, nos dice Cortázar.
En las primeras páginas de La fascinación de las palabras, un extraordinario libro-entrevista con su amigo Omar Prego (una entrevista que duró dos años, de 1982 a 1984, año de su muerte), Julio Cortázar hace una afirmación asombrosa. Omar lo interroga sobre el sentido de la escritura (es la típica pregunta estilo "¿Por qué escribís?") y Cortázar evoca su infancia confesando que de niño (esto, dice, le sucedía hacia los siete años) había vivido una especie de "diferenciación" entre las palabras y los objetos que éstas designan: "Entré en una etapa que habría podido ser peligrosa y desembocado en la locura: quiero decir, que para mí las palabras empezaron a ser más importantes que las cosas mismas". Omar le pregunta si no era una suerte de sustitución de la realidad. Y Cortázar: "La fascinación que me producía una palabra (...) Yo estiraba el dedo y escribía las palabras, las veía armarse en el aire, palabras que eran, muchas de ellas, palabras fetiches, palabras mágicas (...) Y en ese momento en que empecé a jugar con las palabras (...). Cuando descubrí los palíndromos (yo no sabía que existieran pero en un libro encontré el primero, el clásico, ese que dice "Dábale arroz a la zorra el abad" que es una frase muy larga) cuando la escribí en el papel o en el aire me di cuenta de que decía la misma cosa, me sentí instalado en una situación de relación mágica con el lenguaje".
Este niño que corrió el riesgo de la locura y que había entrado en una relación mágica con el lenguaje conoció una diferenciación lógico-lingüística que lo llevó a un mundo meta-empírico, un mundo donde el significante se había separado del significado yéndose por su lado o adquiriendo una vida misteriosa que se desarrollaba en otra dimensión lingüística, como si el pequeño Julio hubiera llegado al conocimiento de una lengua auroral e inefable. Como si pensase en minoico o por jeroglíficos.
Otras realidades
De la diferenciación semántica a la distancia ontológica, de un significante autónomo y paralelo a un universo de significados igualmente autónomos y paralelos, el pasaje parece ineluctable. Y Omar Prego lo capta de inmediato: "En tus cuentos siempre se produce un deslizamiento, a veces casi imperceptible, que nos lleva a otra realidad, se dobla una esquina peligrosa y se ingresa a un mundo otro". Y Cortázar responde de manera incomparable, evitando explicar su literatura y limitándose a la evocación de la infancia. "Se daría como una consecuencia fatal de esta toma de posición frente a la realidad que yo advertí en mí desde muy pequeño y que además asumí contrariamente al caso de otros niños. Yo recuerdo a compañeros de mi edad que en un principio eran capaces de participar un poco en esa visión diferente que yo tenía. Cuando éramos muy amigos yo me atrevía a hablarles en confianza, a trasmitirles, un poco, esas reacciones mías ante las cosas y ante el idioma, ante las palabras. Pero muy pronto advertí que a medida que pasaban los meses –el tiempo va rápido en la infancia–, a lo sumo un año, ellos finalmente habían optado quedarse 'de este lado' (el subrayado es mío).
Hay una palabra fuertemente ambigua sobre la cual debemos entendernos para hablar de Cortázar: lo fantástico. Por convención, Cortázar pertenece a la "literatura fantástica", definición que significa todo y nada y que nace sólo de la necesidad de poner orden en algo que orden no tiene, la literatura, clasificándola por géneros, especie y familias como se hace en el reino natural.
La clasificación de Linneo es fundamental para la botánica pero en literatura resulta insensata: puede aceptarse su criterio por la comodidad de la comprensión inmediata ("literatura de viajes", "literatura policial", "literatura rosa", "literatura de horror", etcétera) pero a nadie se le ocurriría incluir a Anna Karenina en la "literatura rosa", La línea de sombra en la "literatura de viajes" o El pozo y el péndulo en la "literatura de horror". Por otra parte, si quisiéramos incluir la obra de Cortázar en la llamada "literatura fantástica", la presunta biblioteca de lo "fantástico" resultaría infinita, empezando por la noche de los tiempos con Gilgamesh, la Odisea, El asno de oro, hasta Orwell y Kafka.
