22.12.12

Carvalho: "Cualquier cosa que se publique en Internet va a tener un público que le crea"

Traductor de Saer y estudioso de Borges, el escritor brasileño pasó por Buenos Aires y habló de sus novelas Teatro y Nueve Noches, editadas aquí. En ellas crea espacios ambiguos entre realidad y ficción que el público no siempre interpreta.  “No existe nada fuera del mercado”, opinó

ANTIHEROES. A Bernardo Carvalho le fascinan los personajes que no logran lo que se proponen. /Adriana Vichi./Revista Ñ
Cree en la literatura Bernardo Carvalho (Río de Janeiro, 1960). Pero es un escritor disidente. Quizá sea por eso que mientras siembra desconfianzas sobre toda certeza literaria su cosecha lo deja perplejo. El mismo le tiende trampas al lector, pero no está libre de caer en ellas. Aprendió: la verdad que siempre busca, es más inverosímil que la mentira. La evidencia es su derrotero por la ficción literaria.  De paso por Buenos Aires, Carvalho habla de las dos novelas que se tradujeron en Argentina, Teatro (Corregidor) y Nueve Noches (Edhasa) y desovilla en varias entrevistas públicas el perfil de su obra, ratificando en la audiencia el buen momento que viven los autores brasileños en nuestro país.   “Mi mayor miedo es que digan que miento”, ha dicho el escritor. Y no es una definición menor viniendo de un autor para el que el problema no es la mentira, sino su poder de contaminación. Aunque detesta repetirse en las charlas públicas, y teme que ocurra lo mismo en entrevistas como esta, se lo ve feliz en Buenos Aires. Aun así, no puede calibrar el verdadero interés del público latinoamericano por la literatura brasileña.  “Cuando voy a las ferias del continente, veo que hay comunidades de escritores latinos. Brasil es un cuerpo extraño en ese ambiente. Pero noto que cada vez más autores brasileños publican aquí. Es un avance”, reflexiona este hombre que tradujo entre otros a Juan José Saer al portugués, y así da pie para empezar con las preguntas. 
Quizá sea cierto que avanzan los autores brasileños, pero aquí leímos a Jorge Amado, de niños a Monteiro Lobato, y ahora, tarde, a Clarice Lispector… Hoy hay muchos nombres, pero menos conocidos, ¿hay un fenómeno de fragmentación?
Puede ser. Pero por ejemplo, en relación a Jorge Amado, ¿lo leían como alta literatura o como literatura popular?
Creo que convocaba ambos públicos. A lo popular llegó a través del cine quizá, vos sabés, Doña Rosa, y el otro espacio lo ganó con sus historias locales y su vinculación política, la transnacionalización del Partido Comunista.
Algo parecido ocurrió en Europa.  Y veo esa fragmentación en ese país enorme que es Brasil, y que hoy es mucho más complejo. Eso se refleja en la literatura. En los días de Jorge Amado había 5 o 6 escritores conocidos más allá de las fronteras, hoy hay 25 o 30. Y cada uno escribiendo de manera muy diferente. Brasil nunca fue considerado un país muy literario, pero en Estados Unidos que sí lo es, ocurre lo mismo, hay muchísimos autores nuevos, y aquí mismo, en la Argentina, que tiene una tradición literaria importante, también hay muchísimos jóvenes que publican aquí y afuera.
En la Argentina, ¿qué otros autores además de Saer has trabajado? ¿Cuál fue la marca del boom latinoamericano en Brasil?
Quizá para ustedes Borges sea una camisa de fuerza, pero para mí es imprescindible. Para muchos brasileños, y por supuesto para mí, es fundamental. Y después he seguido a autores como Piglia, Bioy, pero no conozco a muchos.
En tu literatura hay temas netamente borgeanos, la verosimilitud de las historias, el rol del azar y las causalidades. Esa idea tan presente de cuestionar las certezas, de sembrar desconfianza, ¿tiene el mismo valor hoy que, quizá, hace veinte o treinta años? ¿No somos más incrédulos hoy?
Creo que no, que es distinto, pero no concuerdo con vos. Creo que, aunque exista esa sospecha, gracias a Internet el público es totalmente creyente. Las personas creen en todo lo que leen en Internet. Todo. Y eso es muy impresionante. Cualquier cosa que se publique en Internet, va a tener un público que le crea. Es increíble que no exista ninguna desconfianza. Aunque sea obvio que es un medio que da para la subjetividad, la mentira, lo artificial, la impostura. Es curioso. Por eso creo que no tiene el mismo valor que tuvo antes, pero tiene una importancia muy grande. Hoy es mucho más difícil hacerse entender en ese juego de la sospecha y la desconfianza a través de la literatura. Porque hay una especie de necesidad de creer a pie juntillas en todo. 
- Eso no se verifica, por ejemplo, en el periodismo, la creencia en el periodismo ha caído mucho.
Es verdad, pero, en cambio, la gente cree en todo lo que es publicado en Internet. Si aparece un texto firmado con mi nombre, nadie va a pensar que no fui yo quien lo escribió. Eso es increíble. Y no hay como reaccionar tampoco a esta certeza. Cuando escribí “Nueve Noches”, tenía ganas de jugar, de provocar al lector creando una situación que aparentemente era totalmente real y que en realidad era pura ficción. Y lo que pasó fue que, de la misma manera que el lector lee en Internet, leyeron el libro en primer grado, sin ninguna ironía, sin tomar ninguna distancia, ninguna reflexión, como si fuera un exacto relato de la realidad. 
-¿Y no tenés miedo de que ocurra lo contrario? ¿Que tratando de ficcionalizar un hecho real termines haciendo realismo?
Fue lo que pasó. En realidad traté de crear una situación de ambigüedad entre realidad y ficción y el efecto fue contrario al que yo buscaba, un efecto de puro realismo, como si eso le diera más autoridad y verosimilitud a la ficción. Y eso era justamente lo que yo quería evitar. Por ejemplo, si llego a Buenos Aires y vengo a hablar con ustedes y digo “soy Levy-Strauss” y me porto como Levy-Strauss, con verosimilitud, nadie me va a creer. Va a haber una necesidad inmediata de terminar con la impostura, de denunciarla. Y en el libro, escribo que ese personaje es Levy-Strauss y nadie se lo cuestiona. Inmediatamente todos piensan “tiene que ser” Levy-Strauss. Que estoy hablando del Levy-Strauss real. De hecho lo estoy haciendo, pero es una ficción. Y el hecho de tener que decir que es ficción parece algo que las personas se niegan a creer. El juego que quería hacer era usar documentos reales que se pudieran leer como ficción. 
- Tu idea, que es una idea también borgeana, de que lo verosímil desplaza a lo real, ¿es una preocupación tuya por acercarte a la verdad?
A mí sólo me interesa la verdad. Juego con la mentira porque me interesa la verdad. Puede ser una verdad, no sé, pero no tengo ningún interés en la mentira, en la falsedad, en la impostura. Por eso este libro está escrito de esta forma. A mí me parece mucho más ético, digamos, desde un punto de vista literario, denunciar, usar esta posibilidad, que hacer una novela totalmente verosímil, realista, con personajes totalmente creíbles, que transmitan una idea fácil de personajes reales, de carne y hueso, pero que es pura ficción. Está el tema del público, del lector, del que hablabas al principio. Creo que hay una cierta comodidad, quizá más grande ahora, porque el público es mucho más que antes, un público menos diferenciado, masificado, y ese público masificado tiene una relación con la literatura que tal vez sea menos reflexiva, más inmediatista y más fácil, creo que es un público más creyente, un público más creyente de la ficción, como en Internet, que lee en primer grado, que tiene menos condiciones de leer libros como una ambivalencia, como algo que tiene un sentido en segundo grado.
Ese camino, ese mecanismo de denuncia, de contaminación entre la escritura y la realidad,  ¿es una de las herramientas que utilizás para mostrar tu verdad?       
Hubo un momento en que pensé que ese era un camino, que yo podría hacer eso y tendría algún efecto. Pero la prueba de que no tuvo ningún efecto es que las personas leen el libro como si fuese un documental. Después de ese libro, escribí otro, que era un elogio de la ficción, en el que todo era falso, todo era mentira, y fue el libro por el que fui más criticado. Se llama “O sol se põe em São Paulo” (El sol se pone en San Pablo). Nunca me pegaron tanto en mi vida. 
-La exacerbación de personajes limitados en busca de un sentido permanente que está muy presente en estas dos obras no ha sido reconocida por el público entonces…
Creo que sí. Claro que hay un público especializado, hay una crítica. La crítica, obviamente, lee el libro más o menos como yo esperaba que lo leyeran. La idea de esos personajes, que son personajes fracasados, o suicidas, o que no llegan a ninguna parte, por un lado eso se entendió perfectamente, pero por otro, pienso que eso le crea un límite a la lectura, no es un tipo de personaje que cree una identificación inmediata, sino por el contrario, puede crear una cierta repulsión.    
-¿Y sos un poco el antihéroe, el que rechaza todo?
Creo que sí. Pienso que una tendencia de la literatura anglosajona, sobre todo la estadounidense, una literatura que yo amo, es la idea del bien, de la literatura como productora del bien, y del bienestar, y del confort, y de los buenos sentimientos. El personaje de esa literatura estadounidense, la típica, es el personaje que siempre quiere hacer el bien. Y eso empezó a causarme una angustia muy grande porque me empezó a parecer que había una especie de modelo, de regla, de dogmatismo de los buenos sentimientos, y que la literatura venía siendo reducida cada vez más a esa idea de promover el bien, de hacer el bien en un mundo que es el mundo del mal. Por un lado eso no resuelve nada en el mundo del mal, es una literatura de buenos personajes, personajes con buenos sentimientos y por otro lado reduce mucho la literatura a algo muy homogéneo. A mí siempre me fascinaron esos personajes que no logran realizar lo que se proponen y en realidad, creo que ese antihéroe es en verdad el héroe. El héroe griego es trágico, siempre fracasa, se jode.
-Entre los motores que te llevan a escribir está muy presente el de la paranoia. El otro es, creo yo, es tu propia búsqueda de una identidad.
Pienso que están las dos cosas. En relación a la paranoia desde el inicio eso estuvo muy presente, pero hay otro motor, que es un motor como un niño caprichoso. Entonces si me decís “esto es una botella”, yo voy a decir “no, no es una botella”, pero solamente para llevarte la contra. Y pienso que eso está en el origen de todos mis libros y de mi carácter. Sobre la paranoia y también sobre la identidad, pero sobre la paranoia, de golpe me puse a pensar que quizá pudiera ser liberada del sentido patológico de la palabra y que en el fondo toda literatura es paranoica. Porque la paranoia se resume, si dejás de lado la patología, en crear sentido en lugares donde no hay ningún sentido. La paranoia empieza a dar sentido a cosas que son casuales. La paranoia es un motor narrativo de toda la literatura, de toda la literatura de siempre.
