que podemos considerar significativa. En el curso de las últimas tres décadas la literatura de tipo cerradamente individual que naturalmente se mantiene y se mantendrá y que da productos indudablemente hermosos e indiscutibles, esa literatura por el arte y la literatura misma ha cedido terreno frente a una nueva generación de escritores mucho más implicados en los procesos de combate, de lucha, de discusión, de crisis de su propio pueblo y de los pueblos en conjunto. La literatura que constituía una actividad fundamentalmente elitista y que se autoconsideraba privilegiada (todavía lo hacen muchos en muchos casos) fue cediendo terreno a una literatura que en sus mejores exponentes nunca ha bajado la puntería ni ha tratado de volverse popular o populachera llenándose con todo el contenido que nace de los procesos del pueblo de donde pertenece el autor. Estoy hablando de la literatura más alta de la que podemos hablar en estos momentos, la de Asturias, Vargas Llosa, García Márquez, cuyos libros han salido plenamente de ese criterio de trabajo solitario por el placer mismo del trabajo para intentar una búsqueda en profundidad en el destino, en la realidad, en la suerte de cada uno de sus pueblos. Por eso me parece que lo que me sucedió en el terreno individual y privado es un proceso que en conjunto se ha ido dando de la misma manera yendo de lo más (cómo decirlo, no me gusta la palabra elitista, pero en fin...), de lo más privilegiado, lo más refinado como actividad literaria, a una literatura que guardando todas sus calidades y todas sus fuerzas se dirige actualmente a un público de lectores que va mucho más allá que los lectores de la primera generación que eran sus propios grupos de clase, sus propias élites, aquellos que conocían los códigos y las claves y podían entrar en el secreto de esa literatura casi siempre admirable pero también casi siempre exquisita.
[...]
Conviene hacer una cosa bastante elemental al principio que es preguntarse qué es un cuento, porque sucede que todos los leemos (es un género que creo que se vuelve cada día más popular; en algunos países lo ha sido siempre y en otros va ganando camino después de haber sido rechazado por motivos bastantes misteriosos que los críticos buscan deslindar) pero en definitiva es muy difícil intentar una definición de cuento. Hay cosas que se niegan a la definición; creo, y en este sentido me gusta extremar ciertos caminos mentales, que en el fondo nada se puede definir. El diccionario tiene una definición para cada cosa; cuando son cosas muy concretas, la definición es tal vez aceptable, pero muchas veces a lo que tomamos por definición yo lo llamaría una aproximación. La inteligencia se maneja con aproximaciones y establece relaciones y todo funciona muy bien, pero frente a ciertas cosas la definición se vuelve verdaderamente muy difícil. Es el caso muy conocido de la poesía. ¿Quién ha podido definir la poesía hasta hoy? Nadie. Hay dos mil definiciones que vienen desde los griegos que ya se preocupaban por el problema, y Aristóteles tiene nada menos que toda una Poética para eso, pero no hay una definición de la poesía que a mí me convenza y sobre todo que convenza a un poeta. En el fondo el único que tiene razón es ese humorista español -creo- que dijo que la poesía es eso que se queda afuera cuando hemos terminado de definir la poesía: se escapa y no está dentro de la definición. Con el cuento no pasa exactamente lo mismo pero tampoco es un género fácilmente definible. Lo mejor es acercarnos muy rápida e imperfectamente desde un punto de vista cronológico.
 
