Quizás en pocos sitios como en Cuba la relación entre literatura y
política sigue siendo tan intensamente marcada por los últimos treinta
años de historia latinoamericana, por los avatares de la izquierda, el
comunismo y hasta los cambios del siglo veintiuno en la región. Y
Leonardo Padura, el autor de exitosos policiales que deleitan a sus
lectores cubanos y también de la reciente novela sobre León Trotsky, El
hombre que amaba a los perros, acepta contestar cada uno de los puntos
más ásperos de ese núcleo central, dramático y aun utópico llamado Cuba.
Por qué se quedó, por qué es crítico de ciertas políticas y apoya
otras, en qué consiste ser un escritor cubano, son algunos de los
interrogantes que responde en esta entrevista realizada en Buenos Aires
durante su paso por la Feria del Libro
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Leonardo Padura Fuentes, autor de El hombre que amaba los perros./pagina12.com.ar |
El tipo es
tranquilo pero algún “qué coño” se le escapa, sobre todo cuando habla de
la libertad crítica, y en ese momento la mirada se le hace más
enérgica. A Leonardo Padura (La Habana, 1955) los cubanos se le acercan
para preguntarle por Mario Conde, su personaje de policial negro, como
si fuera alguien de carne y hueso. Otros, dentro y fuera de Cuba, siguen
intrigados por El hombre que amaba a los perros, publicada por Tusquets
en 2009. El hilo es la persecución de León Trotsky hasta su asesinato
en México, pero la novela excede largamente el magnicidio cometido por
José Stalin.
Uno de los grandes temas de la novela es el fanatismo. El de
José Stalin, que manda asesinar a León Trotsky. El de Kotov, encargado
por la KGB de concebir el plan y ejecutarlo. Y el de Ramón Mercader, que
lo asesina. ¿Qué es un fanático?
–La exacerbación de una idea, de un sentimiento o de una
preferencia. El fanatismo deportivo es el primero que viene a la mente.
Es el más masivo, pero puede ser el menos problemático. En cambio el
fanatismo político sí puede ser muy dañino. Creo que las personas tienen
el derecho de tener una creencia política siempre y cuando esa idea
política no sea agresiva, perjudicial. Tampoco lesiva de la dignidad, de
la libertad o de la integridad de otra persona. Tú puedes ser de
izquierda o de derecha, o más comunista o menos comunista, pero no
tienes derecho a imponerte a los demás y desde tu fanatismo, desde tu
creencia absoluta, concebir que los demás deben pensar igual que tú.
¿La izquierda tiene una forma propia de fanatismo?
–Hay una forma de fanatismo socialista o comunista que es muy
complicada: la idea de que por tu bien tienes que ser obediente y tienes
que aceptar la opinión de la mayoría. Eso va contra la libertad de
opción. En la novela, Trotsky también es otro fanático.
¿Por qué?
–Hasta el final de su vida tuvo una sola convicción y no la cambió.
Incluso fue capaz de sacrificar a su familia. Estaba tan convencido de
que el socialismo era la solución para los problemas de la humanidad,
que ni siquiera cuando pudo comprobar que la práctica socialista a la
manera de Stalin, que fue la única que se puso en práctica, podía llevar
a los desastres y los crímenes que llevó, cambió de idea. Era
antistalinista, pero nunca dejó de ser un comunista convencido y lo
escribió y lo expresó.
Me pongo en abogado del diablo y digo: “Stalin fue la deformación
monstruosa de una esencia noble”. Y puedo decirlo del propio Lenin.
También se puede decir, y tenés razón al decirlo. Lo que
pasa es que toda la razón y todas las verdades pueden ser relativas,
discutidas. Y la posición de abogado del diablo te da la ventaja de
poder encontrar el ángulo desde el cual una verdad puede parecer
absoluta o una afirmación puede ser rebatida. Pero sí, creo que en
esencia, Trotsky fue también un fanático y que Stalin no fue solo una
idea sino una práctica.
–Uno sabe el final de El hombre que amaba a los perros. Trotsky será
asesinado. Pero incluso sabiéndolo, el efecto es desesperante para el
lector: es la novela de una víctima perpetua.
¿Y cómo serían los fanatismos de Stalin, de Kotov y de Mercader?