-¿Todo escritor es un paranoico? 
No sé. Pero en el fondo de la idea de la novela, hay una especie de esencia paranoica, una necesidad de colocar un sentido en donde no existe sentido. Incluso de darle sentido al mundo, en última instancia. Y, con relación a la identidad, es una búsqueda que también funciona de manera contradictoria, como un niño caprichoso. Es una necesidad de romper con toda identidad fija, con toda identidad impuesta, con toda idea de identidad recibida a priori. Entonces si nací brasileño, si soy brasileño, estoy condenado a escribir una literatura brasileña y eso me enloquece. Todo el proceso se resume a cómo me voy a liberar, cosa que es imposible, porque soy brasileño y solo puedo escribir literatura brasileña, pero cómo hago para escribir literatura brasileña. Y eso se refleja en el idioma, en el tipo de portugués que utilizo, que es como si fuera un portugués empobrecido, como si fuera un portugués escrito por un extranjero. Lo hago de una manera totalmente deliberada, una literatura no poética, sin metáforas. Un idioma sin metáforas. Es una necesidad de ponerse en contra de todo lo que parece establecido. Si me dicen “literatura es esto”, entonces voy a hacer lo contrario y voy a decir que es literatura. Y con las identidades es todo el tiempo intentar negar las identidades para encontrar una identidad más móvil, más maleable, más flexible. Menos estática y esencial.
-¿Has tomado como método de trabajo a la oposición permanente?
El problema es que a partir del momento en que tomo esto como método de trabajo, caigo nuevamente en un identidad fija, por eso hay una permanente contradicción, y tengo todo el tiempo que estar negando y todo lo que digo lo tengo que contrariar, desdecir al otro día, y lo que te estoy diciendo acá, probablemente dentro de dos horas tenga que decir lo contrario para escaparme de esa prisión.
-¿Vos viviste un tiempo en Estados Unidos? 
Yo fui corresponsal del diario Folha de Sao Paulo en Nueva York y viví allá dos años.  
-Porque estos dos libros transcurren, bueno en “Teatro” no se define nunca el lugar, pero es en los Estados Unidos y el antropólogo también es de origen norteamericano y hay una relación con Brasil que, por supuesto, es el otro lugar que te vincula, quizás también, a vos mismo con tu familia, con tus padres. Yo no sé cómo es esa historia, la desconozco pero subyace una carga de culpas, y de relaciones que te desnudan a vos un poco y que no termino de entender…
Lo que pasó en “Nueve Noches” es muy prosaico. Yo descubrí la historia del antropólogo al leer una nota periodística, y me quedé obsesionado. Al principio quería escribir una novela, pero leí eso y me quedé tan enamorado del personaje, de la idea de la situación, que me olvidé de lo que quería hacer, y fui haciendo una investigación obsesionada hasta que llegué al punto en que quería una respuesta, saber por qué se había suicidado. Una respuesta destinada al fracaso desde el inicio porque uno no sabe por qué las personas se suicidan. Y llegó un momento del libro en que me di cuenta de que no había salida, no había respuesta a eso, que a través de la investigación ya había agotado todas las posibilidades y fue ahí cuando me acordé que desde el inicio lo que quería hacer era una novela, y entonces volvió la ficción. La única solución que yo obtendría para ese enigma era a través de la ficción. Pero lo raro es que, en el momento en que volvió la ficción, la ficción apareció como autobiografía. Y fue en ese momento que mi historia con mi padre apareció. Habrá estado en mi cabeza desde el inicio cuando empecé la investigación que era ahí a donde iba a llegar. De cierto modo yo odio la idea de la literatura como terapia, pero es como si hubiera sido un proceso psicoanalítico de la investigación de otra persona que se había matado para arribar en la historia mía y de mi padre. Pero  también como ficción, eso es lo extraño. Era como si yo necesitara una ficción, ¿cuál ficción?, y la única ficción que tenía era mi historia.
-También está en “Teatro”. El personaje principal es un padre que viaja y que deja el mundo de Brasil, podría ser México, podría ser cualquier país subdesarrollado para ir a vivir al primer mundo y el hijo se lo critica siempre porque hace esa oposición entre la supervivencia y la felicidad. Es algo entre el mundo de los sanos y los insanos. ¿Te ponés en uno y otro lugar geográfico para escribir?
No. La idea de esa oposición geográfica es crear una situación de oposición entre regla y fuera de la regla, es decir… “mainstream” y suburbios. Esta idea me interesa porque me parece que solo es posible escribir algo verdadero y fuerte desde un punto de vista literario si es desde el error, el fracaso, la pérdida, la locura, la inadecuación en relación a lo que está dado como regla, como identidad, etc. Todo el tiempo todos los libros intentan escapar a esa adecuación, a esa identidad previa, a una noción de norma, a un mundo más normativo, reglamentado. Entonces el lenguaje no tiene metáforas, es muy empobrecido, pero el libro entero es una metáfora de esa relación de que la posibilidad de vida está entre los insanos y no en una aparente sanidad.
-Tiene que ver con las críticas que hacés al mercado permanentemente en este libro. Pero ¿creés que todavía la literatura, el arte en general se reserva ese espacio de resistencia o ha sido totalmente cooptado?
Yo creo lo siguiente: no existe nada fuera del mercado. Nada. Inclusive la resistencia. Entonces el problema de la crítica al mercado es que es, en verdad, muy ambigua porque critica al mercado para conquistarlo y no existe en el mundo capitalista, en el mundo en que vivimos, nada fuera del mercado y el mercado es el mundo. Solo que me parece interesante que haya ruidos dentro de ese mundo. Y en ese sentido, creo, que si no existe la posibilidad de resistencia no hay necesidad de que exista la literatura, no hay necesidad de nada. Creo que lo que hace que las personas hagan algo es perturbar este estado de las cosas pacificado. Porque ese estado pacificado de las cosas continúa sin producir sentido alguno. Es decir, la idea de las cosas en orden tampoco produce sentido. Entonces esta conquista del orden, de la norma, no produjo ningún sentido. Entonces pienso que el sentido debe ser producido en contrapunto a esa domesticación.
-¿Sos más bien pesimista en cuanto al poder de la literatura?
Soy creyente en relación a la literatura. La literatura para mí es algo importantísimo, tiene un poder increíble. Si no creyera esto ya hubiera dejado de escribir. Pero creo que todo poder es limitado y hasta la idea del fracaso, lo que no se escucha, lo que se dice y nadie escucha. Eso me interesa. Por ejemplo, si descubro que hubo alguien en el siglo XV que dijo “tal cosa” y nadie lo escuchó, es importante para mí hoy, escuchar eso.
-¿Cómo te ves como productor de artículos periodísticos y novelas? ¿Te preocupa que te lean de la misma manera? El periodismo quizá en este momento se lea más entre líneas que la literatura. ¿Te afecta esa situación?      
Puede ser. No lo sé. Lo que pasó conmigo, y que me parece raro, tal vez yo esté equivocado, es que creo que mis libros de literatura pasaron a ser mejor comprendidos en Brasil a partir de lo que escribí en los diarios. Sin estar yo vinculando una cosa a la otra. Pero las personas me empezaron a dar más crédito como escritor a partir del momento en que leían mis cosas en el diario. Como si el diario fuese una traducción de lo que tal vez sea incomprensible en lo que quiero decir con la literatura. Y es extraño, pero tengo la impresión que conmigo pasó eso. Es más fácil para las personas cuando explico en el diario, cuando hablo de las cosas, no desde mí mismo, de lo que me gusta en literatura. Y a partir de lo que digo que me gusta en literatura ellas suponen que eso mismo está en los libros.
-Muchos de tus personajes son, o pretenden ser escritores.
Todos fracasados!!!
-Son escritores fracasados, pero parecen gozar de esa actividad, con sus cartas, con sus relatos…
En “Nueve noches” el personaje que quería ser escritor, en verdad, que es el ingeniero, tiene una razón muy prosaica para estar ahí. Es un personaje real… un poco de realidad, jeje… Y cuando empecé a hacer la investigación inmediatamente descubrí las cartas que ese personaje había escrito a la policía después de la muerte del antropólogo. Y es muy interesante porque lo que pasó fue que este antropólogo fue a la pequeña ciudad más próxima de la aldea y allí había una especie de academia literaria local de la cual solo participaba la élite local, que eran personas terribles, personas de poder del lugar, muy provincianos, pésimos poetas, pero hacían una poesía de culto y una poesía de provincia. Y se encontraban, tenían este grupo cerrado, club cerrado, esta academia donde nadie entraba, solo la élite. Y este personaje, que en el libro es un ingeniero, en la vida real era un peluquero en un lugar terrible, un lugar abandonado. Era una persona, para esa élite, sin ninguna calificación para ser poeta y todo lo que él quería era entrar en la academia de letras local y no podía. Y cuando el antropólogo llegó a esa ciudad inmediatamente este grupo de poetas quiso que participara de la academia porque era un estadounidense de Nueva York, antropólogo. Y el antropólogo le tomó horror a esa gente y por una coincidencia terminó siendo aliado del peluquero y muy amigo del peluquero. Y lo que es lindo y al mismo tiempo es trágico es que el peluquero nunca pudo ser poeta, le decía eso al antropólogo, y cuando el antropólogo se mató la única persona con la que la policía podía tener algún contacto era con él porque era el único amigo que el antropólogo tuvo en la ciudad. Entonces la policía de Río de Janeiro pasó a mantener una correspondencia con el peluquero que en ese momento entendió que finalmente había llegado el momento de ejercer su poesía en las cartas que le escribía a la policía. Entonces hay cosas terribles que… la policía le pide que mande la lista de los objetos dejados por el muerto, ¿no?, por el suicida. Y él escribe, tres calzoncillos, cuatro medias y no sé qué… pero es una carta toda llena de firuletes y… Entonces esa idea de esa ambigüedad, de que el lugar de la literatura pueda ser móvil y la subjetividad decide qué es lo literario y qué no es, eso también me interesa. Es la idea del escritor fracasado, que aparece también en “O sol se põe em Sao Paulo” (El sol se pone en San Pablo). Hay una historia de una japonesa, de una vieja, que le dice al narrador que quería ser escritor que el mejor escritor es el que nunca escribió libro alguno. Porque siempre sos un escritor potencial, porque sos posiblemente un genio pero no necesitas confrontarte con la realidad. Este juego, esta idea me interesa.
-¿Creés que cualquiera puede ser escritor? 
Creo que sí.
*Colaboraron en la traducción Adelina Chaves y Mónica Herrero.

