18.12.21

Basta un ojo para deformar el universo

 Uno de los problemas de la composición literaria es la perspectiva: quién cuenta el cuento, cómo lo cuenta, qué materia terrosa o aguada o barrosa se interpone entre sus ojos, sus oídos, sus manos, y el universo

 La perspectiva reordena la creación, la deforma; las cosas abandonan sus significados de costumbre cuando un ojo las contempla (y la contemplación, incluso de la vileza, es un acto de amor), y entonces ocurre la poesía, que es un modo de descifrar (o de cifrar con sofisticación) el mundo.

La perspectiva permite que un escritor sea bestia de mar, niña de arrabal, sólido esquimal, perro de compañía, andariega paramuna, hombre-jaguar amazónico: le da acceso a horizontes ajenos. Le permite ser otro, ser él a través de otro, trasponer su cara en la cara de otro, incluso retorcer sin retorno su cara en la cara de otro, que quizás hace vida y se fatiga en las antípodas del ambiente cotidiano del escritor.

Como decía, la perspectiva deforma la creación. Un ejemplo magnífico es Jane Eyre de Charlotte Brontë. Al inicio de la novela, Jane, huérfana, de unos diez años, repasa un libro cundido de pinturas de naturaleza. Es un día de invierno; Jane habita la casa de una tía que ni la considera ni la respeta. El libro se presenta entonces como un augurio de soledad. Sospechamos que el libro incluye praderas de árboles en flor y abundantes de sol, o que incluso invita a disfrutar la nobleza de la decadencia, pero Jane sólo puede ver parajes de desolación: iglesias desiertas a punto de morder la tierra, un bote encallado con su costillar de hambre en una costa sin huella de humano, un patio de tumbas lunares bajo un muro mordisqueado por el tiempo.

La conmoción interna de Jane transforma el libro. A través del libro, no de Jane, se revela su soledad (qué astuta y elegante, además, esa manera de evadir la afirmación tosca de un sentimiento). Las cosas de afuera se engordan de penumbra o de luz según el ánimo de quien las ve. Quien ve, posee.

Ocurre de nuevo muchas páginas después cuando Jane llega al internado. Entra a una sala con numerosos objetos bajo la lumbre incierta del hogar: hay muebles en caoba, hay cortinas, hay tapetes. Pero en vez de deleitarse con el músculo de los muebles o el tejido de las cortinas y los tapetes, su ojo se dirige hacia una pintura: emplea la luz escasa para adivinar las formas del posible óleo. La elección es diciente, puesto que Jane defenderá la vida intelectual (eso ofrece la pintura: un misterio para las neuronas) contra el juego de las apariencias (eso ofrecen los otros objetos: un aspecto superficial, puras sombras), que era el hábito en casa de su tía. Su ojo es una expresión de una férrea voluntad de cambio.

En El chico de piedra (The Stone Boy) de Gina Berriault, la perspectiva tiene un efecto tan poderoso como el de Jane Eyre. Por accidente, de camino a recoger alguna cosecha, un niño mata a su hermano mayor con un tiro de escopeta. Él agoniza en el suelo mientras el niño ve esto: “Eugene parecía trepar por la tierra, como si la tierra se moviera de arriba abajo, y cuando descubrió que no podía escalarla se quedó quieto”.

En vez de describir su agonía acudiendo a los clichés del retorcijón o del último ahogo, Berriault se introduce en la perspectiva del niño, que por primera vez afronta la muerte. Sus ojos funcionan, claro, bajo unas luces distintas de las de la autora: el niño no ve a su hermano en agonía, porque no sabría identificarla, sino escalando a tientas el suelo, como si la tierra plana fuera una colina (escalando una llanura, que es imposible de escalar: qué trasposición metafórica de la agonía). Y resulta muy emotivo que incluso cuando su hermano se queda inmóvil el niño no admite la muerte: dice que su hermano no pudo escalar más y prefirió la quietud, como si el cuerpo retuviera alguna piltrafa de voluntad.

Un rato después (y pasará un buen rato) el niño anuncia a sus padres el asesinato de su hermano. Entonces el cuento no sólo esculca la perspectiva de un niño ante la muerte, sino también la muerte de esa perspectiva: su maduración a tiro de escopeta. Quizás eso es lo más bello de la perspectiva: a un mismo tiempo conserva la carne de un momento del ánimo y le sirve de tumba.