28.11.14

Lapalabra

Un aire solemne y anacrónico suele acompañar la voz de algunos escritores al referirse a la materia prima de su oficio. La autora acude a otras fuentes para hacer justicia a la vitalidad de la escritura

Lapalabra, según Leila Guerriero./Ilustración Bea Crespo./elmalpensante.com
Salí a correr y volví pensando en la palabra lapalabra. La he escuchado en simposios, seminarios, entregas de premios, congresos, todos sitios repletos de escritores, editores, periodistas, o sea, gente relacionada, de una manera o de otra, con la escritura, con sus dificultades, sus encabritamientos, sus epifanías, sus lacios prados de pastura cuando todo sale bien y sus tormentas solares cuando nada se acomoda. En esos sitios, antes o después, alguien siempre sube al estrado y habla de esto que hacemos –escribir– y dice, por ejemplo, “el maravilloso mundo de lapalabra”. O “ustedes, que se entregan por completo a lapalabra”. O “el reino de lapalabra”. O “nosotros, devotos de lapalabra”. O “fulano, que ardió y vivió en el mundo inigualable y mágico de lapalabra”. Y yo me siento pésimo –me siento pésimo, de hecho, escribiendo esto–, porque no pocas veces la persona que dice cosas como esas es una persona a quien admiro, de quien he aprendido y sigo aprendiendo cosas, a quien respeto. Pero, cuando escucho la palabra lapalabra, me digo “Ay”, y siento lo mismo que siento cuando los políticos dicen “el pueblo”, o “la gente”, o pronuncian frases como “los destinos de nuestra nación”: desánimo, abatimiento sin fin.
A lo mejor, la palabra lapalabra fue una genialidad cuando alguien la pronunció por primera vez. Como aquello de los dientes como perlas, los labios como rubíes, las mejillas como manzanas: todas gemas que, ahora, no alcanzan el rango de bijouterie barata porque, a estas alturas, son construcciones vaciadas de sentido. Así, la palabra lapalabra no dice –o ya no dice– nada de la conmoción, ni de la asfixia, ni del trance, ni de la soledad, ni de la entrega que implican la escritura y la vocación de la escritura. No habla del fango peligroso del lenguaje. De la médula floja de la duda. De la alegría salvaje del acierto. De que siempre, cada vez, toda la vida, es como empezar enloquecedoramente desde cero: disponerse a ser, ante cada texto, el mismo guiñapo de carne dudosa, el mismo sarcoma de impaciencia, la misma curiosidad idiota incandescente. Cuando mengano dice que fulano se entregó en cuerpo y alma a lapalabra, yo no logro ver la crucifixión agraciada de fulano. Más bien, me entran ganas de huir, y siento un escozor que se parece a la vergüenza ajena.
Quizás soy yo. Quizás es mi problema. Quizás desarrollé una alergia exagerada por el lugar común. Porque quienes mentan la palabra lapalabra suelen ser personas abocadas a la escritura, gente que tiene alta conciencia de lo que puede hacer un adjetivo bien puesto. Gente, en fin, que sabe lo que hace.
El poeta francés Bertrand Noël dijo algo sencillo. Dijo: “Escribir es como abrazar un cuerpo que no se ve”. La escritora brasileña Clarice Lispector dijo que escribir es una maldición, “pero una maldición que salva”. Su compatriota, Rubem Fonseca, que “el objetivo honrado de un escritor es henchir los corazones de miedo”. Comparada con cualquiera de esas frases, la palabra lapalabra tiene la potencia de un aforismo de póster: ninguna.
Hace unos meses vi una película de Wim Wenders, Pina. Es un documental sobre la coreógrafa y bailarina alemana Pina Bausch, basado en testimonios de muchos integrantes de su compañía. Tiene dos momentos brutales, epifánicos, que producen esa clase de sobresalto o de revelación que solo acontece cuando el arte hace bien su trabajo, cuando duele de manera gozosa. El segundo no viene a cuento, pero el primero de esos momentos es este: uno de los bailarines de la compañía, un hombre rubio y pálido, de apariencia intacta, como si lo hubieran restregado hasta los huesos, cuenta que, durante el último ensayo de la obra Ifigenia, él bailó pésimo. El día del estreno, Pina Bausch entró a su camarín y él, después de semejante ensayo, esperaba, con cierto temor, recibir alguna frase, alguna recomendación. Pero ella solo lo saludó y le deseó suerte. Ya estaba por irse cuando, desde la puerta, se dio vuelta y le dijo: “Recuerda: tienes que asustarme”. El hombre bailó como nunca había bailado antes. Lo que intento decir, con toda modestia, es que la palabra lapalabra no hará que bailemos como nunca hemos bailado antes. Que no es allí donde se bebe el fuego crudo que se necesita para escribir alguna cosa. Que la palabra lapalabra ya no asusta a nadie.

27.11.14

Muñoz Molina y la transparencia de la escritura

El escritor publica  Como la sombra que se va, una novela sobre el asesinato de Martin Luther King y la vida de su asesino. Entrevista

  El escritor Antonio Muñoz Molina./Bernardo Pérez.
El escritor Antonio Muñoz Molina en el estudio de su casa, en Madrid. En las manos tiene un ejemplar del número de la revista Life  dedicado al asesino de Martin Luther King en mayo de 1968. / Bernardo Pérez./elpais.com