Julio Cortázar en París, en 1974. Foto: Corbis
La narrativa del cuento, tal como se lo imaginó en otros tiempos y tal y como lo leemos y lo escribimos en la actualidad, es tan antigua como la humanidad. Supongo que en las cavernas las madres y los padres les contaban cuentos a los niños (cuentos de bisontes, probablemente). El cuento oral se da en todos los folclores. África es un continente maravilloso para los cuentos orales, los antropólogos no se cansan de reunir enormes volúmenes con miles y miles, algunos de una fantasía y una invención extraordinarias que se transmiten de padres a hijos. La Antigüedad conoce el cuento como género literario y la Edad Media le da una categoría estética y literaria bien definida, a veces en forma de apólogos destinados a ilustrar elementos religiosos, otras veces morales. Las fábulas, por ejemplo, nos vienen desde los griegos y son un mecanismo de pequeño cuento, un relato que se basta a sí mismo, algo que sucede entre dos o tres animales, que empieza, tiene su fin y su reflexión moralista. El cuento tal como lo entendemos ahora no aparece de hecho hasta el siglo XIX. Hay a lo largo de la historia elementos de cuentística verdaderamente maravillosos. Piensen ustedes en Las mil y una noches, una antología de cuentos, la mayoría de ellos anónimos, que un escriba persa recogió y les dio calidad estética; ahí hay cuentos con mecanismos sumamente complejos, muy modernos en ese sentido. En la Edad Media española hay un clásico, El Conde Lucanor del Infante Juan Manuel, que contiene algunos de antología. En el siglo XVIII se escriben cuentos en general sumamente largos, que divagan un poco en un territorio más de novela que de cuento; pienso por ejemplo en los de Voltaire: Zadig, Cándido, ¿son cuentos o pequeñas novelas? Suceden muchas cosas, hay un desarrollo que casi se podría dividir en capítulos y finalmente son novelitas más que cuentos largos. Cuando nos metemos en el siglo XIX el cuento adquiere de golpe su carta de ciudadanía, más o menos paralelamente en el mundo anglosajón y en el francés. En el mundo anglosajón surgen en la segunda mitad del siglo XIX escritores para quienes el cuento es un instrumento literario de primera línea que atacan y llevan a cabo con un rigor extraordinario. En Francia bastaría citar a Mérimée, a Villiers de l'Isle-Adam y tal vez por encima de todos ellos a Maupassant, para ver cómo el cuento se ha convertido en un género moderno. En nuestro siglo entra ya con todos los elementos, las condiciones y las exigencias por parte del escritor y del lector. Vivimos hoy en una época en la que no aceptamos que "nos hagan el cuento", como dirían los argentinos: aceptamos que nos den buenos cuentos, que es una cosa muy diferente. Si a través de este paseo a vuelo de pájaro andamos buscando una aproximación, si no una definición del cuento, lo que vamos viendo es en general una especie de reducción: el cuento es una cosa muy vaga, muy esfumada, que abarca elementos de un desarrollo no siempre muy ceñido que a lo largo del siglo XIX y ahora en nuestro siglo adopta sus características que podemos considerar definitivas (en la medida en que puede haber algo definitivo en literatura, porque el cuento tiene una elasticidad equiparable a la de la novela en cierto sentido y, en manos de nuevos cuentistas que pueden estar trabajando en este mismo momento, puede dar un viraje y mostrarse desde otro ángulo y con otras posibilidades. Mientras eso no suceda, tenemos delante de nosotros una cantidad enorme de cuentistas mundiales y, en el caso que nos interesa especialmente, una cantidad muy grande y muy importante de cuentistas latinoamericanos).
¿Cuáles son las características en general del cuento, ya que decimos que no vamos a poder definirlo exactamente? Si hacemos el enfoque primario -o sea el fondo del cuento, su razón de ser, el tema, y la forma-, por lo que se refiere al tema la variedad del cuento moderno es infinita: puede ocuparse de temas absolutamente realistas, psicológicos, históricos, costumbristas, sociales... Su campo es perfectamente apto para hacer frente a cualquiera de estos temas, y pensando en el camino de la imaginación pura, se abre con toda libertad para la ficción total en los cuentos que llamamos fantásticos, los cuentos de lo sobrenatural donde la imaginación modifica las leyes naturales, las transforma y presenta el mundo de otra manera y bajo otra luz. La gama es inmensa incluso si nos situamos únicamente en el sector del cuento realista típico, clásico: por un lado podemos tener un cuento de D. H. Lawrence o de Katherine Mansfield, con sus delicadas aproximaciones psicológicas al destino de sus personajes; por otro lado podemos tener un cuento del uruguayo Juan Carlos Onetti que puede describir un momento perfectamente real -diría incluso realista- de una vida y que, siendo en el fondo una temática equivalente a la de Lawrence o a la de Katherine Mansfield, es totalmente distinto. Se abre así el abanico de su riqueza de posibilidades. Ya se dan cuenta ustedes de que por la temática no vamos a poder atrapar al cuento por la cola, porque cualquier cosa entra en el cuento: no hay temas buenos ni malos en el cuento. (No hay temas buenos ni malos en ninguna parte de la literatura, todo depende de quién y cómo lo trata. Alguien decía que se puede escribir sobre una piedra y hacer una cosa fascinante siempre que el que escriba se llame Kafka.)
Desde el punto de vista temático es difícil encontrar criterios para acercarnos a la noción de cuento, en cambio creo que vamos a estar más cerca porque ya se refiere un poco a nuestro trabajo futuro si buscamos por el lado de lo que se llama en general forma, aunque a mí me gustaría usar la palabra estructura, que no uso en el sentido del estructuralismo, o sea de ese sistema de crítica y de indagación con el cual tanto se trabaja en estos días y del cual yo no conozco nada. Hablo de estructura como podríamos decir la estructura de esta mesa o de esta taza; es una palabra que me parece un poco más rica y más amplia que la palabra forma porque estructura tiene además algo de intencional: la forma puede ser algo dado por la naturaleza y una estructura supone una inteligencia y una voluntad que organizan algo para articularlo y darle una estructura.
Por el lado de la estructura podemos acercarnos un poco más al cuento porque, si me permiten una comparación no demasiado brillante pero sumamente útil, podríamos establecer dos pares comparativos: por un lado tenemos la novela y por otro, el cuento. Grosso modo sabemos muy bien que la novela es un juego literario abierto que puede desarrollarse al infinito y que según las necesidades de la trama y la voluntad del escritor en un momento dado se termina, no tiene un límite preciso. Una novela puede ser muy corta o casi infinita, algunas novelas terminan y uno se queda con la impresión de que el autor podría haber continuado, y algunos continúan porque años después escriben una segunda parte. La novela es lo que Umberto Eco llama la "obra abierta": es realmente un juego abierto que deja entrar todo, lo admite, lo está llamando, está reclamando el juego abierto, los grandes espacios de la escritura y de la temática. El cuento es todo lo contrario: un orden cerrado. Para que nos deje la sensación de haber leído un cuento que va a quedar en nuestra memoria, que valía la pena leer, ese cuento será siempre uno que se cierra sobre sí mismo de una manera fatal.
Alguna vez he comparado el cuento con la noción de la esfera, la forma geométrica más perfecta en el sentido de que está totalmente cerrada en sí misma y cada uno de los infinitos puntos de su superficie son equidistantes del invisible punto central. Esa maravilla de perfección que es la esfera como figura geométrica es una imagen que me viene también cuando pienso en un cuento que me parece perfectamente logrado. Una novela no me dará jamás la idea de una esfera; me puede dar la idea de un poliedro, de una enorme estructura. En cambio el cuento tiende por autodefinición a la esfericidad, a cerrarse, y es aquí donde podemos hacer una doble comparación pensando también en el cine y en la fotografía: el cine sería la novela y la fotografía, el cuento. Una película es como una novela, un orden abierto, un juego donde la acción y la trama podrían o no prolongarse; el director de la película podría multiplicar incidentes sin malograrla, incluso acaso mejorándola; en cambio, la fotografía me hace pensar siempre en el cuento. Alguna vez hablando con fotógrafos profesionales he sentido hasta qué punto esa imagen es válida porque el gran fotógrafo es el hombre que hace esas fotografías que nunca olvidaremos -fotos de Stieglitz, por ejemplo, o de Cartier-Bresson- en que el encuadre tiene algo de fatal: ese hombre sacó esa fotografía colocando dentro de los cuatro lados de la foto un contenido perfectamente equilibrado, perfectamente arquitectado, perfectamente suficiente, que se basta a sí mismo pero que además -y eso es la maravilla del cuento y de la fotografía- proyecta una especie de aura fuera de sí misma y deja la inquietud de imaginar lo que había más allá, a la izquierda o a la derecha. Para mí las fotografías más reveladoras son aquellas en que por ejemplo hay dos personajes, el fondo de una casa y luego quizá a la izquierda, donde termina la foto, la sombra de un pie o de una pierna. Esa sombra corresponde a alguien que no está en la foto y al mismo tiempo la foto está haciendo una indicación llena de sugestiones, apelando a nuestra imaginación para decirnos: "¿Qué había allí después?". Hay una atmósfera que partiendo de la fotografía se proyecta fuera de ella y creo que es eso lo que les da la gran fuerza a esas fotos que no son siempre técnicamente muy buenas ni más memorables que otras; las hay muy espectaculares que no tienen esa aureola, esa aura de misterio. Como el cuento, son al mismo tiempo un extraño orden cerrado que está lanzando indicaciones que nuestra imaginación de espectadores o de lectores puede recoger y convertir en un enriquecimiento de la foto.
Ahora, por el hecho de que el cuento tiene la obligación interna, arquitectónica, de no quedar abierto sino de cerrarse como la esfera y guardar al mismo tiempo una especie de vibración que proyecta cosas fuera de él, ese elemento que vamos a llamar fotográfico nace de otras características que me parecen indispensables para el logro de un cuento memorable o perdurable. Es muy difícil definir esos elementos. Podría hablar, y lo he hecho ya alguna vez, de intensidad y de tensión. Son elementos que parecen caracterizar el trabajo del buen cuentista y hacen que haya cuentos absolutamente inolvidables como los mejores de Edgar Allan Poe. "El tonel de amontillado", por ejemplo, es una pequeña historia de apariencia común, un cuento que tiene menos de cuatro páginas en el que no hay ningún preámbulo, ningún rodeo. En la primera frase estamos metidos en el drama de una venganza que se va a cumplir fatalmente, con una tensión y una intensidad simultáneas porque se siente el lenguaje de Poe tendido como un arco: cada palabra, cada frase ha sido minuciosamente cuidada para que nada sobre, para que solamente quede lo esencial, y al mismo tiempo hay una intensidad de otra naturaleza: está tocando zonas profundas de nuestra psiquis, no solamente nuestra inteligencia sino también nuestro subconsciente, nuestro inconsciente, nuestra libido, todo lo que ahora se da en llamar "subliminal", los resortes más profundos de nuestra personalidad.

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    Clases de literatura. Berkeley, 1980. Carles Álvarez Garriga (ed.)
    Julio Cortázar. Alfaguara

Junot Díaz: "La única cosa valiosa mañana va a ser tu obra"

Con tres libros, el dominicano-estadounidense alcanzó la cima de las letras en los Estados Unidos. Ganó un Pulitzer con su novela La breve y maravillosa vida de Oscar Wao; sus otros dos cuentos le han valido elogios y distinciones de toda índole. Hablamos con él a propósito de la edición de su último libro, Así es como la pierdes, al castellano

Junot Díaz: "Por un lado soy artista, pero por otro lado soy inmigrante" /Nina Subin./revista Ñ

