
Ray Bradbury, autor de 
Farenheit 451, célebre novela de ciencia-ficción.
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No  es fácil. Nadie lo ha hecho nunca de modo sistemático. Los que más se  esfuerzan acaban ahuyentándola al bosque. Los que le vuelven la espalda y  se pasean despreocupados, silbando bajito entre dientes, la oyen andar  tras de ellos con cautela, atraída por un desdén cuidadosamente  adquirido.
Por supuesto, hablamos de La Musa.
El término  he desaparecido del lenguaje de nuestro tiempo. Las más de las veces  sonreímos al oírlo y evocamos imágenes de una frágil diosa griega  cubierta de helechos, arpa en mano, acariciando la frente de nuestro  sudoroso Escriba.
La Musa, entonces, es la más asustadiza de las  vírgenes. Se sobresalta al menor ruido, palidece si uno le hace  preguntas, gira y se desvanece si uno le perturba el vestido.
¿Qué  la aflige?, se preguntarán ustedes. ¿Por qué la estremece una mirada?  ¿De dónde viene y adónde va? ¿Cómo lograr que nos visite por períodos  más largos? ¿Qué temperatura la complace? ¿Le gustan las voces fuertes o  las suaves? ¿Dónde se le compra el alimento, de qué calidad y cuánto, y  a qué horas come?
Podemos empezar parafraseando un poema de Oscar Wilde, sustituyendo la palabra "Arte" por "Amor":
El Arte escapará si tu mano es floja,
y morirá si aprietas demasiado.
Mano leve, mano fuerte, ¿como saber
si retengo el Arte o lo he soltado?
Qué  cada cual reemplace "Arte" por "Creatividad", o "Inconsciente" o  "Ardor", o cualquier palabra que describa lo que ocurre cuando uno gira  la rueda de fuego y un relato "sucede".
Quizás otra forma de  describir a La Musa sería reexaminando esas pequeñas motas de luz, esas  etéreas burbujas que cruzan flotando la visión de todos, diminutas pecas  en la lente externa y transparente del ojo. Inadvertidas años enteros,  pueden volverse de pronto insoportablemente molestas, interrumpirnos a  cualquier hora del día. Se entrometen y arruinan lo que se está mirando.  El problema de las "manchitas" ha llevado a más de uno al médico. El  inevitable consejo es: no les haga caso y se irán. Lo cierto es que no  se van; se quedan, pero, más allá de ellas, uno se concentra en el mundo  y sus cambiantes objetos, como es debido.
Lo mismo con nuestra Musa. Si ponemos la atención más allá de ella, recupera el aplomo y se aparta.
Es  mi opinión que para conservar a una Musa, primero hay que ofrecerle  comida. Cómo se alimenta a algo que todavía no está ahí es un poco  difícil de explicar. Pero vivimos en un clima de paradojas. Una más no  debería hacernos daño.
El hecho es harto simple. A lo largo de  nuestra vida, ingiriendo comida y agua, construimos células, crecemos y  nos volvemos más grandes y sustanciosos. Lo que no era, ahora es. El  proceso no se puede detectar. Sólo se percibe a intervalos. Sabemos que  está sucediendo, pero no muy bien cómo ni por qué.
De modo  parecido, a lo largo de la vida nos llenamos de sonidos, olores, sabores  y texturas de personas, pasajes y acontecimientos grandes y pequeños.  Nos llenamos de las impresiones y experiencias y de las reacciones que  nos provocan. Al inconsciente entran no sólo datos empíricos sino  también datos reactivos, nuestro acercamiento o rechazo a los hechos del  mundo.
De esta materia, de este alimento, se nutre La Musa. Ése  es el almacén, el archivo, al que hemos de volver en las horas de  vigilia para cotejar la realidad con el recuerdo, y en el sueño para  cotejar un recuerdo con otro, y exorcizarlos si hace falta.