Este miércoles, Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) salió de su casa rumbo a la Residencia de Estudiantes de Madrid para presentar su nueva novela ante la prensa, Como la sombra que se va (Seix Barral), y en el camino no pudo evitar detenerse ante el escaparate de una tienda de electrodomésticos. Durante unos instantes, clavó la mirada en un lavavajillas transparente que exhibía con descaro el mecanismo de su funcionamiento. “Me quedé pensando en que, si pudiéramos ver todo lo que ocurre en la cosa publica, tendríamos otra sociedad. Y en que yo pude escribir este libro gracias a que, en Estados Unidos, logré acceder a mucha documentación acerca del asesinato de Martin Luhther King. No estoy muy seguro de haber podido hacerlo aquí, sobre un caso español”, reflexionó más tarde, ante una mesa cuadrada llena de periodistas.
Quizá por eso, el autor galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2013 quiso enarbolar la transparencia durante la charla y contó que su novela tenía originalmente otro título: El pájaro de Lisboa. “Pero se lo dije a Elvira [Lindo], mi mujer, y me contestó: `no puede llamarse así. ¿Otra vez la palabra Lisboa en el título de uno de tus libros? ¿Acaso eres el novelista de Lisboa?` Bueno, pues como buen marido le hice caso y me puse a buscar otro titulo.” En eso estaba el hombre que antes de dedicarse de lleno a la literatura fue funcionario en Granada cuando, no hace mucho, cogió la Biblia y, en un salmo, encontró la frase definitiva para la historia del hombre que mató al pastor estadounidense que encabezó la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos: Como la sombra que se va.
“No sólo el título, sino toda la novela quedó así porque dejé que todo surgiera al azar. Me gusta la libertad de contar sin planes rígidos, de metamorfosear la voz narrativa cuando es preciso, de rescatar datos que puedan dar un giro a la historia. Esa es la libertad plena de la escritura. La verdad es que me gustan los libros que no paran de modificarse ante mí”, dijo Muñoz Molina —el pelo y la barba gris, el acento de Jaén— antes de subrayar que entregó el manuscrito del libro a su editora el pasado 9 de agosto, día en que un policía de Ferguson (Missouri) mató a un joven afroamericano desarmado, y que la publicación de la novela coincide con la absolución del policía y las protestas de la comunidad afroamericana que no se ha librado por completo del racismo. “El sello de la esclavitud es muy difícil de quitar. Ha habido un enorme progreso, no podemos negarlo pero, por ejemplo, en la actualidad más del 50% de la población carcelaria de Estados Unidos es negra. El sistema judicial y penitenciario sigue, es clasista y vengativo. Y la mayoría de los pobres de ese país también siguen siendo negros. Porque la sociedad americana sigue teniendo una desigualdad galopante. Eso es así”, afirmó.
En este libro, Muñoz Molina ha jugado con la ficción y la realidad. Aclara que siempre partió de lo recabado en su investigación (“datos comprobables y de fácil acceso para cualquiera”), pero que rellenó los huecos con su imaginación. “Por ejemplo: hay una escena en la que el asesino se encuentra una foto suya en la portada de la revista Life. Eso es real. Pero yo inventé que este hombre iba caminando por Lisboa y, de pronto, ve la revista en un quiosco de prensa. No sé si fue así, pero lo puse. Otro ejemplo: de Luhther King se sabe mucho, hay biografías muy documentadas, sabemos hasta la marca de su crema de afeitar, pero no con exactitud lo que pensaba. Así que yo inventé el flujo de su conciencia.” No obstante, reconoce que no tuvo que inventar demasiado. “Porque mucho de lo que ocurrió en realidad es mejor.”
El también autor de El viento de la luna (Seix Barral, 2006) agradeció el trabajo de su editora y de los correctores de estilo de la editorial. “Este es un oficio en el que participa mucha gente. Hay una idea romántica de la creación. Pero aquí, creación, ¡poca! Han sido fundamentales las surgencias de mi editora y la revisión de los correctores, palabra por palabra, línea por línea, para detectar las carencias del libro y así poder mejorarlo.”
En 1987, Muñoz Molina publicó El invierno de Lisboa (Seix Barral), obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y comenzó a captar la atención continua de de la critica y de los lectores. 27 años después, con otra historia lisboeta, siente que es “mucho más concienzudo” en lo que escribe. “Porque ya no me dejo llevar sólo por lo que suena bien. Y soy más austero. Y transparente.”

 Muñoz Molina, libre de pudor 

El novelista explora en su intimidad mientras narra la huida del asesino de Luther King en Lisboa. "He aprendido que se puede escribir con franqueza de la propia vida" 
"Pocas veces me he visto tan arrastrado por una historia”, dice Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) en su casa de Madrid. “Ha sido un año de intensidad”. El año es lo que ha tardado en escribir su nuevo libro, Como la sombra que se va (Seix Barral), que se publica el martes que viene. La historia es, resumiendo mucho, esta: 4 de abril de 1968. James Earl Ray, de 40 años, asesina en Memphis a Martin Luther King y huye. Entre el 8 y el 17 de mayo se esconde en Lisboa, donde trata de hacerse con un visado para Angola, para Rodesia, para donde sea.
Diciembre de 2012. Muñoz Molina espera en un café del Chiado a su hijo, que vive en la capital portuguesa. El muchacho cumple 26 años y el padre recuerda las dos noches que él mismo pasó solo en la ciudad en enero de 1987, cuando el niño tenía un mes. Sobreponiéndose a la mala conciencia de dejar atrás a la familia, iba buscando inspiración para una novela que empezó llamándose El invierno en Florencia y terminó siendo El invierno en Lisboa. Galardonado con el Premio de la Crítica y el Nacional de Literatura, fue el libro que cambió la vida a su autor, que por entonces era un funcionario raso del Ayuntamiento de Granada dividido entre la vocación literaria y las ataduras domésticas, y hoy es académico de la RAE y premio Príncipe de Asturias de las Letras. El catedrático de historia contemporánea Justo Serna acaba de dedicar un libro a su obra: Antonio Muñoz Molina. El tiempo en nuestras manos (Fórcola).
Octubre de 2013. Muñoz Molina y Elvira Lindo, su segunda esposa, pasan un mes en Lisboa. Él va a trabajar en una novela de la que lleva escritas 120 páginas y que nada tiene que ver con todo lo anterior. Sin embargo, cuando se pone a ello, la memoria y la imaginación se desatan. La obsesión por Ray —pisar las calles que pisó, leer las novelas baratas que leyó, fatigar los archivos del FBI— se cruza con su propio pasado y se lanza a escribir. El resultado es una absorbente reconstrucción de los días del asesino en Lisboa y, paralelamente, el descarnado examen de conciencia de un autor que habla crudamente del hombre que era hace casi tres décadas: un “adolescente tardío”, un novelista que “tocaba de oído”. Elvira Lindo —cuya presencia atraviesa todo el relato— fotografió durante meses los escenarios de esa escritura. Algunas de sus instantáneas, comentadas por ella misma, forman ahora parte del volumen Memphis-Lisboa, publicado por Oficio Ediciones.
¿Cuenta con que el lector puede sentir empatía con el asesino? Aislado y perseguido, a veces uno casi desea que se vaya a Rodesia y lo dejen tranquilo.
Eso no se calcula. Cuando eliges escribir sobre un personaje así es porque hay algo que te atrae, claro, aunque sea algo no sé si morboso. Existe ese dicho francés de “tout comprendre c’est tout pardonner”, y aunque no es exactamente así, tú quieres comprender. Sobre todo cuando se trata de gente de la que tienes mucha información, pero de la que te falta la información fundamental. Porque Ray nunca confesó. Los testimonios que hay sobre su racismo vienen de terceros. Si te acercas mucho a una vida ves que es muy compleja y que no puede resumirse en una caricatura. Sientes un profundo rechazo a lo que hizo, pero si comparas la infancia de este hombre con la de Martin Luther King, la de King es bastante mejor. La novela como arte tiene la pasión por mostrar, quiere mostrarlo todo desde todos los puntos de vista.

