27.8.12

El lado oculto del corazón

La edición de Donde se enseñará a ser feliz  puede llegar a desmentir varios de los lugares comunes que se tejieron alrededor de la obra de Clarice Lispector. En él se incluye la última y más extensa entrevista que concedió esta escritora a la que se recuerda por su fobia a dar reportajes. Se publican los fragmentos más destacados de esa entrevista que dio poco tiempo antes de morir, a fines de 1977, en la que repasó toda su obra y confesó las claves más ocultas de cómo escribía
Clarice Lispector tenía ciertos poderes sobrenaturales con su escritura. foto.fuente:pagina12.com.ar
La única razón atendible, seria e incontrastable por la cual es cierto que algunos escritores sobreviven a su propia muerte es porque, en cierta forma, escribieron su destino en muchos libros y dejaron la vida en su escritura.
Cuando Clarice Lispector publicó La hora de la estrella –título que alude a la epifanía de la muerte–, algunos críticos brasileños hablaron del nacimiento de una nueva Lispector y cometieron, así, un doble error: no tuvieron en cuenta que aun en la Lispector más estética y reconcentrada de su anterior obra, en el fluir de la conciencia y la psicología de sus personajes, había ya una impronta social mucho más fuerte y eficaz que lo aportado por las novelas de tesis. Y se equivocaron también porque, al poco tiempo, el 9 de diciembre de 1977, moría Clarice Lispector, por lo que La hora de la estrella se transformó, así, en su última novela, a punto casi de ser póstuma: “En la hora de la muerte las personas se vuelven brillantes estrellas de cine, es el instante de gloria de cada uno y es como cuando en el canto coral se oyen agudos sibilantes”. Así adelantaba Lispector en aquel libro la muerte de Macabea, una nordestina pobre, frágil, sensible, cuya única riqueza era su gran singularidad y esa mujer real de tan literaria, que tenía notables semejanzas con la autora, conmovió a los críticos que celebraron, así, la aparición de la dimensión política en su obra, sin tener en cuenta que ella misma había aclarado alguna vez que “el ciclo del Noreste significó usar un lenguaje brasileño en una realidad brasileña y pensar la lengua portuguesa de Brasil significa pensar psicológicamente, filosóficamente, lingüísticamente sobre nosotros mismos”. También Lispector auguraba, de esta manera, su propia muerte.
Una de las joyas más destacadas de Donde se enseñará a ser feliz y otros escritos, que acaba de aparecer, es la extensa entrevista –sobre todo si tenemos en cuenta la fobia de la autora a la hora de concederlas– que realizó en 1976, poco antes de morir, a sus amigos Affonso Romano de Sant’Anna y Marina Colasanti, en la cual habla de todo y también de la novela que, por ese entonces, estaba escribiendo: La hora de la estrella. Pero, además, se publican por primera vez en este libro los relatos que antecedieron a su exitosísima primera novela, Cerca del corazón salvaje: relatos breves y algo hipnóticos que, como sucede en casi toda la obra de Lispector, se centran en ese punto de intersección que hay entre el amor y el egoísmo, la lucha por el poder y, por supuesto, la constitución del sujeto femenino. Una mujer que se queda paralizada mirando el techo de su habitación lamentándose por una separación que le hace descubrir su inconmensurable fortaleza; otra mujer que descubre que el amor –y las relaciones sentimentales– pueden pensarse en términos de síntesis dialéctica hegeliana, son algunas de las propuestas de estos cuatro relatos de una autora principiante que empezaba a prometer consagración, una escritora sin muchas influencias confesables, con la única excepción de una influencia que hoy muy pocos reconocerían, como la de Herman Hesse y su Lobo estepario.
Hay también diversos textos periodísticos, una notable conferencia sobre la literatura de vanguardia en Brasil en la que dice que entender la vanguardia como experimentación “es confuso porque todo verdadero arte es experimentación y, lamento contrariar a muchos, pero toda verdadera vida es experimentación”. Una de esas frases que dan cuenta de que Lispector –“se parecía a Marlene Dietrich y escribía como Virginia Woolf”, según dijo de ella su traductor Gregory Rabassa– es de esas escritoras que, como críticas o incluso teóricas, llegan a partir de la vía de la intuición a conclusiones que a otros les merecerían años de academicismo, como el ruido que le provoca, cuando aún lo advertía, la división entre forma y fondo.
Pero, acaso, la mayor curiosidad que ofrece este volumen ineludible para todo aficionado a la obra de Lispector tiene que ver con su exposición cuando fue invitada al Primer Congreso Mundial de Brujería, celebrado en Bogotá en 1975, año en que Colombia se encontraba en estado de excepción y las fuerzas armadas se habían manifestado contra la realización del congreso. Ahí Lispector –escritora mágica que tenía supersticiones como mecanografiar sus textos contando siete espacios entre los párrafos–- además de hablar de la relación entre literatura y magia leyó el cuento “El huevo y la gallina”, que presentó diciendo: “Si media docena de personas sienten este texto me daré por satisfecha”.
Definitivamente, hoy Lispector debe estarlo.