Parece que Junot Díaz se está mandando un Faulkner –o un Balzac. Pero mucho más lentamente. Esto quiere decir que sus tres libros no son independientes uno del otro, sino parte de una narración que describe un mundo. Cada libro es una nueva entrega sobre este territorio –como el Yoknapatawpha (el pueblo imaginario que pobló Faulkner con sus novelas y cuentos) o el París de Balzac (un enciclopédico espejo narrativo del París real de sus tiempos).
Díaz mismo explicó esto en una entrevista con la fundación MacArthur, que el año pasado le dio una beca de medio millón de dólares, sin obligación alguna, para que siga desarrollando su arte:
“Soy un escritor obsesionado cuando se trata de la República Dominicana. Tanto cuando se trata de su historia, sus diásporas y sus comunidades. Pienso que si tengo un tema, si tengo un proyecto, pareciera estar vinculado con la Republica Dominicana y su diáspora –filtrada por la sensibilidad de un chico de Nueva Jersey que vivió su adolescencia en los 80. Mi personaje central es este extraño, rudo, medio bruto llamado Yúnior de las Casas. Mis libros son sobre él y su familia y su viaje…”
Como dice Díaz, él esta escribiendo sobre el nuevo inmigrante. No el que está dividido sino el que vive en dos lugares simultáneamente (tanto en su imaginación como geográficamente): su país de origen y el de emigración.
Hablamos con Junot por teléfono el 21 de Junio. Parte de la conversación ya salió publicada en el diario, sin embargo la amabilidad de Díaz hizo que la entrevista se prolongara. Acá la presentamos completa. Una última aclaración: comenzamos tratándolo de usted, pero después resultó imposible. Junot te dice tigre, y te dice man, y por un rato, por lo menos, bajás la guardia profesional y te lo imaginás como un amigo. Y lo tuteás.
-¿Cómo ve el tema de la traducción al castellano de sus libros? Ya que en inglés están en inglés y castellano, pero en la traducción todo está en castellano.
-Por un lado soy artista pero por otro soy inmigrante. Entonces, estoy acostumbrado a vivir en un mundo traducido. Un mundo donde siempre hay algo que uno tiene que traducir. Siempre hay elementos –en esta traducción, por ejemplo– que se pierden. Para mí esto ya es normal. Como yo lo veo, este proceso es de lo más natural…
Cuando era niño vivía solamente en español pero –imagínate– estaba loco por entender inglés. Estaba viviendo en este país y no entendía nada, no me podía comunicar con nadie… Ahora, como adulto, me pasa igual con libros que quiero leer pero están en idiomas que no entiendo, como el japonés. Entonces, prefiero que mi libro esté en otro idioma a que no lo esté. Yo entiendo que hay un proyecto –como el mío– que tiene los dos idiomas presentes, pero también creo que el inglés y el español son como primos, aunque la gente a veces no lo piense así.
-Cuando uno busca lo que hace por fuera de sus libros –por ejemplo hay muchas charlas y conferencias que se encuentran en YouTube– se da cuenta de su faceta de profesor. ¿Escribiría sobre aspectos teóricos de la ficción? ¿O sobre el escribir?
-¿Sabes cual es el problema mío? Que no escribo tanto. Yo soy muy lento. Y, mira, yo encuentro la ficción –a las novelas y cuentos cortos– tan difícil, ¡olvídate de ensayos! ¡No, man! Hay escritores que pueden hacer de todo: escriben cuentos, escriben novelas, escriben ensayos, poesía, ópera, obras de teatro. Es que yo nunca tuve ese talento, man. Con lo difícil que es escribir ficción ya, creo que eso es suficiente.
-Cuando dices que es difícil escribir ficción, hay razones teóricas. Si fuera tu alumno en una clase y te preguntara por qué es tan difícil escribir ficción. ¿Cómo me responderías?
-Bueno, primero, yo digo que cada artista tiene su ritmo. Entonces, hay artistas que lo que ellos echan son gotas. Hay otros que –imagínate–, un río amazónico. Primero eso. Pero, segundo, hay escritores que escriben compulsivamente. Si no escriben no se sienten bien. Aunque no tienen nada que decir, algo profundamente importante para comunicar, ellos siguen escribiendo. Hay otros escritores que necesitan, antes que todo, noticias del mundo antes de ponerse a escribir. Como decimos en inglés, news of the world. Primero necesitan tener una experiencia antes de escribir algo. Hay muchísimas clases de escritores. Hay escritores que nunca van a tener problema en escribir un chorro de mierda. Y hay otros escritores que hacen dos libros en su vida entera.
-Hay una creciente comunidad dominicana acá en Buenos Aires. ¿Cómo te imaginas que ellos podrían leer e interpretar tus libros? Es decir, escribes desde la experiencia del inmigrante dominicano que se va a los Estados Unido, pero, ¿habrá algo universal, sin embargo, en lo que escribes?
-Bueno, me imagino que sí. Tu sabes que existe este dicho en inglés que solamente hay dos clases de libros: el libro en el que alguien abandona el pueblo (Someone leaves town) y el libro en el que alguien llega al pueblo (Someone comes to town). ¿Verdad? Entonces, imagínate. Vivir en exilio, vivir como inmigrante… Hay muchas cosas en común a pesar de las circunstancias. Ojalá ellos encuentran algo en mi trabajo que les llame la atención.
-¿Hay algún aspecto negativo de haber sido tan abrazado por el establishment estadounidense? Tienes el Pulitzer, el MacArthur… Acabas de recibir un doctorado honoris causa de la Brown University. Por ejemplo, en uno de los cuentos de esta colección hay un personaje que teme perder su pase al gueto por estar en un hotel muy lujoso en las islas dominicanas. ¿Te pasa eso a veces?
-Pero uno nunca tiene un ghetto pass. No creo en esa vaina del dominicano pobre auténtico. Porque, mira, yo veo esa pregunta de esta manera: como escritor yo he tenido una carrera de más de 17 años. Me pasé 11 años escribiéndome una novela, y durante esos once años a nadie le importaba lo que yo estaba haciendo. ¿Verdad? Cuando Oscar Wao salió como novela, yo te digo man, las reseñas eran malísimas y también eran muy indiferentes. Vendí casi ningún libro. Sólo le vendía a los nerds dominicanos y a algún profesor. Todos los periódicos principales ni se dieron cuenta de que existía la novela. Entiendo que en mi vida ahora me están dando mucho aplauso. Por ahora, algunas personas, están diciendo “¡Oye, coño! ¡Que trabajo bien hecho!” Pero uno siempre vive su vida entera. Siempre tiene todos los aspectos presentes. Entonces –sí, claro– ahora me está yendo muy bien. Pero, espera hasta mañana.
Porque, imagínate, que en este país es una cosa diferente ser artista que ser otra cosa. También es diferente ser una persona de color que ser un blanco. O te dan aplauso un día y mañana, nada. Mañana se olvidan de ti. No es como Latinoamérica. Hay escritores dominicanos que no han publicado nada en 20 años y todavía tienen sus fanáticos. En los Estados Unidos, si mañana tienen otra droga, olvídate. Yo lo veo de esta manera. Entiendo bien que la vida cambia. Yo no soy el niño que fui. Vivo una vida donde puedo pagar mi departamento. Tengo mi choche. Todo eso no significa que el niño que yo fui haya desaparecido. También sé que el apoyo y el aplauso de hoy no significarán nada mañana.
-Eso es una característica bien estadounidense. En ese sentido, es un país bastante cruel, ¿no? El éxito es muy importante pero también muy frágil.