–El de Stalin, enfermizo. Era un hombre enfermo de poder que se
creía predestinado. El de Kotov es un fanatismo cínico: sabía lo que
estaba haciendo, por qué lo estaba haciendo. Obedecía, pero siempre con
una posición en la cual sabía que estaba transgrediendo determinados
principios. Ramón ostenta un fanatismo obediente, casi perruno, y que
los perros me perdonen. El de Ramón es un fanatismo simple, tanto que al
final de la novela Iván duda de si sentir compasión por él o no. Se
pregunta si este hombre no había sido tan víctima como el propio
Trotsky, al que él había victimizado. Esa fue también mi duda.
¿Todavía lo es?
–Mira, no tengo una respuesta definitiva a pesar de haber convivido
con este personaje cinco años, investigando y escribiendo. Creo que eso
hace más interesante al personaje. Humanamente, la opción de Mercader no
tiene perdón. Uno puede compadecerse de un pecador, de un asesino, pero
también tiene que tener un análisis diferente cuando está frente a
culpas, ¿no?
Hablabas recién de la investigación.
–La novela me obligó a un estudio muy profundo de fenómenos
históricos que se revisaron a partir de los años ’90. Además, el hecho
de que Ramón Mercader fuera un personaje histórico sin historia, me
obligó a completar la imagen de Ramón leyendo por los alrededores para
tener una idea de dónde estaba, de cómo podía comportarse, de qué cosa
había ocurrido con ello... Y cerré el período de investigación en el
momento en que Ramón asesina a Trotsky. El trotskismo es un fenómeno que
en sus orígenes, incluso, no existía. Era una invención de Stalin, que
lo necesitaba para convertir a Trotsky en el enemigo.
¿En qué medida el fanatismo de Stalin, que definías como enfermizo, era enfermedad o era sistema?
–Era las dos cosas. Stalin desde su convicción, su experiencia, su
fanatismo y su creencia, y desde la situación histórica en que llega a
tener la posibilidad de hacerse con el poder en la URSS, crea un sistema
que no sólo tiene un fundamento filosófico en el marxismo o en los
aportes del leninismo. Es prácticamente construido por el pensamiento y
la obra de Stalin. Son claves todos los procesos que comienzan a ocurrir
desde 1929, la colectivización, la propia persecución de Trotsky y de
todos los viejos bolcheviques, estuvieran o no en su pensamiento más
cercanos a Trotsky o a Stalin. También asesinó a los stalinistas. Stalin
no era para nada un pensador. Quería serlo: escribía libros, y
filosofaba, y hacía teorías, estudiaba la lingüística. Buscaba ser como
Lenin y Trotsky, quería ser culto. Pero la cultura se le negaba desde la
fanatización y la criminalización a la que sometió a la sociedad
soviética.
O sea que Stalin no sentía culpa ni esgrimía una actitud cínica.
–El cinismo supone una mirada un poco distante de las cosas. Kotov
la tenía. Y al mismo tiempo era una de esas criaturas que asumen la
función de verdugos sociales con una tranquilidad y una ligereza
tremendas. Hubo muchos como él. Orlov, por ejemplo. Es interesante que
Kotov entra en la proto KGB de los primeros tiempos porque le daban una
cuota adicional de cigarrillos y un par de botas y porque además le
concedían licencia para matar. Luego va a trabajar al extranjero y se
cultiva. Es un hombre de gran inteligencia. El plan para asesinar a
Trotsky fue uno de los más elaborados y más rebuscados que se puedan
imaginar. Cuando a la muerte de Stalin lo encarcelan, vive doce años en
una especie de gulag para agentes de la KGB. Nunca perdió el cinismo y
tampoco perdió algo que tal vez sea lo único que lo humaniza: su deseo
de seguir viviendo. Hay un elemento histórico real y es que en un campo
de concentración fue operado a sangre fría, sin anestesia, de cáncer de
colon. Y sobrevivió.
Queda claro que El hombre que amaba a los perros no es una
libro de historia. ¿Cómo te juega eso a vos? ¿Qué chirrido te produce la
tensión entre la Historia y la historia que contás? Hablando de
Tinissima, su libro sobre Tina Modotti, Elena Poniatowska me dijo en una
entrevista que ella primero investigaba mucho porque era un hábito
periodístico del que no podía desprenderse.