18.12.12

Georges Simenon, el gato y el papagayo

Mal destino el de escritor de novela negra con sensación de agravio. Cuanto más éxito tenga, más sufrirá

Georges Simenon sufrirá por ser más reconocido como el creador del Comisario Maigret./elcultural.es
El novelista que crea un detective o un investigador policial, y tiene éxito, y se siente satisfecho y orgulloso, y no desea el reconocimiento por otra clase de novelas -aunque las escriba-, al fin de sus días contemplará con paz su trayectoria. Pero el novelista que haya triunfado con un investigador de leyenda, pero se canse o abomine de él porque considere que su creación le encorseta en los márgenes de la novela popular, y quiera demostrar que es un escritor de mayor ambición y presuntas calidades, y escriba otra clase de libros para hacerlo evidente, sufrirá.

Sufrirá porque la crítica y el público ya habrán dictado sentencia, ya lo habrán clasificado en el campo de la literatura comercial y de género, y nada podrá hacer - aunque de hecho lo haga con buen resultado literario- para modificar ese diagnóstico que ese escritor, claro, considera injusto y empobrecedor para él.

Ese fue el caso de no pocos novelistas del siglo XX y, por supuesto, el caso del belga Georges Simenon (1903-1989), un escritor superdotado que nunca pudo desprenderse de la gloria y del baldón de haber concebido al comisario Jules Maigret, a quien, pese a querer prescindir de él en un trance de hartazgo y crisis de identidad, dedicó 72 novelas y 31 relatos.

Acantilado está reditando buena parte de su obra, lo que incluye la publicación de una novela como El gato, que no tiene a Maigret como protagonista y que vio la luz en 1966, siendo poco después (1971) adaptada al cine por Pierre Granier-Defferre con Jean Gabin y Simone Signoret.

Si cualquier otro escritor europeo, no identificado con el cultivo de los géneros populares, hubiera sacado a la luz una novela como El gato, estaría considerado como uno de los grandes novelistas de su tiempo.

Porque El gato trata, para empezar, de una cuestión crucial, el infierno de la pareja, el deterioro del amor, el horror del día a día en un matrimonio de viejos. No es un destino inexorable, desde luego. Hay ancianos que envejecen con ternura y mutuo apoyo, cogidos de la mano, inseparables e imprescindibles el uno para el otro. Ojalá.

Pero es el caso pesadillesco de los setentones y parisinos Émile y Marguerite, casados en segundas nupcias hace apenas unos años, pero ya corroídos por un diabólico juego de silencios, reproches, espionajes, aburrimiento y odio. El retrato de estos dos personajes es terrible, con su respectiva añoranza del pasado, y el paisaje de su drama, el hogar claustrofóbico, demarcado y repartido, está descrito, en una atmósfera de suspense y terror, de modo magistral, tanto por las palabras empleadas en las descripciones del decorado como, sobre todo, por el conocimiento de lo psicológico, de lo interno, de los movimientos del alma y de la mente del uno y de la otra, aunque, a tal respecto, y sin perder veracidad en la casuística, Simenon carga las tintas sobre la mujer - un tipo de mujer existente- y no va tan al fondo sobre un tipo de hombre igualmente existente, sacando la patita de su misoginia.

Un gato y un papagayo -no revelaré la intriga- son el objeto y la metáfora del enfrentamiento entre Émile y Marguerite, ya en fase de odiarse a muerte, dependientes en su odio recíproco que no en su amor consumido y nunca antes boyante, aunque la historia, en su desenlace y sentido finales, identifica el odio con el amor en espeluznante y pesimista análisis.

El primer capítulo es una obra de arte. En él residen ya tanto el argumento como las ideas esenciales. Pero falta, naturalmente, asistir al desarrollo de la trama, a la evolución de la intriga que se plantea, al flujo inesperado o no de acontecimientos que constituye una novela.

En ese primer capítulo, cartas boca arriba y la partida sin jugar, escribe Simenon: “Tanto el uno como el otro tenían tiempo, todo el tiempo que les separaba del momento en que uno de los dos moriría. ¿Cómo saber quién sería el primero en irse al otro mundo? Seguro que también Marguerite pensaba en ello. Lo pensaban desde hacía varios años y varias veces al día. Se había convertido en su problema principal”.

La deseada muerte del otro. Cabe tomar iniciativas, y ahí reside la tensión del relato. Una historia como muchas, oculta en el anonimato y en una cotidianidad sórdida, sostenida en el tiempo sin noticias. O una de esas historias que acaba en las páginas negras de los periódicos. En esa disyuntiva, con episodios oscilantes, transcurre el desarrollo de la tensa y penetrante trama de esta magnífica y desoladora novela.