-No hay duda. Es un país sumamente cruel. Siempre digo que para entender a los Estados Unidos solamente tienes que leer ese libro Los juegos del hambre. Allí ya tú tienes a los Estados Unidos. Siempre digo que la única fantasía en Los juegos del hambre es el último minuto, el último acto, cuando la muchachita dice: “Coño, yo me voy a suicidar antes de matar este novio que tengo”. Yo creo que esa es la única fantasía. En los Estados Unidos la muchacha lo clavaría a ese tigre para ganar. Entonces, es así, man. Pero hay gente que se deja llevar, man. Que se olvida de la realidad. Piensan que porque hoy le han dado su corona siempre van a ser rey. Y se obsesionan buscando ese apoyo. Ok, mira, yo lo agradezco. Entiendo que es una gran suerte que yo he tenido. Pero lo importante, especialmente en un país como éste, es seguir trabajando, seguir escribiendo. Porque el aplauso de hoy no vale nada mañana. La única cosa valiosa mañana va a ser tu obra.
-Sobre lo latino, ¿qué tan importante es la apariencia en el tema de ser definido como latino en los Estados Unidos? Por ejemplo, yo soy un tipo blanco, pero me siento latino. Pero en los Estados Unidos paso por blanco. Es complicado todo esto, ¿no?
-Si, pero tampoco es tan complicado. Imagínate, hay muchísimos latinos que son blancos. Y los latinos que son blancos sufren igual cuando ellos están montados en un autobús y hay un racista allí hablando mal de los latinos. Creo que uno tiene que entender que, claro, hay un aspecto racial muy fundamental, pero también esto es una guerra cultural. Una guerra de las sociedades. Y mira, tú no puedes imaginar la cantidad de amigos míos que son mexicanos –pero mexicanos blancos– de lo más finos, como dicen; de la clase alta… y es que se vuelven tan locos con este país que no pueden vivir aquí. En su vida entera ellos nunca se habían identificado como mexicanos. Ellos pensaban que eran lo cool, eran los hipsters de México. Y llegan aquí y el odio que tiene este pueblo contra los mexicanos los convierte en los nacionalistas más grandes que tú has visto en tu vida.
Entonces claro, claro que existe este elemento grande –esta estructura grande– de lo racial. Pero tienes que entender que este país es latinofóbico. Odia la cultura y la sociedad latina. Y eso es fuerte. Imagínate el latino blanco que cuando está con otras personas blancas que piensan que no están entre latinos y se ponen a decir lo que les da la gana y tiran mierda. Conmigo por lo menos dicen “Oh no, aquí hay uno de ellos. Mejor no digo nada”.
-En el último cuento de “Así es como la pierdes” se ve cómo el protagonista sufre de ataques racistas. ¿Eso es parte de tu vida en Boston?
-No, hombre, no, no, no. Mira. Lo que te estoy diciendo, tigre, es que uno tiene que entender bien dos cosas. Primero, para mí la pregunta no es si yo he sufrido racismo. La pregunta siempre es si yo he sido racista. Para mí el racismo forma parte del carácter de mucho de nosotros. Uno tiene que entender que el que no escribe sobre el racismo, el que no lo reconoce, está siendo falso con la realidad del mundo. Eso es lo primero. Porque a mí no me importa si uno es un prieto, prieto, prieto o un blanco, blanco, blanco. El racismo no tiene nada que ver con lo que uno ve, tiene que ver con lo que practicamos. Y creo que cuando uno habla de lo que practicamos, estamos todos involucrados. Como decimos en inglés: We are all implicated.
Yúnior dura el libro entero diciendo vaina racial. Pero el chiste es que al fin toda la vaina que Yúnior habla, toda la vaina racial, toda la vaina que dice, en el último capítulo él lo termina pagando. Para mí esa es la comedia y la ironía del libro.
Segundo, el otro aspecto es que Boston en el libro es como el patriarcado y la masculinidad. En este libro estoy diciendo que esto es un problema de los dominicanos. Estoy utilizando el dominicano y a Boston como metáforas para hablar de los Estados Unidos y para hablar de género, de los hombres, de masculinidad. No veo –te lo digo de corazón– que Boston sea peor que New Jersey en los 70. No veo que Boston sea peor que Santo Domingo contra los haitianos. Cuando fui a la Argentina, man, yo estaba hangeando con algunos argentinos que no eran escritores, que no eran intelectuales…Imagínate lo malo que soy que le pregunté a uno de ellos: ¿y los bolivianos? Y no puedes imaginar el discurso que este muchacho ha lanzado. Man, ¡qué discurso del diablo! Entonces, creo que es algo que se tiene que reconocer pero que no podemos hacer lo que hacen los gringos siempre, que es decir que: “Bueno, este problema es de fulano nomás…”
-¿Se puede leer esta colección de cuentos como si fuera una novela?
-Sí, ese fue el plan. Porque, imagínate, a mí me encanta este juego. Este juego que el lector tiene que trabajar para entender el libro. La primera tarea del lector es decidir qué género es el libro. Me encanta que los lectores participen en la construcción del libro. Cuando la gente me dice que son lindos los cuentos, yo digo, espérate, espérate. Yo sé que está construido como un libro de cuentos, pero es más complicado que eso. Porque, imagínate, en este libro yo veo que la masculinidad es algo sumamente peligroso.
Las primeras víctimas de la masculinidad son las mujeres y los niños. Y después, el daño colateral son los mismos hombres que lo sufren. Con el caso de Yúnior te das cuenta durante el libro entero que poco a poco la práctica del patriarcado devora a los hombres por dentro. Tú ves en el libro cómo, paso a paso, ese cáncer come al hermano de Yúnior. Y poco a poco el cuerpo de Yúnior empieza a degenerarse. Al principio lo trata de controlar, o de oponerse a esta degeneración haciendo ejercicio, pero poco a poco se desarma su cuerpo. Esto solamente se puede contar en una novela, pero claro que este libro está construido como un libro de cuentos.
-¿Cómo coexiste ahora tu deseo de seguir escribiendo sobre Yúnior y su mundo y tu declarado deseo de escribir una novela de ciencia ficción? ¿Cómo vas a balancear estos dos temas en el futuro inmediato?
-¿Qué sé yo? ¿Qué sé yo?
-Ya sé que es una pregunta pesada. Los periodistas somos muy pesados, somos como dentistas para ustedes, lo reconozco…
-Vamos a tratar de hablar honestamente. No lo veo de manera agresiva. Mira. Lo que digo es que yo soy un escritor tan lento, man. Si yo fuera otro ya hubiera escrito ese libro. Pero es que yo no sé. Creo que con este paso que tengo, a mí nada más me quedan dos libros adentro, man. Entonces, vamos a ver. No sé si me va dar chance, si me va dar tiempo para escribir un libro de ciencia ficción y otro libro sobre Yúnior. Ojalá que sí. Pero nunca sabes.
-¿Y puedes disfrutar de escribir sin publicar? ¿Lo que escribes y no se publica te da tanta satisfacción como lo que escribes y termina siendo publicado?
-Creo que el arte como la vida demanda testigos. Yo no necesito que algo se publique en The New Yorker. No necesito que se publique en un libro. Puede ser por Internet. Pero claro que quieres un testigo, quieres estar en conversación. Es como lo veo. Para mí es una conversación, man. Y, wow, si tú no tienes interlocutores creo que no vale la pena.
-Te hago una última pregunta. ¿Te ha defraudado Obama?
-Hombre, todavía estamos esperando el presidente que merecemos. Como miembro de la izquierda, como alguien de la diáspora africana, como un hombre progresista, yo todavía estoy esperando el presidente nuestro. Siempre digo que con Obama tenemos Bush light. Porque mira, este tigre… Nada más para terminar con esto: imagínate que George Bush deportó menos latinos que Obama. ¿Pero tu puedes imaginar que la comunidad latina viviendo bajo el mandato de Bush se sentía mucho menos aterrorizada que con Obama? Para mí, eso lo dice todo.

