El escritor italiano detalla cómo crea los personajes y las tramas de sus novelas

El nombre de la rosa le llevó dos años, pero la elaboración de otros títulos ha sido más larga, explica en un libro
El escritor construye la casa de su obra con algunos escombros, de la destrucción de la casa de su vida.
El escritor italiano detalla cómo crea los personajes y las tramas de sus novelas
Un ensayo permite asistir al proceso creativo de los grandes autores del siglo XX
"La narración salió de mí como en un verdadero parto, cubierta de suciedad y mucosidades", escribió Kafka, un día, en su diario. Asistir a la gestación de algunas de las obras maestras de la literatura del siglo XX es lo que propone El desguace de la tradición (Cátedra), el último ensayo del profesor Javier Aparicio Maydeu, cuyas más de 1.000 páginas se consagran a desmenuzar –o desguazar– textos como el Ulises de Joyce, La metamorfosis de Kafka o Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, entre otros. Armado con tenazas, sin miedo a mancharse el mono, el mecánico Aparicio nos muestra cómo funciona el motor de esas novelas, desmonta los cilindros, las bielas y el cigüeñal que hacen avanzar el mecanismo de las historias, convirtiendo además al lector en voyeur del método de trabajo de los escritores, de sus dudas ante si ponen un adjetivo u otro, de su correspondencia... Imitando el ritmo de sus clases en la Universitat Pompeu Fabra, el narrador de este ensayo se disculpa en ocasiones –"no tenemos mucho tiempo, pero déjenme hablarles un poco de esta novela"–, pone ejercicios prácticos al lector y entrega –en los apéndices– un montón de lecturas. "Quería que fuera un libro real, vivo y abierto", explica su autor.
Tachones, alcohol y deudas. Aparicio –que suma a sus 14 años de experiencia docente su etapa anterior en la agencia Balcells, donde trabajó junto a escritores como Eduardo Mendoza, García Márquez o Manuel Vázquez Montalbán– realiza un análisis transversal, relacionando novelas con cuadros o piezas musicales, reproduciendo manuscritos repletos de tachones y correcciones a veces iluminadoras, y abordando cuestiones menos frívolas de lo que parece, como la influencia del alcohol en la sintaxis de Faulkner o los problemas de otros autores para cumplir los plazos de entrega o para cobrar los derechos. Asimismo, desmiente tópicos como, por ejemplo, el de que las grandes plumas no hagan literatura de género: "Tren nocturno de Martin Amis es novela negra, Joyce Carol Oates ha escrito novela gótica, Nunca me abandones de Kazuo Ishiguro es ciencia ficción, y El amor en los tiempos del cólera de García Márquez es una feliz parodia de la novela rosa. Hay que decir estas cosas, porque al lector medio siempre se le machaca, como si no supiera nada, y es injusto. Yo, por ejemplo, muestro que seis premios Nobel de literatura –seis– dicen que Proust es aburrido. A lo mejor el lector que vea eso se da cuenta de que su criterio es tan válido como el de ellos". Y, lejos de cualquier atisbo de deconstructivismo crítico, Aparicio se pregunta: "¿Quién mejor que el propio autor para explicarnos cómo ha escrito un libro?".
Escribir como Picasso. Admite el autor que "a la hora de explicar los procesos creativos, los pintores son mucho más abiertos y menos retóricos que los escritores" y tal vez por ello recurre a menudo a la comparación con la pintura. "La literatura y el arte siempre han ido juntos –responde–, y si ves un cuadro de Mondrian y entiendes cómo funciona, después te será mucho más fácil entender Berlín Alexanderplatz de Döblin. No en vano Picabia, Dalí y muchos otros alternaban escritura y pintura. Y, del mismo modo que Picasso volvió a pintar Las meninas, Joyce revisita a Dickens y John Fowles, fallecido en el 2005, versiona la novela victoriana en La mujer del teniente francés. Resulta curioso que existan tantos libros sobre cómo interpretar cuadros, e incluso la música contemporánea, pero que la literatura se deje siempre a la intuición del lector. Yo supongo que habrá gente que quiera tener un manual de claves que les facilite disfrutar más de los textos. Nos han hecho creer que las grandes obras de la narrativa son muy difíciles y eso es falso".