Lo  que para todos los demás es El Inconsciente, para el escritor se  convierte en La Musa. Son dos nombres de lo mismo. Pero  independientemente de cómo lo llamemos, allí está el centro del  individuo que fingimos encomiar, al que alzamos altares y de la boca  para fuera lisonjeamos en nuestra sociedad democrática. Porque sólo en  la totalidad de su propia experiencia, que archiva y olvida, es cada  hombre realmente distinto de todos los demás. Pues nadie asiste en su  vida a los mismos acontecimientos en el mismo orden. Uno ve la muerte  antes que otro, o conoce el amor más temprano. Cuando dos hombres ven el  mismo accidente, cada uno lo archiva con diferentes referencias, en  otro lugar de su alfabeto único. En el mundo no hay cien elementos; hay  dos billones. Cada uno dejará una marca diferente en espectroscopios y  balanzas.
Sabemos qué nuevo y original es cada hombre, incluso el  más lerdo e insípido. Mi padre y yo no fuimos realmente grandes amigos  hasta muy tarde. El lenguaje, el pensamiento cotidiano de él no era muy  excepcional, pero bastaba que yo dijera "Papá cuéntame cómo era  Tombstone cuando tenías diecisiete años", o "¿Y los trigales de  Minnesota cuando tenías veinte?", para que papá se largara a hablar de  cómo había huido de su casa a los dieciséis, rumbo al oeste a comienzos  de este siglo, antes de que se fijaran las fronteras, cuando en vez de  autopistas sólo había sendas de caballos y vías de tren y en Nevada  arreciaba la Fiebre del Oro.
El cambio en la voz de papá, la  aparición de las cadencias o las palabras justas, no sucedían en el  primer minuto, ni en el segundo ni en el tercero. Sólo cuando había  hablado, cinco o seis minutos y encendido su pipa, volvía de pronto la  antigua pasión, los días pasados, las viejas melodías, el tiempo, la  apariencia del sol, el sonido de las voces, los furgones surcando la  noche profunda, los barrotes, los raíles estrechándose detrás de un  polvo dorado a medida que adelante se abría el Oeste: todo, todo y allí  la cadencia, el momento, los muchos momentos de verdad y por lo tanto de  poesía.
De pronto La Musa se había presentado a papá.
La Verdad se le acomodaba en la mente.
El Inconsciente se ponía a decir lo suyo, intacto, y le fluía por la lengua.
Como debemos hacer nosotros cuando escribimos.
Como  podemos aprender de todo hombre, mujer o niño de alrededor, cuando,  conmovidos o emocionados, cuentan algo que hoy, ayer o algún otro día  los despertó al amor o al odio. En algún momento, después de  chisporrotear húmedamente, la mecha destella y empiezan los fuegos  artificiales.
Ah, para muchos es un trabajo duro y difícil  meterse con el lenguaje. Pero yo he oído a granjeros hablar de su  primera cosecha de trigo en la primera granja de un estado, recién  llegados de otro, y aunque no eran Robert Frost parecían su primo  tercero. He oído a conductores de locomotoras hablar de América en el  tono de Thomas Wolfe, que recorrió nuestro país con estilo como lo  recorrían ellos con acero. He oído a madres contar la larga noche de su  primer parto y el miedo del que bebé muriese. Y he oído a mi abuela  hablar de la primera pelota que tuvo, a los siete años. Y, cuando se les  entibiaban las almas, todos eran poetas.
Si parece que he tomado  el camino más largo, quizá sea así. Pero quería mostrar qué llevamos  todos dentro, eso que siempre ha estado allí y tan pocos nos molestamos  en tener en cuenta. Qué extraño... Tanto nos ocupa mirar fuera, para  encontrar formas y medios, que nos olvidamos mirar dentro.
