30.12.10

Siete consignas

"Huye de los escritores que te hablan del "vértigo de la página en blanco". Si te encuentras a uno... recomiéndale que escriba en folios azules: se empieza por esa excusa para no escribir"

El escritor Jorge Eduardo Benavides.foto: Jorge Montgomerie.fuente:revista eñe

Siete consignas para un joven escritor

1. Asegúrate de que realmente te interesa escribir la mejor literatura que puedas crear y no te conformes con menos. Pero asegúrate de ello. De lo contrario, dedícate a otra cosa.

2. Escribir es importante, con disciplina y con rigor. Pero mucho más importante es corregir lo escrito. Sin corrección no hay nada.

3. No confíes demasiado en la inspiración. No confíes demasiado en la técnica. Escribir un cuento requiere 99% de inspiración y 99% de técnica.

4. Busca tu propia forma de expresar lo que quieres decir: la literatura es un acto profundamente sincero, personal e instransferible. Encuentra tu propia voz.

5. Sé organizado: pocos escritores en el mundo disponen realmente de todo su tiempo sólo para escribir. De manera que acepta que casi nunca tendrás tiempo para escribir. Pero cuando lo tengas, aprovéchalo al máximo.

6. Huye de los escritores que te hablan del «vértigo de la página en blanco». Si te encuentras a uno de ellos, recomiéndale que escriba en folios azules: se empieza por esa excusa para no escribir.

7. Lee mucho, sobre todo a los maestros del género: allí están las grandes enseñanzas de la buena literatura. Conviértete en un excelente lector de literatura y busca siempre ser mejor lector que escritor.

La convocatoria del premio de relato Cosecha Eñe 2011 está abierta hasta el viernes 1 de abril de 2011. Hay 3000 euros en juego para el máximo ganador.

Rellena este formulario y envía tu relato a través de la web.

El más canario de los novelistas peruanos —vivió en Tenerife de 1991 a 2002, antes de afincarse definitivamente en Madrid—, ex portero de fútbol, como Camus, y gran jugador de golf, como Wodehouse, dedica una buena parte de su tiempo a impartir cursos y seminarios de narrativa y escritura creativa, una actividad que realiza en paralelo a su trabajo de escritor de ficción.

En Tenerife fundó el taller Entrelíneas y, ya en Madrid, dirigió el Curso de Escritura Online de El Boomeran(g) para la Fundación Santillana. Ahora dirige, junto a Carlos Andrade, el Centro de Formación de Novelistas.

Por lo demás, Benavides es el autor de los libros de cuentos Cuentario y otros relatos y La noche de Morgana, y de las novelas Los años inútiles, El año que rompí contigo (Premio Nuevo Talento Fnac, 2003), Un millón de soles y La paz de los vencidos (Premio Julio Ramón Ribeyro 2009). Es también asesor literario de Eñe y, cuando no lo ves por Madrid, es porque está dando cursos en Tenerife, Granada, La Coruña, Lima, Boston, Miami, Ginebra o Viena.

Le pedimos una colaboración para la serie «Consejos para escribir un buen relato de ficción», que iremos publicando hasta el 1 de abril cuando se cierre la convocatoria de la Cosecha Eñe 2011, y él nos entrega sus...Siete consignas

23.12.10

Consejos de comadre

"Antes de echar a perder una buena historia exhibiendo de manera gratuita tu inteligencia, desfógate con el ensayo, la crítica, la correspondencia amorosa, la ortodoncia o la licantropía"

Matías Néspolo.foto:Elisa Vivas.fuente:revista eñe

Consejos de comadre para el cuentista mañero

Como abuela no tengo, me he visto obligado hace tiempo a fabricarme una imaginaria y a medida que me dijera lo guapo y bien peinado que voy por la calle, sobre todo en horas bajas. Esa abuela imaginaria es la comadre que me asiste cuando estoy en problemas, dentro y fuera de la página.

Ahora lo estoy porque me han pedido una suerte de decálogo de perfecto cuentista. ¡Y vaya por Dios! Que eso es cosa de póstumos que ya han hecho el mérito suficiente con morirse… Por eso la llamo y por eso me auxilia. Y mi comadre no falla. Aunque nomás se contente con repetirme al oído ese puñado de viejos consejos que yo me empeño en olvidar.

Primer consejo de comadre: Nunca salgas de casa sin tu sombrero. Pero recuerda que cuando llueve te mojas. A no ser que lleves cosido un paraguas a los hijares, cosa imposible, me advierte siempre la vieja. No sé qué quiere decir eso, pero queda dicho. Y encasquetado el sombrero pues, paso a mojarme de buena gana.

Érase una vez una voz en el espacio y fiat lux se hizo el relato. Así de fácil. Una voz narrativa en un lugar preciso. Esas son las dos condiciones necesarias y suficientes. La una viene con el otro y viceversa. Lo demás son monsergas. Segundo consejo: Todo lo que necesitas ya lo tienes. Así que déjate de excusas y ponte a trabajar. (Aclaración obvia. ¿Qué lugar es el bueno y cuál la voz adecuada? Eso no lo sabe nadie, ni tu comadre siquiera. Y tampoco lo sabrás hasta que no se haga la luz, así que ni modo.)

La imagen del cazador en esto tiene mala prensa, pero no sé de ninguno que conozca de antemano su presa. ¿Qué gracia tiene salir al monte a buscarla si ya está enjaulada? Tercer aviso de comadre: Con las buenas historias sucede lo mismo y no hay peor jaula que la de tu cabeza.

Mañero —que no mañoso— refiere en mi tierra al que tiene malas mañas y resabios. Y por más pícaro o astuto que sea un narrador, el mañero siempre es el lenguaje. Por eso la trifulca está garantizada. La cuestión es quién domina a quién. Cuarta recomendación: Si a la hora de encadenar frases no te comportas como un peleador callejero, estás perdido.