–A mí la investigación es una disciplina que me atrae muchísimo y
cada vez más disfruto tanto de la investigación como de la escritura. En
la escritura, si quieres, tengo absoluta libertad. En la investigación
tienes la libertad de escoger lo que otros te proponen. En la
investigación los descubrimientos tienen un atractivo muy grande y uno
va cambiando los preconceptos gracias a las evidencias. En esta historia
específica, igual que en el caso de la historia de Tina, ocurre algo
que complica la relación del investigador con los hechos. Mientras leía
autores y testigos, yo tenía la convicción de que podían estar
mintiendo. El asesinato de Trotsky y sus alrededores están llenos de
mentiras. Tantas que se escribió una historia, que luego se ha
reescrito, y se seguirá reescribiendo, y se podrá volver a reescribir en
la medida en que aparezcan documentos y evidencias, y análisis, que
permitan tener otra perspectiva. Por eso en este caso uno siempre tenía
que sospechar de la fuente, y eso hacía todo más atractivo.
Al momento de escribir, ¿cómo hacés para despegarte de la investigación?
–Es difícil. Debes despegarte de la investigación y empezar a tener
una mirada desde fuera para hacer tu ejercicio como novelista. De todas
maneras, hay un proceso en mi escritura que me lleva a hacerlo, y es que
la primera versión que yo escribo de mi novela está muy apegada a la
investigación. Pero a partir de ahí, yo prescindo de la investigación.
Ya sé que tengo fechas que coinciden históricamente, lugares en los que
están los personajes que coinciden con la realidad, y tengo armada una
trama que históricamente se sustenta. Pero a partir de ahí empiezo a
reescribir el libro, a hacer versiones de la novela, y al final llega el
punto en que estoy tan lejos que incluso me cuesta saber si lo que
estoy diciendo es una verdad históricamente comprobada o si es una
verdad novelesca.
En ese punto terminaste.
–No, las novelas nunca se terminan. Se abandonan. Llega un punto en
que estás tan harto de esa historia, que te dices “hasta aquí llegué”.
Volviendo al gran tema del fanatismo, ¿en qué fanatismo pensaste antes de escribir?
–He pensado mucho en los fanatismos religiosos. ¿Cómo una persona
por una creencia religiosa puede llegar a hacer lo mismo que hace Ramón
Mercader? Hay gente que por creer en Dios o por creer en el mundo mejor
es capaz de asesinar a otros. Inevitablemente el fanatismo nos conduce
al fundamentalismo. Un fundamentalista es alguien que cree que es dueño
de la verdad, y por esa verdad es capaz de hacer cualquier cosa, incluso
las que la mayoría de las personas consideramos éticamente reprobables.
Matar.
–Entre otras cosas.
¿Y morir?
–La cultura de la muerte es mucho más complicada y es también parte
del fanatismo. En el caso específico cubano, por ejemplo, en el himno
nacional se le canta a la muerte. Morir por la patria es vivir.
Pero allí hay una concepción romántica.
–Claro, es la época. Tal vez la decisión del individuo, de la
inmolación, puede tener un elemento, como tú dices, perfectamente
romántico, en el sentido histórico, pero en el sentido contemporáneo
también, que lo hace menos agresivo. No es lo mismo tú decidiendo por tu
vida que si tú decides por las vidas de los otros.
Al hablar del comportamiento perruno de Mercader les pediste perdón a los perros. ¿Cómo son tus perros? Los reales, digo.
–He tenido tantos perros en mi vida... Unos me han durado muchos
años, otros han durado menos. Unos han llegado pequeños, otros han
llegado adultos. Unos los hemos recogido de las calles, otros han
decidido que la casa donde quieren vivir es mi casa. Casi ninguno de
alguna raza legítima. Todos perros bastardos. Mientras escribía esta
novela tenía dos. Una perra que murió hace cinco meses, Natalia. Y no
por Natalia Sedova, la mujer de Trotsky. Era una señora gorda que dormía
todo el tiempo en el sofá, muy apaciblemente. Y, desde antes de
Natalia, tenemos un perro que tiene dieciséis años ahora, que se llama
“Chorizo” y que ha sido como un niño en mi casa, y ahora es un niño que
se nos ha vuelto un anciano, y es un anciano en todo, pero hemos tratado
de darles la mejor vida posible a nuestros perros.