James Earl Ray, asesino de Martin Luther King. / Reuters
Hay quien piensa que comprender es justificar.
Yo creo que no. Tenemos el instinto de querer comprender lo que sucede en la mente de los demás. Es uno de nuestros rasgos fundamentales como especie, pero eso no puede llevarte al relativismo de decir: sufrió tanto...
Visto tan de cerca, el asesino es un tipo maniático pero educado. También Martin Luther King era normal. El malo no es el demonio y el bueno no es un ángel.
El bueno es una persona extraordinaria que se ha visto llevado por las circunstancias. Y eso lo hace más interesante. Lo curioso de King es que se convirtió en un héroe porque lo mataron. En 1968 estaba siendo muy contestado. En esos meses es un hombre cansado y asediado. Por la izquierda, por los Panteras Negras; por el lado más templado, debido a su evolución hacia la reivindicación de la justicia social —no solo de los derechos civiles— y contra la guerra de Vietnam. Para unos es un burgués traidor; para otros, un extremista peligroso.
¿Al escribir pensaba en un hipotético lector americano? Martin Luther King no significa lo mismo para un europeo que para un estadounidense.
Es un ejercicio mental complejo. Por una parte, no puedes escribir pensando en un tipo determinado de lector porque el proceso de escribir tiene que ser soberano. Por otra, es inevitable. Ya me pasó con La noche de los tiempos. Tenía que escribir pensando que había lectores que necesitaban más información que otros. Tenías que tener esa astucia en la cabeza, pero eso no podía llevarte a simplificaciones pedagógicas. Hay una cosa que he aprendido y es que el lector de literatura se parece mucho universalmente. Dejando aparte el grado de información que se tenga, el lector es bastante homogéneo. Uno alemán se parece bastante a uno español o inglés. El texto final lo sometí a un lector cualificado americano para evitar meter la pata en cosas que son mucho más delicadas para un americano que para un español. Cuestiones raciales, por ejemplo. Nosotros somos mucho más laxos.
¿Y había acertado con el tono?
En algunos casos se me había ido un poco la mano. Aquí todo el mundo se ríe de la corrección política, pero en sitios donde la gente conserva la memoria de la discriminación hay que ser más cuidadoso.
Otra de las precauciones que toma es usar iniciales para un personaje, la prostituta que conoce a Ray.
Esta mujer fue prostituta y muy probablemente todavía vive. Te mueves en la tensión entre contar con naturalidad y no invadir la vida de otros.
Las iniciales son un recurso de la no ficción, pero usted habla de novela. Todos los personajes son reales, ¿por qué no es un libro de no ficción?
"Ficción no es solo inventar, ficción es organizar de una cierta manera. Muchos rasgos que se dice que son de la novela de ahora han estado ahí desde el Quijote"
Pues no lo sé. De lo que estoy seguro es de que cualquier elemento de ficción colocado en un texto lo convierte todo en ficción. ¿Por qué esto es ficción? Porque me atrevo a hablar desde el interior de la conciencia de los personajes. Lo que cuento está muy contrastado, pero no sé si estaban pensando lo que yo digo que estaban pensando. ¿Y sabes lo que es más ficción? El todo. Ficción no es solo inventar, ficción es organizar de una cierta manera. Muchos rasgos que se dice que son de la novela de ahora han estado ahí desde el Quijote. El límite borroso entre lo inventado y lo no inventado, por ejemplo. El Lazarillo se presenta como una autobiografía. Paco Rico lo dice siempre: el Lazarillo no es anónimo, es apócrifo. Esa es una intuición admirable.
Quizá se piensa en la novela del XIX.
Cuando se habla de la novela del XIX me quedo estupefacto. Hay tantas novelas distintas en el siglo XIX, tan radicalmente experimentales en muchos casos. Oyes eso y te imaginas una novela robot, convencional, costumbrista. ¿Dónde está esa novela? Porque La educación sentimental no es así.
Tal vez novela es lo que leemos como novela. Su libro cambia si el lector sabe mucho de Martin Luther King o de usted.
En el mundo anglosajón está más claro porque se presta mucha más atención a la veracidad comprobable de los hechos. Hay un pacto. La no ficción tiene muy limitada su libertad. Tienes libertades formales, pero no con los hechos.
¿Y no sucede que el autor quiere que lean su libro como novela porque el lector le da más valor? En la presentación de Lo que me queda por vivir, usted recordó haberle dicho a Elvira Lindo que no hablara de los capítulos como de cuentos porque la gente lo iba a valorar menos.
Es que somos así de simples, sobre todo en un país como el nuestro en el que todo el mundo está buscando siempre motivos para no leer. La gente dice: “¿Cuentos? No me interesa”. ¿Cómo puedes, hablando de literatura, decir “no me interesa”?
Para mucha gente no es lo mismo una novela de Muñoz Molina que un libro sobre el asesino de Martin Luther King.
Claro. En España hay mucho menos respeto a la no ficción porque parece que no es literatura. Tenemos muy enraizado que en el fondo lo que es literatura es la novela. Parece que la no ficción tiene siempre una categoría menor. Eso en un país en el que han escrito Josep Pla y Chaves Nogales.
El libro tiene mucho de examen de conciencia cuando habla de 1987. Queda usted bastante mal en su autorretrato. “Ahora es cuando siento vergüenza”, llega a decir.
Es que es así. La novela surgió de esa contraposición repentina. Me dije: estuve aquí hace muchos años, en un viaje medio furtivo con este niño, que ahora tiene 26 años, recién nacido. Al principio eso iba a tener un sentido estrictamente literario: ver cómo cambia la idea que uno tiene sobre la ficción. Pero empiezo a escribir y me acuerdo del día en que nació mi hijo y del disco que estaba escuchando en ese momento. Eso desató algo que yo no tenía previsto y me puse a explorar por ahí, con mucho desconcierto. No quería hacer un juego metaliterario. Fue saliendo esa parte y muchas veces era difícil, pero si quieres ser honrado hay cosas que tienes que contar. Para que tenga sentido la construcción total.

Fotografía de Lisboa tomada por la escritora Elvira Lindo. Forma parte del libro 'Memphis-Lisboa', publicado por Oficio Ediciones.
¿No es arriesgar mucho?
 No. Una de las cosas que he aprendido en Estados Unidos es que se puede escribir con franqueza sobre la propia vida, y que ese ejercicio puede ser valioso. Nosotros somos muy pudibundos. Lo que yo he contado en comparación con las memorias de un americano o de un inglés... No es que ellos sean desvergonzados, es que tienen una integridad y esa idea de que las cosas tienen que ser contadas. Eso me ha alentado mucho. En un capítulo cuento que de repente me suceden cosas que no me hubieran sucedido si no hubiera escrito El invierno en Lisboa y que cambian mi vida. Ya alguna vez había contado que había visitado a Onetti, pero es que no solo había visitado a Onetti, es que la noche antes había tenido un deslumbramiento amoroso. Tú cuentas lo de Onetti y estás en un territorio seguro, porque es literario, pero las personas no somos solo literatura. ¿Que eso tiene ciertos riesgos? Tiene un riesgo literario no ya por cómo será juzgado, sino porque puede no sostenerse.
 Y personal, ¿no? Uno va leyendo y se pregunta: ¿qué pensarán sus hijos?
 Eso también está muy medido. Ahí es donde tienes que tener más cuidado. Lo que no voy a hacer es arriesgarme a hacer daño a las personas que más quiero. Pero también las personas adultas tienen que enfrentarse a las cosas. Qué le vamos a hacer, hemos sido así. Somos así.
Del autor de El invierno en Lisboa dice que “escribía de oídas”.
 No creo que una verdad contada honradamente haga daño. Queda dañada una visión edulcorada y romántica del escritor, pero no tenemos ninguna necesidad de ella.
¿Y ahora cómo toca? ¿Se aprende a tocar?
Aprendes a considerar cada cosa que pones con mucho más cuidado, aprendes una especie de integridad.