Hace unos años, Tzvetan Todorov publicó un ensayo brillante sobre la "literatura fantástica" lleno de clasificaciones y subdivisiones especiosas. Nadie niega la buena utilidad del manual universitario, pero es un trabajo totalmente insuficiente cuando del problema del orden clasificatorio y nomenclador, el verdadero problema, como sucede en Cortázar y los grandes escritores de su nivel, pasa al orden puramente filosófico: ¿la realidad en la que vivimos es de verdad real o es solamente la cara visible de una realidad "otra"? La pregunta se relaciona con todos los escritores que se plantearon el interrogante, desde Pirandello y Pessoa, hasta Borges, obviamente hasta Kafka, y más arriba, hasta Shakespeare, Calderón y Cervantes.
Quienes eventualmente pueden arrojar algunas luces sobre lo que por convención definimos "literatura fantástica", son los filósofos que investigaron la literatura. Roger Caillois, por ejemplo ( Au coeur du fantastique , 1965), define lo fantástico como "un escándalo, un desgarramiento, una irrupción insólita, casi insoportable en el mundo real" o una definición todavía más cortante, como "una ruptura del orden reconocido, una irrupción de lo inadmisible en el interior de la inalterable legalidad cotidiana".
Y en referencia a ciertos textos pirandellianos donde el límite entre real y fantástico es fragilísimo y superable con una desviación lógica, Remo Bodei habla de un sentimiento palíndromo que nos recuerda las afirmaciones de Cortázar: no sólo la realidad es reversible, sino también el sueño, para acomodarse una al otro, ambos en su "revés": "Los protagonistas de Rimedio: la geografia y de otra novela breve, La carriola no se reconocen en su vida y ven la realidad como un sueño invertido; dudan, efectivamente, de lo que es empírica y lógicamente más cierto y consideran en cambio verdadera la 'rêverie' de los deseos insatisfechos", dice Bodei. "Contando un viaje en tren, la voz narradora de La carriola expresa con precisión el vago sentimiento del atractivo imprevisto de una vida no vivida, la nostalgia punzante por todas las posibilidades no realizadas".
Si para el personaje pirandelliano la vida no vivida que por un instante sustituye la vida real del protagonista y la expulsa es el ' phantasma ' (en el sentido etimológico del griego antiguo del término), la aparición extranatural de una vida que nunca se condensó o transustanció en lo real y permaneció en la dimensión de lo posible, la literatura de Cortázar indaga análogamente 'más allá' de lo real, en el misterio de las cosas, como en busca de su esencia, en una suerte de caverna de Platón al revés: no son los objetos que gracias a la luz proyectan sobre las paredes de la cueva sombras ilusorias que nosotros creemos reales, son las sombras, los ' phantasma ', las esencias de las cosas las que proyectan sobre la pantalla del mundo todo lo que nos rodea y que llamamos real.
Juegos combinatorios
Vuelvo a la "confesión" de Cortázar sobre el extraño fenómeno que le ocurrió en la infancia: las palabras que se "diferencian" de las cosas que designan para formar una realidad independiente y autónoma que difiere de la realidad visible. Y pienso en cuántos personajes infantiles pueblan sus cuentos. O personajes adultos que ponen en práctica la misma estrategia, una suerte de "brujería" que les permite fijar la mirada en la realidad del ' pragma ' y abrir allí fisuras abismales.
En esas palabras que vagan en el aire formando una realidad totalmente suya, hay algo de Plotino, obviamente, y también ciertas alusiones a la metafísica de Spinoza, como un enjambre de pensamientos que de entidad colectiva se convierte en entidad individual y se condensa en una criatura. En Cortázar, una criatura que se llama "una historia para contar".