25.7.13

Consejos para escribir una novela

William Ospina entrega unas píldoras sobre el oficio de escribir novelas



/aviondepapel.tv

Mankell: "No escuchamos más: somos un ‘continente’ de habladores"

Adelanta algo de su nueva novela, que sucede en Mozambique. Y dice que en Israel existe un nuevo apartheid

En Buenos Aires. Mankell en un balcón porteño, en 2009, cuando vino a la Argentina./ Lucía Merle/revista Ñ
Ahora que Henning Mankell depositó a su detective Wallander en un geriátrico, ¿qué le espera al maestro de la novela negra escandinava?
Un ángel impuro, una joven sueca madama de burdel en Mozambique.
A los 65 años, con un rostro gastado y un abdomen amplio, Mankell sigue teniendo una necesidad obsesiva de trabajar. Eso explica que haya podido escribir más de 40 novelas, de las cuales sólo la cuarta parte presenta a Wallander, y 30 obras de teatro, además de pasar la mitad del año dirigiendo un teatro en Maputo, Mozambique. Su fama de frialdad tal vez refleje simplemente el hecho de que no tiene tiempo para tonterías. “Es mi vida”, dice cuando le pregunto por qué se siente movido a escribir. “Necesito hacerlo”. El dinero ciertamente no es la motivación: Wallander lo hizo muy rico, lo suficiente como para tener una mansión de vacaciones en Antibes, donde se instala cuando no está en Suecia o en Mozambique.
“Normalmente, es muy difícil decir exactamente cuándo comienza una novela”, dice, “pero en este caso puedo decir exactamente cómo fue. Fue una mañana temprano hace alrededor de 10 años en Maputo. Estaba en el teatro y un amigo –un científico sueco que estaba trabajando en los archivos coloniales portugueses– vino y me dijo ‘Eh, Henning, encontré algo muy extraño’. Entonces me contó que en los archivos impositivos de comienzos del siglo XX, aparecía una mujer sueca que había sido una de las mayores contribuyentes, y era dueña del prostíbulo más grande de la ciudad. Había llegado nadie sabe de dónde, era dueña del prostíbulo desde hacía tres años y después desapareció. La historia me pareció muy fascinante y traté de averiguar más cosas sobre ella, pero fue imposible, de modo que al final se convirtió en una historia con lo poco que sabemos y lo mucho que ignoramos”.
Es un libro sobre el choque cultural. Hanna tiene que hacer las paces consigo misma después de una serie de tragedias, pero sobre todo, debe aprender a vivir junto con las mujeres africanas en su prostíbulo y respetarlas.
Mankell es un hombre comprometido de izquierda y gran parte de su ficción, incluido Wallander, tiene un fin didáctico. En Un ángel impuro, ese objetivo es exponer el corazón tenebroso del colonialismo; en los libros de Wallander, es analizar las ansiedades Suecia en la actualidad.
¿Esos dos tipos diferentes de novela atraen públicos diferentes? “Hay una superposición”, dice. “Wallander fue una suerte de locomotora en términos de llegada, pero actualmente no hay casi diferencia en la cantidad de ejemplares que vendo de una novela. Hace unos años, escribí una novela llamada Zapatos italianos. Vendió 500.000 ejemplares en Francia, más que las historias de Wallander. La gente sigue al escritor”.
Seguramente su editor se horrorizó, le comento, cuando vio ese último párrafo confinando a Wallander a un geriátrico. “No, lo entendió”, dice. “Le expliqué que había otras cosas que quería hacer con mi vida antes de que el tiempo se acabe.
No voy a extrañar a Wallander. El lector lo va a extrañar ”.
Mankell tuvo una crianza fracturada. Su madre los abandonó a él y a dos hermanos cuando tenía un año. Su padre, juez, llevó a su familia hasta el extremo norte de Suecia porque consideró que sería más fácil criar a sus hijos en una comunidad pequeña. Mankell volvió a ver a su madre recién cuando era adolescente. “No pudo soportar ser madre”, dice. “Probablemente ahora puedo entenderla un poco. Se dio cuenta simplemente de que ‘mi vida no es esto’. Quería ser libre, y puede decirse que tuvo el coraje de hacerlo, pero por otro lado no se puede abandonar a los hijos”. Me advierte que no interprete demasiado su historia. “Mi padre era un hombre muy atento a sus emociones y yo viví en un marco muy emocional”. De haber sido él más distante, la situación podría haber sido más destructiva.
Su abuela le enseñó a leer cuando tenía seis años, y desde el comienzo él quiso escribir. “No tengo ningún recuerdo de haber pensado en hacer otra cosa salvo contar historias. No sabía cómo era ser escritor, pero sabía que era contar una historia y que la gente de alguna manera la escuchara”. Dejó la escuela a los 15 años. “Quería aprender cosas, pero me parecía que en la escuela no las aprendía. Quería sentarme en una biblioteca a leer, por eso dejé la escuela. Mi padre se quedó un poco desconcertado pero después dijo: ‘Está bien, tengo que apoyarte’”.
A los 16, Mankell se convirtió en marino mercante. “Me propuse ser marino como una especie de universidad”, dice. Soñaba con viajes estilo Conrad a África y Asia, pero los barcos en los que trabajaba siempre amarraban en Middlesbrough, en el noreste de Inglaterra. “Estuve 14 veces”, recuerda con un horror absolutamente conradiano. “Una vez me alegré muchísimo cuando dijeron que no íbamos a Middlebrough; vamos a Bristol”.
Fue marinero por dos años, pero a los 19 consiguió que produjeran su primera obra y descubrió que podía mantenerse como escritor y director, siendo inicialmente este último el que se impuso sobre el primero. A los 20 viajó a Africa, un hecho que fue crucial en la formación de sus opiniones. “Lo más importante de dejar Europa fue ver el mundo más allá del egocentrismo europeo”, explica. “Cuando vuelva a Mozambique en agosto será por la misma razón. Aprendo más sobre la condición humana viviendo con un pie en la nieve y un pie en la arena. El mundo occidental perdió la capacidad de hacer preguntas.
Ahora somos un ‘continente’ de habladores.
No escuchamos más, lo que a la larga nos castigará”.
Le pregunto si después de haber estado tanto tiempo en Mozambique, lo reconocen como diferente de los colonizadores. “Saben qué clase de embajador soy y que doy en vez de tomar”, dice. “Ese es el problema número uno en África. Hasta los jugadores jóvenes de fútbol son una especie de materia prima. Hay más médicos africanos en Europa Africa”.
Hace diez años, fundó una editorial para apoyar novelas de África, Asia y Medio Oriente y dice que la empresa resultó un éxito. Siempre ha sido un activista, y en 2010 estaba en uno de los barcos de la flotilla que intentó romper el bloqueo israelí en la Franja de Gaza. Murieron nueve personas de uno de los otros barcos cuando comandos israelíes atacaron la flotilla. Mankell fue arrestado y deportado a Suecia. Considera que la causa palestina es el tema decisivo de nuestra época. “Viví muy cerca y trabajé mucho en contra del sistema del apartheid en Sudáfrica, y me alegró verlo desaparecer. Y de golpe veo este nuevo tipo de apartheid en Israel.” 
Traducción de Cristina Sardoy

19.7.13

Unas palabras sobre el cuento para joder a los cuentistas

La verdad es que nadie sabe cómo debe ser un cuento. El escritor que lo sabe es un mal cuentista, y al segundo cuento se le nota que sabe, y entonces todo suena falso y aburrido y fullero. Hay que ser muy sabio para no dejarse tentar por el saber y la seguridad

Augusto Monterroso desgrana aquí unas premisas básicas sobre el escribir cuentos./nalgasylibros.com
 
Si a uno le gustan las novelas, escribe novelas; si le gustan los cuentos, uno escribe cuentos. Como a mí me ocurre lo último, escribo cuentos. Pero no tantos: seis en nueve años, ocho en doce. Y así.
Los cuentos que uno escribe no pueden ser muchos. Existen tres, cuatro o cinco temas; algunos dicen que siete. Con ésos debe trabajarse.
Las páginas también tienen que ser sólo unas cuantas, porque pocas cosas hay tan fáciles de echar a perder como un cuento. Diez líneas de exceso y el cuento se empobrece; tantas de menos y el cuento se vuelve una anécdota y nada más odioso que las anécdotas demasiado visibles, escritas o conversadas.
La verdad es que nadie sabe cómo debe ser un cuento. El escritor que lo sabe es un mal cuentista, y al segundo cuento se le nota que sabe, y entonces todo suena falso y aburrido y fullero. Hay que ser muy sabio para no dejarse tentar por el saber y la seguridad.

10.7.13

Mendoza: "La narcoliteratura es algo que está vivo"

Oriundo del norte de México, se ha convertido en un referente a la hora de narrar los terribles conflictos de su país, siempre con una prosa clara y potente