En 1976 –un año antes de su muerte–, Clarice Lispector, contradiciendo su fama de detestar las entrevistas, concede las más extensas declaraciones de su carrera al Museu da Imagem e do Som de Río de Janeiro.
De hecho, a lo largo de su vida, Clarice concedió pocas entrevistas y, en muchas, declaró abiertamente su incomodidad en ellas: “Cuando empiezan a hacerme muchas preguntas complicadas, me siento como el ciempiés al que un día preguntaron cómo no se confundía al andar con cien pies. El quiso demostrar su técnica y acabó olvidando lo que sabía. A mí también me da miedo eso”, justificó al periodista del Jornal do Brasil, en unas declaraciones concedidas en enero de 1971.
La entrevista al Museu da Imagem e do Som fue concedida a los escritores Affonso Romano de Sant’Anna y Marina Colasanti a petición de Clarice, por tratarse de amigos personales. Affonso recuerda que la escritora temía que las declaraciones se transformasen en una cosa pomposa, oficial y, como quería sentirse lo más cómoda posible, designó a la pareja de amigos para esa tarea. Completa el grupo de entrevistadores Joao Salgueiro, entonces director del Museu da Imagem e do Som. En la entrevista, de casi dos horas Clarice habla sobre su vida y sobre su obra, comentando incluso una gran parte de los “perfiles” destacados en esta edición: la escritora principiante, la periodista, la autora de páginas femeninas, la madre, la traductora y, finalmente, la ensayista y conferenciante del congreso de literatura en Texas y del de brujería en Bogotá.
Entrevista a la escritora Clarice Lispector, grabada el 20 de octubre de 1976 en la sede del Museu da Imagem e do Som de Río de Janeiro
Affonso Romano de Sant’Anna: Clarice, ¿empezamos con algunos datos biográficos?
Clarice Lispector: Nací en Ucrania, pero ya en fuga. Mis padres pararon en una aldea que ni aparece en el mapa, llamada Tchetchelnik, para que yo naciera, y vinieron al Brasil, adonde llegué con dos meses. De manera que llamarme extranjera es una tontería. Soy más brasileña que rusa, evidentemente.
Affonso Romano de Sant’Anna: ¿La gente te llama extranjera por el acento?
Clarice Lispector: Por la “erre”. Creen que es acento, pero no lo es. Es el frenillo. Podrían habérmelo cortado, pero es muy difícil ya que es un lugar siempre húmedo, de difícil cicatrización. Ahora ya da igual.
Affonso Romano de Sant’Anna: Y tus primeras lecturas literarias, ¿cuándo empezaron, más o menos?
Clarice Lispector: Cuando aprendí a leer... Bueno, antes de aprender a leer y a escribir, yo ya fabulaba. Incluso inventé con una amiga mía, un poco pasiva, una historia que no acababa. Era lo ideal, una historia que no acabase nunca.
Affonso Romano de Sant’Anna: La amiga pasiva de quien hablas es una amiga imaginaria, ¿no?
Clarice Lispector: No. Era real, pero quieta, me obedecía. Porque yo era un poco líder. La historia era así: yo empezaba, todo era muy difícil, los dos muertos... Entonces entraba ella y decía que no estaban tan muertos. Y ahí volvía todo a empezar... Después, cuando aprendí a leer, devoraba los libros, y pensaba que eran como un árbol, como un bicho, algo que nace. No sabía que había un autor detrás de todo. Luego descubrí que era así y dije: “Yo también quiero”. En el Diário de Pernambuco, los jueves, publicaban cuentos infantiles. Yo no me cansaba de mandar mis cuentos, pero nunca los publicaban, y yo sabía por qué. Porque los otros decían: “Erase una vez y esto y lo otro...”. Y los míos eran sensaciones.
Affonso Romano de Sant’Anna: ¿Guardaste alguna copia de esos cuentos o los publicaste en otro sitio?
Clarice Lispector: No, no he guardado nada.
***
Marina Colasanti:El título Cerca del corazón salvaje procede de Joyce, si no me equivoco.
Clarice Lispector: Es de Joyce, sí. Pero yo no había leído nada de él. Vi esta frase que sería como un epígrafe y la aproveché.
Marina Colasanti: Porque Joyce aparece, es decir, puede ser él o no serlo, en un personaje llamado Ulisses. Una vez, en unas declaraciones en la PUC, dijiste que no tenía nada que ver con el Ulises de Joyce, ni con el de Homero, que no había ahí ninguna cita escondida y que era sólo un muchacho que habías conocido en Suiza.
Clarice Lispector: Cierto. Y que se había enamorado de mí. Y yo estaba casada, de manera que se fue de Suiza y nunca más volvió. Era estudiante de filosofía.
Marina Colasanti: Tienes un perro, Uli-sses, ¿verdad?
Clarice Lispector: Tengo un perro llamado Ulisses, sí.
Affonso Romano de Sant’Anna: En aquella charla, una alumna había hecho precisamente una pregunta sobre el origen de tus personajes, porque ella veía una serie de relaciones entre ese personaje y las características míticas que estarían presentes en la Odisea e incluso en Joyce.
Clarice Lispector: Bueno, corresponde a los críticos establecer las comparaciones.
Affonso Romano de Sant’Anna: Lo que la crítica siempre exaltó en tu trabajo es que apareciste ya con un estilo completo: no era un estilo en progresión. En Cerca del corazón salvaje ya eras Clarice Lispector y eras todavía una niña de diecisiete, dieciocho años.
Clarice Lispector: Es curioso que yo no haya tenido influencias. Ya estaba guardado dentro de mí. Ya había escrito cuentos antes.
Affonso Romano de Sant’Anna: Hay una influencia que parece que tú misma has reconocido una vez, si no como influencia directa, por lo menos como lectura constante tuya, que era El lobo estepario, de Herman Hesse.
Clarice Lispector: Lo leí a los trece años. Me volví medio loca, me entró una fiebre terrible, y empecé a escribir. Escribí un cuento que nunca se acaba y que yo no sabía muy bien cómo hacer, entonces lo rompí y lo tiré.
Marina Colasanti: ¿Rompes muchas cosas?
Clarice Lispector: Ahora he aprendido a no romper nada. Mi asistenta, por ejemplo, tiene órdenes de dejar como esté cualquier pedacito de papel con algo escrito.
Affonso Romano de Sant’Anna: Porque si no, pedirías que la USP colocase un funcionario en tu casa. La universidad está comprando los archivos de todos los escritores brasileños y así ya tendríamos un funcionario recogiendo tus papelitos para adelantar el expediente.
Clarice Lispector: No me digas, ¿cuánto pagan?
Affonso Romano de Sant’Anna: Una fortuna. Allí está la biblioteca de Mário de Andrade, entre otras. Podías haber pedido un buen dinero.
Clarice Lispector: ¡Ay, Dios mío! He roto tantos papeles.
Affonso Romano de Sant’Anna: Puedes vendérselos a ellos o venderlos, en dólares, a las universidades norteamericanas.
Clarice Lispector: Una universidad de Boston me escribió una vez pidiendo detalles de mi vida. No respondí porque me da mucha pereza escribir cartas. Y había un amigo a quien le dije: “Responde por mí. Di lo que quieras y di que yo estoy de acuerdo”. Después recibí un diploma de Boston. Se me consideraba como parte de la biblioteca de la universidad. Ni sé dónde está eso.
Marina Colasanti: Estabas diciendo que empezaste escribiendo cuentos para niños, y de vez en cuando vuelves a ellos. ¿Es otra actividad paralela?
Clarice Lispector: Sí. Hoy mismo me han entrevistado cuatro niñas de once años del Santo Inácio, con fotografías y preguntas y más preguntas a causa de La mujer que mató a los peces y si era verdad que me gustaban los animales. Dije: “¡Claro! ¡Yo también soy un animal!”. Después se fueron... Me dejaron muy cansada.
Marina Colasanti:¿Y por qué escribes libros infantiles esporádicamente?
Clarice Lispector: Bueno, primero mi hijo Paulo, en Washington...
Marina Colasanti: ¿Cuántos hijos tienes?
Clarice Lispector: Dos. Uno vive con su padre y el otro está casado, Pedro y Paulo Gurgel Valente. Cuando estaba escribiendo La manzana en la oscuridad en Washington, mi hijo Paulo me pidió, en inglés –yo hablaba portugués con él, pero él hablaba inglés conmigo–, que escribiese una historia para él, y le respondí: “Después”. Pero él dijo: “No, ahora”. Entonces saqué el papel de la máquina y escribí El misterio del conejo que pensaba, que es una historia real, una cosa que él conocía. Por esa vez, fue todo. Lo escribí en inglés para que la criada se lo pudiese leer, ya que entonces él todavía no sabía... He preguntado a un médico si es normal tener tantas ideas al mismo tiempo y me ha dicho que todo el mundo las tiene, por eso me pierdo. Ya no sé qué estaba diciendo... ¡Ah! Por esa vez, fue todo. Pasado un tiempo, un escritor de San Pablo, ya no me acuerdo de su nombre, que editaba libros infantiles, me preguntó si yo quería escribirlos o si tenía alguno. Dije que no. De repente me acordé de que todavía tenía la historia del conejo y que sólo había que traducirla al portugués, cosa que hice yo misma.
Affonso Romano de Sant’Anna: Vimos en Buenos Aires una edición española, creo que de La manzana en la oscuridad, ¿no?
Clarice Lispector: Han publicado casi todos mis libros. Cuando llegué allí me quedé pasmada. He estado este año.
Affonso Romano de Sant’Anna: ¿Y esa gente te paga?
Clarice Lispector: No, nada. A veces pregunto, pero es tan inútil, porque tampoco pagan. Es otro país, es otra cosa, ¡si aquí me pagan mal! ¿Cómo va a ser en otro país? En Argentina se han publicado muchas cosas mías y yo me quedé pasmada cuando llegué, no sabía que me conocían. Dieron un cóctel, treinta periodistas, hablé por la radio, medio teledirigida, porque era todo tan extraño, tan inesperado, que actuaba casi sin saber. Ni noté que estaba hablando por la radio.. Yo qué sé... Una mujer me besó la mano.
***
Joao Salgueiro: En 1964 apareció La pasión según G. H.
Clarice Lispector: Pero fue escrito en 1963. Es curioso, porque yo estaba en la peor de las situaciones, tanto sentimental como de familia, todo complicado, y escribí La pasión... ¡que no tiene nada que ver con eso, no lo refleja!
Affonso Romano de Sant’Anna:¿Crees que no?
Clarice Lispector: No, en absoluto. Porque yo no escribo como catarsis, para de-sahogarme. Nunca me he desahogado en un libro. Para eso sirven los amigos. Yo quiero la cosa en sí.
Affonso Romano de Sant’Anna: Permíteme que te plantee un problema. Sabes que la crítica literaria actual tiene la siguiente teoría: el texto es exactamente igual al sueño, tiene un contenido manifiesto y un contenido latente.
Clarice Lispector: Estoy de acuerdo.
Affonso Romano de Sant’Anna: Entonces, ¿no crees que sería posible que en el inconsciente del texto se localice todo eso? Es decir, hay un cierto nivel del texto que, como en el sueño, escapa al control del soñador...
Clarice Lispector: Sí, escapó del control cuando yo, por ejemplo, supe que la mujer G. H. iba a tener que comerse el interior de la cucaracha. Me estremecí de miedo.
Affonso Romano de Sant’Anna:¿Por qué G. H.?
Clarice Lispector: Porque era ella hablando sobre sí misma, es decir, no se llamaba a sí misma, pero hay un momento en que ella consigue un nombre, puesto que en la maleta estaban las iniciales G. H. Entonces quedó “según G. H.”.
***
Affonso Romano de Sant’Anna: ¿Sabías que Clarice es una bruja tremenda? (risas)
Clarice Lispector: Ah, eso fue un crítico, no recuerdo de qué país latinoamericano, que dijo que yo usaba las palabras no como escritora, sino como bruja. Por eso, quizá, me mandaron una invitación para participar en el Congreso de Brujería de Colombia. Me invitaron y fui.
Marina Colasanti: La única bruja brasileña (risas)
Affonso Romano de Sant’Anna: Pero cuenta tus relaciones con la brujería, Clarice. Si tuvieses que introducir al lector en esos misterios, ¿cuáles serían los datos?
Clarice Lispector: ¡No hay, no hay!
Joao Salgueiro: ¿La idea de la brujería nació del crítico y tú no la desarrollaste?
Clarice Lispector: No, no. No tuvo consecuencias, tampoco me acostumbré al clima de Bogotá, en Colombia. Tenía dolor de cabeza y un día me encerré en el cuarto, sola. No cogía el teléfono, sólo llamaba para pedir comida y bebida. Me parecía muy aburrido. Me aburro fácilmente de las cosas...
Affonso Romano de Sant’Anna: ¿Cómo fue tu presentación allí?
Clarice Lispector: Dijeron que querían un texto mío. Yo no sabía hacer un texto sobre brujería porque no soy bruja, ¿no? Entonces traduje al inglés “El huevo y la gallina”. Pedí a un tipo, cuyo nombre no recuerdo, que lo leyera. El tenía la traducción española. La mayor parte de la gente no sabe qué era lo que se leyó, no entendieron nada. Pero un norteamericano se quedó tan alucinado que me pidió una copia de aquel cuento...
***
Joao Salgueiro:¿Conociste al pintor Giorgio De Chirico?
Clarice Lispector: Sí, lo conocí. Yo estaba en Roma y un amigo mío me dijo que seguramente a De Chirico le gustaría pintarme. Se lo preguntó y él dijo que sólo después de verme. Me vio y dijo: “Pintaré su retrato”. Lo hizo en tres sesiones y dijo: “Podría continuar pintando interminablemente este retrato, pero temo estropearlo todo”.
Joao Salgueiro: ¿Dónde está ese retrato?
Clarice Lispector:Está en casa.
Marina Colasanti: Tienes una buena colección de retratos. Varios artistas han pintado a Clarice.
Clarice Lispector: Lo que pasa es que yo, según parece, tengo un rostro un poco exótico. Y eso atrae mucho a los pintores.
Affonso Romano de Sant’Anna: Eres medio asiática...
Clarice Lispector: Cuando estaba en Wa-shington, en un cóctel, un hombre se me quedó mirando, mirando, se acercó a mí y me preguntó: “¿Es usted rusa?”. “Nací en Rusia, pero no soy rusa, ¿por qué?” “Porque tiene usted el tipo fino de los rusos.” Le pregunté quién era y me dijo no sé qué Tolstoi; era pariente de Tolstoi.
Marina Colasanti: Clarice, ¿cómo conseguiste conciliar tu personalidad tímida y la carrera diplomática que tenían que seguir?
Clarice Lispector: Lo odiaba, pero cumplía con mis obligaciones para ayudar a mi ex marido. Daba cenas, hacía todo lo que había que hacer, pero con náuseas...
Marina Colasanti: ¿Y escribías paralelamente? Porque la vida diplomática ocupa mucho.
Clarice Lispector: ¡Sí, escribía! Escribía, atendía al teléfono, los niños gritaban, el perro entraba y salía... La manzana en la oscuridad fue así...
Marina Colasanti:La presencia de tus hijos es muy constante en cuentos, notas, pasajes... Has vivido siempre muy unida a ellos, ¿no?
Clarice Lispector: Sí, estoy muy unida a ellos.
Marina Colasanti: ¿Y cómo viven ellos el hecho de que seas escritora? ¿Son lectores tuyos?
Clarice Lispector: No lo sé, nunca se lo he preguntado, pero Paulo habló un día de un cuento mío, así supe que lo había leído. Porque lo que yo era, y soy, principalmente, es su madre, no una escritora. Y debe de ser pesadísimo tener una madre escritora.
Marina Colasanti: Las madres siempre son pesadas, Clarice, no hay modo de evitarlo...
Clarice Lispector:Sí, las madres son pesadas...
Marina Colasanti: Pero los cuentos infantiles, al menos los que hiciste para ellos, sabes que los han leído.
Clarice Lispector: Sí, lo sé. Y les gustaron, porque yo no miento a los niños.
***
Joao Salgueiro: Como persona, en el mundo actual, ¿te sientes integrada en la sociedad o te sientes solitaria?
Clarice Lispector: Mira, tengo amigos, amistades, pero escribir es un acto solitario. Fuera del acto de escribir me llevo bien con la gente.
Joao Salgueiro:¿Quieres decir que no sientes soledad?
Clarice Lispector: A veces, a veces, e incluso muy profunda... Alceu Amoroso Lima escribió una cosa, muy repetida después, dijo que yo estaba en una trágica soledad en las letras brasileñas.
Affonso Romano de Sant’Anna: No sé si será una indiscreción, pero ¿podrías contar la historia de las palomas? Esta historia, en sí, daría un cuento.
Clarice Lispector: Sí, lo daría, pero un cuento fantástico, que nunca sería considerado real. Pero sucedió... fue así: el 1º de enero de 1964, una amiga mía entró en su casa a buscar algo y yo me senté en la escalera a esperarla. De repente, me entró una desesperación tan grande con aquel sol y el agua vacía, el primer día del año, que dije: “Ay, Dios mío, dame al menos un símbolo de paz”. Cuando abrí los ojos tenía una paloma junto a mí. Después fui al cine. Las tiendas estaban cerradas, pero junto al cine Paissandú, en un escaparate, había un plato con cuatro palomas que, al día siguiente, compré. Ahora lo tengo medio abandonado... Pero el tercer hecho fue el más impresionante: yo iba a la ciudad en un día de calor, tomé un taxi y estaba tan cansada, con las gafas oscuras, que apoyé la cabeza en el asiento de enfrente. De repente, noté una cosa entre el ojo y las gafas y miré qué era. Era una pluma de paloma... Después me fui a hacer una visita de camaradería a un amigo mío médico, y le conté la historia. Le pregunté: “¿Cómo te lo explicas?”. El sólo dijo: “Lo que es bueno no necesita explicación...”. Y pregunta: “¿Quieres una pluma de paloma?”. Asustada, le pregunté: “¿Tienes una?”. Entonces él cogió una y me la dio... Otra vez, cuando iba al médico, tomé un taxi que, durante el trayecto, dio un frenazo brusco. Le pregunté al taxista: “¿Qué ha pasado?”. Y me dijo: “Gracias a Dios, he evitado matar a una paloma”. Una historia increíble...
Marina Colasanti:Hace un tiempo atravesabas un período de crisis respecto de la escritura. Es decir, no querías escribir. Habías acabado el libro anterior a la novela que escribes ahora. Decías incluso que tu liberación sería poder no escribir.
Clarice Lispector: ¡Claro...! ¡Escribir es un peso!
Joao Salgueiro: Clarice, esta pregunta es de una periodista: “Eres una intuitiva. Entonces, ¿cómo encaras lo sobrenatural en tu vida?”.
Clarice Lispector: Mira, lo natural es también sobrenatural. No creas que está tan lejos. Lo natural es ya en sí un misterio.
Donde se enseñará a ser feliz y otros escritos. Clarice Lispector Siruela 216 páginas