La lucidez política de 'Un asunto tenebroso', de Balzac

Por encima de su trama llena de venganza y resentimientos de clase y maquinaciones políticas, la novela, según Puyol, no es en el fondo otra cosa que el adiós de la vieja nobleza en el umbral de la nueva sociedad “práctica y prosaica” que viene a reemplazarla

Portada Un asunto tenebroso de Honore Balzac./elpais.com
Decía Somerset Maugham que Balzac, como todos los grandes novelistas, era mucho mejor imaginando gente mala que gente buena. Balzac fue un gran conocedor de la gente, de la mala y de la buena, aunque tal vez convendría clasificar un poco ese conocimiento. El mismo novelista inglés incluía a médicos, tenderos, empleados y periodistas, entre otros, en esa franja que con tanta exactitud conocía el gran autor francés. En cambio, consideraba que era menos preciso en el dibujo de los obreros urbanos y trabajadores agrícolas. Eso lo afirmaba Somerset Maugham a  propósito de Papá Goriot. Esta pequeña introducción viene a cuento del libro al que creo no deberíamos escamotearle ninguna nueva oportunidad. Me refiero a Un asunto tenebroso, una de las primeras novelas policíacas de la historia del género, si no la primera, con permiso de Caleb William (1794), de William Godwin (el padre de Mary Shelley).
No es mi intención ahora hacer una digresión sobre la importancia de la novela policíaca, la de intriga y la negra. Pero sí lo es resucitar un libro que representa como cualquier otro de la extensa  obra de Honoré de Balzac, la magnitud literaria y la capacidad de profundización y desciframiento de la sociedad de su tiempo. Un asunto tenebroso se comenzó a publicar por entregas entre el 14 de enero y el 20 de febrero de 1841. Se publica en libro en 1843, el mismo año, por cierto, que Edgar Allan Poe publica Los crímenes de la calle Morgue. En esta novela habría que comentar dos cuestiones. Una en torno a su argumento y la otra referente al lugar temático que ocupa en la Comedia Humana. Para escribir esta novela, el autor se basó en un hecho real. Un asunto, realmente, tenebroso. Todo sucedió alrededor de 1800. Estamos en el año IX de la República napoleónica. Un abogado jacobino, comprometido no demasiado decididamente en la causa robespierrana durante el año del Terror, es secuestrado. Al poco tiempo, misteriosamente el abogado es liberado y tres de sus secuestradores son detenidos. Es el momento en que entra en escena Joseph Fouché, ministro entonces la policía (una especie de Ministerio del Interior) por nombramiento de Napoleón Bonaparte. Es evidente que Fouché, uno de los personajes más tenebrosos de la época, llenaría el sólo una novela, como lo hizo en varias biografía, entre ellas una relevante de Stefan Zweig. Tampoco vamos aquí hablar de Fouché, pero no viene mal recordar que este oscuro personaje era capaz de tejer complots y luego él mismo destaparlos con el siniestro propósito de desprestigiar a algún contrincante político o para sobrevivir él mismo. Por los mismos días del secuestro, Napoleón es objeto de un atentado. Fouché moviliza a sus policías y detienen a tres individuos (los mismos tres que habían participado en el secuestro del abogado) y, acusándolos del atentado, los hace fusilar. Este es, sucintamente, el verdadero asunto tenebroso. Sobre él, se esgrimieron varias teorías, entre las cuales figuraba la del propio Balzac.  Y así es como el escritor concibe Un asunto tenebroso.
 En esta novela de espionaje, de trama policíaca, destaca la visión política de Balzac, su lucidez para interpretar un hecho histórico (sin ser por ello una novela histórica). En uno de los estudios más penetrantes de la obra de Balzac, el ya fallecido escritor y estudioso de la literatura francesa Carlos Puyol defiende la tonalidad elegíaca de esta novela. Por encima de su trama llena de venganza y resentimientos de clase y maquinaciones políticas, la novela, según Puyol, no es en el fondo otra cosa que el adiós de la vieja nobleza en el umbral de la nueva sociedad “práctica y prosaica” que viene a reemplazarla.
Un asunto tenebroso forma parte  de “Escenas de la vida política” de la Comedia Humana y, evidentemente, se merece una segunda oportunidad. La novela es un Balzac puro. No importan sus intromisiones en el relato. Ni sus desaforadas por momentos digresiones sobre cualquier asunto. Importa su inteligencia analítica para abordar unos hechos históricos y políticos casi contemporáneos al relato. Asuntos tenebrosos tenemos hoy a montones. Fouché no nos faltan. Y ya no digamos complots políticos. Lo que nos falta probablemente son más Balzac. Así que aprovechemos éste.

14.12.12

Beltrán:"La literatura es una herramienta para comprendernos aun frente al absurdo"

El humor negro de la mexicana Rosa Beltrán aflora en Efectos secundarios. La novela trata de una mujer que lee sin descanso entre la violencia de su país 

La escritora mexicana Rosa Beltrán. /rosalbeltran.net./elpais.com
Rosa Beltrán (Ciudad de México, 1960) está llena de manías. La más frecuente consiste en abrir un libro al azar aunque eso le impida seguir la trama. "El libro se resiste a revelar su significado, como ocurre en los textos sagrados y se vuelve en cambio un acicate que me ayuda a transitar por otros mundos. Leído así, obligo al libro a decir algo que no diría siguiendo el orden en que fue escrito. Nunca he creído traicionar a un autor al hacer esto. Más allá de nosotros, el libro tiene su propio espíritu y Borges nos recuerda que aun en la Biblia se dice que el espíritu sopla donde quiere".
De leer, ya lo ven, uno no puede salir impune. Sobre todo si se trata de alguien que se dedica a presentar libros. Porque a través de ellos revive sus lecturas preferidas y las mezcla con su propia vida. Y porque gracias a la lectura vive otras vidas. Es el caso de la protagonista de Efectos secundarios (451 editores, 2012), la nueva novela de Beltrán, que lee sin descanso mientras su país es consumido por la violencia. No tanto para "evadir" o "amortiguar" la realidad, sino para obtener una imagen más nítida de lo que ocurre. Hay que leer, dice la autora, "porque eso nos hace entender mejor lo que vivimos; porque al leer reflexionamos, aprendemos, damos sentido. Lo que nos ocurre se presenta de manera caótica. La literatura es una herramienta para comprendernos aun frente al absurdo".
Beltrán ha escrito novelas, cuentos y ensayos. Dice su colega Elmer Mendoza que la obra de su compatriota "maneja con solvencia una prosa nerviosa, inquietante pero equilibrada; si le hiciéramos una gráfica sería un electrocardiograma de alguien con cierto grado de enfermedad". En La corte de los ilusos (Joaquín Mortiz, 1995), su primera novela (y quizá su libro más exitoso), Beltrán narra los enredos de la corte de Agustín de Iturbide, el primer "emperador" de México después de la independencia, sin olvidar hechos curiosos acerca de sus parientes, sus amantes y sus amigos: todo un retrato de la aristocracia que a partir de entonces comenzó a dirigir el destino del país, en detrimento de los indígenas. Más tarde se ocuparía de otras penurias contemporáneas: en El paraíso que fuimos (Seix Barral, 2002) cuenta el declive económico del México de finales de los años ochenta a través de una familia de clase media.

"No hay literatura sin apropiación", explica la autora

Para Efectos secundarios ha preferido echar mano de sus autores y lecturas predilectas. Para revivirlas. Es que a ella, por ejemplo, le gustaría ser "madame Bovary, Gregor Samsa, Orlando, el coronel Aureliano Buendía o el primo jorobado de La balada del café triste. Mis personajes amados están de un modo u otro en la mayoría de mis novelas. Algunos personajes nos acompañan durante más tiempo que mucha de la gente que conocemos en nuestra vida. Lo mismo ocurre con otros componentes de la literatura. Pessoa dice que hay metáforas que son más reales que mucha de la gente que camina por la calle".

Pero, ¿es válido hacer tantas referencias a otros libros en Efectos secundarios? "No hay literatura sin apropiación", explica. "Hoy se llama intertextualidad, pero en el siglo XVII las escuelas de pintura y los poetas funcionaban gracias a la imitatio. Quien no acudía a fórmulas temáticas y formales preexistentes era quemado en leña verde. Hoy ocurre lo contrario". Y todo esto, ¿qué propósito tiene? "En un mundo tan violento como el que vivimos, en un país tan violento como el mío, me interesaba hacerme una pregunta que ni la política ni la ciencia ni las tecnologías parecen hacerse. Ninguna habla de comportamiento evolutivo. ¿Sirve de algo la literatura, y la cultura, en una situación de violencia cotidiana?".