¿Ha releído El invierno en Lisboa?
 No way. La leí por última vez por obligación hará como 15 o 16 años, para revisar una traducción. No puedes arreglar un libro como no puedes arreglar el pasado.
¿Y qué impresión le dio hace 15 años?
 [Sonríe. Silencio] No sé… Había demasiado humo. En muchos sentidos.
Es curioso releer las crónicas de 1987: la presentación del libro en un bar, la expectación después del éxito de Beatus Ille
Un éxito muy relativo, retrospectivo sobre todo.
Bueno, publicar en Seix Barral después de pagarse usted la edición de su primer libro
"No he vuelto a leer 'El invierno en Lisboa'. No puedes arreglar un libro como no puedes arreglar el pasado"
Es un salto tremendo, sí. En esa época hubo una serie de éxitos repentinos de libros literarios de gente desconocida. Había empezado con El misterio de la cripta embrujada. Mendoza había publicado antes el Savolta, pero su éxito vino con La cripta. Aparecieron Ferrero, Llamazares, Marías llegó a más lectores, Soledad Puértolas, Martínez de Pisón, García Sánchez…Cuando publiqué El invierno en Lisboa pasé por Madrid y fui a la Feria del Libro con la ilusión de ver mi novela. No estaba. De pronto la gente empezó a leerla. Luego dicen que todo está planificado. Había escritores, pero lo que empezaba a haber era un público. Los escritores creaban el público al hacer la novela.
En una entrevista de aquel año, dice que la narrativa joven era un invento.
 ¿Sabes lo que era un invento? Esa impaciencia por crear caracteres comunes. Me llamaba la atención que se insistiera tanto en que éramos jóvenes. ¿Qué mérito tiene serlo? Yo pensaba en la edad a la que se habían escrito grandes libros. Entonces El gran Gatsby también es narrativa joven.
El invierno en Lisboa ganó el Premio Nacional de Literatura. Luego volvió a ganarlo El jinete polaco. ¿Qué piensa de los que están renunciando a esos premios?
Que todo el mundo tiene que hacer aquello que en conciencia cree que tiene que hacer, pero también pienso que los gestos de uno tienen que ser coherentes. Pensemos en Jordi Savall. El jurado del Premio Nacional de Música es gente de primera fila, y algunos se sintieron muy ofendidos. Si tú recibes el Premio de la Generalitat y lo agradeces y, a continuación, recibes el Nacional y dices que no, ¿qué pasa? ¿Que la Generalitat tiene una gran política cultural, que no tiene recortes? Hay que protestar contra la política de este Gobierno, que es brutal y destructiva, parecida a la de otros Gobiernos y no solo centrales. Pero ¿y si recibes el premio y lo donas? Además, uno puede, honradamente, necesitar el dinero. A lo mejor a mucha gente, tal y como están los trabajos artísticos, el premio le resuelve una parte de la vida. Eso es muy respetable. Cuando yo gané el Planeta me preguntaban en qué vas a gastar el dinero. Pensaba: ¿por qué no se lo preguntan a los arquitectos? Como te dedicas a estos trabajos parece que tienes que vivir miserablemente.
"La renuncia de Jordi Savall al Premio Nacional de Música ha ofendido a algunos miembros del jurado, gente de primera fila"
 ¿Le cambió más la vida el Premio Nacional o el Planeta?
 El Nacional, vamos, el éxito comercial que desató, porque me permitió algo a lo que aspiran las personas honradamente: a mejorar de posición y a tener una temporada de desahogo. Eran dos millones y medio de pesetas, pero si trabajas de auxiliar administrativo y ganas 60.000 pesetas al mes…
Cuando el año pasado publicó Todo lo que era sólido hubo quien dijo que su crítica a la degradación de la vida pública quedaba algo desautorizada porque había ganado un premio tan rodeado de sospechas como el Planeta.
 Mira, yo hice una novela bastante poco comercial, me presenté a un premio porque en ese momento, por razones biográficas, me venía bien poder tener un poco de holgura económica, lo gané y, a lo largo de los años, de sobra he cubierto el adelanto que me pagaron.
¿No se la encargaron? Suele decirse que por política editorial y de promoción...
 Es un premio comercial, claro que sí. Yo no sé en otros casos, en el mío no tengo nada que disimular. Cuando gané ese premio hubo gente a la que yo tenía afecto que incluso me negó el saludo. Luego, curiosamente, alguno de ellos se presentó y lo ganó. Yo decía: “Esperad a leer la novela”.
Pero no es un premio cualquiera. Se presentan 500 personas y se le supone una buena fe que está muy en entredicho.
 Sí, pero imagínate una novela como El jinete polaco las posibilidades que tiene de ser una novela de encargo.
 En Todo lo que era sólido planteaba la necesidad de una rebelión cívica. ¿Se ha producido?
 Creo que se está produciendo. Lo que más esperanza me da es que la corrupción ya no es impune.
¿Y el 15M y Podemos? Al leer rebelión tiende a pensarse en ellos, no en los jueces que hacen su trabajo.
Es que eso era lo que yo decía, que cada uno hiciera lo que tenía que hacer. Esa es la parte que me interesa. Me parece cansino que se hable siempre de lo mismo. Hay aspectos de la realidad sobre los que nunca se dice nada: la educación, el medio ambiente…Hay una inflación verbal a la que no quiero sumarme.