Aunque la musa no exista, no conozco otra manera más honesta de escribir que al dictado de quien narre, como si uno fuera un mero secretario escrupuloso que no pierde palabra. Al final lo de Je est un autre va a ser cierto. Porque de lo contrario puedes acabar limándote las uñas o mirándote al espejo y no se trata de eso. Quinto acertijo de comadre: Los prodigios surgen cuando el texto dice aquello que su autor ignora. Las miserias, cuando el amanuense se pasa de listo. Sherlock Holmes escribe y el idiota Watson se deja leer.

Alguien me contó una vez que Carver había dicho en una entrevista que para ser un buen narrador no era necesario que fueras el chico más listo de tu calle. Jamás me tomé el trabajo de buscar esa cita literal ni de comprobar su legitimidad. Así ya me vale. Sexto consejo: Antes de echar a perder una buena historia exhibiendo de manera gratuita tu inteligencia, desfógate con el ensayo, la crítica, la correspondencia amorosa, la ortodoncia o la licantropía.

Un paisano de mis pagos un tanto desorientado emplea más de doscientas páginas para despotricar contra todo relato en el que aparezca un café con leche. Yo me pregunto si acaso no lo tomará cada mañana. Para el caso mi comadre aconseja perderle el miedo al miedo al tópico porque nada tiene de malo. Hasta los buenos narradores echan mano del lugar común. El truco es transformarlo en un sitio extraordinario.

Un adjetivo sobrante es una piedra en el zapato que puede echar a perder un paseo agradable. Pero un adverbio de más es una mula taimada a mitad del camino que reparte coces a discreción. Y lo mismo puede decirse del gerundio, el participio, la conjunción… Advertencia de comadre: Si no te queda más remedio que arar con tales bestias, ten cuidado.

El gran chileno decía que «un cuentista que tenga un poco de aprecio por su obra no leerá jamás a Cela ni a Umbral». Contra eso mi comadre se subleva. Enésimo consejo: No le hagas asco a nada, ni siquiera a las fábulas terapéuticas de Bucay; aunque con los cuentos de Chéjov ya deberías tener suficiente.

Recuerdo una inefable poeta de mi tierra cuyo verso más granado rezaba: «Me resulta más fácil escribir que hacer pis». Quizá tuviera cistitis. ¿O decía hacer caca? En fin, que tanto mejor… El problema de muchos incontinentes es que cuando toca lo contrario —suprimir, no escribir— les entra estreñimiento. A esa facultad de discernir entre lo que vale y lo que no Auden la llamaba «el censor interno» y la veneraba como a una diosa. De rodillas. Penúltimo consejo: Las tijeras o ya de plano la papelera siempre son una bendición.

Siempre hay una forma más bella, un modo más simple, de expresarlo. Pero al demonio de la corrección le agradan los rodeos y lo echa todo a perder. La última recomendación versa sobre la conveniencia de saber detenerse a tiempo.

Y el corolario mi comadre lo extrae directamente del cancionero folclórico popular, y dice así: «No hay tonto lerdo pa'l fuego / si se queman las batatas. / Mientras se chupa los dedos / las apaga con las patas". Lo que viene a confirmar la inutilidad de toda receta, incluidos sus consejos. Cuando hay hambre y algo que echar a las brasas, hasta el más mañero sale servido.


Matías Néspolo, nacido en Buenos Aires en 1975 y afincado desde hace años en Barcelona —específicamente en Montgat, a orillas del mar—, donde vive con su mujer, sus tres hijas y un perro llamado Jonás, es uno de los veintidós jóvenes escritores hispanoamericanos seleccionados por la revista Granta para su edición titulada The best of young Spanish language novelists.

Ha publicado el poemario Antología seca de Green Hills, la novela Siete maneras de matar a un gato y una selección de autores argentinos de cuentos en coedición con su hermana Jimena (La erótica del relato. Escritores de la nueva literatura argentina), y sus relatos también han sido incluidos en antologías como Schiffe aus Feuer. 36 Geschichten aus Lateinamerika.

Actualmente trabaja en su segunda novela y publica regularmente en El Mundo —sobre todo en el suplemento de Cataluña Tendències, del que fue director hasta no hace mucho—, la revista Quimera y, eventualmente, Qué Leer, Letras Libres, el Cultura/s de La Vanguardia y «donde cuele».

CONCURSO

Desde este momento hasta el viernes 1 de abril de 2011 está abierta la convocatoria del premio de relato Cosecha Eñe 2011.
Hay 3000 euros en juego para el máximo ganador.
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16.12.10

Ungar: “Me siento un extranjero”

En su novela Tres ataúdes blancos, Premio Herralde 2010, el escritor colombiano trabajó desde el humor porque, según dice, "es la única manera de sobrellevar una realidad atroz"

Nómade. Ungar asegura no identificarse con Colombia.foto.fuente:Revista Ñ

Aunque asegura que ya no se siente colombiano, lleva un año viviendo en ese país, donde está escribiendo su próxima novela, "sobre una secta monoteísta contemporánea con tres narradores muy serios cada uno". Flamante ganador del Premio Herralde por su novela Tres ataúdes blancos, Antonio Ungar estuvo de paso por Buenos Aires para participar de un debate sobre literatura y política en América Latina.

¿Cuál es su idea sobre el estado de la literatura y la política en América Latina?
Preparé trozos de la novela que reflejan la dramática realidad para leerlos intercalados con fragmentos de las constituciones de distintos países de Latinoamérica. Y quedaba divertido porque se nota la brecha que hay y cómo lo que expresan las constituciones es un expresión de deseo que está lejos de la realidad. El contraste resulta cómico y trágico a la vez.

Su novela tiene lugar en la república ficcional de Miranda, que bien podría ser la ideada por Lihn, el poeta chileno, o el nombre de una mujer, aunque se parece bastante a Colombia. ¿Por qué ningún lugar específico?
Lo hice por seguridad. En Colombia siempre hemos tenido democracia, nunca hemos tenido un dictador. Tuvimos un par de militares puestos por presidentes constitucionales por circunstancias específicas que acabaron su mandato. Todas las fuerzas siempre han sido por debajo y son muy peligrosas. Siempre ha sido, en términos de apariencia, una democracia perfecta. Pero yo no me quiero arriesgar, tengo dos hijos chiquitos y una mujer que no es colombiana. Así que esta novela puede ser interpretada en clave venezolana, colombiana o de cualquier país con características similares de Latinoamérica.