24.8.12

Andruetto: "Siempre luché contra los encasillamientos"

La escritora argentina, que recibirá en Londres el Premio Hans Christian Andersen, el más importante de la literatura para niños, habla aquí de su voluntad de escribir sin predeterminar la edad de sus lectores
María Teresa Andruetto, autora argentina de literatura infantil  recibe el Premio Hans Cristian Andersen, el Nobel infantil. foto: Ricardo Pristupluk.fuente:adncultura.com
María Teresa Andruetto vive en un pueblo de Córdoba, junto a un bosquecito de algarrobos y espinillos. Tiene una huerta y algunos animales domésticos. Cuando se le pregunta si este entorno es importante para su escritura, responde que no, que es importante para su vida. En marzo de este año el jurado del premio Hans Christian Andersen destacó su capacidad para crear libros sensibles, profundos y poéticos, fuertemente centrados en la estética, y le otorgó uno de los reconocimientos más importantes que puede recibir un autor cuya obra haya enriquecido la literatura infantil y juvenil. La escritora recibirá el premio en Londres, mañana.
"Siempre luché contra los encasillamientos", dice esta narradora que se ha dedicado a escribir sin fijarse en la edad de sus lectores; que publicó en colecciones para adultos, jóvenes y niños; que no cree en la literatura compartimentada y considera que muchos de sus libros pueden ser leídos indistintamente por jóvenes y adultos. "He tenido una ambición de escritura total, en el sentido de explorar en distintos géneros, en distintas zonas de lectores. Mi búsqueda ha roto mis propios encasillamientos", afirma. Su obra habla de la construcción de la identidad individual y social, de las secuelas de la dictadura, del universo femenino, de los migrantes y del desarraigo, entre otros temas. Algunos de sus títulos para niños y jóvenes más destacados son El incendio (distinguido por la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de Argentina), Veladuras (recomendado por el Banco del Libro de Caracas) y Stefano (Mención Especial White Ravens). Entre su obra para adultos figura Lengua madre (finalista del Premio Rómulo Gallegos), La mujer en cuestión (Premio Fondo Nacional de las Artes) y Tama (Premio Municipal Luis de Tejeda). Ha publicado en las editoriales más importantes y también en pequeños sellos independientes.
-Alguna vez dijiste que escribir es un modo de mirar muy intenso. ¿Cuáles son los temas que miraste?
-Son muchos. Casi siempre tienen que ver con las mujeres, con un deseo de comprender la subjetividad femenina, la mía y la de otras, sobre todo la diversidad que puede tener.
-En tus novelas suelen aparecer los viajes, las familias separadas por la distancia y la construcción de la identidad.
-Sí. Creo que todo converge. Yo he entendido la escritura como un camino de conocimiento. Cada libro por el que he transitado ha sido un camino de conocimiento de un modo de ser y estar en el mundo de un personaje, de un narrador y demás. Me ha aparecido mucho la relación entre madre e hija. Son cosas que yo veo hoy, a la distancia, que se han repetido.
-En Veladuras construís una voz del norte, de una joven que habla de su pasado familiar.
-Es una metaforización de un lenguaje del noroeste, que no es exactamente el lenguaje de La Rioja o de Jujuy. A mí me apareció una voz, escuché una frase.
-¿Cuál fue esa frase?
-La primera del libro. Escuché en mí una voz que decía esas primeras dos líneas del libro. Eso me ha pasado mucho con los poemas. Imágenes que me interrogan, me aparecen todo el tiempo. Algunas se van perdiendo, otras se quedan. Antes yo las perseguía un poco. Tengo cuadernos donde las anotaba para no perderlas. Lo que pasó fue que, como son muchas, he terminado escribiendo sobre las que se quedan. Pienso que por algo se me quedan, porque después descubro que eso que escribo tiene algo que ver con mi historia. Y en el caso de Veladuras , el origen, muy alejado del proceso de escritura, fue una persona que necesitaba hacerme algunas preguntas sobre Stefano por un trabajo para la universidad. Nos citamos en un bar en Córdoba. Nos vimos esa sola vez. Hablamos un poco de mi libro y después ella me contó de su papá. Sentía por su padre una fascinación adolescente, y a su madre le reprochaba que él no había podido realizarse porque ella no lo había comprendido. Había una idea de un triángulo amoroso también, o algo así, o es lo que me quedó. No sé exactamente porque después yo fui fabulando en torno a eso a lo largo del tiempo. Yo tenía a mis hijas adolescentes, algo de eso evidentemente resonó ahí, en ese momento de la adolescencia en que la hija ama y defiende al padre contra la madre para poder construirse. Algo de eso resonó por mucho tiempo. Lo que no tenía era cómo contarlo. Yo no empiezo a escribir si no tengo el narrador. La escritura es el lento proceso de escucha de lo que ese narrador puede decir.
-¿Dónde escribís?
-Yo me aquerencio con un lugar, donde visualizo la escritura es ahí. Lo que más me gusta es escribir en casa, en mi escritorio, en una computadora fija. Hay una rutina que me parece que es buena para mi escritura. Ahora ya es poco el tiempo, tengo una novela suspendida, pero la tengo en mi cabeza, ya sé que la estoy haciendo aunque no escriba una línea desde marzo, cuando anunciaron los resultados del premio, y quizá no escriba más hasta noviembre. Ya de por sí escribo más en el verano. Entonces es cuando hago los borradores. Después pulo en el invierno. No es que esté escribiendo todo el tiempo. Contesto notas, hago una columna, un prólogo para alguien, soy muy activa, pero lo último que escribí de literatura fue en el verano. No me angustia pasar un año sin avanzar con la novela. Ese no ir, el tiempo en que no estoy en eso y después vuelvo, forma parte de mi proceso de escritura. Escribo mucho por capas. Hasta un punto y después a lo mejor lo suspendo.
-¿Cómo es escribir por capas? ¿Corregís mucho?
-Sí, mucho, corregir por supuesto que es algo que se hace por capas. Es el proceso más lindo para mí, me gusta mucho esa cosa más fina, cuando ya lo voy teniendo. Pero las capas son también para la escritura misma. Yo conozco algunos puntos flacos míos. Uno de ellos es mi excesiva demanda de corrección. Corregir antes de tiempo puede abortar un proyecto. Tengo algunas estrategias para que no se me agoten los proyectos por hipercorrección. Porque la corrección es fundamental, pero si viene después.
-¿Cómo es tu día?
-Me levanto, desayunamos y les damos de comer a los animales. Tenemos una huerta, unas ovejas, dos caballos y gallinas. Muchas veces camino una hora, después vengo y abro la máquina, porque ya estoy sola en la casa. Entro a leer los mails, respondo? Lo que hacemos todos. Ahora contesto notas o le mando alguna cosa a alguien que me pide, preparo mi columna, dirijo una colección de narradoras... Una vez por mes hago una entrada para un blog de narradoras, y los deberes que tengo que me ordenan. El tiempo que me queda libre es el de escritura. Yo lo busco y a la vez lo obstaculizo, porque me pongo otras tareas. Todos hacemos lo mismo, ¿no?
-¿A la literatura llegás por la tarde?
-No, si estoy muy entusiasmada, arranco por ahí, porque también eso es algo que aprendí conmigo: que si abro los mails ya soné. Pero en el verano, por ejemplo, hago muchos borradores, avanzo mucho porque baja todo lo otro, porque yo me considero de vacaciones.
-¿Te considerás de vacaciones y por eso escribís más?
-Hasta hace pocos años, cuando tenía que llenar un papel con mi profesión, ponía "docente". Escribir era mi recreo y mi fiesta. Y aunque ahora todo lo que hago tiene que ver con la escritura y pongo "escritora", porque me invitan como escritora y ya no estoy dando clases, escribir sigue teniendo eso de fiesta, de cosa libre. Por eso nunca vendo trabajos por anticipado, me han ofrecido contratos para terminar cosas en cierta cantidad de tiempo. Pero no, no quiero, no me funciona, me quita el gusto.
-¿Te quita el gusto que te corten tu ritmo?
-No, lo que ocurre es tengo que ver la obra terminada y que me guste para entregársela a alguien. Cuando algo está encargado, no tiene esa emoción, está la cabeza, lo racional; entonces se aleja de lo que yo busco para la escritura. No es que me ponga en moralista, es mi forma, siempre he cuidado mi deseo porque escribir es una de las cosas que más me gusta hacer.
-En El taller de literatura creativa en la escuela, la biblioteca, el club , considerás, junto con Lilia Lardone, que el taller es un espacio en el que los niños pueden encontrar el sitio que les corresponde en el mundo.
-Me parece interesante producir en la escuela un espacio de autoconocimiento y de encuentro con una palabra propia. No se debe confundir con formación de escritores o con un taller privado de adultos adonde va una persona que está escribiendo para revisar sus textos. A veces hay gente que dice: "Mi hijo escribe, ¿cómo hago para que alguien lo publique?". A lo mejor hasta va a una imprenta y lo imprime. Yo pienso en un espacio liberado de todo eso. Un lugar de encuentro con la palabra que un coordinador puede favorecer con ciertas provocaciones y lecturas, de modo que cada uno busque en sí mismo una palabra que no es la que debiera ser, el uso correcto del lenguaje, sino ese sentido más desacatado de las palabras que lo habitan a uno cuando se busca en el interior. Porque un escritor recorre un camino diferente de un profesor de lengua o un investigador de la lengua, incluso de un crítico. Un escritor recorre un espacio más salvaje del lenguaje en la búsqueda de una palabra propia en la que a veces cierta leve incorrección, un desacato de la norma, genera un sentido inesperado y da luz a algo. Es interesante que suceda en la escuela porque esta institución es, todavía y más que nunca, un espacio de democratización del conocimiento, el más democrático que tenemos porque a la escuela vamos todos. Es un lugar que puede achicar la brecha entre los que provienen de hogares no lectores y los que vienen de hogares con libros.
-También decís que el taller rompe el espacio homogeneizador de la clase de lengua.
-La escuela es un espacio muy importante de acceso al conocimiento, pero también es un espacio ordenador de nuestras vidas, de catalogación del saber, en algún punto conservador del lenguaje porque nos enseña a escribir de la forma correcta, a usar el lenguaje de todos, sin lo cual no nos podemos mover en la vida cotidiana. Pero un escritor es alguien que con el lenguaje de todos construye una lengua propia, única, privada. El taller debe estar dentro de la escuela para que todos tengan acceso, pero a la vez lo pienso diferenciado de la clase tradicional, en el sentido de un espacio de ruptura en el encuentro con la palabra. Permite un perfil más salvaje, menos obediente de la palabra, más desacatado del lenguaje, más lleno de grietas por donde entrar en lo propio, y lo permite a la vez en un espacio democrático por el que pasamos todos.
-Algo así contabas recién sobre tu propio proceso de escritura, que una corrección prematura puede abortar tu trabajo.
-Claro. Siempre la lucha entre la pasión y la norma, lo que debiera ser y lo que es, como una especie de relámpago. Porque, ¿qué quiere la escritura? Captar algo de lo fugaz de la vida.
Adn Andruetto
Arroyo Cabral, Córdoba, 1954
Estudió Letras en la Universidad Nacional de Córdoba y ejerció la docencia, además de coordinar talleres de escritura. Publicó narrativa, poesía y teatro para adultos. Su obra literaria para niños y jóvenes incluye, entre otros títulos, La niña, el corazón y la casa (Sudamericana), Stefano (Sudamericana), El caballo de Chuang Tzu (Comunicarte), Trenes (Alfaguara) y El incendio (Ediciones del Eclipse).