25.11.14

Goytisolo: "Sigue vigente el canon nacionalcatólico"

El autor de  Señas de identidad  obtiene el máximo galardón de las letras españolas tras varios años en las quinielas y una reñida deliberación. En esta entrevista, un día antes del fallo, repasa su visión heterodoxa de la literatura


El escritor español Juan Goytisolo en su casa de Marrakech. / Bernardo Pérez ./elpais.com
 
“Esta casa es un desconcierto”, decía Juan Goytisolo (Barcelona, 1931) el domingo pasado en el patio de su riad de Marrakech mientras sonaba el timbre y tardaban en abrir. Allí recibió ayer la llamada que, tras una reñida deliberación, le anunciaba el premio Cervantes, el más importante de las letras en español, dotado con 125.000 euros. ¿Las razones del jurado? “Su capacidad indagatoria en el lenguaje” y su “apuesta permanente por el diálogo intercultural”.
A unos pasos de la bulliciosa plaza de Xemaá-el-Fná, el escritor recordaba el domingo que llegó a esta ciudad por primera vez en 1976 para aprender árabe dialectal, la lengua en la que se dirige a los vecinos que le saludan durante su paseo entre el Café de France de la plaza y su casa. La compró en 1981 —“cuando nadie quería vivir en la medina”— y se instaló definitivamente en ella en 1997 tras cuatro décadas en París. Meses antes había muerto su esposa, la novelista francesa Monique Lange, destinataria de algunas de las páginas más delicadamente descarnadas de En los reinos de taifa (1986), el volumen de memorias en el que Goytisolo analizaba su cambio de registro literario —del realismo crítico a la experimentación con una suerte de “verso libre narrativo”— al tiempo que asumía públicamente su homosexualidad.
El escritor convive ahora con la familia de su amigo Abdelhadi —“mi tribu”, dice él— en ese “desconcierto” con patio donde el domingo repasaba su trayectoria y ayer declaraba haber recibido la noticia del galardón con una mezcla de depresión —“no sé por qué”— y alivio —“por asegurar con el dinero del premio la educación de los chicos de la casa”—.
Su última obra, de hace dos años, es un libro de poemas, ¿era la consecuencia natural de su evolución o siempre había escrito versos y nunca los había publicado?
La novela es un género omnívoro, puede incluir la poesía, pero la poesía no puede incluir la novela. Lo que he escrito a partir del último capítulo de Señas de identidad es a la vez prosa y poesía. Libros como Makbara, Paisajes después de la batalla o Las virtudes del pájaro solitario están escritos para ser leídos en voz alta. La prosodia y el ritmo son un elemento fundamental.
¿Por qué entonces un libro de poemas tradicional?
Bueno, me jubilé de novelista. En realidad la última obra debería haber sido Telón de boca. El exiliado de aquí y allá es una prolongación tal vez innecesaria de Paisajes… Cuando uno no tiene nada nuevo que decir, se calla. He escrito poesía en los últimos años, ensayos, los artículos de EL PAÍS… Tengo algún material nuevo escrito pero no tengo ninguna prisa en publicarlo.
¿Ha releído sus primeras novelas, las realistas?
Las leo como si fueran de otro. Tal vez era necesario pasar esta etapa. Durante el franquismo escribíamos para decir lo que la prensa no decía. Había una voluntad de testimoniar y de registrar el habla popular. En mi caso, en Campos de Níjar y La Chanca, el de Almería. Fue gracias a la mili en una compañía llena de reclutas almerienses.
¿Cuándo volvió por última vez?
¿A Almería? Hará 10 años.
Primero lo declararon hijo predilecto, luego persona non grata…
Primero, durante el franquismo, me declararon persona non grata por Campos de Níjar, luego hijo predilecto en agradecimiento; luego, otra vez persona non grata por tomar partido por los inmigrantes en El Ejido.
¿Qué es más sospechoso: que te ten un honor oficial o que te lo quiten?
Cuando me dan un premio siempre sospecho de mí mismo. Cuando me nombran persona non grata sé que tengo razón.
¿Nunca pensó en volver a España cuando murió Franco?
Tanto en París como cuando daba clases en Nueva York me había acostumbrado a una sociedad heterogénea. El barrio del Sentier me procuró una educación que ninguna universidad me podía proporcionar: el contacto con inmigrantes de todas las partes del mundo. Cuando llegué a España en el año 76 solo había españoles, y me pareció terrible.
¿Cómo ve la evolución de España? Se ha abierto un debate sobre la Transición.
Es lógico que haya un hartazgo por parte de la gente joven respecto a la crisis, el paro, la corrupción, pero hay que articular alternativas creíbles. Tengo mucha simpatía por la gente de Podemos aunque por el momento no tengan un programa muy concreto, pero el hartazgo que reflejan me parece muy justo y lógico.
Usted ha dicho que en España se hizo transición política pero no cultural. ¿Por qué?
Porque sigue vigente el canon nacionalcatólico. Yo tengo fama de heterodoxo y nunca he buscado la heterodoxia sino ampliar la base del canon, es decir, incorporar lo que había sido dejado de lado por fidelidad a un relato histórico que no se corresponde con la realidad. Hay tres temas tabú en la cultura española. Uno es el carácter mudéjar de la literatura española en los tres primeros siglos: escribiendo en lengua romance pero inspirándose en modelos literarios árabes. El segundo, del problema de la limpieza de sangre: la literatura está embebida de la violencia entre cristianos viejos y cristianos nuevos, y esto se traduce en nuevas formas literarias en el siglo XV y el XVI. Tercero, el extrañamiento del tema erótico. Menéndez Pidal y Unamuno hablan de la cultura española como una cultura casta en contraposición al libertinaje de la francesa. Cuando uno conoce el Cancionero de burlas, La lozana andaluza o La Celestina se encuentra con un rotundo desmentido a esa afirmación.
La novela de su propia transición, Señas de identidad, quería poner en evidencia los grandes mitos de la España franquista. ¿Cuáles serían los de la España de hoy?
La Marca España. Reducir España a la Marca España y no ver la cruda realidad de una sociedad que está sufriendo por el paro y la marginación. Este mito de la Marca España hay que deshacerlo. Este optimismo… Si fuera caricaturista pondría a un parado sentado en la acera pidiendo para comer y alguien que viene a anunciarle que la agencia Standar & Poor's ha elevado la nota de España de A Plus a A Plus Plus. Eso es lo que nos están vendiendo.
Carlos Fuentes lo incluyó en su libro sobre la novela latinoamericana. ¿Ha tenido mejores lectores en América?
Hay lectores atentos y distraídos en todos lados, pero lo normal en el continente iberoamericano es una lengua emancipada del corsé reductivo español del lenguaje como código de delitos y faltas. Yo estaba obligado a hacer un esfuerzo para liberarme y para ellos esa libertad era natural.
Lleva 30 años viviendo en Marruecos y ha viajado y escrito mucho sobre el islam. ¿Qué no hemos entendido los occidentales sobre el mundo árabe?
Hay un malentendido fundamental: es absurdo hablar de mundo árabe. La vida social y cultural de Egipto no tiene nada que ver con la de Arabia Saudí ni esta con la que había en Iraq antes de la destrucción… Es un patchwork, un tejido único compuesto de retazos de colores distintos.
¿Y el papel de Occidente?
La frase de Roosevelt lo dice bien: “Es un hijo de puta pero es nuestro hijo de puta”. Durante la confrontación con la URSS siempre ayudaron a los disidentes de los países del Este pero a los disidentes árabes nunca les han ayudado, siempre han pactado con los dictadores o con gobiernos favorables a sus intereses.
 Juan Goytisolo gana el premio Cervantes