Usted trabaja desde la alegoría pero con una alta dosis de humor e ironía sobre la realidad de la Colombia actual. ¿Se puede operar un cambio desde una mirada cómica en la literatura?
En Colombia el humor siempre ha sido una manera de sobrevivir, una defensa contra la tragedia. En Colombia a la mañana hay una masacre y a la noche ya hay chistes sobre ella, lo que no implica que no suframos la masacre misma. Es la única manera de sobrellevar una realidad atroz. En general, si tú mides el país con los índices de violencia y pobreza, Colombia tiene unos de los más altos, pero a la vez cuando hacen esas encuestas por la felicidad, Colombia también es uno de los primeros. Hay mucha vida y mucha muerte al mismo tiempo. Pero hay dos tipos de humor. Uno que es reírse de la realidad para no verla, un humor escapista. Y otro humor que te enfrenta a la realidad y no sólo te ayuda a vivirla mejor sino a verla mejor y analizarla. Es este último el que me interesa. De todas maneras ese humor se está perdiendo y hoy en día cualquiera se ofende. Por eso en mi novela está tan mezclado el humor con la rabia.

Hay pasajes de una escritura subjetiva hacia una que abarca el mundo de la realidad política. ¿Cómo traza ese recorrido?
Mis primeros libros de cuentos fueron alusivos a realidades más internas que externas y luego escribí la historia de un tipo que se vuelve loco, ya fuera de mí. En ese libro, lo que me interesaba más era el lenguaje mismo, es una cosa autorreferente y loca con el lenguaje. Cuando me pongo a escribir un libro muy planificado en general ese libro no me sale nada bien, pero casi siempre en paralelo sale otra cosa más interesante. Así salió por ejemplo Las orejas del lobo , que es un viaje por Colombia desde la mirada de un niño. Ese libro fue posible porque yo estaba escribiendo un policial, con todas las reglas del género. Para divertirme empecé a escribir un falso libro de infancia.

¿Cómo se ubica en el panorama de sus contemporáneos latinoamericanos? ¿Observa características comunes?
Siento que se está escribiendo con mucha libertad. Creo que en la lengua castellana ha habido durante mucho tiempo un dogma tácito y que recién ahora estamos conociendo autores paralelos a García Márquez. Y fue la industria editorial quien se inventó esas cosas como el boom. No había espacio para tipos con humor como Cabrera Infante. Ahora hay mucha diversidad y mucha dispersión. Lo cual puede ser atemorizante, pero también divertido. Esa heterogeneidad depende de las decisiones individuales. Cada uno está en una búsqueda individual. Me parece que pensar en America Latina como una unidad es peligrosamente totalizador. Solo en Colombia hay al menos cinco países, cinco tipos de comida, cinco lenguas. En muchas cosas se parece más un pueblo colombiano a un pueblo andaluz y un pueblo andaluz a un pueblo árabe que a otro de Latinoamérica.

El nomadismo debe haber construido en usted una mirada particular sobre el mundo. ¿A qué se debe?
Soy muy torpe para la vida práctica y ahora ya me siento extranjero en todas partes. Nunca me identifiqué con Colombia, ya no me siento colombiano. Tengo muchos problemas de comunicación, las formalidades en Bogotá ya no las entiendo. Pero tampoco me siento identificado con ningún sitio. Cuando viví en México tuve el mal tino de llamar al editor de la editorial donde trabajaba para consultarle una duda de la traducción que estaba haciendo y perdí el trabajo porque parece que debía haber llamado antes a su secretaría y demás. También viví en Jaffa, que es una comunidad palestina dentro de Israel, porque mi mujer es de allí. Yo no soy bienvenido en ninguna de las dos comunidades. En Oriente Medio no saben cómo clasificarme. Mi familia fue exterminada por los nazis pero estoy casado con una palestina y considero a Colombia igual de importante en mi identidad.

Hay una especie de descreimiento muy grande en la política y los políticos en su novela.
Lo que se cuenta en el libro es que en Colombia la vida real de los ciudadanos se rige por poderes de facto más poderosos que el Estado. Y el juego democrático es un juego alrededor de esos poderes. La única manera de contarlo fue hacerlo a través de este personaje llamado Del Pito. Los políticos dependen del narcotráfico o de las consecuencias de ese narcotráfico que es paramilitarismo. Se hace el juego de la política y de la democracia, pero cuando llega el momento de las decisiones importantes, si hay un obstáculo se mata. Allá no hay programas de opinión política en la TV porque si dices alguna opinión eso tiene consecuencias concretas en tu vida. Al instante te borran. Entonces todo el espacio del humor y de la discusión se está acabando. En ese proceso me parecía importante darse cuenta que los políticos son relativos. Había un silencio muy prolongado y había que pensarlo.


Ungar básico
Bogotá, 1974. arquitecto y escritor
De inclinación nómade, vivió en las selvas del Orinoco, México D.F., Barcelona, Palestina y Manchester. Publicó tres libros de cuentos (como "Las orejas del lobo", de 2004) y tres novelas, de las que se puede mencionar "Zanahorias
voladoras", de 2003.