Para  recalcar la cuestión, pues, La Musa está ahí, almacén fantástico, todo  nuestro ser. Todo lo más original sólo espera que nosotros lo  convoquemos. Y sin embargo sabemos que no es tan fácil. Sabemos cuán  frágil es la trama tejida por nuestros padres o tíos o amigos, a quienes  una palabra equivocada, un portazo o una sirena de bomberos pueden  destruir el momento. Así, también, el embarazo, la timidez o el recuerdo  de las críticas pueden endurecer a la persona media de modo que cada  vez sea menos capaz de abrirse.
Digamos que todos nos hemos  alimentado de la vida, primero, y más tarde de libros y revistas. La  diferencia es que una de esas series de acontecimientos nos sucedió, y  la otra fue alimentación deliberada.
Si vamos a poner nuestro inconsciente a dieta, ¿cómo preparar el menú?
Bien, la lista podría empezar así:
Lea  usted poesía todos los días. La poesía es buena porque ejercita  músculos que se usan poco. Expande los sentidos y los mantiene en  condiciones óptimas. Conserva la conciencia de la nariz, el ojo, la  oreja, la lengua y la mano. Y, sobre todo, la poesía es metáfora o símil  condensado. Como las flores de papel japonesas, a veces las metáforas  se abren a formas gigantescas. En los libros de poesía hay ideas por  todas partes; no obstante, qué pocos maestros del cuento los  recomiendan.
Mi cuento «La costa en el crepúsculo» es resultado  directo de haber leído el encantador poema de Robert Hillyer sobre el  encuentro de una sirena cerca de Plymouth Rock. Mi cuento «Vendrán  lluvias suaves» se basa en el poema así titulado de Sara Teasdale, y el  cuerpo del cuento engloba el tema del poema. De «Aunque siga brillando  la luna» de Byron surgió un capítulo de mi novela Crónicas marcianas,  que habla de una raza muerta de marcianos que por las noches ya no  rondarán los mares vacíos. En estos casos, y docenas más, hice que una  metáfora saltara hacia mí, me diera impulso y me lanzara a escribir una  historia.
¿Qué poesía? Cualquiera que ponga de punta el pelo de  los brazos. No se esfuerce usted demasiado. Tómeselo con calma. Con los  años puede alcanzar a T. S. Eliot, caminar junto con él e incluso  adelantársele en su camino a otros pastos. ¿Dice que no entiende a Dylan  Thomas? Bueno, pero su ganglio sí lo entiende, y todos sus hijos no  nacidos. Léalo con los ojos, como podría leer a un caballo libre que  galopa por un prado verde e interminable en un día de viento.
¿Qué más conviene a nuestra dieta?
Libros  de ensayo. También aquí escoja y seleccione, paséese por los siglos. En  los tiempos previos a que el ensayo se volviera menos popular  encontrará mucho que escoger. Nunca se sabe cuándo uno querrá conocer  pormenores sobre la actividad del peatón, la crianza de abejas, el  grabado de lápidas o el juego con aros rodantes. Aquí es donde hará el  papel de diletante y obtendrá algo a cambio. Porque, en efecto, estará  tirando piedras a un pozo. Cada vez que oiga un eco de su Inconsciente  se conocerá un poco mejor. De un eco leve puede nacer una idea. De un  eco grande puede resultar un cuento.
Busque libros que mejoren su  sentido del color, de la forma y las medidas del mundo. ¿Y por qué no  aprender sobre los sentidos del olfato y el oído? A veces sus personajes  necesitarán usar nariz y orejas para no perderse la mitad de los olores  y sonidos de la ciudad, y todos los sonidos del páramo libres aún en  los árboles y la hierba de los parques.