24.11.14

Sentir una voz

El escritor colombiano, Luis Fayad acaba de publicar  Regresos  y anuncia una nueva edición en Colombia de  Los parientes de Ester

Luis Fayad también ha publicado las novelas La caída de los puntos cardinales  y  Testamento de un hombre de negocios, entre otras. / Óscar Pérez ./ elespectador.com

Luis Fayad siente el país quizás en uno de los sentidos más literales y bellos. No es una discusión acerca de la patria, el patriotismo o demás: es un asunto de sensaciones, de sentir las palabras de un lugar que considera suyo, así lleve viviendo varias décadas en el exterior. Para Fayad, el trabajo de construir un cuento o una novela comienza con oír cómo suena su idioma en la forma particular que habita en Bogotá, principalmente.
¿Qué lo hizo decidirse por ser escritor? 
Yo escribía poesía en el colegio; poesía que escribíamos algunos. Después comencé a escribir cosas en prosa, cosas del barrio que le mostraba a mi mamá y a ella le gustaba leerlas. Luego logré armar un cuento y otros más. Publiqué mis primeros dos cuentos en una sola semana. Uno en Letras Nacionales, la revista que fundó Manuel Zapata Olivella, y en Lecturas Dominicales de El Tiempo, que eran la revista y el suplemento más leídos de ese momento. Yo sentí un gran compromiso porque, ya publicados los cuentos, me creaban una responsabilidad grande. Pero no fue en ese momento cuando sentí que me iba a dedicar a la literatura. Cuando seguí escribiendo cuentos, ahí sí fue: me pregunté si de verdad me iba a dedicar a eso o le estaba quitando el sitio de publicación a alguien más que lo fuera a hacer en serio, y entonces ya lo sentí: pasara lo que pasara lo iba a hacer lo mejor que pudiera. Y así fue que seguí escribiendo.
¿Cómo se encuentra la voz en la escritura? 
El descubrimiento se hace de forma inconsciente. Es algo que uno lucha en cada novela a la hora de hacer correcciones, y si hay algo que no me gusta es porque siento que yo no estoy ahí, yo no soy ese lenguaje, que puede estar bien, pero no me siento ahí. Puede haber cosas muy bien pensadas, pero no sentidas. A mí me hace falta sentir la literatura, sentirme en cada renglón, en cada palabra. Cuando encuentro una palabra metida en una frase que me gusta, pues me siento muy contento: con una palabra que no tiene que ser literaria ni bonita, sino mía. Por eso me hace tanta falta, cuando estoy fuera de mi país, oír el idioma. Cuando se reúnen colombianos, lo que me más me interesa no es lo que me cuentan, pero sí el acento. Las palabras que traen, la sintaxis, esto lo busco mucho. El modo de hablar de mi país, de mi barrio, de mi casa es lo que me hace escribir. No puedo trabajar jamás sin oír el diálogo de los colombianos. No me interesa tanto lo que me cuentan del país porque, además, lo conozco. Detesto esa conversación de política. No me gusta. Yo me aclaro a mi manera, me entero de estas cosas. Pero el acento sí me encanta. 
Después de que tiene la idea para un texto, ¿tiene una rutina de escritura? 
Sí. Escribo todos los días. Si puedo, por la mañana. Ahora lo digo, pero es en teoría, porque a veces tengo que hacer otras cosas de trabajo, o si alguien me interrumpe, o hay que hacer mercado. Muchas cosas. Lo digo con mucho convencimiento, ese rigor del trabajo lo engrandezco: sí, trabajo todos los días y es un trabajo uniforme, de 9:00 a.m. a 2:00 p.m., no me levanto. Lo digo así, pero no es cierto. Es lo que quisiera, entre otras cosas, para no tener nada más que hacer y sentirme tranquilo el resto del día para seguir escribiendo, pero sin esa obligación que al incumplirla lo hace sentirse mal a uno. Esto es sólo en cuanto a escritura, porque la vida sigue por muchos otros lados, claro. 
¿Relee sus libros publicados? 
No mucho. Procuro no hacerlo porque puedo encontrar errores, más que todo, y termino por reprocharme cómo no quité esta palabra o cómo pude haber pasado por alto un detalle. El editor español de la última edición de Los parientes de Ester —de hace dos años y que voy a volver a editar en Colombia— me dijo que se la ayudara a corregir, que él tenía un corrector, pero que también lo hiciera. Le contesté que le suplicaba no ponerme en esas y me dijo que no, que era necesario que yo la revisara porque a lo mejor a él se le pasaban más cosas que a mí. Fue todo lo contrario. Después me dijo: “La volví a corregir, Luis, tú no hiciste esto y esto y esto...”. Fui incapaz, la leí por encima y no, no fui capaz. Incluso en una página el apellido del personaje está cambiado. Qué martirio. Uno aprende, con esto de las sensaciones, métodos que no se pueden enseñar, sino contar, y a veces incluso no contar. Yo a veces siento algo cuando escribo: le paso la mano y alcanzo a sentir si hay algo carrasposo o si está lisa la página. Lo alcanzo a sentir. “Algo debió quedar que no está bien escrito”, me digo. Se lo conté un día a García Márquez (él hablaba con todo el mundo, no es cosa especial mía, ¿no?) y, como él también corregía mucho, le dije que para mí el tema era una maldición, el no poder seguir adelante hasta que uno cree que todo está bien. Le dije: “Yo tengo una manera de corregir, aunque nadie la crea, y no la cuento por eso: le paso la mano a las páginas y alcanzo a sentir si hay algo que no está de verdad limpio”. Yo creo que a uno le queda en el subconsciente algo que hizo mal, uno sabe que está, pero lo olvida para poder seguir adelante. 
¿Cuándo va a reeditar  Los parientes de Ester  en Colombia?
 Yo creo que ahora pronto, para principios del próximo año. Quiero que circule al tiempo con Regresos. Eso me gustaría. 
¿Cómo sabe que una idea le da para una novela o un cuento...?
Hay un momento en el que uno concibe el cuento o la novela, cuando uno siente que la tiene. Eso dura un segundo. Lo demás es el trabajo, pero cuando me doy cuenta la tengo muy clara: “Tengo este cuento”, y eso es un instante. Lo mismo me pasó con esta novela, con Regresos. Se ha escrito mucho de latinoamericanos que salen y la vida de esas personas fuera de sus países, pero yo conozco más cuentos de gente que ha vuelto y nadie ha escrito eso. Y ahí dije: “esta es mi novela”. 
¿Por qué se fue del país? 
La respuesta que doy siempre es: salí simplemente porque quería salir un rato y quería vivir en París. Son las dos únicas razones. 
Usted se llevó el manuscrito de  Los parientes de Ester
Exactamente dicho así, porque estaba escrito a mano. La primera corrección que le hice fue al pasarlo del manuscrito a máquina, que también me la llevé de aquí, la primera máquina que tuve y que aún tengo: una Olivetti Lettera 22. 
¿Aún la usa? 
La usé hasta hace unos años para escribir cartas. Me di cuenta de que tengo que cambiarle la cinta. Tengo esta idea desde hace unos años y aún no lo he hecho, pero lo voy a hacer. 
¿Qué tan extenso fue el proceso de escritura de  Los parientes de Ester?
Duré dos años desde que la escribí por primera vez hasta que la corregí. Me he dado cuenta de que fue una novela que escribí con alegría, en el fondo porque la construí con mucho convencimiento de lo que estaba haciendo. La sentía mucho, el modo de escribirla y el lenguaje y lo que estaba escribiendo. Hay veces que pienso que hay novelas mías que me gustan más, como Testamento de un hombre de negocios, esta me gusta más. Pero me gustaría, más bien, recuperar el descanso y la fluidez espiritual (no tanto en la escritura) con que escribí Los parientes de Ester. 
¿Cómo ve la Bogotá actual en comparación con la que dejó hace años? 
Antes era más pareja en los barrios. No sea veía la miseria porque no había llegado a la ciudad. El cambio ahora se nota muchísimo en eso: en la diferencia de clases sociales, la escala de las clases sociales es demasiada, es casi un chiste. Antes había una clase media alta, los primos de uno tenían carro y uno no, pero bueno, íbamos en el mismo carro en los paseos. Uno era un poquito más que el otro, el papá de una familia ganaba más que su hermano, pero todo era más parejo. La gente del norte también iba a los barrios del sur: el Parque Nacional era para todo el mundo. No existían esas diferencias tan grandes.