15.12.10

La autoridad que da el fracaso

Durante su vida, el autor de El gran Gatsby tuvo que sobrevivir escribiendo relatos para revistas. Algunos de ellos, cargados de melodrama y cierta genialidad, se recuperan a 70 años de su muerte

FITZGERALD. Una de las últimas fotografías del autor de Hermosos y malditos .foto.fuente:Revista Ñ

Lo mítico, siempre sujeto a las evaluaciones de la historia, no es algo a lo que un escritor pueda aspirar legítimamente, pero el mitógrafo de sí mismo crea al menos una expectativa. En las letras norteamericanas, Francis Scott Fitzgerald alumbró su propia leyenda. La tendencia a verlo como una efigie de la llamada era del jazz proviene de que fue antes su cronista; la de considerarlo un romántico desencantado se desprende de sus personajes. Incluso si se lo relega a figura del desastre, es imposible olvidar que describió su propio desmoronamiento. Fitzgerald, un consumado retratista de la frivolidad, resulta especialmente profético al hablar del ambiente de juergas, desenfreno, chicas a la moda (o flappers ) y vacaciones en la Riviera. Los años veinte le parecieron un momento "de estimulación nerviosa, no muy diferente al de las grandes ciudades que se hallan detrás de una línea de fuego", una comparación que nos alerta sobre la promesa de resaca que contenía la fiesta. No era para menos: la sociedad europea y norteamericana, apenas salida de la Gran Guerra, se encaminaba a la peor depresión de la historia, por no hablar de la peor catástrofe global. Como escritor, Fitzgerald encontró un incómodo estímulo en aquel estado de suspenso. En los años treinta, escribió sobre los veinte: "Todas las historias que se me ocurrían tenían algo de desastroso: la criaturas amables y jóvenes de mis novelas acababan arruinadas, las montañas de diamantes de mis cuentos saltaban por los aires, mis millonarios eran tan hermosos y malditos como los campesinos de Thomas Hardy. En la vida estas cosas no habían ocurrido aún, pero yo estaba seguro de que vivir no era el quehacer descuidado e irreverente que se suponía". Si Gatsby, su personaje emblemático, soñaba con la "luz verde" de un "futuro orgástico", el autor lo sabía una quimera.

Pero celaba sus propias quimeras. Fitzgerlad publicó su primera novela, A este lado del paraíso (1920), cuando tenía veinticuatro años, buscando un éxito comercial que le permitiera casarse con la mega- flapper Zelda Sayre, que el año anterior había roto su compromiso por considerarlo incapaz de mantenerla. Increíblemente, obtuvo el éxito deseado, se casó con la chica y, el mismo año, completó la trifecta con una recopilación de relatos, Flappers y filósofos (un título tomado del eslogan ideado para promocionar A este lado del paraíso : "una novela sobre flappers para filósofos"). Por entonces los relatos, encargados por publicaciones periódicas, eran la verdadera fuente de dinero. Dos años más tarde apareció una segunda novela de grandes ventas, Hermosos y malditos , y otra recopilación que desde el título le tomaba el pulso a la época, Relatos de la era del jazz . Para entonces, Scott y Zelda eran ricos y famosos, aunque proporcionalmente dados al despilfarro. El dinero nunca dejó de jugar un papel protagónico en su carrera. Y como todo protagonista, pedía siempre más letra, en este caso de molde.

El hecho de que El gran Gatsby (1925) –la gran novela del autor y uno de esos libros que son candidatos perennes al título de "gran novela norteamericana"– tuviera ventas insatisfactorias significó que Fitzgerald debió seguir escribiendo relatos al por mayor, en una dinámica desgastante que en parte explica por qué hay nueve largos años entre El gran Gatsby y su siguiente novela, Suave es la noche . Refiriéndose a los cuentos, Ernest Hemingway conminó a Fitzgerald a no escribir más "bazofia"; Fitzgerald contestó: "La novela no vende. Tengo que escribir cuentos y tienen que ser cuentos que vendan".

El nombre de Hemingway es casi ineludible al hablar de Fitzgerald. Fueron amigos y lectores algo recelosos uno del otro, pero, más allá de las afinidades superficiales, lo iluminador es la diferencia de temperamentos. "Hablo con la autoridad que me da el fracaso; Ernest, con la que da el éxito", anotó Fitzgerald en su diario. Hemingway escribió en una semblanza de su amigo: "El siempre estaba tratando de trabajar. Día a día trataba y fracasaba". Por "trabajo", los dos entendían la dedicación a la literatura seria. Y el problema central era este: Hemingway, pese a sus poses de aventurero, anteponía a todo la integridad artística; Fitzgerald nunca superaba sus lealtades divididas. "Todo el que haya estado escribiendo estos últimos veinte años", observó su contemporáneo John Dos Passos, "ha estado asediado a diario por la dificultad de decidir si hacer 'buena' escritura que satisfaga a su conciencia o escritura 'barata' que satisfaga a su bolsillo (...) Una gran parte de la propia vida de Fitzgerald se convirtió en un infierno por esta clase esquizofrenia, que termina en una parálisis de la voluntad y de todas las funciones del cuerpo y la mente".

Esa es un manera más o menos educada de decir las cosas. Otra es la de Hemingway: "Me había hablado", cuenta en París era una fiesta , "de cómo escribía lo que consideraba buenos relatos (...) sabiendo exactamente dónde mover los engranajes que los convertía en relatos vendibles. Aquello me había sorprendido sobremanera y le dije que lo consideraba prostitución. Me dijo que lo era, pero que debía hacerlo pues ganaba dinero con las revistas para tener dinero por adelantado con que escribir libros decentes. Le dije que no creía que alguien pudiera escribir otra cosa que lo mejor de sí sin destruir su talento. Dado que primero escribía el relato verdadero, dijo, la destrucción y los cambios que hacía al final no lo afectaban". Que en realidad sí lo afectaban –y mucho– lo sabemos ahora al leer los ensayos autobiográficos que Edmund Wilson recogió póstumamente con el título de El crack-up ; Fitzgerald admite en uno de ellos, tras un monstruoso surmenage, que "en la práctica del oficio estaba siempre insatisfecho". Estaba, además, siempre lubricado por el alcohol, cuando no exhausto. En los años treinta, ya separado de Zelda, imaginó que había una salida en Hollywood, donde desembarcó como guionista. Desembarcó, se diría, sin pisar tierra firme; artísticamente siguió tambaleándose.

Como nota el ensayista Clive James, la culpa no fue de Hollywood. Otros escritores conciliaban el trabajo para los estudios con la escritura de una obra, pero Fitzgerlad "no poseía el menor sentido común a la hora de administrar sus energías". De haberlo tenido, o de no haber cedido a la vida loca, habría escrito más "libros decentes". Y los libros decentes eran, desde luego, las novelas: qué no hubiera dado, y qué no daríamos los lectores, por otra El gran Gatsby , otra Suave es la noche . Si sólo hubieran cerrado las cuentas.