Joyce, director de cine. El libro hurga en la correspondencia de Kafka para mostrar lo enormemente torturado que resultaba el proceso creativo para el checo, atenazado por una enfermiza inseguridad sin la cual acaso no hubiera extraído lo mejor de sí. Al inicio del capítulo de Joyce vemos a su editora, Sylvia Beach, fascinada por la voz del escritor, que exhibía "con la entonación de un tenor" y que además "escogía sus palabras y su sonoridad con gran cuidado", atendiendo a "su oído musical". "Saber que Joyce hablaba en voz alta entonando una cantinela nos sirve para comprender su novela, ideal para ser escuchada". Consciente de que muchos se asustan ante el Ulises, Aparicio despliega una caja de herramientas interpretativas: un breve diccionario de retórica joyceana, varios ejercicios prácticos –uno requiere hasta rotuladores de color–, y el análisis de fragmentos: "¿No logran entenderlo? –exclama ante uno de ellos– ¿Les parece un laberinto de frases inconexas? ¿Y si lo que sucede es que Joyce ha puesto un micrófono en una grúa, como un director de cine, y lo mueve por el espacio de la taberna, grabando fragmentos de las distintas conversaciones simultáneas que están teniendo lugar en las mesas, como si de cubismo verbal se tratara?". Haberlo dicho antes...
La gramática del bourbon. De Faulkner analiza El ruido y la furia, "a caballo entre la poesía y la novela, con ausencia de signos de puntuación, y una prosa entendida como continuum de conciencia, un monólogo interior que al principio quería imprimir con tintas de diferente color". El bourbon no será ajeno a la gramática del libro.
¿Y si no sucede nada? "Una mujer para escribir necesita dinero y un cuarto propio. Sólo a partir de estas dos posesiones puede empezar a crear", dijo Virginia Woolf, la escritora que "introdujo la banalidad en sus novelas, los episodios pequeños e insignificantes, la fascinación por lo irrelevante y trivial. Frente a la grandeza de la novela clásica, La señora Dalloway rompe cualquier atisbo de trama para mostrarnos la magia del ser humano".
Jugando con rompecabezas. Aparicio explica cómo desarmar los rompecabezas de John Dos Passos, un artista del collage, "un cubista que descompone la narración en fragmentos simultáneos, usando la técnica del contrapunto". Una línea que seguirá el francés Patrick Modiano, pues "reproduce pasaportes, documentos de archivo, fichas policiales, páginas de periódico, listines telefónicos, convirtiendo sus páginas en el desordenado paisaje de un piso que acaba de ser saqueado".
Pistolas y canciones para Lolita. Nabokov escribía de pie frente a su atril, y en Pálido fuego hizo "una novela que en realidad es un poema que en realidad es una edición crítica que en realidad es una autobiografía que...". Se reproducen fichas que utilizó para escribir Lolita, con una lista de modelos de pistolas (incluye el dibujo de una que le pareció bien para su personaje de Humbert), y la lista de canciones de una jukebox. Vemos también cómo su ruso natal influía su prosa en inglés y los idiomas que se inventaba.
Llegan los posmodernos. Aparicio se detiene en La broma infinita, la obra del norteamericano David Foster Wallace –suicidado en el 2008– que ha servido como estandarte de la posmodernidad literaria. "Cuando hace hablar a un niño pequeño explicando con su lenguaje cómo abusan sexualmente de una niña amiga suya, o cuando reproduce códigos informáticos, yo reencuentro a Joyce en sus mil piruetas formales".
Deberes. El ensayo muestra, asimismo, el funcionamiento de la máquina del tiempo de Proust, por qué en el realismo mágico pueden levitar las mujeres, qué tienen que ver el pop art de Warhol y Don DeLillo, los consejos de Capote a los jóvenes... Un libro que también puede leerse como una continuación de Lecturas de ficción contemporánea, la obra anterior de Aparicio, que no entraba en el cómo de las novelas sino en el qué. El desguace... ofrece también una lista selecta de librerías literarias en el mundo y quince lecturas obligatorias. Aún queda verano para acometerlas.