Rivas : "Hay que escribir como se respira"

El autor de  Las voces bajas  afirma que su proceso creativo nace de la unión de sentir y pensar

El escritor español Manuel Rivas. / Bernardo Pérez./elpais.com

Manuel Rivas (A Coruña, 1957) escribe todos los días sin preguntarse por qué lo hace. “Hay que escribir como se respira. Y uno no se pregunta cómo funciona el sistema respiratorio”, sostiene. Pero para escribir necesita escuchar. “No podemos tener la impaciencia de no oír; la vida corre y la gente tiende a no hacerlo. El escritor puede necesitar una soledad total para escribir, pero debe escuchar, ver, saber que todo queda, que todo es importante, que nada se pierde”, comenta el Premio Nacional de Narrativa 1996.
Define su forma de escribir como orgánica: “acabas viendo que hay una forma que tiene que ver con lo vegetal: las ramas de un árbol pueden aparecer desordenadas a quien nos las contemple en su conjunto. Pero de repente ves que hay una voluntad, una armonía”. Para el autor de Las voces bajas (Alfaguara), la escritura ha de ser sentipensante, “la unión de sentir y pensar. Y tiene que ser concreta. Para mí la escritura va contra la abstracción”.

Cinco verdades sobre los escritores y las redes sociales

Tener presencia en las redes sociales es hoy imprescindible para un escritor

 
Sin duda las redes sociales son un escaparate, pero deben ser además un espejo que refleje lo mejor de nosotros mismos. Ahí radica el verdadero éxito./sinjania.com
Sobre las diferentes maneras en que debemos gestionar dicha presencia ya hemos hablado en otras ocasiones, por eso nos parece importante aclarar algunas ideas equivocadas que hemos detectado entre los escritores que han realizado nuestro curso de redes sociales.
1. Escribir es lo primero
Puede parecer evidente, pero con frecuencia lo olvidamos y nos volcamos tanto en actualizar nuestra cuenta de Twitter o publicar algo nuevo en Facebook que le robamos tiempo a la escritura para dedicárselo a las redes sociales. Con una buena organización, puede haber tiempo para todo; pero si empezamos a pasar más tiempo actualizando nuestros perfiles que escribiendo, debemos preocuparnos.
2. No hay que hacer de todo
En ocasiones nos estresa ver la intensísima actividad de otros escritores en las redes sociales: mantienen un blog, tienen miles de seguidores en Twitter y graban vídeos que suben a YouTube. Pues bien, no es necesario que hagamos todo eso. Solo tenemos que hacer aquello con lo que nos sintamos cómodos, hacer hasta allí donde nos lo permita una jornada en la que debe haber tiempo para escribir, tiempo para leer y, por supuesto, tiempo para estar con la familia y los amigos. Ahora bien, hay muchas cosas que podemos aprender de esos escritores ubicuos: podemos imitar de ellos aquellas cosas que nos parezcan interesantes, útiles o divertidas.
3. No siempre funciona
Podemos desarrollar diferentes estrategias para gestionar nuestra presencia en las redes, pero debemos tener claro que no siempre van a funcionar. Hay miles de cosas que podemos hacer y cada uno de nosotros las haremos de un modo distinto, pero a veces la que hemos elegido no da los resultados esperados. Eso no significa que debamos tirar la toalla, simplemente debemos diseñar una nueva estrategia y ponerla en funcionamiento.
4. El número de seguidores no es decisivo
El éxito de la presencia en redes sociales de un escritor no se mide por el número de sus seguidores, ni siquiera por las ventas de libros que consigamos a través de ellas. El éxito debe medirse en función de nuestra capacidad para lograr que las redes nos muestren como queremos que nuestros lectores nos conozcan: profesionales, cercanos, interesantes… Sin duda las redes sociales son un escaparate, pero deben ser además un espejo que refleje lo mejor de nosotros mismos. Ahí radica el verdadero éxito.
5. No sirven para vender
Esto es algo que repetimos a menudo, pero que parece que muchos escritores no acaban de comprender (como lo demuestra la insistencia en los mensajes del tipo “Compra ya mi libro”). Las redes sociales no son un canal de venta. Ni siquiera son un canal de promoción, o al menos no debemos usarlas como tales todo el tiempo. Las redes son una excelente herramienta para aumentar nuestra visibilidad. Es decir, que la gente sepa quiénes somos, cómo somos, cuáles son nuestros intereses y, como parte de todo ello, pero no únicamente, que hemos escrito un libro que merece ser leído.

21.11.14

Cercas: "Todos somos como Enric Marco, incapaces de mirarnos al espejo"

El autor de Soldados de Salamina publica ahora El impostor, sobre la figura del hombre que se hizo pasar durante años como víctima de los nazis

Javier Cercas, el pasado jueves, en la terraza de un bar de Sarrià./ Kim Manresa./lavanguardia.com
La prodigiosa historia de Enric Marco (Barcelona, 1921), el hombre que se inventó un pasado como prisionero en los campos de concentración –y muchas otras cosas– es el eje de 'El impostor' (Random House), el nuevo libro de Javier Cercas (Ibahernando, 1962), que se pone a la venta en librerías. El autor ha realizado una exhaustiva investigación, que ha incluido largas sesiones con el propio Marco, y, sobre todo, aprovecha el tema para hablarnos de todos nosotros, de las mentiras con que construimos nuestra identidad y con las que se construye la historia. En una mesa del Bar Escocés, Cercas sonríe y apunta: "Déjeme adivinar, su primera pregunta va a ser: ¿Marco ha leído el libro?".
¡Es lo que estaba pensando! ¿Y cuál será su respuesta?
Que sí. Para mí era importante que lo leyese. Y añado que lo ha entendido muy bien. Pero lo que opina se lo tendrá que decir el propio Marco. Es un libro que aparentemente trata de él y subrayo lo de aparentemente. Como en todo lo que he escrito, tomo un personaje para hablar de otra cosa. 'Soldados de Salamina' no habla de Sánchez Mazas; 'Anatomía de un instante' no habla de Adolfo Suárez...