ÉLMER MENDOZA. En 1999 publicó Un asesino solitario, que lo instaló como uno de los narradores más importantes sobre el tema narco./revista Ñ
Élmer Mendoza ha sido señalado por la crítica y por muchos de sus colegas como el padre de la Narcoliteratura. Desde Un asesino solitario (1999), su primera novela, hasta la saga del Zurdo Mendieta, sus ficciones han vuelto una y otra vez al imaginario del narcotráfico, siempre impregnado de violencia (y amor), corrupción (y lealtad), cinismo (y honestidad). Se trata de un universo ambiguo, lleno de claroscuros, que se torna mucho más dramático cuando se mide con los varios miles de muertos reales que va cobrándose la “guerra” emprendida por el estado mexicano contra los cárteles de la droga.
En ese barro camina Mendoza. Sin embargo, no es ésa la mayor virtud de sus novelas. En ellas, el habla adquiere una materialidad contundente, impone una respiración, afecta al lector. Mucho más que una nutrida balacera. Los enigmas de la trama, la velocísima prosa, o el melancólico escepticismo del Zurdo Mendieta, por nombrar sólo algunas de sus fortalezas, se subordinan a la intensidad de un habla plagada de matices, ironías, contrapuntos. Una poética urbana. Un habla comprometida, y comprometedora.
Tras su paso fugaz por el Festival Azabache de Mar del Plata, y cuando Tusquets acaba de publicar Nombre de perro , tercera entrega de la saga de Mendieta, Mendoza aceptó responder por mail algunas preguntas.
“¿Será tarea del escritor traer más miedo a este mundo?”, se pregunta Rubem Fonseca en uno de los epígrafes de La prueba del ácido (la segunda novela de la saga Mendieta). ¿Cuál es su propia respuesta a esa pregunta? ¿Qué lugar ocupa el miedo en su escritura?
No es tarea; sin embargo no lo puede evitar. Un buen escritor genera emociones y sentimientos y por ahí aparece el miedo. Pensé en Fonseca, me pareció muy claro y lo dejó abierto: hay asuntos que no caben en respuestas definitivas. Creo que no incito al miedo; más bien hay una carga de temeridad; quizá trabajo para que mis libros tengan usa postura temeraria y que se contagie. Tampoco estoy tan seguro.
Generalmente lo consideran el máximo referente de la Narcoliteratura. ¿Qué valor atribuye a esa categoría?
En la medida que es una categoría que contiene un realismo inconveniente, que señala, no el folklor, sino las peligrosas debilidades de la sociedad contemporánea corrupta, tiene valor. Desde luego que las más de las veces el término se usa para descalificar; no obstante, posiblemente los lectores y algunos críticos, nos han llevado a un sitio elevado, y el carácter social de esta literatura gana terreno. Funciona como plataforma y si se lo permites se convierte en una limitante, porque los temas están vivos y todos los días muestran facetas, y este tema es demasiado activo.
“Ya no hay más que decir, el mundo ya no es digno de la palabra”, escribió Javier Sicilia tras el asesinato de su hijo por el narcotráfico en 2011. Su verso recuerda a la célebre consideración de Theodor Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz. ¿Cómo se posiciona la literatura frente a la violencia? ¿Cómo afecta esa tensión a su propio trabajo?
La literatura está más allá de la gente que la sufre o disfruta, y no pocas veces hay frases lindas; pero es un producto humano, y mientras haya alguien… Ahora hemos acomodado algunos factores y hablamos de una estética de la violencia; hemos conseguido escribir historias de temática dolorosa y provocar algunas emociones que contradicen las declaraciones de los príncipes del poder; usamos el lenguaje de la calle, el español estándar, algunos tecnicismos; adaptamos el ritmo narrativo a algún habla en particular, yo la del norte de México, y dimos la sorpresa. Lo agradable es que pronto fue más que narcoliteratura. No permito que la tensión de la violencia afecte mi trabajo: jamás podría concluir una novela. Como individuo me cuido y sigo los códigos para estar seguro; pero en mi obra son otras leyes las que valen.
En su paso reciente por el Festival Azabache habló sobre la “estética narco” ¿Cómo la caracterizaría, y de qué manera se nutre de ella su producción?
Hay mitos y leyendas nuevas. Algunas demasiado sangrientas. Hay expresiones con que se nombran. Nombrarlas provoca sentimientos encontrados. Hay una manera de nombrar la maldad que es prohibida. La estética de la violencia aporta las opciones: palabras, historias, nombres, que semánticamente generan ciertos sentimientos, generalmente ambiguos, que acercan o alejan al lector de la realidad de la que forma parte. Si un autor consigue el equilibrio entre lo que se conoce y lo que se propone como novedoso: está en el camino.
¿Diría que la suya es una escritura pesimista?
No sé. Espero que en primer lugar provoque un interés inconsciente que nazca de la emoción de leer, de seguir personajes que se parecen a alguien, que viven situaciones más o menos familiares. Si después hay reflexiones me gustaría que fueran optimistas, pero si son pesimistas significa que traigo la brújula alterada.
Nombre de perro parece la más sentimental de las historias de Mendieta; ¿habrá –pese a todo– lugar para el amor?
Es justo lo que me pregunto. Ya ves que conviene resolver algunos aspectos antes de teclear. Aunque el club de fan del Zurdo exige que tenga relaciones un poco más largas, perdería un instrumento narrativo de poderoso atractivo en la personalidad de mi detective. De momento, no sé qué tanto pueda soportar una intrusión tan obstinada.
Es notable la atención puesta sobre el estilo, y sobre registros regionales y sociales muy particulares, en sus novelas. ¿Cómo orienta su producción en ese nivel de escritura?
Corrijo mucho. Cada párrafo debe sonar y estar quieto de tal manera que pueda leerse. Quiero que mi lector experimente otras sensaciones, desde el rechazo irritado a la sonrisa complaciente. Cada párrafo es parte de una trama. Creo que los registros regionales expresados con precisión dan personalidad a un autor, y a veces es tan especial que se vuelve único: eso quiero. Quiero que la novela de aventuras sea una obra de arte sin otros calificativos. Quiero demostrar que después del boom, aún tenemos ideas por desarrollar.
¿Cómo valora el campo literario actual en México y el resto de América Latina?
Me gusta. Una vez más nos unimos, tenemos intereses comunes. Hay autores representativos en todas partes y lectores que los siguen. Deberíamos ayudar, al menos en narrativa, a que el trabajo de paraguayos, ecuatorianos, venezolanos, bolivianos y centroamericanos se conozca más.

8.7.13

El árbitro del gusto literario

El ensayista italiano, Roberto Calasso, autor de obras imprescindibles como La Folie Baudelaire y K., es también un editor clave, que ha redescubierto para el gran público, entre otros escritores, a Joseph Roth y Sándor Márai. Encuentro exclusivo en Milán