El primer y segundo consejo que nos lanza Bolaño es que el cuentista mantenga una creación múltiple, que nunca escriba un relato, lo acabe y empiece otro, sino que trabaje en varios simultáneamente, sin pausa ni descanso
En la nueva novela del escritor Horacio Castellanos Moya, La sirvienta y el luchador, lo familiar se entrecruza con la política centroamericana
Horacio Castellanos Moya dice en uno de sus cuentos, publicado en Con la congoja de la pasada tormenta, que "si la adrenalina se pudiera vender en cubitos, esta país podría exportar a montones, saturar un mercado como el nórdico, sacarle más provecho al terror". Este país es El Salvador en guerra, entre los años 1981 y 1992. Y la adrenalina no es sólo un olor o una tenaza en la garganta: es el miedo en el aire, corrompiendo el cuerpo. El escritor, que nació en Honduras, pero creció en El Salvador, regresa con su última novela, La sirvienta y el luchador (Tusquets), en la que entreteje las historias de varios personajes y retoma la idea de la parte por el todo: una mujer que trabaja limpiando casas y presencia el secuestro de una pareja joven, un torturador que, aún muriéndose por lo que parece ser una úlcera, no termina de morir ni de hacer el mal. La hija y el nieto de la sirvienta: uno a cada lado de la trinchera. Autor de El asco (1997), un monólogo demoledor sobre El Salvador. Libro por el que fue amenazado y se exilió en distintos países, donde dio clases, ejerció el periodismo y escribió otras novelas, como Desmoronamiento e Insensatez. Desde entonces, volvió poco y nada a El Salvador. Desde su casa en Ciudad de México responde por mail las preguntas.
¿Cómo escribió la novela?, ¿Cómo se narra el miedo? La escribí en dos tirones. Al principio casi a ciegas, siguiendo al Vikingo, sin saber si lo que escribía sería un relato o una novela. Cuando iba a terminar la segunda parte, la de la sirvienta, percibí la trama en su totalidad. Entonces vino el segundo tirón. Para narrar el miedo, no tengo una fórmula. Traté de meterme en la piel de los personajes y ver el mundo desde su punto de vista.
Parafraseando a Vargas Llosa, ¿cuándo cree que "se jodió" El Salvador? ¿Hay algún otro territorio posible para sus novelas? El Salvador siempre estuvo jodido. En estas últimas dos décadas, ha hecho esfuerzos por "des-joderse", pero la situación sigue siendo muy precaria. Ciertamente El Salvador ha sido el núcleo territorial de mis novelas, aunque se expandan hacia el centro de México, por el norte, y hacia Costa Rica, hacia el sur. Ocurren en lo que algunos antropólogos llaman Mesoamérica. No sé si saldré de ese territorio. Hasta ahora me he movido a mis anchas ahí.
¿Por qué en La sirvienta y el luchador la tragedia aparece tan encarnada entre el bien y el mal? La novela sucede en un momento de extrema polarización social y política. A las condiciones extremas de afuera, corresponden estados extremos internos, emociones y pensamientos extremos dentro del ser humano. Pero los personajes tienen sus gradaciones.
¿Cómo se lee hoy en El Salvador El asco ? ¿Es la violencia un tema presente en la literatura salvadoreña? El asco se lee igual: con apasionamiento. Tiene fieles y detractores; se la admira o se la odia. Toca fibras sensibles de la llamada nacionalidad. Y muchos, me temo, no la leen como una obra de ficción, sino como un libelo. Con respecto a la violencia, me parece que ya no es tema para las nuevas generaciones. Hay otras búsquedas.
¿Por qué y cómo una saga familiar le sirve para dar cuenta de la historia política en El Salvador? Los personajes, ¿son arquetipos? Estas novelas sobre la familia Aragón surgieron de forma intuitiva, caprichosa, y así han ido creciendo. Prefiero referirme a ellas como "un grupo" de novelas y no como una saga. Esta última ya no se centra en la familia Aragón sino en la de su sirvienta, María Elena. Los salvadoreños estamos enfermos de política, la esfera de lo político ha tiranizado toda la vida nacional en detrimento de las demás esferas humanas. No es gratuito que muchos de los personajes estén infectados de coyuntura política. Y sí, los personajes son arquetípicos; los únicos que tienen carnadura son los dos chicos "desaparecidos" por el escuadrón de la muerte de la Policía.
El final de La sirvienta ..., ¿es abierto? El eje central se cierra, y algunos ejes secundarios quedan abiertos. Puede que alguno de los personajes secundarios toque la puerta para entrar a hacer su numerito.
