Julio César Londoño
De las decenas de metros de teoría del cuento publicadas en los últimos veinte años, la tesis de
Ricardo Piglia es la que ha corrido con mejor fortuna: “todo cuento siempre cuenta dos historias”, dijo el argentino, ilustró su afirmación con el boceto de un cuento que Chejov nunca escribió ("Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida") y captó la atención del gremio.
Su tesis tiene tres argucias y una fortaleza: la primera argucia es el tono categórico. Si hubiera escrito “algunos cuentos a veces cuentan dos o más historias”, sólo algunos profesores recordarían, a veces, su tesis. Al cerebro lo tranquilizan las afirmaciones generales: nadie olvida leyes como “todos los metales se dilatan con el calor”. (Hay que considerar una diferencia importante: en el lenguaje de la ciencia la palabra todos tiene que ser literal y rigurosa. En literatura puede ser sólo un énfasis, una hipérbole).
La segunda argucia radica en proponer una tesis sorpresiva, como el final de los cuentos de ingenio: siempre habíamos creído (era incluso un dogma del género) que el cuento debía contar una sola historia; que las tramas secundarias y las digresiones eran cosa de novelistas y adultos gagá.
La tercera argucia, muy argentina, es una mezcla de erudición y bluff. Piglia cita figurones: Poe, Borges, Kafka, Joyce, Hemingway (la teoría del iceberg), y hace afirmaciones con chanfle, proposiciones por el estilo de “todos los cuentos de X, W y K juegan con el recurso Z”. Es una proposición irrebatible porque a) nadie ha leído todos los cuentos de X, W y K en clave de Piglia; y b) si alguien se pone a hacerlo y encuentra excepciones, siempre queda abierta la puerta de emergencia de la hipérbole…
Por ejemplo: Piglia asegura que en todos los cuentos de Borges la historia 2 es siempre la misma. Aunque Piglia no dice cual es esta historia, el error es evidente. Uno puede creer que León Bloy, Chesterton o Kafka o cualquier otro místico, tengan, todos, una obsesión recurrente; pero no Borges, ese gocetas que echaba mano de las religiones y de las filosofías sólo por sus posibilidades estéticas.
La fortaleza estriba en que Piglia argumenta de una manera muy elocuente. Escuchémoslo: “El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario. El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie”. Es una argumentación monolítica, sin resquicios, elegante como un teorema.
Pero también hay debilidades, claro: Piglia cita cuentistas muy discutibles (Chejov, Joyce, Quiroga, Mansfield); uno de sus ejemplos paradigmáticos, El gran río de los dos corazones, de Hemingway, es un cuento tan malo que no cuenta ni siquiera una historia.
Otro de los ejemplos, Sur, de Borges, cuenta una sola historia, muy floja por cierto. En cambio el tercer ejemplo, La muerte y la brújula, también de Borges, es una ilustración espléndida de la tesis: la historia 1 cuenta las pesquisas del detective Lonrot. La historia 2 nos revela que el inteligente detective no hace sino seguir el camino de granitos de maíz que ha dejado caer, more geométrico, el genial asesino Red Scarlach.
Con todo, creo que la tesis de Piglia es un magnífico pretexto de conversación; también, una herramienta útil para leer cuentos policiacos y, en general, cuentos de imaginación. O como dice mi mujer, “la tesis de Piglia es regia para leer cuentos piglianos”.