Aleksandar Hemon, la realidad entre comillas

El escritor bosnio charla sobre la literatura realista, que admira, pero de la que huye

El escritor bosnio Aleksandar Hemon. / Daniel Mordzinski./elpais.com

En busca de la gran novela, el lector se acaba encontrando con uno mismo entre tapas. Toda la magia literaria del recurso estilístico se reduce al espejo en blanco y negro. En ese personaje homónimo se encierra el hechizo de horas de lectura en soledad. Experto en esta brujería, Aleksandar Hemon (Sarajevo, 1964) ha conseguido con cinco libros compartir balda y renglón con Nabokov, Jonathan Franzen y David Foster Wallace. "Mis libros se convierten en realidad a través del acto de contar, pero no son una representación del contexto o la psicología social", explica el escritor durante su última visita a España.
Heredero legítimo de su colega ruso para parte de la crítica, en la primera pregunta se deshace de la comparación con elegante sencillez. "Primero debería escribir muchísimo más", asegura. "No pertenecemos a la misma categoría, es una comparación injusta para Nabokov". Nacido en Sarajevo, la ciudad de la guerra en los últimos años del siglo XX, y residente en Chicago desde 1992, la breve producción a la que se refiere se compone de las dos obras que Duomo ha publicado en España –El proyecto Lazarov y Amor y obstáculos— una tercera, solo en las librerías estadounidenses, The book of my life, además de sus dos primeras intervenciones literarias: La cuestión de Bruno y El hombre de ninguna parte.
"Nabokov planteó que la realidad había que contarla entre comillas", cita Hemon. Su trabajo se extiende en un catálogo de personajes que representan la experiencia humana, siempre bordeando la línea del realismo que explotan como símbolo de la nueva modernidad sus contemporáneos. "Me encanta Franzen, pero nunca escribiría una novela como las suyas". El proyecto Lazarov coincidió con el Gobierno de Bush –"al que odiaba y sigo odiando", precisa—, Hemon recuerda escribir páginas y páginas contra el gobernante y terminar con sus palabras hechas trizas. "No quería que mi personaje acabara diciendo lo que pienso, sino que adopte una posición diferente que le permita argumentar con otras. Mi objetivo es reconfigurar las categorías tradicionales".
En su librería manda, por repetidas lecturas, 'El Quijote'
En su librería, además del escritor estadounidense en liza, manda, por repetidas lecturas El Quijote. "Llevo uno cuantos años y unas cuantas generaciones escuchando que llega el final de la novela. Parece una crisis cíclica que debió empezar y terminar con Cervantes", sentencia. "Contar historias es una cualidad biológica del ser humano, no se puede usar el lenguaje sin contar, es imposible. No sé qué pasará con la forma, con el formato en el que se leerá o el futuro de la industria editorial, solo sé que es algo intrínseco a la naturaleza humana".
La literatura de Hemon está atravesada por el recuerdo de una guerra que le alejó de su casa y que al tiempo le permitió construir sobre el lenguaje su patria. Rehuye del término, no para alistarse como ciudadano del mundo, sino para revindicar la permeabilidad de la cultura y la paulatina extinción del término ‘nosotros’. "La gente ahora no intenta transformar su identidad, no tienen esa sensación de desarraigo como sucedía antiguamente. El melting pot ya no existe y esto asusta a mucha gente en Estados Unidos, por ejemplo".
Los medios de comunicación, las redes sociales y su habilidad de arrullar en la llamada aldea global imprimen una celeridad que el autor confronta con el sosiego de las letras. "Lo que me gusta de la literatura es que no produce un efecto inmediato sobre las personas como sí hace la política". Hemon limpia los libros de propaganda, sin negar el papel transmisor que han tenido hasta el momento: "No sé cómo reaccionará el mundo del arte, la verdad, en poco tiempo espero que salga algo positivo. La desesperación de no tener nada que perder, devolverá la esperanza".

6.12.12

Monge: "La revolución mexicana de 1910 no ha acabado"

"Muchos escritores están horas viendo series de televisión que deberían pasar leyendo". Emiliano Monge retrata el violento siglo XX mexicano en El cielo árido, premio Jaén de novela

El escritor mexicano Emiliano Monge. / ©Consuelo Bautista/elpais.com
“El Raskolnikov de Crimen y castigo y el príncipe Mishkin de El idiota, personajes tan distintos de Dostoievski, se parecerían, casi se tocarían, si no hubiera un narrador; la escritura no puede ser mecánica”, reflexiona sobre los problemas de la novela de hoy quien, dicen los expertos, es uno de los 25 escritores secretos más importantes de América Latina. De ser así, dejará de estar oculto mucho más tiempo no sólo por el calado de su discurso sino por el de su obra, como demuestra su tercer libro (segunda novela), El cielo árido, con la que Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) ha obtenido el 28º premio Jaén de Novela.
La violencia no empieza con el narcotráfico. La sociedad precolombina, visto desde nuestros preceptos morales, ya era cotidianamente violenta y ello se funde con los orígenes del país con los colonizadores, que son exsoldados, soldados y presos y lo peor de cada casa de los eclesiásticos y eso lo impregna todo
La conversación no empezó así pero podía haberlo hecho. Tampoco en este otro punto, pero para arrancar podría hacerse con su metáfora sobre su galardonada obra: “Es como si delante del Guernica de Picasso hubiera colocado un lienzo con unos agujeros dispersos e hiciera mirar al espectador a través de él. Esa tela muestra aquí la violencia en la que está sumido históricamente México a partir de momentos de la vida a lo largo del siglo XX del no menos violento Germán Alcántara Carnero, agujeros por el que podrán verse episodios de la Revolución, las guerras cristeras, la fundación del PRI, el imperio del narcotráfico… Germán Alcántara parece querer salir de eso al final de su vida. “Su reconversión es una metáfora de la de México intentando llegar a la modernidad, pero fracasan ambos”.
Es que es difícil salir de un entorno de un país como México que Monge cree que es intrínsecamente violento desde su fundación. Lo dice en la misma novela –“no imagina que un hombre puede irse de un lugar pero no puede marcharse de una historia”—y lo desarrolla fuera de ella. “La violencia no empieza con el narcotráfico. La sociedad precolombina, visto desde nuestros preceptos morales, ya era cotidianamente violenta y ello se funde con los orígenes del país con los colonizadores, que son exsoldados, soldados y presos y lo peor de cada casa de los eclesiásticos y eso lo impregna todo, hasta la literatura latinoamericana es fruto de ese cóctel; esa literatura, a diferencia de Europa, nace con la crónica y la crónica la escriben los soldados”.
Nada ayuda, ni tan siquiera el espacio físico, tremendamente determinista y buen detallado en el cielo árido, con un sol de justicia, la tierra seca, el viento y el polvo, que inquieta hasta los perros, abundantes y, a la vez, violentos y asustadizos en la obra. “El territorio ya de por si destila una violencia natural; se dice que en México no había caballos; si los hubo, lo que pasa es que se comieron; los canes, por ejemplo, fuera de Mesoamérica se utilizaron para evolucionar, para cazar; en América eran un alimento, lo que en Europa el cerdo”. Y puede que esto se haya acentuado en el último siglo, culminado con la violencia de la droga. “Si la justicia no trae igualdad… Sé que esto que digo no gusta en México, pero la revolución de 1910 no ha acabado y eso explica en parte la actitud del narcotráfico; hay quien se mete en ello, en sus huestes, como algo revolucionario, hay un punto de desquite con la misma sociedad”, ilustra el que otrora fuera estudiante de Ciencias Políticas. Silencio. “Hay que entender que lo que es violento es un lugar, no un personaje; por eso creo que quedará poco de la novela del narcotráfico, de gatilleros, porque es el espacio lo que está marcado por la violencia y captar eso es lo que lo convertirá en un texto duradero o no. Mundos como el de Tejas y Sonora se parecen más de lo que se cree por eso; esa fusión de universos del norte de México y el sur de EEUU es lo que hacen Cormac McCarthy o Roberto Bolaño”.
El narrador es un personaje más; yo soy el autor, que es distinto; ha de haber una distancia entre ambos, su voz no ha de tener cosas mías… Me molesta leer algo donde pueda rápidamente detectar quién lo escribió; lo que hacemos con eso es quitar a la literatura un pedazo de la literatura; el narrador no tiene una cámara, no debe actuar como tal
En su ambición de hacer un texto perenne, Monge no escatima ni recursos ni le atemoriza exigirle al lector. De entrada, haciéndole saltar en el tiempo por ese violento siglo XX mexicano. “No quería narrar linealmente; eso lo hace mejor el cine; la técnica funciona para explicar una semana o un día, pero no para la vida de una persona; toda vida tiene momentos fulgurantes y escogí unos que responden también a la historia de México”. Pero son momentos densos, barrocos, de fraseología nada corta, muy distinto en forma y fondo a su novela anterior, Morirse de memoria y, por descontado, de los cuentos de Arrastrar esa sombra. “Escribes para buscar; el 90% de esa búsqueda para un libro no te sirve, apenas el 10% y ese poquito es lo que ha de estar en el otro libro como arranque para seguir buscando”. Ese barroquismo está, como no podía ser de otro modo en la obra de Monge, justificado. “Lo que hay alrededor de esos agujeros en el lienzo no me importaba pero los momentos de cada hoyo, no: ahí debía ser muy preciso y detallado”. Y en esos momentos se demuestra su pasión por escritores como Juan Benet, Malcom Lowry o hasta James Joyce, pasión esta última que le ha llevado a ser el último miembro admitido hasta la fecha de la iconoclasta Orden del Finnegans que comanda Enrique Vila–Matas y Eduardo Lago, entre otros.
Cuando Monge ya tiene metido en el hoyo al lector, bien ensimismado en su atmósfera, le da un cachete del tipo: “El cura que siete líneas después de ésta va a estar muerto…”, rompiendo todo clima. “Soy de los que sigo creyendo que el narrador es un personaje más; yo soy el autor, que es distinto; ha de haber una distancia entre ambos, su voz no ha de tener cosas mías… Me molesta leer algo donde pueda rápidamente detectar quién lo escribió; lo que hacemos con eso es quitar a la literatura un pedazo de la literatura; el narrador no tiene una cámara, no debe actuar como tal”.
Esa influencia tácita del cine y la televisión explica, a su entender, la eclosión de la autoficción hoy en la narrativa, casi una pandemia a ojos de este escritor que se admite aprensivo, como se ve por detalles en la novela. “Mi generación está demasiado empeñada en la autoficción”, dice, taxativo. ¿Por qué? “Porque están escribiendo sobre sus padres; lo que aquellos no cerraron lo hacen sus hijos. El 68 fue una derrota terrible; esa generación perdió, sobre todo en América Latina: dictaduras, la revolución sexual fracasada… y eso no lo cerraron, no se contó y lo están contando sus hijos; nuestro ciclo está siendo el mismo que el de ellos. Por eso se está explorando en tantas direcciones en la narrativa latinoamericana hoy, buscando sobre ese ciclo o separándose de él”, expone. Y piensa en esa última línea, en positivo, en nombres como Patricio Pron, Guadalupe Nettel o Alejandro Zambra.
Muchos escritores de hoy se están horas viendo series de televisión que deberían pasar leyendo. Las series están robando la cabeza a los escritores que el narrador es un personaje
En su caso, insiste que a él le interesa “la literatura del narrador-narrador, la del que tiene una voz poderosa y es también personaje de la historia”. Por eso, dice, “no creo en talleres; la mejor escuela es leer”. Y las mejores clases se las han impartido Rulfo, Dostoievski, Balzac… pero, sobre todo, Emmanuel Bove, el francés del gran sentido del detalle. “Reúne la tradición de los que cuentan con los que cómo lo cuentan. Mis amigos me parece un gran libro”. Y cuando tiene lo que llama “un bache lector”, sin duda las tragedias de Shakespeare: “sobre todas, Coriolano, la que mejor refleja las contradicciones del hombre”
Tiene Monge tiempo para leer en esta Barcelona en la que lleva viviendo más de cuatro años, no sin cierta sensación de tedio. “Es algo que no experimenté nunca antes: es muy cómodo vivir aquí; echo a faltar el caos, el ruido de fondo de México que genera el no vivir tan bien; la crisis económica está tapando la cultura, que es grave: pero la crisis hará recordar aspectos que no deberían haberse olvidado; pero por ahora no veo mucha gente con energías suficientes para hacer cosas distintas y en cambio siempre están preocupados por lo que se hace en EEUU y obsesionados por ir allá, cuando se trataría del revés. Por eso se explica que la gente esté más interesada por Jonathan Franzen que por McCarthy, preferencia que no entiendo”.
Monge domina el tiempo también porque, como se intuye, tiene una relación particular con el mundo narrativo de la televisión. “Muchos escritores de hoy se están horas viendo series de televisión que deberían pasar leyendo”. ¿Una caja maligna? “Las series están robando la cabeza a los escritores que el narrador es un personaje; el cine no tiene narrador, no tiene conciencia porque lo es la cámara, y los escritores adictos a ese cine y a las series quieren narrar como narran las cámaras; la gente escribe como las series y parte de la eclosión de la autoficción tiene que ver con ello. Veremos de aquí a unos años de qué tamaño será la huella que habrá dejado este influjo”, sentencia. Y reivindica el sector: “Debemos hacer libros porque con la crisis la gente volverá al libro, las crisis siempre mueven algo, la gente se pregunta y muchas de las respuestas están sólo en los libros, en la literatura”. En la suya, también.