Y siempre a propósito de la infancia, de cierta manera de superar los confines de lo real; me viene a la mente Françoise Dolto y su expresión de " génie propre à l'enfant " (genio propio del niño), algo que para el niño es un juego pero más que un juego: un desdoblamiento, una inversión, un modo inconsciente de eludir el obstáculo que tenemos delante de los ojos para mirarlo desde la otra parte.
A Cortázar le gustaban los juegos combinatorios, el cálculo de probabilidades, las infinitas posibilidades de la matemática. Pero su universo narrativo no se limita al juego del Oulipo (Taller de Literatura Potencial) o a los mecanismos de composición de las gramáticas narrativas estructuralistas.
Lo que le interesa es la magia que está por debajo de las combinaciones; no los números, sino el álgebra misteriosa de la Cábala. Algunos de sus cuentos son una zambullida vertiginosa en las matemáticas que hacen pensar en Pico, en Gerolamo Cardano o en las hipótesis de la física moderna, en la posibilidad de otra realidad paralela a la realidad que vivimos y de la que ésta es un doble que difiere de aquella por un " presque rien ", una insignificancia que además es el revés de la realidad tangible, quizás especular respecto de ésta pero capaz de engullirnos como un abismo.
Por lo tanto, no el azar que deriva de arrojar los dados como querría Mallarmé, sino el principio del azar, como si hubiera una estructura previa insondable inherente a todo lo que es, en cada elección, en cada gesto que hacemos cada día. No es el destino el que guía los cuentos de Cortázar, es un predestino, un algo superior que lo precede y que determina el destino mismo.
En este inquietante anillo de Moebius se desarrolla toda su literatura, ya sea la narrativa "mayor", la novelesca o incluso estructurada en el cuento, ya sea aquella aparentemente menos estructurada, volcada al intermezzo, al capriccio (pienso en La vuelta al día en ochenta mundos), a la rareza (Historias de cronopios y de famas), al acorde tocado en sordina en la noche, como las pocas notas de un enamorado escondido en el jardín que desaparece apenas se enciende la ventana de la amada (los textos sobre los admirados Keats y Lezama Lima).
Y entonces empezamos a sospechar que esa "insignificancia", ese intervalo entre lo que somos y lo que quizá seamos, ese intervalo infinitesimal en el aparente fluir sin solución de continuidad de nuestra vida, justamente eso es nuestra verdadera vida. "La verdadera vida está en otra parte", escribió Rimbaud, pero esa "otra parte" está junto a nosotros, a un milímetro de donde nos encontramos, pero paralelo a nuestra mirada. O está detrás. Y lo que es paralelo a nuestra mirada o está detrás de nosotros no es visible: para percibirlo hace falta una mirada oblicua o "los ojos en la nuca", como Cortázar.
No sé si él es un microscopio o un binocular girado al revés: en general las dos cosas juntas, en el mismo cuento, en la misma página, y por eso crea un Unheimlich inédito, un híper-Perturbante: lo que era infinitamente pequeño adquiere dimensiones inusitadas, lo que estorbaba nuestro espacio con su mole se aleja a una distancia estelar.
Esperaba con impaciencia los 'Papeles inesperados' en el planetario de Cortázar que el editor Einaudi ha dado a conocer prácticamente en su totalidad al lector italiano. Son como la cola del cometa que vuelve más cometa a la estrella o la Vía Láctea que irrumpe de improviso en el cielo nocturno volviéndolo más luminoso.
Pequeño es nuestro tiempo y angosto nuestro espacio, pero es infinito el universo que atraviesa la Vía Láctea y el universo infinito somos nosotros, nos dice Cortázar, nuestra capacidad de imaginar el infinito.
© Antonio Tabucchi y Clarin, 2011. Traducción de Cristina Sardoy