Le pasa a muchos escritores. Para otros es una frase o una idea. Yo desconfío de las ideas. Las ideas son tan abstractas que a mí no me sirve como semilla. A mí me sirve una idea puesta en un cuerpo o en una situación
¿Cómo te nacen las novelas y particularmente cuál fue el puntapié de Betibú?
Yo siempre tengo una imagen disparadora. Hasta que no la veo, no tengo una novela. Una primera escena (que no siempre es la primera escena de la novela), a partir de la cual me aparecen los personajes y la historia se me va armando en la cabeza. En este caso era una mujer que vivía en un departamento, que estaba a la mañana esperando que le golpeara el diario contra la puerta. Ahora me enteré que no hay muchos lugares donde te llega el diario a tu casa, pero en Buenos Aires es así. Esa imagen era la primera: esta mina que es escritora y tiene la ceremonia de leer los diarios. Yo la dejo bastante en la cabeza hasta ver qué es lo que le pasa a esta persona, quién es, por qué me apareció esa imagen. En Las viudas de los jueves la primera imagen eran los tipos ahogados en la pileta y eso pasó a ser el segundo capítulo. Pero el disparador fue ese.
Como una escena de película.
Exacto. Le pasa a muchos escritores. Para otros es una frase o una idea. Yo desconfío de las ideas. Las ideas son tan abstractas que a mí no me sirve como semilla. A mí me sirve una idea puesta en un cuerpo o en una situación.
Hay algo que me llamó la atención, que es la elección narrativa de cómo contar la historia. Un narrador que está muy metido en el punto de vista de los personajes, que habla como ellos. Y también esa elección de que los diálogos no sean con guión o comillas sino que formen parte del cuerpo de la narración. ¿Por qué se te ocurrió hacerlo así?
A mí me encanta el estilo indirecto libre, donde se confunde narrador y personaje. Me gusta porque tiene una continuidad. Es como si estuvieras tocando una melodía que no se interrumpe. El guión de diálogo interrumpe. Me pasó con Las viudas de los jueves, que yo tenía los diálogos con comillas pero la última pregunta que se hace la novela que es "¿Te da miedo salir?", la puse con un guión. Ahí sí quería que se interrumpa y que el lector haga un descanso para escuchar bien esa pregunta. Por supuesto que el corrector de la editorial quería que lo pusiera con comillas, pero era una decisión narrativa. Como dice Barthes en La preparación de la novela, lo espacial también cuenta algo.
Parece que el personaje de Nurit Iscar tiene mucho de tu vida, ¿cuánto tuyo pusiste en ella?
Yo creo que lo que tiene son mis fantasmas, mis miedos. No es que a mí me pase lo que le pasa a ella. Yo no dejé de escribir por una crítica negativa. Pero es un fantasma. Cuando venís de que tus novelas tienen cierto éxito con los lectores, te preguntás que va a pasar cuando venga una que sea un fracaso. ¿Qué me va a pasar en ese momento? O el fantasma de qué me va a pasar dentro de diez años, cuando tenga sesenta. También tenía muchas ganas de reírme de cosas que me fueron pasando a lo largo de estos años. A mí la verdad que me cambió mucho la vida desde que soy una escritora conocida, a partir del premio Clarín. Me pasaron cosas que daban ganas de llorar y cuando las mirás en perspectiva te reís, y te reís de vos básicamente. Por eso al personaje le preguntan qué siente ser best-seller o qué siente al escribir novelas policiales. A Nurit le pasan cosas que tienen que ver con la valoración de lo que escribe, eso sí tiene que ver con cosas que me fueron pasando y de las cuales trato de reírme.
¿Qué cosas te molestaron?
Lo único que me molesta es el prejuicio en cuanto a la intención. Me molesta que alguien crea que yo elijo cómo escribir para vender libros. Yo escribo lo que puedo y da la causalidad que a mucha gente le gusta leer ese tipo de libros. No es algo especulativo. Alguien dijo de esta novela que la parte de las mujeres seguro que la puse para satisfacer a mis lectoras. Esto es un prejuicio masculino. Porque si vos abrís la primera página donde está la dedicatoria vas a ver que yo se la dedico a mis amigas. Y te queda claro por qué escribí esta novela. No la escribí por la muerte, la escribí por las amigas.
Los momentos de comunión de Nurit con sus amigas son muy fuertes. Ellas hablan de su actividad laboral, el sexo, el amor, los hijos.