22.8.12

Andreu Martín desvelará cómo escribe sus novelas policíacas en un ensayo en primavera de 2013

El autor catalán contará cómo escribe sus novelas policíacas en un ensayo titulado Com escric novela policíaca, tras la publicación este mes de Com escric  
El autor catalán de novela negra Andreu Martín contará  cómo escribe sus novelas policíacas en un ensayo titulado Com escric novela policíaca, que  está bastante avanzado. foto.fuente:lainformacion.com
El autor catalán de novela negra Andreu Martín desvelará en primavera de 2013 cómo escribe sus novelas policíacas en un ensayo titulado 'Com escric novela policíaca', tras la publicación este mes de 'Com escric' (Ara llibres), ha avanzado Martín en declaraciones a Europa Press.
Martín ha explicado que, en realidad, deseaba incluir un último capítulo específico sobre novela negra en 'Com escric', pero que esa parte se le "hipertrofió", y finalmente quedará un libro incluido más extenso que el primero.
El autor ha explicado que este libro está bastante avanzado, pese a haber tenido que leer muchísimos ensayos sobre novela negra, que ha ido acumulado en sus años de trayectoria como autor de novela policíaca.
Asimismo, ha avanzado que tiene preparado un libro sobre la mafia china en Barcelona y otro, a punto de terminar, protagonizado por su personaje Wendy.
"Me rondan también algunas ideas que este verano deben tomar forma", ha explicado Martín, que ha confesado sentirse especialmente inspirado en el momento de la ducha.
LA PARIDA DE ANDREU
Hace 12 años que el escritor catalán envía diariamente un correo electrónico a una comunidad de unos 200 amigos y conocidos con 'La parida de Andreu', donde el autor explica alguna reflexión o un chiste, o enlaza con una noticia sobre el sector.
De este intercambio de opiniones, el autor ha extraído también reflexiones que ha volcado en su libro Com escric, además de haberse basado en las consultas realizadas por la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonès, donde da clase desde hace cuatro años.
Por ello, Martín defiende que Com escric no está solamente dirigido a aprendices de escritor, sino también a personas que desean reflexionar sobre literatura y conocer los posicionamientos del autor, que intenta echar por tierra algunas máximas que "se han repetido mucho sin pensar".
"Me he encontrado que hay cosas que se dicen por inercia pero que nadie se ha parado a pensar, como que los personajes tienen vida propia y que van contra tu voluntad, o como que sólo hay cinco temas en novelística y ya están explicados", ha expuesto.

20.8.12

A mi se me hace cuento

A lo largo de seis años (1986-1992), Puro cuento fue destilando conversaciones en torno del género y del quehacer literario con autores como María Elena Walsh, Carlos Fuentes, Saer, Bioy Casares, Donoso, Soriano, entre otros, reportajes que junto a seis ensayos del propio Giardinelli compusieron el volumen 
Esta pléyade de autores, caracterizados cuentistas cuentan cómo se escribe un cuento. foto.fuente:pagina12.com.ar.
Así se escribe un cuento que ahora, veinte años después, se reedita por primera vez en la Argentina. Aquí se ofrece un recorrido oblicuo por varias definiciones y reflexiones de los diversos escritores consultados acerca del género más querido por los argentinos. Y, en coincidencia, no se puede dejar de destacar la reciente edición de los Cuentos completos de Abelardo Castillo.
Un relámpago, un momento en otro mundo, un capricho de Paganini, una ola, la gesta de aprendizaje de todo escritor, una estrella fugaz: eso puede ser el cuento según algunos de los escritores que Mempo Giardinelli entrevistó para la revista Puro cuento, que fundó cuando se restableció la democracia y él pudo volver del exilio.
A la par de un prolífico y reconocido trabajo como narrador (Luna caliente, Santo oficio de la memoria, Soñario, La revolución en bicicleta), y de sus faenas como periodista y articulista, Giardinelli viene desarrollando además un sostenido trabajo ensayístico, de estudio, docente; este último rasgo tiene señalamiento explícito respecto de Puro cuento en el prólogo que escribió para esta reedición: “Queríamos hacer docencia –evoca–. No solo recuperar el cuento como el género argentino más popular, sino enseñar, señalar caminos, y para eso no había más que reconocer y leer a los precursores, los maestros, los que habían dejado esas huellas profundas que en literatura y en arte llamamos influencias”. Una búsqueda, tal vez, de recomponer y dar fluidez a ciertos vasos comunicantes en esos primeros y temblorosos años de la democracia, tras el guadañazo que la dictadura produjo en la cultura (y en tantas otras áreas), y también de bucear en un estado de situación. Esa veta de estímulo de la literatura que fogonea vigorosamente Giardinelli tiene su continuidad y vigencia en libros como Volver a leer y en la ONG que dirige, que organiza en Resistencia el Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura, cuya 17ª edición comienza el próximo miércoles.
Así se escribe un cuento. Historia, preceptiva y las ideas de veinte grandes cuentistas Mempo Giardinelli Capital Intelectual 349 páginas
 
Así se escribe un cuento no es un recetario, ni propone otro decálogo, ni busca convertirse “en un manual del perfecto cuentista”, advierte Giardinelli. Funciona como puerta de entrada y recorrida por las experiencias, preferencias, afectos e influencias de los escritores entrevistados, con la doble perspectiva que dan sus miradas de aquel momento y la que puede proyectarse hoy, teniendo en cuenta además que muchos de esos autores murieron. Algunos nombres más calibrarán mejor el registro de este libro: Denevi, Daniel Moyano, Manauta, Kordon, Silvina Ocampo, Elsa Bornemann, Isidoro Blaisten, Skármeta, Filloy. Como define Giardinelli: “Una cátedra plural sobre el cuento”.

14.8.12

Otálora: "En mi obra se pone en juego el poder seductor de las palabras"

El vencedor del  Premio Juan March Cencillo con la novela Madolia reflexiona sobre el proceso de creación en la literatura
Eduardo Otálora escritor colombiano y tallerista, ganó el Premio Juan March Cencillo de Palma de Mallorca. foto.fuente:diariodemallorca.es
El autor colombiano Eduardo Otálora Marulanda, que se proclamó vencedor del premio Juan March Cencillo de novela breve por su obra Madolia, ostenta un proceso de creación literario muy cercano a la orfebrería. Explica que divide la acción de escribir en dos momentos: el primero, la espontaneidad, en el que siente "una explosión en los dedos", lo cual le supone "una alegría que se va alimentando con cada trazo en el papel". El segundo instante es aquel donde le surgen las preguntas sobre la concordancia, credibilidad, registros de voz y las perspectivas de narración, proceso al que denomina "trabajo de carpintería sin el cual no puede llegar a existir una obra literaria".
El autor describió su proyecto como "un intento por construir un universo a partir de la vida de un personaje, que, además es una exploración sobre los límites de la credibilidad, y en la que se pone en juego el poder seductor de las palabras".
El escritor quiere mostrar en su obra los alcances de su imaginación en un proceso de creación. Por eso, señala que su novela se creó a partir de una pregunta: "¿Qué tanto debe haber vivido un autor para alimentar su creación?"
Al ser preguntado por los temas que aparecen en su literatura, el autor colombiano sostiene que, más que abordar temas, le gusta jugar con el lenguaje. En su primer proyecto, Otálora recordó que su principal interés era "encontrar mecanismos para que las palabras pudieran salirse de las páginas, visitar las mentes de los lectores y regresar al papel". En su segunda obra, se pusieron en juego las técnicas narrativas y las reflexiones sobre la narración. A partir de esta novela nació la idea para escribir Madolia, en la que quería construir una narración lineal, "una seguidilla de granos que se dejan caer hasta el límite del tiempo".
El novelista confesó que los autores que alimentaron la escritura de Madolia fueron Gabriel García Márquez, Roberto Burgos Cantor o Rodrigo Parra Sandoval, aunque declaró que para él "todas las novelas son una postal tras la cual hay una infinidad de elementos que no se ven, pero que fueron fundamentales para que el paisaje apareciera".
Otálora explicó que actualmente está escribiendo una novela que recoge algunos proyectos anteriores, abandonados por "el afán y ansiedad propias de la adolescencia". En esta nueva obra el autor visitará los límites de la narración en tercera persona, en la cual pretende "llevar al extremo esa omnipresencia y omnisciencia" que se le atribuye a este tipo de narrador.