5.12.12

Alessandro Baricco rinde un homenaje al oficio de escritor en 'Mr Gwyn'

"Con mucha fe y amor" hacia este trabajo desde las páginas de su último libro Mr Gwyn, y que es la semilla de su próxima novela, ya publicada en italiano, Tres veces al amanecer, según ha explicado en rueda de prensa en Barcelona
Alessandro Baricco rinde un homenaje al oficio de escritor en Mr Gwyn./lainformacion.com
'Mr Gywn' aborda el caso de un autor de éxito que decide dejar de publicar --algo que Baricco ha tenido que desmentir constantemente en su caso-- para dedicarse a escribir retratos de personas, y que resulta ser una "historia sobre el oficio y sobre el gesto tan bonito que es escribir".
Después de Emaús, con una escritura "severa y angulosa", Baricco se propuso relatar un texto transparente y de cristal, lo que ha logrado con Mr Gwyn, tras ocurrírsele la idea de un 'escritor de relatos' mientras veía una exposición de cuadros.
Lejos de resultar una quimera la posible escritura de retratos en lugar de pintarlos, en la novela, que es metaliteratura en torno al oficio del escritor, aparece un sólo retrato, que es también la primera escena de su novela Tres veces al amanecer, que se desarrolla en el 'hall' de un hotel cuando un hombre que se dirige a trabajar se cruza con una mujer que acaba de volver de una fiesta.
Baricco ha confesado que tras la escritura de esta novela ha cambiado su forma de ver el oficio, de la mano de un protagonista "muy lento y preciso en la construcción de los retratos", y ha confesado haber tratado también de escribir retratos.
LIBROS Y PERSONAS
Entre líneas, el autor italiano ha querido poner sobre la mesa el vínculo entre los libros en las personas: "Somos páginas de un libro que nadie ha escrito jamás", dice Barrico, quien considera que las personas no entienden la historia de la que son protagonistas.
"Los narradores hacen esto: crean una historia y la gente se reconoce en determinadas páginas", explica Baricco, en una alusión a los retratos que busca hacer su protagonista, Mr. Gwyn, que tratan de captar la historia de las personas en escasas páginas.
Para el autor, "cuando se lleva a las personas adentro de una historia, da la impresión de que las personas vuelven a sus casas".
Baricco, que asume verse constantemente reflejado en las páginas de J.D. Salinger y rendirle un homenaje constante al autor de El guardián entre el centeno protagonizado por el joven Holden, ha confesado también su gusto por los personajes que desaparecen.

4.12.12

El escritor que huyó de la guerra

Nacido y criado en medio del fuego cruzado de varias guerras civiles, Horacio Castellanos Moya es uno de los escritores más poderosos en lengua española hoy. Periodista, amenazado de muerte por culpa de uno de sus primeros libros, exiliado más de una vez, escritor errante, habló sobre escritura, violencia, guerras y el proceso de paz  colombiano