Lo que nos lleva a las cuentas. Y de nuevo a los relatos. El número final asciende a ciento sesenta y cuatro textos, escritos en poco más de veinte años. (En un período comparable, Hemingway, que no era precisamente un bloqueado, escribió cuarenta y nueve.) Ganancias totales: unos 100 mil dólares de entonces (casi un millón de ahora).

A diferencia de las novelas, los relatos tenían una segunda vida comercial. Fitzgerald llegó a reunir cuatro volúmenes, que se vendieron muy bien, de los que habían aparecido en diarios y revistas; los libros citados se completan con Todos los jóvenes tristes (1926) y Toque de Diana (1935). Póstumamente, se publicaron otras seis colecciones, sin contar El crack-up , que agrupa ensayos y cuentos sueltos. Y en 1978 todavía quedaba suficiente material como para que Matthew J. Bruccoli diera a imprenta un séptimo florilegio de setecientas páginas, con "cincuenta historias inéditas". Lo tituló, con más ironía que compasión, The Price Was High .

El precio era alto , ahora reeditado por Eterna Cadencia, toma diecinueve de esos cuentos, partiendo de una selección que hiciera Bruguera en España en 1980, con una excelente traducción de visos transatlánticos de Marcelo Cohen.

El escritor argentino ha escrito también un prólogo elegante en el que la apreciación nunca se confunde con el encomio ligero: "Estos cuentos no son los grandes hitos de la obra de Fitzgerald", dice Cohen sin vueltas, "pero son cuentos de Fitzgerald". Y propone: "lo que inventó Fitzgerald fue el melodrama sintético". Si el acento cae en el melodrama, lo de sintético da un matiz importante, porque casi no hay ripios argumentales. Uno agregaría que Fitzgerlad fue de los pocos escritores serios que hizo suyo un género desacreditado desde Jane Austen: el romance.

El gran Gatsby es por supuesto un gran romance, y quien haya leído esa magnífica novela estará familiarizado de antemano con los elementos de sus cuentos. La sociedad retratada es casi siempre la misma: las clases norteamericanas adineradas, con el agregado de los que quieren pertenecer y siempre se quedan fuera (como a Balzac, a Fitzgerald le interesaba la comedia del arrivismo, pero no mucho el drama de la exclusión). La geografía va desde los pueblos del Mid-West de donde Fitzgerald era oriundo a Nueva York y Francia. En cuanto a los personajes, suelen ser más arquetípicos que otra cosa, no tanto realidades atisbadas como funciones de la trama. Está la muchacha de "rostro lívido y labios ardientes", el muchacho enamorado que no tiene (aún) recursos para conquistarla, o el muchacho rico que sí los tiene pero al principio no se atreve desafiar a su familia. Hay fiestas a granel, borracheras épicas, trifulcas de bares y momentos aislados de cordura. Algunas de las tramas son puro Hollywood: chico conoce a chica, la pierde y vuelve a encontrarla. Y de un par de viñetas cabe dudar si valía la pena desempolvarlas.

Los años no han corregido, tampoco, la propensión de Fitzgerald al kitsch, y su manía de describir "beldades" resulta hoy fatigosa. Lo siguiente, incluso en el original, no es mucho mejor que cualquier parrafada de Corín Tellado: "el rostro de ella tenía forma de corazón, impresión provocada por el cabello color miel peinado hacia atrás... Sus ojos eran dos grandes almendras cuya curvatura acentuaban las clásicas cejas pintadas con lápiz; cuando por rara casualidad se reía, el efecto resultante era el de un fulgor atrevido", etc.

Corazones, mieles, almendras, fulgores… Ay, Fitzgerald. A uno le queda suspirar ("hondamente", claro), o encomendarse a Hemingway. Pero no toda la prosa está a ese nivel, y en mucha se reconoce el rigor aforístico del mejor Fitzgerald: "Se puede predecir con absoluta certeza quien va a salir adelante, no tanto por el éxito inmediato como por la manera de sobrevivir al fracaso". La colección contiene además cuentos de lograda ambigüedad, como "Entre las tres y las cuatro", que en poco más de diez páginas juega con el género de fantasmas, retrata la crisis de la década del treinta ("Esto sucedió en nuestra época, cuando todo el mundo está más o menos descorazonado", empieza), esboza dos perfiles psicológicos enfrentados ("Dejando de lado el hecho de que las neurosis es un privilegio de quienes tienen dinero de sobra", sigue), devela una intriga y hasta habla de manera inconfundiblemente fitzgeraldiana de los que se "hundieron... porque se habían acostumbrado a ampararse bajo la enorme estatua dorada de la abundancia." Escrito en 1931, "Entre las tres y las cuatro" gira en torno a la frase: "casi todo el mundo se quebró un poco", que recuerda la primera oración de El crack-up (1936): "Por supuesto, la vida es un proceso de desmoronamiento".

En momentos así, se intuye una sinceridad en la voz que atraviesa los artificios de la caracterización, la trama o incluso el estilo. Estos relatos dispersos, que a menudo demuestran cuán alto fue el precio artístico que debió pagar Fitzgerald, se leen muy bien al lado de los ensayos autobiográficos y los cuadernos de notas de El crack-up , donde el autor hace un balance implacable de sí mismo. Y los paralelos no aparecen sólo en ecos mínimos con el anterior. Hay pasajes enteros que Fitzgerald anotó primero en sus cuadernos y transcribió después a estos cuentos, retocándolos e integrándolos. Si el reencuentro con los materiales nos acerca al escritor en su mesa de trabajo, la conclusión que cabe sacar es asombrosa. Pese al alcohol, la depresión, el desgaste, las carencias y el crack-up , Fitzgerald no paraba de trabajar en su escritura. Quizás a eso se haya referido con lo de "la autoridad que da el fracaso": la de nunca lavarse la tinta de las manos.