11.8.12

Los escritores y su primer libro

Escritores como Antonio Muñoz Molina, Lolita Bosch, Alberto Fuguet o Santiago Roncagliolo recuerdan cómo se estrenaron en la literatura
El azar, la necesidad, la picardía y la ingenuidad influyen en el estreno editorial de muchos escritores. foto: Joel Robison. fuente:elpais.com
Una voz dice algo en el teléfono, o una mano escribe un par de frases, y, al otro lado de la línea, del buzón, de la pantalla, un ser humano recibe el impacto con el cerebro paralizado por la euforia, con un vahído de felicidad o desesperación, porque la voz o el par de frases son el punto de llegada —y de partida— de algo que busca su destino desde hace meses, o quizás décadas, y ahora, al fin, después de que una cantidad de azares o insistencias hicieran su trabajo, la llamada o las frases vienen a decir estimado, aunque a usted no lo conoce nadie, aunque no ha publicado nunca nada, hemos leído su manuscrito y se lo vamos a publicar. El vahído y el impacto y la parálisis eufórica se repetirán, después, con variaciones. Pero nunca —nunca— como en ese punto de la existencia en el que un escritor inédito recibe la noticia de que alguien lo publicará por primera vez.
La forma en la que una persona puede, al fin, corregir ese error de paralaje entre la pregunta “¿a qué te dedicás?” y la respuesta “soy escritor” depende de miles de estambres por los que corren pequeños ríos con dosis de buena suerte, momentos propicios, editores curiosos, llamados providenciales. El español Antonio Muñoz Molina, autor de El invierno en Lisboa, trabajaba como empleado municipal en Granada cuando empezó a publicar en un periódico local una serie de artículos. Después de un año, sus amigos lo alentaron a publicarlos en un libro y lo hizo en la editorial de uno de ellos. Así fue como, a los 27 años y en 1984, publicó El Robinson urbano.
“Recordar cómo empezaste es una lección de humildad. Mucha gente con talento no llega a nada”, dice Muñoz Molina
—No hizo que me sintiera más escritor, pero sí sirvió para lo que vino después. Porque Pere Gimferrer, editor de Seix Barral, fue a Granada, un amigo le dio mi libro, Gimferrer lo leyó y llamó para decir que le había gustado. Fue un impacto tremendo, porque yo estaba habituado a que nadie me hiciera caso. Cuando le envié la novela que estaba escribiendo y me dijo que la quería editar, fue la alegría de mi vida. Y le doy muchas vueltas a qué hubiera pasado si yo no publicaba aquel primer libro, si Gimferrer no iba a Granada. Es una lección de humildad, porque hay mucha gente con mucho talento que no llega a nada, o llega a mucho menos.
Lolita Bosch, en cambio, tenía un plan. Ella, catalana y residente en México desde los 18, decidió que iba a publicar solo cuando tuviera 35 años.
—Un año antes de cumplir los 35 fui a una librería y anoté nombres de editoriales. Envié cinco novelas para adultos, una novela para niños, y empecé a recibir rechazos de todas. Debo tener 50. Pero yo pensaba que era un proceso natural. Un día supe que un editor, Constantino Bértolo, estaba al frente de un sello llamado Caballo de Troya. Lo llamé, pero me decían: “No se puede poner”. Entonces llamé y dije: “Le hablo de parte de la agencia Balcells”. Y se puso. Le dije: “Mira, no te llamo de la agencia Balcells. Soy Lolita Bosch y tengo cuatro novelas”. Se las envié y doce horas más tarde me escribió diciendo que se había enamorado de tres. Y publiqué Tres historias europeas en 2005. No me cambió a mí, pero sí a mi entorno. Para empezar, todo el mundo deja de preguntarte de qué vas a vivir.
“Ser escritor es como ser padre, algo que vas a tener que demostrarte a vos mismo todos los días”, afirma Marcelo Figueras
Después de haber enviado una novela a catorce editoriales de cuatro países, y haber recibido el rechazo de todas, el peruano Santiago Roncagliolo, autor de Abril Rojo, se fue a España para intentar ser un escritor profesional. Allí supo que Ediciones del Bronce había iniciado una colección de libros sobre ríos y presentó una propuesta —el Amazonas— que fue aceptada. Pero él nunca había estado ahí, de modo que se encerró durante tres meses a leer todo lo que se hubiera publicado sobre el asunto y a fingir que estaba en Brasil.
—El libro se llamó El príncipe de los caimanes y salió en 2002. Un año después me llegó una carta de la editorial, preguntando si quería una caja con ejemplares, porque los iban a destruir. Pero yo sentía que había cumplido. “He publicado un libro en España. Si todo sale mal puedo volverme a Perú y trabajar como empleado bancario”.
No siempre el camino al primer libro está tapizado de jirones de piel de escritor. La española Mercedes Cebrián presentó un relato al Certamen de Jóvenes Creadores del Ayuntamiento de Madrid y se llevó el primer premio. Belén Gopegui, que estaba en el jurado, le dijo que, si tenía más, se los enviara a su marido, el editor Constantino Bértolo.
—Constantino empezó a hacerme una puntuación en plan escolar: “Este es un cuatro, este es el típico ‘qué listo soy”. Al final me dijo: “Si esto cambia, te lo publico”. Así fue que publiqué El malestar al alcance de todos en 2004. Si preguntas al ciudadano de a pie por mí, te dice: “Y quién es esa”, pero yo siento que me he podido hacer una profesión gracias a ese libro.
“Uno no debe aprender en público, por eso quité mis dos primeros libros de las contraportadas”, dice Juan Gabriel Vásquez
Berta Marsé, hija del novelista Juan Marsé, se crió en un mundo de escritores, pero quería dedicarse al cine. Habría que preguntarse, entonces, qué astros se movieron para que enviara un cuento a un concurso, ganara, la llamaran de la agencia de Carmen Balcells para alentarla a publicar y ella pensara en un hombre para cuya editorial había trabajado como lectora: Jorge Herralde, de Anagrama.
—Los cuentos las editoriales no los quieren, y Herralde habrá pensado: “Uf, qué compromiso, no solo la conozco sino que ahora resulta que también escribe”. Pero se lo di un viernes y me llamó un lunes. Me dijo que le habían gustado mucho, y publiqué En jaque en 2006.
Las reseñas que recibieron Cebrián y Marsé fueron buenas, pero los lanzazos beligerantes sobre la carne blanda de sus primeros libros produce, en los escritores, efectos tenebrosos. El argentino Marcelo Figueras, autor de Kamchatka, era un periodista joven cuando, en 1992, publicó El muchacho peronista, en Planeta.
—Todas las críticas fueron más o menos buenas, excepto la de Clarín. Era atroz. Mi siguiente novela, El espía del tiempo, es de 2002. Diez años me duró el trauma. Pero pensar que cuando publicás un primer libro te transformás en escritor es lo mismo que pensar que cuando sos padre por primera vez te transformás en padre. Es algo que vas a tener que demostrarte a vos mismo todos los días.
"Pensar que cuando publicás un primer libro te transformás en escritor es lo mismo que pensar que cuando sos padre por primera vez te transformás en padre", avisa Marcelo Figueras
El chileno Rafael Gumucio, autor de La deuda, era, en los años noventa, un joven inédito pero conocido (asistía al taller de Antonio Skármeta, del que salió un grupo de talentos magnéticos), cuyo primer libro se esperaba con ansias. En 1995, cuando tenía 25 años, entregó sus relatos a Planeta.
“Solo puedes escribir tu primer libro una vez, nunca vas a pasar de nuevo por esa inocencia”, le dijo una profesora a Daniel Alarcón
—Se llamaba Invierno en la torre y El Mercurio publicó una reseña que se llamaba "A patadas con las palabras" y decía que la condena para el autor era pasar cinco años y un día sin escribir. En un programa de televisión donde había críticos y escritores preguntaron: “¿Cuál es el peor escritor de Chile?”, y una señorita dijo “Rafael Gumucio”. Me quedé bloqueado por años, hasta que escribí Memorias prematuras, en 1999, y dije, bueno, si está mal, es el final de todo. Pero hubo críticas halagüeñas y ahí empezó mi carrera real.
El chileno Alberto Fuguet, autor de Missing, consiguió su primer contrato porque Antonio Skármeta, a cuyo taller asistía, le habló con admiración de un texto suyo a un editor de Planeta.
—El editor me citó en un café y me hizo firmar un contrato en una servilleta. Fue como existir antes de existir. Tardé tanto en escribir esa novela que antes publiqué un libro de cuentos, Sobredosis, en 1990. Es superimportante cómo se lanza un escritor y en ese sentido yo siento que sobreviví a pesar de todo. La fiesta de lanzamiento se hizo en una discoteca, con cocaína, con actrices. La crítica que salió en El Mercurio fue atroz, pero el libro se agotó en cuatro días. Si bien me dolía no ser aceptado, tampoco me interesó porque yo quería ser director de cine. Y entonces me envalentonaba, y pensaba: “¿Quieren pelear? Vamos a pelear”.
Si Daniel Alarcón, nacido en Perú y criado en Alabama, no hubiera recibido una beca del programa de escritura creativa de Columbia y no hubiera tenido como profesor a un editor de la revista Harper’s y si ese editor no hubiera mostrado interés por sus textos y no le hubiera dado la tarjeta de Eric Simonoff, un agente literario, y si Simonoff no hubiera firmado contrato con él y si el editor del New Yorker no se hubiera retirado dando así lugar a que la editora que lo continuó quisiera dedicar un número a nuevos escritores, y si Simonoff no le hubiera hecho llegar a esa editora un relato de Alarcón y si esa editora no lo hubiera publicado, ese relato no hubiera despertado, como despertó, el interés de tantas editoriales y es probable que su primer libro, Guerra a la luz de las velas jamás se hubiera editado en Harper Collins en 2007.
—Una profesora me dijo: “Solo puedes escribir tu primer libro una vez, nunca vas a pasar de nuevo por esa inocencia”. Ahora he visto a muchos amigos que han fracasado, he visto a gente criticando escritores que nunca ha leído. Esas cosas son parte de perder la inocencia. Uno ya no vuelve a tener la sensación de escribir solo para uno mismo, sin pensar en la crítica ni en los lectores.
Los primeros libros son inevitables (para que haya un segundo debe haber un primero) y esa inevitabilidad tiene momentos altos, si se piensa en ponemos Viaje al fin de la noche, de Louis Ferdinand Céline, o La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig. Pero, a veces, la inevitabilidad es simplemente la inevitabilidad.
—A mis dos primeros libros los desheredé, los quité de las contraportadas —dice el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, autor de El ruido de las cosas al caer, que, en los noventa, envió una novela a tres editoriales de Colombia y fue rechazado por las tres—. Al fin, la llevé a Magisterio y la aceptaron. Tenía 23 años, era 1997, todo me parecía un sueño. Firmé el contrato y me mudé a París. Allá recibí el libro, que se llama Persona. Ese libro y el segundo fueron escuelas de aprendizaje, sobre el segundo, que fue una gran lección acerca de todo lo que no se debe hacer. No creo que uno deba aprender en público y por eso los quité.