Roberto Calasso, ensayista italiano. /Alessandra Benedetti /adncultura.com
En Milán, la estación más propicia es la primavera, cuando la época del frío rígido y de la nieve cede por fin a los tímidos rayos de luz que inundan la ciudad, y antes de que el calor tórrido la vuelva intolerable. En una calle arbolada del centro, a pocos pasos del Piccolo Teatro, centro neurálgico de las representaciones y de los simulacros milaneses, tiene su sede Adelphi, la editorial más prestigiosa de las últimas décadas en Italia. Uno de sus fundadores y actual director, el ensayista Roberto Calasso, recibió a adncultura en su estudio, rodeado de una inmensa biblioteca, cuyo origen es develado en esta charla. El diálogo -amable, placentero y laberíntico- tuvo por objeto las dos almas de Calasso: la del ensayista y la del editor. En su primera faceta publicó libros como El rosa Tiépolo y La Folie Baudelaire. En la segunda, entre tantos otros autores que publicó, fue un difusor clave de la obra de Joseph Roth y el redescubridor de un autor durante mucho tiempo olvidado y hoy mundialmente conocido: el húngaro Sándor Márai.
-Para algunos Adelphi, que cumple cincuenta años, es su obra más significativa. Usted mismo contribuyó a forjarla con el apoyo de Roberto "Bobi" Bazlen y de Foà.
-Mire, cuando nació Adelphi, en 1963, yo tenía sólo veintiún años. Había en Italia tres grandes bloques culturales: el marxista, el liberal y el católico. Todo estaba en juego entre esos tres poderes intelectuales. Nosotros no pertenecíamos ni queríamos pertenecer a ninguno de los tres. Éramos felices de sentirnos un cuerpo ajeno. Y, de hecho, así seguimos. Obviamente, hoy, de todos esos bloques queda poco...
-En este bellísimo libro que acaba de publicar en Italia, L'impronta dell'editore ("La huella del editor"), usted afirma que el acento de Adelphi estaba puesto en lo irracional y que, al haber publicado en los inicios la obra completa de Nietzsche por primera vez en Europa, todo estaba dicho.
-Sí, era un modo de decir que el advenimiento del pensamiento moderno estaba ahí, y no en todos los lugares o textos donde lo habían ubicado. Tenga presente que cuando empezamos, Nietzsche era casi innombrable.
-¿En Italia o en Europa?
-En Italia, pero sobre todo en Alemania. Tanto es así que, para poder publicarlo, primero encontramos un partner en Francia, luego en Japón y luego en Alemania. Los alemanes tenían miedo. De hecho, el editor alemán aceptó porque era un editor académico y porque había tenido una gran contribución económica del Estado. En realidad, cuando Nietzsche comenzó a circular en Francia a través de las lecturas de Foucault, Deleuze, Derrida, la moda ya se había impuesto en todos lados.
-Uno de los grandes méritos de la editorial es haber puesto en el centro la idea de "libro único", que propiciaba Bazlen. ¿Qué significa el concepto de "libro único" para una editorial?
-Era una fórmula de Bazlen, la idea de un libro cuyo ejemplo mayor está dado por el primer volumen de la colección Biblioteca Adelphi, de 1965, La otra parte, de Alfred Kubin. Que no sólo era el único libro en la vida de Kubin, sino que además correspondía a una experiencia de particular intensidad, que atraviesa a quien lo escribe y que se transforma en algo definitivo para un autor. Para Bazlen, no era importante sólo la calidad de un libro; también que hubiese constituido una experiencia capaz de marcar a fuego a un autor. Por eso, amaba a Strindberg, porque allí encontraba una atmósfera que quemaba. Todos los libros que ve aquí en mi estudio eran de Bazlen, una biblioteca imponente. No porque fuera un coleccionista, sino porque leía a los escritores del momento anticipándose a los tiempos. Descubría a un Kafka o a un Joyce en el momento en que salían y no cuando ya estaban consagrados.
-En un pasaje de su Historia de la literatura italiana, Francesco De Sanctis incluye a personajes que nunca escribieron una línea pero que hicieron posible en un determinado momento la circulación de la literatura. Si bien Bazlen privilegió más las ideas y los libros de los otros que su propia escritura, ¿no debería ocupar un lugar fundamental en la historia de la literatura europea?
-Para mí, por supuesto. Espero que otros se den cuentan.
-En la Biblioteca Adelphi, al menos en los años 70 y 80, la literatura mitteleuropea estuvo en el centro de la escena, con particular énfasis en las novelas de Joseph Roth. ¿Qué es lo que aportó la visión vienesa?
-Bueno, a lo largo de los años el concepto de libro único de Bazlen se expandió, por ejemplo, hacia la idea de obra completa o de serie de obras. Mire, cuando la literatura mitteleuropea se puso de moda en Francia en los años 80, con una gran muestra en el Pompidou, nosotros ya habíamos publicado decenas de volúmenes: Robert Musil, Kurt Gödel, Karl Kraus, Hugo von Hofmannsthal, Roth, Arthur Schnitzler, Adolf Loos. Constituían una constelación de escritores, no era sólo literatura. Lo extraordinario de Viena había sido la especulación en torno al lenguaje. Por un lado estaba Freud; por el otro, Wittgenstein, Kraus, Canetti. Todos con obsesiones muy similares y con orientaciones diversas. En Italia estos escritores entraron enseguida en el horizonte de los lectores, antes que en otros países.
-Usted menciona que las Brigadas Rojas, en un comunicado oficial, acusaron a Adelphi de llevar a cabo una sutil política antirrevolucionaria, justamente porque difundía a Pessoa pero también a escritores vieneses que destruían cualquier visión social utópica. Los terroristas de las Brigadas conocían perfectamente el programa de Adelphi...
-Sí, en ese comunicado ellos dijeron mucho más que todo lo que la crítica literaria había relevado en el tiempo. Ellos habían visto por qué todos estos libros estaban juntos, cuál era la "conexión" entre nuestros libros. Y eligieron a Pessoa. Cuando publicamos a Pessoa, que nadie conocía, casi no había habido reseñas. En cambio, ellos denunciaban que Pessoa les robaba un eventual antagonista, es decir, el joven capaz de enfrentarse al "orden social constituido".
-Además Adelphi no era una editorial como Feltrinelli, que estaba más cerca de la política de izquierda.
-Claro, Feltrinelli, por un lado, tenía una línea que era la del Partido Comunista, y por otro lado, temo que algunos libros que publicaron en esos años simpatizaban con el terrorismo.
-Al describir cómo los grandes editores europeos del siglo XX -Peter Surkhamp, Giulio Einaudi, Gaston Gallimard, creadores de sus editoriales homónimas, y Vladimir Dimitrijevic, director de l'Âge d'Homme- llevaron a cabo su propio proyecto cultural, fuertemente identitario, usted afirma que la actividad editorial es arte, forma y género. ¿Puede explicar estas categorías?
-Arte forzosamente. Componer algo y darle forma es un arte. Es un arte también el de la editorial comercial, que necesita vender sus productos. Pero es un arte sin calidad.
-Pero usted dice, de todas maneras, que las editoriales comerciales no tienen forma...
-Mire, la diferencia esencial entre la actividad editorial como arte y forma y como arte sin forma reside en el hecho de que la primera se mueve a partir del objeto-libro y de la idea de que ese objeto posee determinada cualidad, y así una editorial constituye una forma. El segundo tipo de editorial parte de lo contrario: quiere interceptar los intereses o las necesidades del público, se ajusta a lo que ellos llaman el marketing, que era rudimentario cuando empezamos. Hoy el marketing se está sutilizando. Trata de entender cómo se mueve la "libido" del lector, se ha vuelto cada vez más técnico a través de los medios informáticos. Y, en fin, la actividad editorial es género porque, si uno concibe una editorial como una obra, compuesta por distintas partes, la actividad editorial es un género literario. Es una especie de rama de la literatura misma y también del lenguaje. Esto tiene orígenes lejanos. Aldo Manuzio, en la Venecia del Renacimiento, tenía en claro cuál era su proyecto. La actividad editorial que comienza a fines del siglo XIX, sobre todo en Alemania y Francia, dio lugar al desarrollo de un nuevo género.
-Su libro, frente a la avanzada del libro electrónico y las nuevas fronteras de la lectura multimedial, ¿es acaso un canto de cisne del editor artista?
-Esas formas de las que hablábamos se están perdiendo. Muchas editoriales de hoy, incluso jóvenes, luchan por conservar un perfil. Pero quién sabe. Las cosas nunca van en progresión lineal. Las cosas se mueven desde siempre por picos y valles, y no en sentido horizontal. No se sabe qué será del mundo editorial tal cual lo vivió mi generación.
-Bueno, usted habla de tres riesgos del editor hoy: la autocensura, el dominio del mánager por sobre el editor, la cuestión de los derechos de autor...
-Sí, la autocensura es lo más penoso. Una vez que se afianza la idea de entrar en el deseo del publico, el editor tiende a anular su deseo. Éste es el fin de la actividad editorial: si uno no se anima a buscar un público, porque hay que alimentar sólo el deseo de consumir algo que ya existe, el editor pierde su razón de ser. Nosotros muchas veces hemos publicado libros que no sabíamos si encontrarían o no un público. Y, sin embargo, vimos con sorpresa que habíamos elegido bien.
-¿Adelphi, en el fondo, no creó a su propio público?
-Crear sería demasiado. Digamos que encontró su público.