Cuba es el escenario fijo sobre el que pivotea la novela. ¿Cómo es tu Cuba real?
–Soy esencialmente crítico con respecto a la realidad cubana. Esto
significa que tengo una responsabilidad porque puedo usar la palabra, y
que la palabra mía sea leída. Tengo que cumplir con esa responsabilidad
civil, intelectual y ciudadana. Supuestamente, si Cuba es un país
socialista, el derecho a la palabra es fundamental. En el caso cubano
todos, queriéndolo o no, hemos tenido que participar en los avatares de
la vida cubana. Yo, con 16 años, estaba en un campo de caña, cortando
caña para el gran salto económico del país. Cumplí mis 30 años en
Angola, en la guerra, como corresponsal civil. Al lado de mi cama tenía
un AK-47 con cuatro cargadores por si en algún momento pasaba cualquier
cosa. En los cinco años del período especial, hasta 1995, en que dejé de
trabajar en la revista y ya me quedé trabajando en la casa, iba y venía
del trabajo en bicicleta, con lluvia, sol, calor o frío, 20 kilómetros a
la ida y 20 a la vuelta. Todos esos sacrificios hicimos durante todos
esos años, y decidimos permanecer en Cuba. Si los sacrificios no me dan
derecho a hablar sobre Cuba, ¿qué coño me puede dar derecho a hablar
sobre mi país? Por lo tanto, creo que uno puede hacer esa crítica e
incluso uno puede ser muy duro en esa crítica. Los gobiernos no son
infalibles, sean socialistas, comunistas, se llame Fidel Castro, Raúl
Castro, o como se llame, y uno tiene que tener derecho a esa opinión, y
yo la practico.
Acabás de contar esto: “Decidimos permanecer”.
–Sí, porque fue una decisión pensada. A principios de los años
noventa, la situación en Cuba estaba en unas condiciones que lo más
lógico era tú desaparecer del país. No sabíamos si al día siguiente
íbamos a comer algo, si íbamos a tener electricidad, qué iba a pasar con
la vida y con todo lo que constituye la existencia de las personas. Y
yo, racionalmente, decidí permanecer en Cuba. Estuve en Estados Unidos,
en Francia, en España, en Italia. Dije: “No, yo me quedo aquí porque soy
un escritor cubano y quiero escribir sobre Cuba, y quiero hacer mi
carrera aquí a pesar de estas dificultades”. A partir de un cierto
momento, he tenido unas posibilidades económicas muy superiores al resto
de la sociedad cubana, pero fue resultado de mi trabajo. No fue algo
que me haya caído del cielo. A mi hermano de Miami le tengo que mandar
dinero, no es mi hermano quien me manda a mí. Y todo eso hace que a
pesar de que mi situación económica cambie, mi posición civil sigue
siendo la misma y mi posición política también. No milito ni milité
nunca en un partido. No soy militante de ningún partido, ni oficial ni
de la disidencia, porque, sobre todo, he luchado por mi independencia, y
desde esa independencia quiero expresar mi crítica con respecto a la
realidad cubana e incluso al gobierno cubano.
¿Por qué la realidad cubana tiene aspectos a tu juicio tan
críticos y realidades como la formación de médicos muy competentes? No
solo Bolivia y Venezuela apelan a los médicos cubanos. Brasil acaba de
firmar un acuerdo para recibir a seis mil médicos en planes de ayuda.
–Sin duda Cuba es un país muy peculiar, desde sus orígenes. Y la
revolución potenció esa peculiaridad cubana. Es cierto que en Cuba
existen planes sociales que han permitido que la pobreza, aunque
generalizada, no sea miseria. En Cuba no se muere nadie de hambre. Ha
logrado que la medicina sea universal y gratuita. A veces te cuesta más
trabajo conseguir una aspirina que una resonancia magnética. Esas
contradicciones en Cuba son muy visibles. Y no se puede discutir que ha
habido una gran cantidad de progresos sociales con respecto a la mujer,
al negro, aunque el tema del negro sigue siendo un asunto que no se ha
resuelto del todo en Cuba. No hay discriminación racial, pero el racismo
es algo que está en la mente de las personas. Se superaron,
afortunadamente, políticas restrictivas a los homosexuales, a los
creyentes. Yo recuerdo que hace muchos años había un jugador de béisbol
que es católico y cuando iba a batear hacía un movimiento raro. Era que
se estaba persignando porque no podía hacerlo abiertamente. Ya no. Ahora
los deportistas se persignan comúnmente. Todos andan con su collar en
el cuello, o la pulsera. Y los homosexuales hacen su vida, de la manera
que quieren.