Para el escritor argentino Martín Kohan, autor de Bahía Blanca, la primera publicación fue consecuencia de una paradoja blindada.
—La condición que me ponían las editoriales grandes para publicar un primer libro era tener ya publicado un primer libro. Había un grupo de escritores que estaban formando una editorial, y me acerqué. En 1993 salió La pérdida de Laura, en Tantalia. A la novela le fue bien, tuvo buenos comentarios, y entonces fui a Sudamericana. Yo había cumplido mi parte. Ahora quería que el sistema editorial cumpliera con la suya. Y en efecto, me publicaron mi segundo libro. Yo creo que el primero me abrió una posibilidad de publicación. Hasta ese momento me parecía imposible que alguien pudiera editar un libro mío.
"La condición que me ponían las editoriales grandes para publicar un primer libro era tener ya publicado un primer libro", recuerda Martín Kohan.
Para el colombiano Andrés Felipe Solano, el primer libro publicado —Sálvame, Joe Louis, Alfaguara, 2007— fue, también, el primero que escribió.
—Yo era periodista, y la editora de Alfaguara me preguntó si tenía una novela. Yo estaba en eso, así que se la envié y me dijo que la quería publicar.
Lo difícil vino después, porque Solano estaba haciendo una labor de periodista encubierto en Medellín, trabajando como obrero en una fábrica para contar cómo se vive con el salario mínimo.
—Yo no podía contarle a nadie, y mi editora me llamaba y me decía: “¿Qué estás haciendo en Medellín, vendiendo un riñón?”. Tuve que ir a firmar el contrato a una notaría, y, como yo ya vivía con mi sueldo de obrero, la pequeña cantidad de dinero que tuve que pagar me descompletó el bus de la semana.
El argentino Ariel Magnus publicó su primer libro, Sandra, en 2005 y en Emecé pero, para entonces, ya había escrito decenas.
—No quería publicar, porque me parecía una traición a la libertad. Pero cuando me escribió el editor de Planeta que había leído unas notas mías en un suplemento para preguntarme si tenía algo de ficción, fue una alegría. Cuando fui a ver la tapa, el nombre del autor era Ariel Manguel. Pensaba: “A lo mejor lo ponen así por alguna razón”. Y no dije nada hasta que me dio miedo y dije: “Che, yo me llamo Magnus”. Y lo cambiaron. Pero la publicación de un libro es el antievento. Al principio, vas a las librerías y no está, no salen reseñas. Y sin embargo, para alguien que escribe hay un antes y un después de ser publicado.
"Mi primera novela ganó el premio Clarín en 1998. Se vendieron 20 mil ejemplares, estaba en las librerías, en los kioscos. Me reconocían los taxistas. Fue arrasador", dice Pedro Mairal
Lo primero que publicó el argentino Pedro Mairal fue un libro de poemas, en 1996, y, si se comparan la discreta repercusión y los delicados comentarios que recibió ese libro con los de su primera novela, el resultado es porno duro.
—Yo había escrito Una noche con Sabrina Love, y un día un amigo me pasó las bases del Premio Clarín y la mandé. La novela ganó el premio en 1998. Se vendieron 20 mil ejemplares, estaba en las librerías, en los kioscos. Me reconocían los taxistas. Fue arrasador. Era una máquina de mercadeo puesta al servicio del libro, pero una máquina. Sentí que tenía que recuperar el silencio, hacerme invisible. Como si todo eso me quedara grande. Así que estuve cinco años sin publicar. Pero creo que el primer libro es importante, porque empieza a quedar claro un rol que era confuso: antes la gente se preguntaba, “¿y este qué hace?”. Después, sos el que hace libros.
La escritora argentina Samanta Schweblin publicó su primer libro para demostrarle a su familia que ella no estaba hecha para eso.
—Creían que yo merecía el Nobel, y para demostrarles que estaban equivocados junté diez cuentos y los presenté a dos premios y gané los dos. Después dejé el manuscrito en la recepción de Planeta, y al tiempo recibí un mail diciendo que me iban a publicar.
Se llamó El núcleo del disturbio, se publicó en 2002, y tuvo reseñas muy buenas.
—Pero fue devastador. Los periodistas me hacían preguntas como en qué tradición literaria me enmarcaba, y yo no entendía nada. Me asustó, me destrozó, deje de escribir durante dos años. Yo era muy chica. Mi segundo libro salió recién siete años después.
En los primeros noventa, Mariana Enríquez, argentina, autora de Cómo desaparecer completamente, tenía 21 años y estudiaba periodismo. Tenía una novela escrita, pero no había pensado en publicarla. Una periodista, hermana de su mejor amiga, se la pidió y la presentó a Planeta. Bajar es lo peor se publicó en 1994 y, aunque casi no salieron reseñas, esa historia atravesada por las drogas y el amor gay armó revuelo.
—Fue atroz. Me llevaban a programas de televisión bizarros, el 80% de las preguntas eran si me drogaba, un periodista me preguntó si yo estaba con la línea de los escritores autorreferenciales o narrativistas, y yo no tenía idea de qué era eso, entonces di una respuesta muy ignorante: “Bueno, me gustan las dos”. Durante mucho tiempo ese libro me dio vergüenza, como un peinado adolescente. El segundo es de 2004, para que veas el tamaño del trauma.
"Me llevaban a programas de televisión bizarros, el 80% de las preguntas eran si me drogaba, un periodista me preguntó si yo estaba con la línea de los escritores autorreferenciales o narrativistas"
Más allá del cliché autor que se desloma trabajando en una oficina y embiste tozudamente contra el sistema editorial, los caminos de la publicación son, a veces, tan insondables como simples. Juan Pablo Roncone es chileno y estudia abogacía, pero siempre quiso escribir. Una amiga le avisó que una editora, Andrea Palet, estaba recibiendo manuscritos para su editorial, Los libros que leo. Roncone le envió relatos, Palet los leyó y el resultado fue Hermano ciervo, un suave y prestigioso suceso de 2011. La misma editora, en 2005 y cuando trabajaba en Ediciones B, recibió una novela de ciencia ficción del amigo de un escritor al que estaba editando. La publicó y la novela, Ygdrasil, fue un éxito de ventas y de crítica.
"Descubrimos dos cosas: que él, aparte de catedrático de Filosofía, era el dueño y editor de KRK, y que yo, aparte de un profesor interino del sistema público, había escrito una novela", explica Ricardo Menéndez Salmón
—Hoy —dice su autor, Jorge Baradit— hay literatura fantástica chilena. Antes no había. Y no me cabe duda de que fue por Ygdrasil y por Andrea Palet.
El argentino Carlos Busqued, autor de Bajo este sol tremendo, finalista del Premio Herralde en 2009, es ingeniero metalúrgico, trabaja armando libros en una universidad tecnológica de Buenos Aires, y cuando mandó la novela al premio era un desconocido perfecto. “Cuando lo contraté”, cuenta Herralde, “le escribí a nuestra jefa de prensa en Buenos Aires, pero ella no tenía ni idea de quién era, ni tampoco ninguno de sus amigos escritores y periodistas”.
—Mandé la novela al premio porque era el único que no especificaba cantidad de páginas, y mi novela era muy corta. Herralde me mandó un correo que decía: “Estás entre los diez finalistas, y aunque no ganes te quiero publicar”. Recibir una muestra de respeto de una persona como él es importante. Es como si hubiera tocado jazz una sola vez en la vida y el disco me lo hubiera publicado Blue Note. Pero no me cambió la cotidianeidad. Yo tengo que seguir yendo a laburar y poner cara de “qué interesante es esto”.
El mexicano Juan Pablo Villalobos trabajaba en Barcelona en una empresa de comercio electrónico. Después de que en México le rechazaran unos cuentos, escribió una novela que fue rechazada en tres editoriales de México y de España. Un día, mirando las novedades de Anagrama en la web, vio que estaba abierta la convocatoria al premio Herralde.
—La mandé pero asumí que no iba a ir a ningún lado. Cuatro meses después Herralde me mandó un mail diciendo que quería hablar conmigo.
El día de la cita, Villalobos se sentó a esperar en la recepción de Anagrama, entre las fotos de Vila-Matas, Paul Auster, Sergio Pitol.
—Pensaba, “joder, es como el peso de la tradición literaria”. Ese día Herralde me dijo: “Si yo fuera un editor serio no te publicaría, porque nadie te conoce, pero la novela me gustó”. Cuando publicaron Fiesta en la madriguera yo me seguí sintiendo tan escritor como antes, pero la mirada de los otros cambia. El libro te legitima.
***
En Jérome Lindon, mi editor, Jean Echenoz, escribe: “He escrito una novela, es la primera, no sé si es la primera, no sé si escribiré otras. Todo lo que sé es lo que he escrito y que si pudiera encontrar un editor, estaría bien. Si este editor pudiera ser Jérome Lindon estaría, por supuesto, todavía mejor, pero no soñemos”. Lindon fue, en efecto, el editor de Echenoz, y la relación duró muchos años, hasta que Lindon murió, en 2001. El libro de Echenoz, escrito apenas después de esa muerte, es el recuerdo de esa relación entrañable. En 1998, el español Ricardo Menéndez Salmón trabajaba como profesor de filosofía y lo habían destinado a un instituto de Oviedo. “Una noche en que tenía una hora libre, subí a mi departamento y me encontré a un compañero, Benito García Noriega, ojeando unos papeles. Eran unas galeradas del Viaje sentimental de Laurence Sterne. Descubrimos dos cosas: que él, aparte de catedrático de Filosofía, era el dueño y editor de KRK, y que yo, aparte de un profesor interino del sistema público, había escrito una novela. Benito me pidió que le mandara el manuscrito. Se lo dejé un viernes por la tarde y el sábado por la mañana me llamó entusiasmado. En febrero de 1999, KRK publicó La filosofía en invierno. Huelga decir que el libro pasó desapercibido. Hoy no solo ha conocido una segunda edición en KRK, sino que ha sido traducida al francés, lo cual no deja de causarme asombro y un raro sentimiento de gratitud: hacia Sterne, hacia el azar y hacia las viejas y románticas relaciones entre editor y autor”.
Fabián Casas, argentino y autor de Los lemmings, llegó a la publicación porque Juan Gelman, a quien había conocido en un encuentro de poetas, le presentó a José Luis Mangieri, editor de Tierra Firme, que lo leyó y lo quiso publicar. El resultado fue Tuca, elegido como el mejor libro de poesía de 1990 en Argentina.
—Mangieri era una persona increíble. Cada vez que yo andaba mal de plata, venía a verme. Cuando se iba, me había dejado plata escondida debajo de los libros que me traía de regalo. Lo mejor que me dio Gelman fue a José Luis Mangieri.
Hace unos años Mangieri se enfermó y, junto a su cama, turnándose con sus hijos para velar la agonía, estuvo Fabián Casas. Así, aun sabiendo que cargaría para siempre con esa muerte en la memoria, acompañó, hasta el final, al hombre que lo había ayudado a alumbrar aquel principio.