13.12.10

Auster:"El Tea Party, un invento de una clase media acomodada, no durará"

Sunset Park es una historia organizada alrededor de los distintos personajes que convergen en la casa abandonada, punto de encuentro de todas sus historias pasadas
Paul Auster, publica Sunset Park.foto.fuente:elpais.com

Es sábado por la mañana y apenas hay movimiento de gente en la Séptima Avenida de Brooklyn, en cuyas inmediaciones se encuentra la casa de piedra ocre donde vive Paul Auster en los distintos espacios de la primera planta, hasta llegar al jardín, del que llega la luz sucia y desvaída que flota sobre toda la ciudad. Al otro lado de la doble puerta de cristal se recorta la silueta del escritor, inclinado sobre un objeto que estudia con singular intensidad. Tarda unos segundos en reaccionar cuando oye el timbre. "Acabo de recibir una verdadera maravilla", dice, mostrándome una elegante caja que contiene las obras completas de Samuel Beckett, editadas por él. Los lomos de los libros yuxtapuestos reproducen el rostro enérgicamente cincelado del autor irlandés, uno de los ídolos de Paul Auster desde sus años adolescentes. "Recién salidas de la imprenta. Me las ha traído un mensajero no hace ni cinco minutos". Está vestido de cualquier manera, sin afeitar y con el pelo desaliñado. Encima de la mesa del salón se acumulan libros, papeles y una correspondencia ordenada con extraordinaria meticulosidad. Su mujer, Siri, se acerca un momento a saludar. "Es un poco temprano para él dice. No se siente muy bien".

El escritor tiene la voz tomada y los ojos enrojecidos y vidriosos. Respira con cierta fatiga. El viernes se vio obligado a cancelar su viaje a España, donde iba a presentar su última novela, Sunset Park, la número 16 en su historial. A pesar de encontrarse enfermo accedió a esta entrevista. "Tendría que haber salido de viaje hoy [por ayer], pero no he podido. La que sí se va a Madrid el lunes es mi hija Sophie. La han invitado a una fiesta". La primera pregunta es sobre su territorio sagrado, Brooklyn, al que regresa con particular emoción en esta novela.

"El de Sunset Park es un Brooklyn muy distinto. Es un barrio que no tiene nada de chic, no hay gente de dinero ni turistas. Allí está el cementerio de Greenwood, un lugar fascinante. Su extensión es más de la mitad que Central Park, y es muy anterior a él. Se trazó en 1838. En aquella época la gente venía de excursión desde Manhattan, porque era el parque más bonito de todo Nueva York, un remanso de la naturaleza en medio del espacio urbano. Al principio el cementerio ocupaba apenas un rincón, pero creció desaforadamente hasta convertirse en una verdadera ciudad de los muertos, con más de 600.000 tumbas. Luego está el puerto abandonado, desde el que hay una vista espectacular de Manhattan, y todo un paisaje espectral de fábricas, almacenes y naves industriales. Paseando por allí me tropecé con una casa de madera abandonada que tenía las ventanas y las puertas selladas. Y de esa imagen de desolación surgió la novela. Veía que expulsaban a un hombre que se quedaba sin saber adonde ir".

En Sunset Park hay un hospital para objetos rotos, un personaje que repara máquinas de escribir y teléfonos de disco, además del que colecciona fotos de lugares desaparecidos. El despojamiento es uno de los ejes que mueven el engranaje de la narración. Menos representativa de los juegos metaliterarios que caracterizan a muchas de sus novelas, Sunset Park es una historia organizada alrededor de los distintos personajes que convergen en la casa abandonada, punto de encuentro de todas sus historias pasadas. Hay múltiples relaciones emocionales, pero entre todas ellas, una se quedó particularmente trabada entre los críticos que reseñaron el libro en EE UU. Paul Auster manifiesta su extrañeza al respecto:

"Sigo sin entender por qué les escandalizó que el protagonista, Miles, tuviera una relación sexual con una chica de 17 años. En las entrevistas que concedí cuando salió el libro en inglés, me preguntaban de manera obsesiva sobre ello. Mi personaje es una hispana, Pilar Sánchez, sumamente inteligente y sensible, y mucho más madura que el protagonista masculino. No entiendo bien la reacción que ha despertado el tratamiento narrativo de esa historia de amor. Susan Sontag, la gran intelectual norteamericana, tenía 17 años cuando se casó con Philip Rieff. A los 19 años tuvo un hijo. A mí me parece que a los 17 años una mujer puede ser una persona perfectamente madura y formada. La historia está llena de casos de mujeres que a los 17 eran madres y esposas. Me parece algo perfectamente normal y natural. No entiendo que nadie se escandalice o se fije en una cosa así".

El abandono de los juegos metaliterarios ha hecho decir a algunos críticos que Paul Auster parecía más interesado en profundizar en los sentimientos que en prestar atención a virtuosismos estilísticos. El autor no está de acuerdo: "No tiene nada que ver. Las estructuras complejas no están reñidas con la emoción. Lo que sí es nuevo en esta novela, que en efecto es más lineal, es que está narrada en el tiempo presente de manera continua, y eso es porque apenas hay distancia entre los hechos de la novela y la realidad norteamericana. La novela tiene lugar en el momento en que estalla la crisis inmobiliaria que ha afectado a toda la sociedad, por eso muchos de mis personajes son seres que lo han perdido todo, materialmente, y también han tenido pérdidas emocionales".

La alusión a las circunstancias políticas me hace preguntarle por un artículo que escribió cuando George W. Bush fue reelegido. En él, Auster argumentaba que Nueva York no lo había votado, y reclamaba el derecho a declararla ciudad-estado independiente. ¿Cómo ve el presente?

"Estamos viviendo una época muy oscura. Ha habido una radicalización del republicanismo, desplazado hacia la extrema derecha sin disimulo. En ello hay maniobras que no tienen nada de democrático. El Senado no obedece a una distribución que refleje la realidad demográfica. No puede ser que un estado como Wisconsin, con medio millón de habitantes, tenga el mismo número de senadores que California, que tiene 35 millones. Y California es liberal. Votó por Obama. No obstante, quiero creer que estamos atravesando un bache. Mi impresión es que el Tea Party, un invento de una clase media acomodada, no durará. Creo que Obama volverá a ser reelegido.