Es decir que no hay sanción del Estado pero sí social.
–Con respecto a la homosexualidad, sí. En un país donde el
pensamiento religioso es muy heterodoxo, pero cuya base es católica, y
además en un país machista, son complicados los temas de homosexualidad o
racismo. Pero todo eso debería acompañarse o tiene que acompañarse con
una mayor libertad individual. Ahora, por suerte, se aprobó la ley que
autoriza a los cubanos a viajar libremente. También uno puede venderle
la casa a quien quiere. Pero todavía faltan espacios de expresión, de
libertad. La palabra “disidencia” se ha cargado de un significado muy
peyorativo. Uno de los vacíos fundamentales es el que produce la
inexistencia de una prensa normal. No alcanza con ciertos blogs.
¿Existe alguna encuesta que indique tendencias de voto para
Raúl Castro si las elecciones fueran como en otros países de América
latina?
–No. Pero creo que el consenso en torno de Raúl Castro es hoy mayor
que hace cinco o seis años. Eliminó restricciones y reconoció que
quienes ejercen el poder no deben ser eternos. A una edad bastante
avanzada descubrió, pero al menos lo descubrió, que solamente haya dos
períodos de cinco años. Como está en el segundo mandato, Cuba está
empezando a vivir un último período de un Castro en el gobierno. Así que
tendremos un futuro un poco difuso, un poco difícil de poder dibujar
frente a nosotros. El actual vicepresidente cubano, que se supone que
sea el primer presidente post-Castro, Miguel Díaz-Canel, últimamente ha
hecho tres o cuatro declaraciones muy esperanzadoras: ha hablado por
ejemplo del tema de la prensa y de la necesidad de luchar contra el
silencio. Porque en Cuba todo se cocina de manera misteriosa, a nivel de
gobierno. No se hace política. Y yo no creo que hacer política sea sólo
salir por los barrios regalando gorras y banderitas sino también
convencer a las personas de un programa de gobierno con el cual se
sientan identificadas. El hecho de que una persona como Joani Sánchez
haya salido de Cuba, haya hecho su gira por el mundo y, espero yo, pueda
regresar a Cuba normalmente, es un cambio social y político
inimaginable. Y creo que eso es importante, porque significa la
posibilidad de que cada cubano tenga su espacio. Hay algo que siempre
está en el fondo de la cuestión del futuro de Cuba y es la relación con
los Estados Unidos. Ese es un punto álgido que no se puede desestimar,
porque es una relación traumática desde el siglo XIX. Y la política
norteamericana ha sido, y es en estos momentos, muy torpe. Un gobierno
norteamericano con un mínimo de inteligencia lo que debería hacer es
levantar el embargo y decir: “Vamos a ver qué pasa”. Ese es un tema que
está gravitando sobre la realidad de Cuba y que va a definir mucho cómo
es el futuro cubano.
¿Cuál es tu relación con los lectores cubanos?
–Muy intensa. Debo haber sido el escritor que más veces ha ganado el
premio de los lectores que se da en las bibliotecas públicas de Cuba
por conteo. Con respecto a las novelas de Mario Conde, hay una
identificación absoluta, tanto que Conde ha dejado de ser un personaje
para convertirse en una persona. Me preguntan por Mario Conde como si
fuera alguien que vive conmigo. ¿Se casó? ¿No se casó? ¿Sigue vendiendo
libros viejos? ¿Y cuándo regresa Conde? Con El hombre que amaba a los
perros pasó algo diferente: fue una relación más cerebral. Tengo en la
casa varios mensajes que me llegaron por mail que me agradecían por
haber escrito la novela. Me decían que gracias al libro habían tenido
idea no solamente de lo que había pasado fuera de Cuba sino de lo que
había pasado con sus propias vidas sin ellos saber. Ese sentimiento de
gratitud es la mayor recompensa que uno puede recibir por parte de los
lectores.
¿Los ayudaste a vivir?
–Los ayudé a entender.