Yo creo que en ese tipo de fraternidad hay hombres que pueden entrar y hombres que no. Me acuerdo cuando Mauricio Kartun (dramaturgo y director) presentó mi novela Elena sabe dijo algo que me encantó: "A mí me gustó leer esta novela porque es como si yo hubiera entrado subrepticiamente en un baño de mujeres a leer lo que escriben en la puerta del baño". Hay hombres que les divierte y hay otros que les parece una banalidad. Yo creo que tiene que ver con el armado de lo universal. Si una mujer lee Carta al padre de Kafka o La invención de la soledad de Paul Auster no se pone a pensar que es literatura masculina. Vos armás el universal: es una relación padre e hijo. Punto. Para el hombre armar el universal desde la cabeza de una mujer es mucho más difícil.
Varias veces mencionaste tu gusto por las historias humorísticas de David Lodge y Betibú tiene mucho humor en comparación a Las grietas de Jara o Elena sabe. ¿Fue algo que te salió de forma espontánea?
Yo quería recuperar eso porque es natural en mí. Tuya, mi primera novela, es la que más humor tiene. Después lo fui perdiendo, entonces quería volver a eso. A mí personalmente me salva el humor.
Como dice Pirandello para el teatro, el humor que sirve es el que te reís y al rato decís "¿cómo me puedo reír de esta barbaridad?". Porque una cosa es el chiste y otra cosa es el humorismo que es reírte con reflexión automática. Hay temas que vos no podés entrar directamente porque a la gente les espanta, pero a través del humor entrás.
¿Te parece que el humor también es visto como un género menor?
Seguramente. Yo caigo en todo: literatura femenina, policial, best-seller y humor. Igual te digo que me estoy apropiando de todo y ya no me interesa nada. No me quiero defender del prejuicio del otro, ni pedir disculpas por lo que escribo.
¿Te basaste en algún caso policial en particular para escribir la novela?
No me basé en ninguno que yo concientemente me acuerde. Sí tengo presente todos los casos policiales de mujeres no resueltos, como puede ser Giubileo, Belsunce, Dalmaso. Hay muchísimos. Uno siempre piensa si fue alguien que estaba cerca. Eso está en el crimen de la mujer de Chazarreta. También me interesa mucho cómo aparecen las marcas que deja un crimen sexual. Yo había puesto como epígrafe un diálogo de la película Río místico que después saqué, donde el personaje de Tim Robbins le cuenta a la mujer lo que él siente de esa violación que tuvo de chico. Era un diálogo donde él habla de los vampiros sin nombrar la violación. Que un vampiro viene, te absorbe y dejás de ser una persona. Juntando material, leí en el diario El País una nota donde refiere que la persona violada siente que murió en ese hecho y que luego surge otra nueva. Es algo que yo tomé de las víctimas, no digo que todas piensen lo mismo, leí ese informe y me pareció muy interesante.
Aparece el ataque sexual y la imagen de la patota, que se da especialmente en los varones y en la adolescencia.
Sí, uno va a hacer una cosa que todos saben que está mal pero como estamos en grupo, la hacemos todos. Hay un caso policial que me impresionó mucho, que no está nombrado en la novela, que es una víctima de una violación en un colegio de San Isidro, que se suicidió de grande cuando pudo confesar lo que le pasó. No sé si vos te acordás, que era el profesor de Arte que los violaba. No sólo el pibe, un montón de gente que no dijo nada hasta veinte años después. Y el tipo estaba suelto y creo que sigue suelto. La cuestión del silencio de los otros. Me gustaba mucho ese personaje que veía y tenía que callar. El testigo que ve una violación y no sabe qué hacer.
Y ahora, ¿estás trabajando en algún nuevo proyecto? ¿Te vino ya esa imagen disparadora que mencionabas al comienzo?
Hay un embrión que estoy dejando macerar para que germine, pero la imagen aún no está clara. Sé que de ahí algo va a salir, pero todavía no la veo con claridad.