7.8.12

El oficio de no escribir

La conocida angustia del escritor frente a la página en blanco es la misma angustia de un místico que no oye o que no siente la presencia de Dios
 
Snoopy Carlitos escritor. foto.fuente:elespectador.com/blog
Uno de los poemas más célebres de Jaime Gil de Biedma, el gran poeta catalán que escribía en castellano, se titula "De Vita Beata". En uno de los versos sobre la vida ideal y serena con la que sueña, se equipara la escritura con el sufrimiento y también con la molestia de pagar las cuentas. El poema es breve y dice así:
En un viejo país ineficiente
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia.
Todos hemos escrito a veces con un placer gozoso, e incluso hay escritores que dicen haber escrito siempre en ese estado de placentera beatitud. Pero escribir a diario, siguiendo el viejo precepto de Nulla dies sine linea, ni un día sin una línea, puede ser también una tortura, un esfuerzo superior a nuestras fuerzas, y una frustración cotidiana cuando los resultados no se compadecen con nuestro esfuerzo ni con nuestras expectativas. Yo opino que hay dos tipos de escritura, y que una de ellas nos lleva, más que la otra, a la angustia y al desaliento, cuando no al conocido bloqueo del escritor, o incluso peor, al abandono de la profesión, o incluso un poco más allá, hacia el abismo, como diré luego. Intentaré explicarme.
La gran disyuntiva de nuestra profesión consiste en escribir con un propósito o sin ningún propósito, con un plan o sin un plan, con una idea clara o sin tener ni idea, con una meta trazada de antemano (y que por lo tanto podemos saber si la alcanzamos o no) o sin ninguna meta conocida, haciendo camino al andar, como en los archifamosos versos de Machado. La conocida angustia del escritor frente a la página en blanco es la misma angustia de un místico que no oye o que no siente la presencia de Dios. Aguza la vista y el oído, pero no percibe ningún signo que llegue del más allá. La página está en blanco y el Espíritu Santo, las Musas, el Ser, lo que sea, nadie nos dicta nada. La quietud y el bloqueo ante la página en blanco, en realidad, es sordera: no es que nadie nos dicte palabras al oído, sino que no las oímos. Sentarse a escribir sin ninguna idea, sin un objetivo claro, sin una meta, produce un tipo de escritor más angustiado. Otra cosa es saber lo que se hará, incluso antes de sentarse frente a la hoja en blanco: la escritura dirigida a un fin, la escritura instrumental. Quiero explicar la complejidad del número Pi. O bien me dirijo al gobierno de la ciudad para pedirle que corten o que no corten el árbol que hay al frente de mi casa; para pedirle que arreglen la acera o recojan la basura, o para denunciar a un vecino que hace ruido o que expende drogas. O una amiga ha perdido a su único hijo: debo escribirle una carta de condolencias; es una querida amiga, estamos sufriendo sinceramente por su dolor y queremos que ella entienda que nuestra solidaridad es sentida y franca. En estos últimos casos no hay angustia frente a la página en blanco. Si mucho hay esfuerzo por traducir al lenguaje unos pensamientos específicos que ya están listos en nuestra cabeza. El trabajo consiste en encontrar las palabras precisas y en combinarlas de una manera adecuada que consiga transmitirle al otro, un lector concreto, lo que está en nuestra mente: ser claro al explicar lo complejo del número Pi; convencer al funcionario de que actúe de determinada manera, hacerle saber a la amiga lo que realmente sentimos y, de ser posible, generarle algún consuelo con las palabras. Si el municipio resuelve cortar el árbol, o no cortarlo, según nuestros deseos, sabemos que nuestra escritura ha sido exitosa, que hemos cumplido o hemos fracasado.
Pero otras veces nos sentamos a escribir sin saber qué historia vamos a contar. Hay una cosa abstracta con una cierta forma que se llama cuento o novela o poema, y a esa cosa abstracta aspiramos: aspiramos a que las palabras se conviertan en un cuento o en una novela o en una poesía. En este caso es como quien empieza a comer sin apetito (más aún: ¡sin comida!), y por el mismo arrastre del pensamiento, por el solo acto de masticar aire o de escribir sin ganas, se va entusiasmando y sigue y sigue hasta sentirse lleno. Si tiene suerte, a alguna parte llega. "Yo no busco, encuentro", decía Picasso. Se traza una línea sobre el lienzo o sobre el papel y esa línea me lleva a otra que empieza a adquirir forma de algo. De repente vemos que vamos hacia un caballo, y el caballo se va formando no porque tuviéramos el plan de dibujar un caballo, sino porque las primeras líneas casuales me llevaron al caballo. Una cosa es el pintor que se planta frene a un paisaje y lo pinta, y otra el pintor que en un taller se para frente a un lienzo sin saber lo que hará y simplemente unta el pincel con el color de un óleo y lo apoya sobre la tela. Hay que escribir una primera letra, A, B o C, o una primera frase. Así se puede empezar escribir cualquier cosa, y quizá lo mejor sea comenzar del modo más convencional.
Uno de mis más amados héroes literarios es un perro. No es un perro andaluz ni catalán, sino gringo. Se llama Snoopy y es el perro de Charlie Brown, el de las tiras cómicas de Peanuts, que en Colombia eran conocidas como los cómics de Carlitos. No voy a hacer ahora, al estilo de Umberto Eco, una fenomenología semiótico retórica de las estrategias narratológicas de Snoopy. Me voy a limitar a uno de los hallazgos más graciosos y duraderos de Charles M. Schulz, su creador. El 12 de julio de 1965 Snoopy se sentó ante su máquina de escribir mecánica puesta encima del techo de su perrera de tablas, y empezó a escribir la novela extraordinaria que lo volvería famoso hasta el final de la Historia:
It was a dark and stormy night.
Era una noche oscura y tempestuosa.
darkandstormy
Según parece, esta es una frase tomada de una no muy buena y sí muy florida novela victoriana escrita por el barón Edward Lytton, en 1830. Este origen no importa mucho. Lo importante es que "Era una noche oscura y tempestuosa" ha pasado a ser, para muchos, el emblema perfecto de la dificultad de escribir y, más aún, del bloqueo de un escritor. Snoopy quiere escribir "The Great American Novel", la Gran Novela Americana. Incluso hace un intento, la manda a una editorial, y un redactor le contesta entusiasmado haciéndole el siguiente elogio: "Your novel has a very exciting beginning". Su novela tiene un comienzo apasionante.
El caso es que una y otra vez, a lo largo de los años, Snoopy se sienta en el techo de su perrera y empieza de nuevo la Gran Novela que escribirá algún día: "Era una noche oscura y tempestuosa". A veces improvisa variaciones: "Era una hermosa mañana de primavera", "Era un perrito oscuro y tempestuoso", "Era un joven oscuro y tempestuoso", "Era una tarde oscura y tempestuosa", "Era un tempestuoso y oscuro mediodía"… A continuación arranca el papel de la máquina de escribir, lo arruga y aprieta con los dedos, y lo tira hacia atrás, al suelo, donde hay ya una constelación de papeles descartados. Como usted, como yo, como cualquier novelista, Snoopy no sabe bien cómo empezar, y la mayor parte de lo que escribe va a dar a la basura.
Todo novelista, todo poeta, es consciente de la importancia que tiene en un libro la primera frase, el primer verso. Incluso Dios sabe muy bien que uno no puede empezar un libro sagrado con cualquier versículo: En el principio era el Verbo. Y compitiendo con Dios todos los escritores nos esmeramos en producir, quisiéramos inventar, un principio memorable y prodigioso: Nel mezzo del cammin di nostra vita. Cuando me paro a contemplar mi estado. En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme. Call me Ishmael. Los matrimonios felices se parecen todos; los infelices lo son cada uno a su manera. Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto. Por mucho tiempo he estado acostándome temprano. Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla. Hoy ha muerto mamá. O quizás ayer. No lo sé. Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. ¿En qué momento se jodió el Perú? No he querido saber, pero he sabido…
Todos estos son principios justamente célebres de poemas, de novelas, de Evangelios. Pero si uno no es Dios, ni Kafka, ni Tolstoi, hay que empezar de alguna manera. Así sea diciendo: Era una noche oscura y tempestuosa. O bien, fingiéndonos más originales: "Era una límpida y hermosa mañana de primavera." Y seguir, con el impulso: Los pájaros cantaban en los árboles. De repente se oyó el graznido inusual de un ave desconocida; un graznido que jamás se había oído por allí. Snoopy se sobresaltó, quitó la vista del libro que estaba leyendo y buscó con los ojos el origen de aquel graznido espantoso. Entonces lo vio, parado en la rama más alta del palo de mango. Era un …." Y según lo que sea, según lo que Snoopy se imagine o decida que esa cosa parada en el árbol sea, la historia se formará de una o de otra manera, tomará un rumbo realista o fantástico, mágico o habitual: si era un ángel, o un caballo, o una lora, o una mujer desnuda, o un ave Fénix, o un platillo volador, o un aparato con un sonido grabado, la historia tomará uno u otro rumbo diferente.
A muchos escritores les gusta escribir así, sin una meta trazada de antemano, sin un plan. Otros, en cambio, por algún motivo de talante o carácter, prefieren una escritura más parecida a la escritura con un fin determinado: saben exactamente desde el principio qué es lo que quieren contar, casi como el traductor, que sabe de antemano qué va a traducir, y cuántas páginas durará su travesía. Primero han elaborado un plan, un plano en su cabeza, una historia completa: irán delineando unos personajes y una trama, antes siquiera de poner una sola palabra en el papel; sabrán lo que sucede al final y lo que en cada capítulo va a acontecer. Saben la edad de los personajes, su estado civil, sus enfermedades, su posición social, sus ingresos mensuales, el nombre de sus hijos, el tamaño de su casa, el barrio en el que vive, su religión, todo. Cuando todo se sabe de antemano, escribir una novela se parece al oficio de traducirla: el traductor traduce de un papel ya escrito, el escritor traduce de un mapa mental completo y, como el traductor, va escogiendo las palabras. Casi como escribir una carta de negocios, o un alegato jurídico, solo que en una prosa más literaria.
La escritura argumentativa (las columnas de opinión para la prensa, de las que muchos vivimos) es también de este tipo: hay una tesis política, hay un hecho, y tenemos una opinión determinada, unos argumentos, queremos sentar una posición. Se trata de hallar ejemplos, silogismos, entimemas, y demostrar nuestro punto de vista.
La palabra poética, en cambio, se parece más a la escritura del otro tipo, a la escritura sin un claro propósito. Yo me la represento siempre como si el poeta fuera un aparato altamente sensible, como un radar que buscara captar señales de vida de otra galaxia, o mejor, de un modo más realista, como un sismógrafo. El poeta está quieto, en silencio, o caminando, o en medio de una gran algarabía, pero siempre con el sensor encendido. De repente algo empieza a vibrar en el sismógrafo: estoy en Antioquia pero percibo un gran terremoto en la China; es una vibración levísima, imperceptible para cualquier ser humano, menos para mí, que trazo en el papel unas líneas inhabituales que dicen: "terremoto en la provincia de Sichuan". El poeta percibe en el fondo de su mente las vibraciones más tenues de la realidad humana y así como el sismógrafo traza en el papel unas líneas significativas, así el poeta traduce a las palabras su oscura, lejana, leve percepción. El poeta mira, siente, percibe y escribe: pueden ser unos versos muy sencillos, como estos de Robert Frost:
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Some say the world will end in fire,
Some say in ice.
From what I've tasted of desire
I hold with those who favor fire.
But if I had to perish twice,
I think I know enough of hate
To say that for destruction ice
Is also great
And would suffice.
O estos otros de Santa Teresa:
EXTASIS DE SANTA TERESA[1]
Mira que el amor es fuerte,
Vida, no me seas molesta,
Mira que sólo te resta,
Para ganarte, perderte;
Venga ya la dulce muerte,
Venga el morir muy ligero,
Que muero porque no muero.