8.12.10

Elogio de la lectura y la ficción

El discurso de Vargas Llosa quebró su voz y provocó las lágrimas en sus allegados

El autor de La ciudad y los perros, durante su discurso.foto:REUTERS.fuente:elpais.com

Mario Vargas Llosa

Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d'Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.

La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.

Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.

No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma -la escritura y la estructura- lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.

Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.

Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.

Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julien Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.

Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos -aunque nunca llegaremos a alcanzarla- a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.

En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy -que trato de ser- fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Rével, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.

De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general De Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.

De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudo democracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.

Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman "las raíces", mis vínculos con mi propio país -lo que tampoco tendría mucha importancia-, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.

Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de África del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si -el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan- el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de Estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.

Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de "todas las sangres". No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y a la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!

La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.

Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso -triste consuelo- descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.

De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.

Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de cómo, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.

Detesto toda forma de nacionalismo, ideología -o, más bien, religión- provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.

No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del "otro", siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.

El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban "el pie ajeno" -lindo y triste apelativo-, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebés al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño -la llamábamos el Barrio Alegre-, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.

El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: 'Mario, para lo único que tú sirves es para escribir".

Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.

Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. "Escribir es una manera de vivir", dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.

Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).

La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.

Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas -rayos, truenos, gruñidos de las fieras-, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.

Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.

De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.

6.12.10

Las razones de la fiebre

El crítico español Ignacio Echevarría, especialista en Roberto Bolaño, habla sobre la obra Del escritor que terminó por convertirse en el nuevo boom latinoamericano

Ignacio Echavarría, crítico español. Dice que el "edificio Bolaño" ya está definido.foto.fuente:Revista Ñ

"Voracidad literaria", "Audacia estructural", son las frases más recurrentes del crítico Ignacio Echevarría cuando se le pregunta por el legado que deja Roberto Bolaño a los escritores aprendices, también personajes y conversaciones de sus novelas: vivir, crear, sobrevivir y seguir escribiendo. Echevarría también afirma que la poesía, ese género que el escritor chileno leyó, repasó y que alguna vez confesó que lo llevó al éxtasis, fue la médula de su obra, y que eso nunca hay que olvidarlo. Ese, el amor entrañable por los versos, y particularmente por los de Enrique Lihn, lo llevaron a ganarse buena parte de sus enemigos en Chile al proponer a este último, y al antipoeta Nicanor Parra, como los mejores representantes del género. Atrás quedaban "las vacas sagradas" que hablaban de crepúsculos y horizontes.

El crítico español habla de Bolaño como editor de sus textos póstumos y además como amigo. Tuvo acceso al disco duro de su computadora, un universo que conoce al revés y al derecho, por eso fue el ensamblador de 2666 , Entre paréntesis y El secreto del mal . La sombra del infrarrealista siempre está penándole en las conferencias, las entrevistas y las consultas majaderas de los groupies del escritor chileno. Difícil no tentarse con una pregunta, pero él es Ignacio Echevarria, década y media crítico literario en España. Hasta 2004 trabajó en el suplemento cultural Babelia, del diario español El País, hasta que escribió una severa reseña de la novela El hijo del acordeonista , del escritor vasco Bernardo Atxaga. La historia ya es conocida. El libro había sido publicado por Alfaguara a través de Santillana que pertenece al Grupo Prisa, (al igual que El País). Todo terminó con su alejamiento del periódico. Actitud insobornable por la buena literatura, característica que también admiró en Bolaño. En la sala de conferencias de la Universidad Diego Portales, al término de una conferencia, todos quieren hablar con Echevarría. Un poco renuente dejó escapar una sonrisa y aceptó responder estas preguntas.

La Universidad Diego Portales quiere que usted escriba una semblanza de Bolaño, ¿lo hará? Recién hemos llegado a un acuerdo para escribir ese perfil, al que espero poder dedicarme el año que viene. Pero todavía no sé muy bien por dónde voy a tomar el hilo. No se trata, en ningún caso, de hacer revelaciones de ningún tipo, sino de reflexionar sobre un autor y una obra que, dada su envergadura, dan mucho de que hablar y pensar.

Respecto a la oportunidad de tener acceso al computador del escritor, ¿antes de morir, Bolaño se manifestó en contra de alguna parte de su legado? No. Por lo demás, siempre defiendo que todo aquello que un autor no destruye por sí mismo, es susceptible de ser publicado después de su muerte, con o sin su voluntad. Ahí está el ejemplo de Kafka, para desacreditar todo puritanismo al respecto. Lo único exigible es que los textos póstumos se ofrezcan adecuadamente, informando al lector de sus circunstancias, de su condición más o menos "acabada". Bolaño sabía que podía morir en cualquier momento, y conoció en vida un éxito bastante notable, de modo que bien pudo destruir aquello que no fuese de su gusto.

¿Cómo fue el proceso de depuración de la novela "2666"? El texto se publicó, salvo detalles de escaso relieve, tal y como Bolaño lo dejó ya listo. Mi intervención, en complicidad con el editor y la viuda (Carolina López), consistió sobre todo en insistir en que las cinco partes de la novela se dieran juntas en un único volumen, contrariando los últimos deseos del propio Bolaño.

¿Qué tan nocivo puede ser escribir desde el miedo, para el nacimiento de nuevos autores? Eso se desprende concretamente de su discurso "Sevilla me mata". A mí, en particular, me parece un poco exagerado afirmar que la novela en Latinoamérica se origina desde el miedo al fracaso. Me conformo con destacar la obsesión cada vez más evidente que los nuevos novelistas tienen en acceder a la fama y el empeño que ponen en promocionarse de cualquier manera.