-En su libro, afirma que Giulio Einaudi, el editor más importante en Italia desde 1930 hasta por lo menos 1970, fue un "Sumo Pedagogo". ¿Adelphi no persiguió la vocación educativa de Einaudi?
-No. Einaudi tenía otros criterios: formar. Nosotros, en cambio, hemos presentado las cosas tal cual eran, sin guías propedéuticas. Fuimos afortunados, porque respondimos al deseo de ciertos lectores. La fuerza de nuestras colecciones era la conexión, que permitía que cada lector buscara en una colección una afinidad.
-También fue original el perfil de la literatura italiana que propusieron, ¿no es cierto?
-Y, sí, la verdad que sí. Es suficiente ver el catálogo para constatar que nos movimos al margen del canon constituido: Solmi, Savinio, Satta, Praz, Manganelli, Sciascia, Landolfi, Arbasino...
-Y no se olvide de Juan Rodolfo Wilcock.. .
-Wilcock fue uno de nuestros primeros colaboradores. Yo lo conocí antes de comenzar aquí. Hizo para nosotros traducciones inolvidables, además de sus obras. Cuando comenzó a traducir, el español todavía lo tenía en la cabeza. Fue el primero que tradujo una parte de Finnegans Wake. Él fue un caso aparte.
-En su vasta obra ensayística ha hecho hincapié en una visión de la cultura universal que tenga en cuenta la relación entre hombres y dioses. ¿Su obra demuestra que, contrariamente a lo que afirman los historiadores, esa relación nunca se ha interrumpido?
-Si esa relación existe, debe existir siempre. Pero no siempre es percibida.
-En El rosa Tiepolo, sostiene que Tiepolo fue capaz de intuir "la circulación psíquica entre el cielo y la Tierra". ¿Qué significa exactamente esta frase?
- [Se sonríe de manera traviesa ante la osadía de la frase.] Mire, basta con mirar los cuadros para ver que en Tiepolo hay algo divino en el aire, en el cielo y en la Tierra. En él hay algo más respecto de los pintores venecianos que lo rodeaban. Sus dioses no son arbitrarios o convenciones culturales, son evocados realmente a través de sus cuadros.
-La literatura es el último refugio de lo sagrado, se lee en La literatura y los dioses. Presumo que no se refiere a ese fenómeno que Paul Bénichou llama la "sacralización" del escritor en Francia a partir de siglo XIX.
-No, eso es otra cosa. Primero, la Francia de fines del siglo XVIII hasta Baudelaire, que después subvierte todo, era una versión diluida de lo que fue la Alemania romántica. Hugo no es Hölderlin. Hölderlin, si habla de los griegos, se siente autorizado a hablar como un griego. Hugo, en cambio, como escritor decimonónico francés, es un mentor universal, una figura que alcanza una popularidad que nadie había tenido antes en el mundo de las cortes, implica una especie de monumentalización del escritor como nunca antes había existido.
-Bénichou lo llama "padre espiritual" u "oráculo"...
-Exactamente. Claro, en Francia todo esto se mezcla con el romanticismo alemán, pero de manera filtrada. El único que puede acercarse a la dimensión metafísica del romanticismo alemán es Gérard de Nerval, que termina recluido en un manicomio. Justamente, su figura es marginal en Francia. Pero aquí, "sagrada" es la figura social del escritor, y no comporta la búsqueda de lo sagrado.
-Esta interpretación de los signos que perduran del diálogo entre lo terreno y lo divino es la cifra de su obra. ¿No va a contramano de la ensayística contemporánea, que no se focaliza en este aparecer y desaparecer de los dioses?
-Sí, desde ya, a contramano no sólo del presente. Bueno, en realidad, este tema está por todos lados en mi obra. Ya sea en aquellos libros en que me ocupo específicamente de los mitos antiguos, como Las bodas de Cadmo y Harmonía, Ka o El ardor, ya sea cuando me ocupo de cosas más modernas, como en La ruina de Kasch, K., El rosa Tiepolo, La Folie Baudelaire... Porque yo creo que la relación entre dioses y hombres no es un hecho histórico-cultural, como nos han contado siempre, sino algo que está en las cosas como son.
-Toda una generación de latinoamericanos se fascinó con Pavese y la cuestión del mito, que coincidía con sus propios intereses en la vasta geografía del continente. Para él, la campiña piamontesa era una metáfora moderna de cómo los hombres seguían propiciando ritos antiquísimos. ¿Tiene algo que ver con Pavese el modo en que analiza usted los mitos?
-En los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, efectivamente, Pavese fue uno de los pocos escritores italianos que tuvo sensibilidad hacia estos temas. A punto tal que se ocupó de la colección de estudios antropológicos y etnológicos para la editorial Einaudi y escribió los Diálogos con Leucó. Pero yo nunca seguí esa línea. Admiro lo que Pavese construyó casi en solitario en esos años. Por ejemplo, Elio Vittorini, que era un escritor contemporáneo a Pavese, era más bien cerrado ante esas búsquedas.
-¿Cuáles son las fuentes o los libros que influyeron en sus indagaciones?
-Yo me apasioné con textos mucho más lejanos en el tiempo. Por ejemplo, con Giordano Bruno, no sólo como teórico, sino también como escritor. Su prosa es una maravilla de la literatura italiana. En general, se insiste en la novedad de su pensamiento y no en la belleza de su escritura. Bruno insistió mucho en las apariciones de los dioses a partir de la cultura egipcia. El otro autor que influyó en mi obra es Giambattista Vico, genial para su época, y genial por haber proyectado todo lo que los antropólogos y etnólogos habrían de estudiar en el siglo XIX. Él sí que trabajó en una soledad total. En el siglo XIX, en Italia, hubo muy poco en esta dirección. En fin, de la tradición italiana a mí me interesa más la obra de los pintores.
-En La Folie Baudelaire, analiza, más que la poesía, la lucidez de Baudelaire para ver en la pintura lo que otros no veían. Por otro lado, en ese libro usted vuelve al concepto de analogía, entendida no como correspondencia entre los elementos de la naturaleza, sino como un modo de revelar la naturaleza como depósito de lo sagrado. ¿Detrás de un pensamiento analógico habría una historia sagrada en el origen?
-Mire, detrás del concepto de analogía se esconde una modalidad del conocimiento. Yo intenté explicitarlo en La ruina de Kasch y en mi último libro El ardor. Nuestro cerebro, nuestra fisiología están regidos por dos polos: el polo conectivo y el sustitutivo. Son dos modos en que operamos en todo momento. El polo conectivo es el que nos permite conocer a través de la semejanza o analogía. El otro implica la sustitución, en la que se funda el lenguaje discursivo. En el polo sustitutivo subyace la idea de la codificación: A significa B, una palabra sustituye una determinada cosa. Nuestro mundo tal como hoy lo concebimos se funda en este último principio.
-¿Su análisis de la modernidad quiere demostrar cómo el polo sustitutivo desplaza el analógico (que, de todos modos, sobrevive en determinados autores y artistas, que nos conectan con una visión del mundo aparentemente acabada...)?
-En efecto, desde el punto de vista de la eficacia más inmediata, el polo sustitutivo es más potente. Pero el otro polo, el conectivo, es esencial para nuestras vidas. Ahora, ¿qué es exactamente el polo conectivo? Se puede entender como analogía, esto es, proceso por afinidades, o se puede entender en sentido metafísico. Algo similar a lo que pensaba Baudelaire. Su indagación del mundo se refería a la tradición hermética, a todos aquellos escritos herméticos que remitían en última instancia a Platón. Esto atraviesa todos mis libros. Por ejemplo, el mundo moderno significa ante todo una toma de posición total del polo sustitutivo. Todo lo que funciona a nuestro alrededor en el presente se basa en la sustitución. Mientras que la política anterior a la Revolución francesa -la idea misma de monarquía- se basaba en el polo conectivo.
-Es el centro de sus reflexiones en La ruina de Kasch...
-En la historia suceden cosas extrañas. En La ruina de Kasch me pregunto por qué Talleyrand es una figura esencial de la modernidad. Es el hombre que atraviesa todas las fases no sólo histórico-políticas desde el Ancien Régime, la Revolución Francesa hasta la Restauración. Él inventa un truco que consiste en hacer pasar la Convención del Congreso de Viena, en 1814, como legitimidad. La cadena analógica de la monarquía, es decir, la idea sagrada del reino tal como la había concebido el mundo hasta la revolución, se había roto para siempre. Talleyrand comprende que, tras la caída de Napoleón, Europa necesita todavía algo que le permita ir hacia adelante. Entonces, de manera genial, inventa el concepto de legitimidad. Sin ello, Europa no habría podido mantenerse en pie. El truco magistral es que hace pasar la Convención, con un número limitado de reglas acerca de la herencia al trono, como principio de legitimidad. Es realmente increíble: el ex ministro de Napoleón, representante de la violencia invasora francesa sobre todas las demás naciones, impone su propia visión a través de una convención de pocas reglas que determinaba quién tenía derecho a gobernar de nuevo. Ese concepto va a regir en Europa hasta 1914, cuando todo finalmente explota. Todavía hoy todo régimen se basa en una idea de legitimidad, que se explica a través de una determinada convención sustitutiva.
-Una última pregunta. Su proyecto ensayístico ya va por la séptima parte. ¿Nos puede decir algo de su eventual continuación?
-Sólo le puedo decir una cosa: que estoy escribiendo la octava.