El escritor Horacio Castellanos Moya, es autor de Baile con serpientes, una poderosa novela negra./revistaarcadia.com
Las novelas de Horacio Castellanos Moya tienen un indescifrable ingrediente adictivo, un poder magnético. Sus diálogos secos y precisos, sus monólogos vociferantes, sus melancólicos y muchas veces desastrados personajes, la violencia que está siempre ahí, forman una de las obras literarias más apasionantes de la literatura en español. Tras vivir en ciudades tan disímiles como México, Tokio y Frankfurt, Castellanos Moya es hace ya varios años profesor visitante en la Universidad de Pittsburgh.
Como periodista, usted cubrió la guerra civil en su país. Y volvió a El Salvador a fundar una revista tras uno de sus exilios. ¿Se ha mantenido intacta su fe en la función del periodismo en los procesos democráticos?
Tengo más de ocho años de no ejercer el periodismo y cada vez leo menos periódicos y con menos entusiasmo. No tengo televisión en casa. Lo que le diga, pues, será sesgado. Me parece que, en ciertas circunstancias, el periodismo puede tener una función muy positiva en los procesos democráticos, sobre todo en sociedades polarizadas, carentes de posiciones intermedias, que están emergiendo de intensos conflictos armados... Pero el problema es que, al final de cuentas, los medios responden a los intereses de sus dueños, y si los dueños responden a los intereses de las grandes corporaciones, y de los políticos pagados por estas, pues el medio se convierte en un instrumento para defender esos intereses. En los tiempos que corren, caracterizados por la gran concentración de capital en pocas manos a nivel planetario, el periodismo cumple un rol subsidiario, ha dejado de ser ese cuarto poder que se creía y a veces juega, lamentablemente, el papel de perro de presa. Por supuesto que siempre habrá excepciones y que también es cierto que gracias a Internet han surgido nuevas opciones.
En su obra reciente usted se ha referido mucho a su propia familia. ¿Nos podría hablar un poco de las filiaciones políticas de su familia? ¿De la memoria que guarda del conflicto en su infancia?
Esa es una historia larga y, como usted dice, me ha servido de materia prima para escribir varias novelas, en las que por supuesto las situaciones se distorsionan y se exageran. Yo soy, al igual que Augusto Monterroso, nieto de abogado y de coronel; en mi caso uno hondureño y otro salvadoreño, ambos muy conservadores: mi abuelo materno fue durante ocho años el fiscal general del dictador hondureño Tiburcio Carías y luego presidente del Partido Nacional; mi abuelo paterno fue gobernador de su provincia durante la dictadura del general Maximiliano Hernández Martínez –aunque hubo una rama de mi familia paterna que fue comunista, incluso mi primo hermano era secretario general del Partido cuando murió de una amibiasis en Moscú. ¿Mi memoria de los conflictos en mi infancia? Está desperdigada en varias de mis novelas: golpes de Estado, atentados y la guerra entre El Salvador y Honduras en 1969. Aunque a estas alturas, para serle sincero, ya no estoy seguro si ciertos hechos sucedieron o me los he inventado.
¿Por qué se exilió?
Por sentido común y porque no tengo vocación de héroe.
En un ensayo autobiográfico, usted se refiere a un poeta que resulta ser usted mismo. Al final se ve cómo la política se cuela inevitablemente en una vida cuya vocación es la literatura. ¿Es imposible escapar de la política para un verdadero escritor?
En mi caso era imposible: salí de la adolescencia mientras comenzaba una guerra civil, que es la política llevada hasta el delirio. No había forma de escapar; nadie escoge sus circunstancias históricas. Pero estoy seguro de que para la mayoría de escritores en otro espacio y otro tiempo sí es posible escapar de la política. Y qué bueno. La política puede ser una peste para el escritor.
Su marca de agua es una desencantada y sostenida diatriba literaria. Y en ella, una aparente desilusión tanto con la derecha como con la izquierda. Pero hay muchos escritores que participan activamente en política. García Márquez apoyó a Pastrana, Vargas Llosa a Piñera, Elena Poniatowska a López Obrador. ¿Qué opina de la cercanía de tantos escritores e intelectuales latinoamericanos al poder político?
Ningún acto de esa naturaleza es gratuito. Supongo que lo hacen movidos por un interés y que obtendrán réditos. Ya lo decía Jacques Chirac sobre la relación entre De Gaulle y Malraux: “En todas las civilizaciones, los cabecillas tienen bufones. Eso los relaja...”.
¿Ha pensado en volver a vivir al Salvador?
A veces regreso por cortos períodos para ver a mi familia y a mis amigos. Planes de volver, a instalarme, no tengo.
Su obra se ha comparado (por su propia voluntad, si se quiere) con la Thomas Bernhard. ¿Sería justo decir que el odio es un motor efectivo para usted a la hora de escribir? O si este sustantivo es equivocado, ¿cuál sería la palabra justa en su caso?
No sé si la palabra “odio” sea precisa en el caso de Bernhard. Ciertamente este forma parte de una tradición austriaca de escritores vociferantes: su principal antecesor era Karl Kraus, de quien heredó el recurso de la sátira, la insaciabilidad en el ataque y un tipo de “sustancia homicida”, tal como la llamaba Canetti. En mi caso, me siento más cerca de la definición de Cioran: dijo que escribía por rencor, para ajustar cuentas consigo mismo y con el mundo. Me identifico mucho con esta idea.
En su obra parece subyacer la idea de que la violencia es nuestros países es un mal endémico. No hay esperanza de que desaparezca. Solo se transforma. ¿Ha perdido usted la esperanza en la idea de un futuro sin violencia?
La violencia desaparecerá cuando desaparezca el ser humano. No hay ser humano sin violencia. Lo que se denomina el proceso civilizatorio busca controlar socialmente esa violencia, reencauzarla, pero no puede hacerla desaparecer del corazón del hombre. Y tampoco hay que hacerse ilusiones en cuanto a la irreversibilidad de los estadios avanzados de civilización: pueblos muy ilustrados han caído de la noche a la mañana en la barbarie. Los ejemplos sobran.
Mucha de la literatura que se publica hoy en América Latina parece haberle dado la espalda a la discusión sobre la violencia política. ¿Cree que hay un cansancio, una sensación de derrota ante las posibilidades de la literatura como herramienta para arrojar luz sobre el origen de los conflictos del continente?
Cada generación es fruto de sus circunstancias históricas, tenga conciencia de ellas o no. Yo pertenezco a la última generación de escritores latinoamericanos que creció bajo la idea de la utopía revolucionaria. Esa idea desapareció, en verdad la barrió del mapa la contrarrevolución de Ronald Reagan. A las nuevas generaciones no les interesa la política porque su modelo es el escritor estadounidense a quien, en vez de la política, lo que le preocupa es el mercado. El modelo que ahora impera es el éxito y la celebridad. Ya vendrán otros tiempos.
A diferencia de lo que sucedió en la Europa del siglo XX, en nuestros países la violencia es sufrida mayoritariamente por gente pobre, sin educación. Eso hace casi imposible la llamada literatura del testigo, como la de Améry o Levi. ¿Qué retos impone esta realidad en usted como escritor?
No estoy seguro de que su afirmación sea completamente cierta. Al menos en Uruguay hay escritores que padecieron cárceles y torturas y que ahora escriben sobre ello. Pero claro, los nazis dejaron vivos a Améry y Levi, mientras que los militares argentinos no se permitieron esa pifia con Rodolfo Walsh y Haroldo Conti. ¿En cuanto a los retos que esa realidad me impone? Yo rehúyo de cualquier cosa que se le quiera imponer a mi imaginación, a la libertad de crear, a la libertad de destruir esa realidad para escribir otra, probablemente más horrible y verdadera.
En algunas novelas, usted incorpora personajes históricos, dictadores con nombre propio. ¿Encuentra hoy más poderosa la literatura de no ficción?
Yo escribo de novelas de ficción y los personajes en mis obras son de ficción, no reales ni históricos. Las ocasiones en que he mencionado por nombre propio a alguna personalidad histórica lo he hecho con el mismo sentido con que menciono una marca de autos: son parte del paisaje, del espíritu de la época, ayudan a explicar pensamientos y acciones de mis protagonistas, pero nunca han sido mis protagonistas.
¿Ha seguido el incipiente proceso de paz colombiano en la prensa? ¿Basado en su experiencia, cree que tiene posibilidades de llegar a buen puerto?
Toda negociación depende de la correlación de fuerzas militares y políticas. Por lo que he leído en los periódicos me parece que en Colombia lo que se negocia es la capitulación de una guerrilla arrinconada y con pocas opciones. En tal situación, dependerá en buena medida de la audacia y de la generosidad del gobierno encontrar una forma digna para que esa guerrilla se desmovilice e incorpore a la vida civil. Colombia ganará mucho si deja atrás esa morbosa pasión, común a varias naciones latinoamericanas, de estarse matando a sí misma.
Se podría pensar que muchas guerras parecen no tener fin porque la gente no olvida sus muertos, y la sed de venganza no acaba. Es decir, que la memoria a veces puede ser peligrosa, o que el olvido no siempre es malo. ¿Puede convertirse la memoria en un arma de doble filo? Si la función de la literatura es la de fijar la memoria...
No me gusta hablar de “la función” de la literatura; lleva a muchos malos entendidos. La literatura da una visión de la época que no da la historia ni la política. La especificidad de la literatura es meterse en el ser humano, bucear en sus partes escondidas y en la forma en que percibe y actúa ante el mundo de afuera, ante los hechos. En tal sentido la literatura siempre será subjetiva. Puede contribuir a fijar una memoria de los hechos, pero desde la lateralidad, desde la paradoja y la incertidumbre.
¿Qué utilidad le ve usted a las comisiones de la verdad en estos países?
Depende de la situación política en la que surjan, de la negociación de la que hayan sido fruto. En todas ellas, sin embargo, hay una función fundamental: reivindicar a las víctimas, reconocerlas, darles existencia, de tal forma que los sobrevivientes puedan experimentar una forma civilizada del luto.
¿Cree usted que los conceptos de izquierda y derecha siguen vigentes? ¿Tiene todavía Marx algo que decirnos a los latinoamericanos?
La idea de izquierda y derecha viene de la Revolución francesa; Marx usaba los conceptos de proletariado y burguesía. Todos esos términos son viejos, no representan lo que antes representaban, del mismo modo que nacionales y liberales, bolcheviques y mencheviques y tantas otras denominaciones. Lo que no cambiará, sin embargo, es la tendencia del ser humano a entender el mundo a partir de opuestos. Y ese rasgo seguirá presente en la política, no importa qué conceptos se utilicen para denominar a las dos fuerzas opuestas y enfrentadas: tecnócratas versus populistas, anversos versus reversos, etcétera.
En Colombia, la mayoría de los escritores que leemos son jóvenes blancos, urbanos, de clase media o alta. ¿Cómo cree usted que ese hecho repercute en la literatura que estamos leyendo?
Le faltó decir jóvenes, blancos y “guapos” (o guapas, si son chicas). Es la época del marketing: de lo que se trata es de complacer el ojo del comprador, con una imagen atractiva, y así convencerlo de que luego lea el libro que endulzará sus oídos. ¿Qué editor quiere a un viejo prieto, trompudo y malencarado en la solapa de su libro? Aún quedan algunos, por suerte... Ahora bien, con respecto a su pregunta, un buen escritor siempre tratará de ir más allá, de arriesgarse en otras latitudes y profundidades, y buscará romper los factores condicionantes de edad, raza y extracción social que puedan constreñir su aventura creativa, su obra. Si los escritores colombianos a los que usted se refiere no logran ir más allá, entonces están en problemas. Yo he leído a algunos que sí lo logran.
García Márquez dijo que la literatura solo tiene dos temas: el amor y la muerte. ¿Esta de acuerdo?
¿Alguien escribe aún del amor?
Muchas grandes novelas (su propia obra) han tenido como idea central la imposibilidad de escapar al destino. ¿Es la literatura para usted entonces la antítesis de la política, cuya promesa es exactamente esa, la de que es posible cambiar el destino?
La idea del destino, al menos la que heredamos de los griegos, está en el origen de la tragedia, que consiste precisamente en no asumir ese destino y querer cambiarlo. La religión y la política nos venden, una en el más allá y la otra en el más acá, la promesa de cambiar el destino; ambas viven de ofrecer lo que podría ser, la felicidad que vendrá. La literatura, en cambio, refleja lo  que el hombre es, lo que se ve de él y lo que no se ve, su claridad y su oscuridad... Y sí, me parece que mis libros abrevan mucho en la tragedia y que, por lo mismo, enfrentan a los personajes con su destino.
¿Qué está escribiendo ahora?
Nada. Terminé recientemente una novela, titulada El sueño del retorno, que será publicada el próximo año. Veremos qué es lo que sigue.