En sus tópicos, Roberto Bolaño siempre ha tocado el mundo literario, ser joven y las aspiraciones creativas. ¿Cuál considera que es la herencia de Bolaño a quienes intentan escribir literatura? Es una pregunta inabarcable. El legado de Bolaño es muy abierto, puede inspirar propósitos muy distintos. Lo que sin duda deja es una escala de ambición muy elevada, una gran audacia estructural, un estilo inconfundible. Y una actitud insobornable respecto a la exigencia ligada a la buena literatura.

El factor de escritor que muere joven, sumado al carácter de genio en las letras hispanas que se mezcló con su militancia y tejió una leyenda de último beat y la industria detrás de ella. Esa figura se propagó hasta contagiar al mundo anglosajón. Cuando hace tres años se lanzaron en Estados Unidos Estrella distante , Nocturno de Chile y Los detectives salvajes , The New Yorker no escatimó en llamarla "la fracturada obra maestra". Después de todo eso siempre se querrá más de Bolaño con una voracidad que tienta a seguir hurgando entre sus escritos. Para Echevarría, tras las publicaciones póstumas, lo que venga después serán rasguños desesperados, jirones que no revelarán la maestría de su obra. Está todo dicho.

¿A qué arroga usted la fiebre por Bolaño? Es su calidad indiscutible, ambición fuera de medida y el hecho de que combina y matiza cuestiones de carácter global sin renunciar a su condición de latinoamericano y habla de Latinoamérica. Roberto es como algunos escritores que de vez en cuando tienen la fortuna de encontrar una fórmula de hacer visible muchas cosas que estaban ahí.

En su opinión, Bolaño derrumbó el criollismo, ¿tiene que ver con la extraterritorialidad de sus novelas? Hay otros actos e historias interesantes que liquidan esta cuestión, su propio éxito, la fórmula que emplea ofrece un nuevo modelo de escritura con la condición de un nuevo padrino latinoamericano, un escritor que con su lengua ofrece un modelo diferente, algo distinto a lo que ofrecieron los escritores del boom. No son rigurosamente nuevos, catalizaron gracias a su éxito, por su encanto, en un modelo reconocible.

Usted dijo que todo el material de Bolaño que siga siendo examinado será pura "arqueología", ¿no cree que algo de esos escritos se pueda sumar a su obra? Todo lo que se publique con carácter póstumo, y puede ser mucho, integrará, en definitiva, la obra de Bolaño, y cobrará su importancia. Pero el contorno general, la silueta, el edificio Bolaño ya están definidos. Lo que venga serán apostillas, gérmenes, complementos. Materiales sin duda de interés, pero no decisivos.

3.12.10

Respuestas a los entresijos literarios

Jorge Volpi, y su segunda clase en el ciber taller

Jorge Volpi, imparte sobre el personaje.foto.fuente:elpais.com

El mexicano Jorge Volpi impartió desde la Feria del Libro de Guadalajara la segunda de sus tres clases en el cibertaller de Babelia. Sus explicaciones han sido salpicadas con opiniones acerca de la narco-literatura, sus libros anteriores o sus cuentos favoritos.

-¿Cuál debe ser el valor de un argumento?

"No radica en que una historia parezca interesante por sí misma, sino en la manera de tratarla. Hay libros con argumentos que parecen intrascendentes y pueden ser grandes novelas; o historias apasionantes que terminan en libros intrascendentes".

Incluso en opinión de Volpi "una anécdota mínima, bien tratada, puede conseguir" ser un gran libro.

- ¿Existe alguna fórmula propia para logar el interés de los lectores?

"Nuestro cerebro está programado para preguntarse, todo el tiempo, '¿y qué va a pasar después?'. Así ocurre en la realidad y así ocurre con las novelas. Un escritor debe ser más o menos consciente de esto, para tratar de tramar un duelo con su lector imaginario".

Para entrampar al lector, piensa, el escritor "debe guiarlo y a la vez desconcertarlo". "Si, por un lado, uno es siempre predecible, el lector se aburrirá muy pronto y abandonará la lectura. Si, en cambio, no hay coherencia y todo es inverosímil, pasará lo mismo".

- ¿En qué momento vale la pena contar una historia?

"Creo que todos sabemos, de manera más o menos intuitiva, cuándo estamos frente a una buena historia. La escuchamos o la leemos, y nos atrapa. Queremos saber qué más va a ocurrir".

"He abandonado más de tres proyectos cuando llevaba doscientas o trescientas páginas. A veces uno descubre que una novela no funciona cuando ya en muy tarde, y no hay remedio".

- ¿Cómo se le ocurre a uno un argumento?

"Hay muchas posibilidades. Una historia de familia, una anécdota escuchada por casualidad, la trama de otro libro, un tema en específico, un personaje entrañable o terrible al que uno quiere seguir".

- ¿Cuánto hay que depurar un texto?

"A veces uno puede corregir de más. Creo que es mejor dejar descansar un texto (o más bien nuestro cerebro) unas semanas o incluso meses, y volver a un texto para saber qué tanto funciona o no".

- ¿Cómo se logra el tempo de una novela?

"Hay que encontrar una especie de ritmo entre la tensión y el relajamiento, como en la vida. Esos puentes no deben ser muy largos, pero sí sólidos. A veces pueden ser otros tiempos de los personajes, sus recuerdos, descripciones físicas o del ambiente".

"Una de las cosas más difíciles en una novela son, en efecto, los puentes, las transiciones. Pero son fundamentales. Sabemos qué partes son climáticas, pero hay que prepararlas y apuntalarlas con mucho cuidado"

-¿Cómo hay que tratar a los personajes?

"Kundera dice que un personaje es un ego experimental; Umberto Eco, que es un nombre al que se asocian ciertas características. Yo creo, más bien, que a todos los personajes debemos tratarlos como a personas reales, y por tanto tratar de conferirles la misma complejidad del mundo".

Y, subraya, no hay que olvidarse de los secundarios: "Hay que considerarlos personas en la misma medida que a los personajes principales... o a nuestros vecinos". Se suma entusiasmado también a la idea de un ciberalumno: "La idea entonces es que todos los personajes merecen una oportunidad, como la gente... que interesante".

Hoy última clase de Volpi (de 16 a las 18 horas) versará sobre los personajes en la literatura.