"Las grandes historias no son muchas, y tienen siempre algo de la sólida simplicidad de las mejores herramientas, a las que el tiempo y el uso desgastan mejorándolas, como mejoran los años los rasgos firmes de una cara"
Las grandes historias no son muchas, y tienen siempre algo de la sólida simplicidad de las mejores herramientas, a las que el tiempo y el uso desgastan mejorándolas, como mejoran los años los rasgos firmes de una cara. Las grandes historias permanecen idénticas a sí mismas por muchas veces que se cuenten y son distintas y originales en cada narración, igual que las grandes canciones. Muchas son inmemoriales: muy pocas han nacido de la imaginación exclusiva de un escritor y han cobrado vida más allá de los libros en las que fueron contadas por primera vez. La historia de don Quijote y Sancho, la del Humbert Humbert y la nínfula vulnerada Lolita, la de la Ballena Blanca y el capitán Ahab. No sé si hay alguna más. No hay muchas más. El armazón de lo primitivo sostiene la mayor parte de las mejores narraciones modernas, sean de la novela, del cine, del teatro, de la ópera. El Narrador de Proust, el Hans Castorp de Thomas Mann, el Parsifal y el Sigfried de Wagner, el Nick Carraway de Scott Fitzgerald, el Fabrice del Dongo de Stendhal, son variaciones del joven Telémaco que abandona la protección de su madre y de su isla para aprender las lecciones fundamentales de la vida. La intrépida Jane Eyre es tan la Cenicienta como la Pretty Woman de Julia Roberts o aquellas "reinas por un día" que hacían llorar a nuestras madres y a nuestras vecinas en los remotos concursos de la televisión en blanco y negro.
Pero no creo que haya una historia más primitiva, más angustiosa, más idéntica siempre a sí misma que la de los niños perdidos que sucumben al engaño de un adulto tenebroso, o de un adulto digno de toda confianza que de repente se transforma en un monstruo. Escribo esto y me acuerdo de los cuentos que escuchábamos los niños y los que nos contábamos entre nosotros y también de ese motivo simple e hipnótico de Peer Gynt que silba Peter Lorre en M, el vampiro de Düsseldorf. La niña sola, que juega en la calle, a la que se le acerca el desconocido, tímido y amable, casi necesitado, en un tenebrismo de ángulos de cámara expresionistas, en una de esas ciudades abstractas que en otros tiempos se reconstruían en los estudios de cine. Una teoría científica es el destilado de una serie suficiente de observaciones y experimentos; en una ficción duradera cristalizan en un solo relato muchas experiencias diversas que tienen una médula común. No hay cultura en la que no existan ficciones porque en la ficción se concentran lecciones valiosas para la supervivencia, igual que en un friso de animales prehistóricos pintados en una cueva se concentran siglos, milenios de observación imprescindible de los animales de los que depende la existencia colectiva. El cuento del niño o de los niños perdidos, del adulto familiar y repentinamente monstruoso, del desconocido que va de paso y ofrece un regalo, es la alarma universal ante un peligro que nunca ha cesado; es el saber heredado de la experiencia que los niños se transmiten entre sí con más eficacia que cuando las historias de miedo se las cuentan los padres.
En España, en Torrelaguna, dos niños aceptan la invitación de un desconocido a subir a su coche. Como en tantos cuentos, son dos hermanos, un niño y una niña. El desconocido arranca y se aleja por caminos perdidos, y acaba aprisionando a los dos hermanos en un pozo seco. La oscuridad, el desamparo, el hambre, el frío, el terror, el frágil consuelo de abrazarse, son inmemoriales: también pertenecen a una crónica de periódico que se publicó no hace ni un mes. En Nueva York, en un vecindario de Brooklyn habitado sobre todo por judíos ultraortodoxos, un niño de nueve años consigue que sus padres le permitan emprender una modesta aventura, en la que ya está el germen del viaje de Telémaco: porque está impaciente por sentir que ya ha crecido los padres no lo esperarán junto a la parada del autobús que lo trae de sus tareas escolares veraniegas, sino en la puerta de casa, muy cerca, a una distancia de siete manzanas, en un barrio donde todo el mundo se conoce. El bosque de los cuentos es la metáfora de la facilidad con que pueden perderse los niños apenas se separan de la mano de sus padres: los árboles amenazadores son las altas piernas de los extraños. En la distancia de siete manzanas el niño que nunca había vuelto solo a casa le pidió ayuda a un adulto que debería de ofrecerle un aspecto afable. Solo hay un paso entre la casualidad y el terror. El adulto amistoso le sonríe al niño y le ofrece llevarlo a casa en su coche y lo que ocurre después valdría más no poder imaginarlo. Que hay monstruos y pozos y castillos de irás y no volverás es una lección que los cuentos llevan milenios enseñándonos.