Dejar todo para escribir

La fragilidad humana es uno de los temas que plantea la escritora británica Rachel Joyce en su primera novela, El insólito peregrinaje de Harold Fry


William Blake, el grandioso poeta, artista y visionario inglés escribió, al fin del siglo XVIII, en El matrimonio del cielo y el infierno: “Antes asesina a un niño en su cuna que nutras deseos que no ejecutes”. Rachel Joyce siempre quiso ser novelista. Era un deseo que guardó durante su carrera de actriz y de autora de obras de radioteatro para la BBC. Tarde en su vida, pero todavía a tiempo para arrancar una segunda carrera como escritora (hoy tiene 49 años), Joyce se animó a sentarse a escribir. Cortó con todo para dedicarse a la tarea. Escribía de noche mientras su marido y sus cuatro hijos dormían. A veces paraba el auto para escribir al costado del camino. Al fin le fue bien, su novela El insólito peregrinaje de Harold Fry se ha publicado en más de 30 países. Y tiene toda la pinta de ser una especie de Forrest Gump inglés cuando, inevitablemente, llegue al cine. Harold, un señor gris, tímido, gentil y jubilado, recibe una mañana una carta de una vieja compañera de trabajo que se está muriendo de cáncer. Harold está en el punto más al sur de Inglaterra; la amiga al norte. Lo que comienza como una caminata de una cuadra para enviar una postal termina siendo una caminata de mil kilómetros en la cual atraviesa el país entero. Harold se convence de que mientras esté caminando su amiga no se podrá morir. Hablamos con Joyce por teléfono. Estaba en su casa en Gloucestershire, en el sur-oeste de Inglaterra, a 150 kilómetros de Londres. 

-¿Como fue escribir la novela? Leí que dejó todo para hacerlo.
-Sí, hice eso. Dejé absolutamente todo. Pero también era en parte porque hace tanto tiempo que quería dejar todo. Creo que una conocida me había comentado que estaba haciendo un curso de escritura y sentí mucha envidia. Pensé: ‘ella está haciendo lo que realmente quiere hacer’. Y por más que había estado escribiendo dramas para la radio desde hacía años, y lo amaba, lo que quería hacer era escribir un libro. No es que no había estado escribiendo prosa, pero nunca se lo había mostrado a nadie.

-¿Le dio miedo tomar esa decisión de comenzar en serio?
-Sí. Pero tuve suerte, porque me di cuenta de que había elegido una historia que, por mi buena fortuna, trataba de una persona que también estaba tomando un gran riesgo, un gran salto de fe. Y sentí que al escribir el libro yo estaba haciendo lo mismo que Harold. Sentí que Harold y yo estábamos embarcados juntos en un viaje. Hubo momentos en los cuales pensé: ‘Es fácil. Si sólo sigo escribiendo, llegaré a la meta’. Y hubo otros días en los cuales pensé que no iba a poder hacerlo. Entonces usé todo eso, casi literalmente, al escribir sobre las dudas de Harold en su camino.

-¿Escribir dramas para una radio como la BBC no le era suficiente como para sentirse en paz como escritora?
-Me sentí escritora y amo escribir para la radio. Seguramente lo seguiré haciendo. Pero creo que sentía que había pasado un largo tiempo contando cuentos a través del diálogo y realmente quería la libertad de usar otras formas narrativas. Y también poder saltar de un lugar a otro de una manera que no se puede en la radio. En un libro puedes entrar en detalles físicos, puedes entrar en un paisaje, puedes entrar en la memoria de alguien. Quería tener esa amplitud. La radio, como disciplina, es muy buena para un escritor porque tiene que ser muy estricto sobre cómo narrar el cuento. Porque tienes poco tiempo. En una obra de teatro de radio, acá, son cuarenta y cinco minutos, es decir unas 7.500 palabras en la cual tienes que contar un cuento y cautivar al oyente. Entonces aprendes mucho sobre ser estricto, sobre el problema de desviarte de lo central y asegurarte que cada temática hace progresar al relato.

-¿Ha hablado con sus lectores? ¿Tiene idea sobre qué piensan de la novela?
-Ese es el aspecto de todo esto que no me imaginaba para nada, porque cuando escribes para la radio hay mucho silencio desde el otro lado. Una obra para radio viene y va y creo que nadie ni siquiera se da cuenta quién la escribió. Yo estaba perfectamente contenta con eso y pensé que iba a ser más o menos lo mismo con la novela. Pero el interés que ha habido con el libro y conmigo misma ha sido una gran sorpresa.

-¿Sabe que el cineasta Werner Herzog hizo una caminata parecida a la de Harold Fry? Cruzó Europa a pie para postergar la muerte de una gran amiga.
-Sí, lo sé, pero no me enteré hasta después de escribir mi novela. Y me alegro porque creo que me hubiera inhibido seguir escribiendo. Pero he oído varios ejemplos similares. Mientras que escribía sabía que no estaba inventando nada nuevo. Sentí al escribir el libro que estaba jugando con una idea muy, muy antigua.

-¿Qué aprendió al escribir la novela? ¿Cuál fue la moraleja privada para usted?
-Siempre hay razones para no hacer las cosas. La gente me pregunta, ‘¿Por qué Harold no se compró zapatos de caminar?’, por ejemplo. Yo pensé que era muy importante mostrar que hay momentos en la vida en los que te das cuenta de que no necesitas las cosas que a veces creemos hacen falta para hacer determinadas cosas. Entonces para mí, escribir simplemente se trata de sentarse y sentarse y sentarse con una misma idea. Y de ser tan fiel a esa idea como puedas. Tienes que ser brutal y honesto contigo mismo, y arañar y arañar y arañar hasta que llegas al final. Creo que se trata de eso.