¿De dónde pueden haber salido esas palabras? Espontáneas no son: hay que tener lecturas y algún conocimiento de métrica, de ritmo y de prosodia: pero eso es simplemente acomodar las señales del sismógrafo a una especie de alfabeto que se llama lenguaje poético: el alfabeto poético está hecho de ritmos, de sonidos, de repeticiones. Como el músico oye un tema musical antes de oírlo, así el poeta percibe un tema poético antes de traducirlo a las palabras. Un tema que está hecho de ideas y sonidos.
Cuando uno se plantea la escritura, incluso la escritura en prosa, de este modo más poético, a la manera del sismógrafo que espera registrar algo que no se sabe, pero que en algún momento se percibirá en alguna parte del mundo, la vida puede ser muy angustiosa. Por eso, cuando envié mi propuesta de esta charla, la planteé de la siguiente forma: "escribir angustia tanto que todo puede terminar muy mal, en un hotel de mala muerte en Turín o en cualquier otro sitio. Como al escribir nos enfrentamos con lo más hondo, con lo más sucio y lo más limpio del yo, puede decirse que el de escribir es un oficio tan peligroso como el de un desarmador de bombas." Voy a tratar de explicar por qué el oficio de escribir es peligroso.
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Se dice, con más razón que sorna, que el único riesgo profesional de los poetas es el suicidio. No sé si hay estadísticas, pero tengo la impresión de que los escritores se suicidan más, proporcionalmente, que los mortales de otras profesiones. Si hago un censo mental, muchos nombres se me vienen a la mente, desde la antigüedad hasta hoy, mujeres y hombres: Safo, Lucrecio, Séneca, José Asunción Silva, Mariano José de Larra, Virginia Woolf, Salgari, Trakl, Leopoldo Lugones, Mishima, Alejandra Pizarnik, Hemingway, Sylvia Plath, María Mercedes Carranza, Sándor Márai… Ustedes seguramente conocerán el nombre de algún poeta o novelista neerlandés que yo no he leído, estoy seguro de que existe. Yo les doy el de un antioqueño: Camilo A. Echeverri. Hace un par de años, la gran promesa de la narrativa estadounidense, David Foster Wallace, fue hallado ahorcado en el garaje de su casa: un novelista de 48 años, muy sensible y muy inteligente, que ya en otras ocasiones había pedido que lo protegieran de su propia pulsión de quitarse la vida.
Primo Levi le dedica el sexto capítulo de Los hundidos y los salvados al suicidio de Jean Améry, ese escritor austríaco que se puso un nombre afrancesado, pues por odio a Alemania odiaba también el sonido de su nombre alemán (Hans Mayer, y Améry es el anagrama de Mayer). Dice Levi que "su suicidio, como todos, admite una nebulosa de explicaciones". Esa misma nebulosa se ha empleado después para tratar de explicar el suicidio del mismo Levi, llevado a cabo -al parecer- más para evadir la enfermedad que para huir de las pesadillas memoriosas de Auschwitz. Ocurrió en 1987, aunque con la ambigüedad que muchos suicidas prefieren, de modo que las familias puedan aferrarse a la duda de un accidente: se precipitó por el hueco de las escaleras del edificio donde vivía, en el barrio de la Crocetta, en Turín, sin dejar carta de despedida ni dar antes noticia de sus intenciones.
Pavese
No hace mucho se celebró el centenario del nacimiento de Cesare Pavese, otro homicida de sí mismo, en la misma ciudad del norte de Italia. Esto me llevó a releer páginas de su diario. Ahí, al final, y poco antes de que se matara, dejó escrito: "Los suicidas son homicidas tímidos. Masoquismo en vez de sadismo." Maupassant (que se murió de enfermo un año después de intentar suicidarse) lo definió de un modo casi inverso: "El suicidio es el sublime valor de los vencidos." La última entrada del diario de Pavese, el 18 de agosto, me ha dado siempre escalofrío: "Sin palabras. Un gesto. No volveré a escribir." Y diez días después, el 27 de agosto, se encerró en un cuartico de hotel de mala muerte, el Hotel Roma de Turín, donde se tomó un frasco de barbitúricos y dejó escritas todavía un par de frases más: «Perdono tutti e a tutti chiedo perdono. Va bene? Non fate troppi pettegolezzi.» "A todos les perdono y a todos pido perdón. ¿Está bien? No hagan muchos chismes". Y por supuesto el chismoseo empezó de inmediato: la causa de su suicidio, dijeron los más, era la impotencia. A los impotentes literarios les encanta la impotencia sexual de los escritores. Cuando no explican por ella el suicidio, por ella explican la dedicación a las letras. Por la impotencia han querido explicar la grandeza literaria de Borges, como una compensación freudiana, pues a un argentino, necesariamente, hay que darle una explicación freudiana.
Pavese murió en la soledad de un cuarto de hotel, pero hay escritores a los que no les gusta suicidarse solos. Heinrich von Kleist cambió varias veces de novia hasta que al fin una, Henrriette Vogel, aceptó quitarse la vida con él, a orillas del lago Wannsee, cerca de Berlín. El lugar del suicidio de esta pareja es hoy un sitio de peregrinación. Se trata de un ricón apacible, bucólico, como si los románticos escogieran con gusto incluso el sitio de su muerte. Otros suicidas en compañía fueron Arthur Koestler y Stefan Zweig. El primero se quitó la vida en un pacto suicida con su tercera esposa, Cynthia Jefferies. También Zweig lo hizo con su esposa, Lotte Altmann, en Persépolis, Brasil, donde se había refugiado a raíz de las persecuciones a los judíos durante la segunda guerra mundial. El suicidio de Koestler, otro judío perseguido por los nazis, obedeció más a sus convicciones a favor de la eutanasia: estaba enfermo de Parkinson y leucemia. Lo raro es que su esposa estaba sana como una manzana.
Albert Camus, que murió en un accidente sin visos de suicidio (aunque hay quien diga que fue un asesinato de los servicios secretos soviéticos), dejó escrito lo siguiente al principio de El mito de Sísifo: "No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía."
Henri-Roorda
Algunos escritores, más que cartas, dejan libros completos sobre su ánimo suicida. Henri Roorda van Eysinga, un escritor suizo no muy leído hoy en día, y es una lástima, terminó su último ensayo Mi suicidio, poco antes de pegarse un tiro en el corazón, a los 55 años, en 1925, y después de una vida dedicada al humor y a la defensa de la educación libertaria. Allí, en Mi suicidio dejó escrito: "Amo enormemente la vida. Pero para gozar el espectáculo hay que ocupar una buena butaca, y en la tierra la mayoría de las butacas son malas." Antes de quitarse la vida, Jean Améry escribió también un libro extraordinario sobre el suicidio (Levantar la mano sobre uno mismo) donde explica que la primera lógica de la que escapa el suicida es la del axioma que está a la base del comportamiento vitalista de casi todos los entusiastas: "la vida es el bien supremo". Si esto se niega, "la vida no es el bien supremo", o si no siempre lo es, o si en determinadas circunstancias la vida es lo contrario, un gran peso y un gran mal, se entenderá mejor el salto que dan, que deben dar, los suicidas. Su mundo no es nuestro mundo. Así lo dijo Wittgenstein (un suicida de los que no se matan, también hay muchos de estos) en uno de sus aforismos: "El mundo de quien es feliz es otro distinto al mundo del que es infeliz." El suicida, al darse una muerte libre, voluntaria, quiere hacer cesar ese mundo para él infeliz.
Por no entender este pensamiento elemental (que a veces la vida no es buena) los estados y las religiones han perseguido durante mucho tiempo el suicidio, calificándolo de delito y de pecado. En algunos países, incluso, se llegaba al absurdo de castigar el suicidio con la pena de muerte. Toman el cuerpo exánime del suicida, lo cuelgan y lo exponen al escarnio público, para que aprendan. De alguna manera la Iglesia, al prohibir que los suicidas fueran "enterrados en sagrado", castigaba con la pena del destierro (del cementerio) a los suicidas, considerados como "discípulos de Judas". En Colombia, algunas mentes abiertas, hace ya más de un siglo, fundaron un cementerio para ateos, masones y suicidas, El Cementerio Libre de Circasia. Por valientes como ellos, y para no perder clientes en sus ceremonias de entierro (los ritos de paso son una de sus mayores fuentes de ingreso), la posición de la Iglesia Católica se ha vuelto más compasiva.
Hay quienes se matan tranquilos, planeándolo muy bien; otros, en un arranque repentino de autodestrucción. Unos sobrios, otros drogados. El poeta colombiano Juan Manuel Roca desaconseja que nos matemos borrachos: "Es el problema del alcohol -dice-; alguien puede suicidarse y al día siguiente no acordarse de nada." Es un chiste, pero podría no serlo. Un gran experto inglés en suicidios literarios, A. Alvarez, intentó suicidarse, borracho, una noche de Navidad, después de una terrible disputa con su mujer. Se despertó tres días después sin acordarse de nada, pero con la sensación de que ya sería para siempre un suicida frustrado. A veces el intento serio de suicidarse una vez, quita para siempre las ganas de suicidarse, no sé por qué. También él escribió un estudio estupendo sobre el suicidio: El dios salvaje.
Creo que la raza de los escritores suicidas, pero indecisos, se han inventado otro tipo de estrategia para no matarse, y para ni siquiera intentarlo. Me refiero a los escritores que, en vez de dar el salto, trasladan el propio suicidio a sus personajes. Así hizo Shakespeare con Ofelia, Romeo y Julieta, Goethe con el joven Werther, Tolstói con Anna, Flaubert con Madame Bovary y Schnitzler con el subteniente Gustl. Es raro, pero si uno suicida a alguien en un libro, se experimenta una muerte que de alguna manera sacia la ansiedad por la propia muerte. Lo sé por experiencia propia. En su teoría de los ex – futuros Unamuno habla de esto. Werther, dijo Unamuno, es el ex futuro suicida de Goethe.
Otros, en cambio, se despiden con ira. Me gusta la furia final de Chatterton: "Adiós, Bristol, inmunda ciudad de ladrillos. / Amantes de la riqueza, adoradores del engaño." Piensa uno en los ladrillos de nuestras ciudades, y lo entiende. Supongo que si el cuerpo no tiene el buen gusto de morirse a tiempo, uno tiene el deber ineludible de matarse.
Mientras llega ese último instante de lucidez en las tinieblas, habrá que seguir viviendo. Sí, viviendo, aunque tal vez con el mismo sentimiento de culpa que escribió una vez Thomas Bernhard en sus memorias: "Nada he admirado más durante toda mi vida que a los suicidas. Me aventajan en todo, yo no valgo nada y me agarro a la vida, aunque sea tan horrible y mediocre, tan repulsiva y vil, tan mezquina y abyecta. En lugar de matarme, acepto toda clase de compromisos repugnantes, hago causa común con todos y cada uno, y me refugio en la falta de carácter como en una piel nauseabunda pero cálida, ¡en una supervivencia lastimosa! Me desprecio por seguir viviendo."
¿Por qué es tan peligroso el oficio de escribir? El bloqueo, la sordera sideral, es una de las explicaciones. Juan Rulfo nunca se suicidó, pero sí se alcoholizó. Durante años estuvo diciendo que estaba a punto de terminar su segunda novela, La Cordillera. ¿Por qué todo el mundo tenía que exigirle que escribiera otra novela? ¿No era suficiente con Pedro Páramo? ¿Por qué tiene que sonarle a uno la flauta más de una vez en la vida? ¿Para vivir, para ganar dinero, para que las editoriales ganen dinero? Hugo von Hoffmannsthal, en su famosa Carta de lord Chandos, explica por qué renuncia a escribir. La realidad es inefable, dice, y se va a dedicar a contemplarla en silencio. Si a los escritores, después de haber escrito algo, nos dejaran en paz, podríamos dedicarnos a contemplar en silencio la realidad, que es muda, o que ya no nos habla a nosotros. Y aunque ya no nos hable, podríamos seguir viviendo hasta morirnos, sin tener que matarnos antes de tiempo o sin decir la mentira de que estamos a punto de terminar una interesante novela que se llamará La Oculta.
La presión es mucha; la ajena, pero sobre todo la propia, esa lápida que nos ponemos sobre la nuca al escoger este oficio. Hay que seguir escribiendo. O no escribir, y matarnos. O no matarnos, ni escribir, sino irnos a vivir a una cabaña en las montañas o en un pueblo junto al mar. O fingir que escribimos. Tal vez esta sea la mejor solución. O escribir, aunque sea mal; lo que uno simplemente debe hacer es coger una página en blanco, apoyar encima el bolígrafo, y empezar: Era una noche oscura y tempestuosa.

Conferencia en el Instituto Cervantes de Utrecht, Holanda. Enero de 2011.