¿Por qué esta insistencia  en los sentidos? Porque para convencer al lector de que está ahí hay  que atacarle oportunamente cada sentido con colores, sonidos, sabores y  texturas. Si el lector siente el sol en la carne y el viento agitándole  las mangas de la camisa, usted tiene media batalla ganada. Al lector se  le puede hacer creer el cuento más improbable si, a través de los  sentidos, tiene la certeza de estar en el medio de los hechos. Entonces  no se rehusará a participar. La lógica de los hechos siempre da paso a  la lógica de los sentidos. A menos, claro, que cometa usted algo  realmente imperdonable que saque al lector del contexto, como hacer que  la Revolución Norteamericana triunfe con ametralladoras o presentar  dinosaurios y cavernícolas en la misma escena (vivieron en épocas  separadas por millones de años). Y aun en este último caso, una Máquina  del Tiempo bien descrita y técnicamente perfecta puede volver a  suspender la incredulidad.
Poesía, ensayos. ¿Y qué de los cuentos  y las novelas? Por supuesto. Lea a los autores que escriben como espera  escribir usted, que piensan como le gustaría pensar. Pero lea también a  los que no piensan como usted ni escriben como le gustaría, y déjese  estimular así hacia rumbos que quizá no tome en muchos años. Una vez  más, no permita que el esnobismo ajeno le impida leer a Kipling, por  ejemplo, porque no lo lee nadie más.
[...]
Así pues, la  Alimentación de la Musa, a la cual hemos dedicado aquí la mayor parte  del tiempo, me parece una continua persecución de amores, una  comparación de esos amores con las necesidades presentes y futuras, un  paso de texturas simples a complejas, de ingenuas a informadas, de no  intelectuales a intelectuales. Nada se pierde nunca. Si uno ha  transitado vastos territorios y se ha atrevido a amar tonterías, habrá  aprendido hasta de los artículos más primitivos que alguna vez recogió y  descartó. Una curiosidad errante por todas las artes, de la mala radio  al buen teatro, de las canciones de cuna a la sinfonía, de la choza en  la selva al Castillo de Kafka, siempre encontrará una excelencia básica  que discernir, una verdad que guardar, saborear y utilizar más tarde,  algún día. Hacer todo eso es ser una criatura de su tiempo.
No dé la espalda, por dinero, al material que ha acumulado en una vida.
No  dé la espalda, por la vanidad de las publicaciones intelectuales, a lo  que usted es; al material que lo hace singular, y por tanto  indispensable a los otros.
Para alimentar a su Musa, pues, es  preciso que usted siempre haya tenido hambre de vida, desde niño. De lo  contrario es un poco tarde para empezar. Claro que mejor tarde que  nunca. ¿Aún se siente dispuesto?
De ser así, tendrá que dar  largos paseos nocturnos por su ciudad o su pueblo, o paseos de día por  el campo. Y largos paseos, a cualquier hora, por librerías y  bibliotecas.
[...]
Alimentarse bien es crecer. Trabajar  bien y constantemente es mantener en condición óptima lo que se ha  aprendido y se sabe. Experiencia. Labor. Son las dos caras de la moneda  que cuando gira de canto no es ni experiencia ni trabajo sino el momento  de la revelación. Por ilusión óptica, la moneda se vuelve redonda,  brillante, un arremolinado globo de vida. Es el momento en que la hamaca  del porche cruje levemente y una voz habla. Todos contienen el aliento.  La voz se eleva y cae. Papá habla de otros años. De sus labios surge un  fantasma. Agitándose, el inconsciente se restrega los ojos. La Musa se  aventura a los helechos que hay bajo porche, desde donde, dispersos en  la hierba, escuchan los muchachos del verano. Las palabras se vuelven  poesía y a nadie importa, porque nadie ha pensado llamarla así. He aquí  el tiempo. He aquí el amor. He aquí el cuento. Un hombre bien alimentado  guarda y serenamente da cauce a su infinitesimal porción de eternidad.  En la noche estival parece grande. Y lo es, como lo fue siempre en todas  las edades, cuando hubo un hombre con algo que contar y otros,  tranquilos y sabios, que escucharan.
En: "Zen el arte de escribir". Editorial Minotauro, 1995.