¿Eso es lo que justifica que usted hable del libro como novela sin ficción? ¿Que lo que importa no son las revelaciones que hace?
Creo que, aunque estamos en el siglo XXI, manejamos una idea de novela un poco estrecha, ni siquiera del XX, sino del XIX. La vemos como una ficción en prosa en la que se cuenta una serie de dramas con la máxima rapidez y eficacia posible. Casi todo el mundo trabaja con ese modelo, que a mí me parece estrecho, y que sobre todo no es el único. Antes había otro, más flexible, libre y plural, el de Cervantes o Sterne, que se impuso hasta el XIX. En vez de una carrera de bólidos, era un banquete con muchos platos, en el que cabía todo. Podías meter crónicas, ensayos, cualquier cosa. Hay gente que escribe como en el XIX, Kazuo Ishiguro, por ejemplo, y lo hace muy bien. Pero no veo por qué tenemos que renunciar al otro modelo, ni sobre todo a combinar los dos. Mi libro es crónica, biografía, autobiografía, ensayo... Y el resultado es una novela.

Pero ¿cómo le explica a alguien que ha hecho una novela si no hay ficción en ella?
¿Y quién ha dicho que la novela tenga que ser ficción? Es la idea convencional, pero yo no me resigno a ella. Este es un libro esencialmente irónico, donde todo significa al menos dos cosas, y eso es lo que define a la novela: Don Quijote es heroico y ridículo; está como una cabra y es el hombre más sensato del mundo. Frente a un ensayo o a una biografía, el novelista tiene la certeza de que a través de la forma se puede llegar a una verdad a la que no se puede acceder de ninguna otra manera. Con Anatomía de un instante no quise usar la palabra novela, porque todos la asociamos a la ficción; pero era una novela. Como El impostor.

Solo introduce un diálogo de ficción, entre Marco y usted, donde este le pone, por cierto, de vuelta y media. Le acusa de cínico, de escribir el libro para que le quieran y le admiren, de hacer exactamente lo mismo que él, y de hacer pasar mentiras por verdades.
Bueno, está en su derecho de decirme todo eso y de insultarme ¿verdad? Pero no es Marco, es un Marco fantaseado. Eso no lo dice ni él ni yo, lo dice tal vez mi subconsciente, o mi mala conciencia. Lo importante es que es el lector quien debe decidir si salva a Marco o no (y si me salva a mí; y, en última instancia, si se salva él). La novela lo que hace es plantear preguntas sin respuesta, o sin una respuesta clara y taxativa. A Umberto Eco le preguntaron un día: 'Usted ¿por qué escribe novelas?', él, que había sido ensayista y profesor de éxito hasta los 50 años. Y respondió: "Para no concluir". Porque en un ensayo tienes que decir: esto es lo que yo digo. En la novela, no.

Una vez citó usted la frase del actor Hugh Grant, a quien, unos días después de ser detenido en EE.UU. por mantener sexo oral con una prostituta en el coche, los periodistas le preguntaron: '¿Se ha sometido a terapia?'. Y él respondió: 'No. En Inglaterra leemos novelas'.
¿Quiere decir que, en vez de someterme a terapia, he escrito esto?

Bueno, al principio del libro envía usted al cuerno a su psicoanalista, y aparece con serios problemas de ansiedad y ataques de pánico.
Excelente: yo abandono la terapia y me pongo a escribir. Tiene razón, sí... Está el cliché de que la escritura es terapéutica, pero los clichés lo son porque tienen una parte de razón. Es verdad: si no escribiera, sería todavía más peligroso de lo que soy.

Este libro produce un efecto curioso en el lector, que empieza a preguntarse por cosas de su propia vida, diciéndose, no sé, por ejemplo: tal vez he mentido a la gente sobre aquella relación de pareja que tuve, a lo mejor doy una imagen de mí que no es del todo honesta, he hecho más daño del que reconozco, enmascaro mis bajezas...
Me encanta lo que dice. Este libro no habla de Enric Marco; él es sólo la excusa, el tema visible. El tema invisible es: Marco no es más que lo que todos somos pero a lo grande: es como si colocaras sobre la naturaleza humana una monstruosa lente de aumento a través de la cual nos vemos todos, monstruosamente. Este libro habla de nuestra humillante y angustiosa necesidad de que nos acepten, nos quieran y admiren, de nuestra incapacidad total de aceptarnos tal como somos, de nuestra facilidad para disfrazarnos, ante la gente y ante nosotros mismos. Todos somos como Marco porque somos incapaces de mirarnos al espejo. Si nos miramos, nos morimos, como Narciso, porque somos muy poquita cosa. El libro habla de nuestra capacidad fastuosa para decir Sí a todo, y nuestra incapacidad para decir No cuando hay que decirlo. Este libro habla de usted, de mí y también de usted, lector de La vanguardia.

Utiliza el recurso del investigador como personaje y, como al Laurent Binet de 'HHhH' o al Emmanuel Carrère de tantos libros, le vemos en pleno proceso, como un detective: haciendo los viajes, las entrevistas, consultando archivos, comiendo con su familia... Vemos hasta las tretas que usa.
Marco es el Picasso, el Maradona de los impostores, pero todos tenemos algo de él; y el primero yo: reconocerlo me parece el grado cero de la decencia, porque la crítica empieza por la autocrítica. Además, es el único mecanismo posible para que el lector se dé por aludido.

Hace gracia cuando usted le confiesa al propio Marco que, para seducir a la que hoy es su esposa, le dijo que era escritor "y luego, para mantenerla, me lo tuve que hacer".
Es la pura verdad: la escritura es un elemento de seducción, como para Marco lo era su pasado heroico. Marco conquistó a la mujer que sería su esposa con ese pasado; yo conquisté a la mía con lo único que tenía: no soy George Clooney, ni alto ni rubio ni rico, pues algo tenía que hacer. Así que, en cuanto la conocí, le metí en el buzón los manuscritos de mis primeros cuentos, todos malísimos e inéditos. Luego, para mantener la impostura, tuve que hacerme escritor y empezar a publicar. En esta vida hay que espabilarse, ¿no?

Elabora usted una tesis sobre la memoria histórica convertida en marketing.
La parte digamos ensayística está ahí porque estas cuestiones forman parte de la historia, con el mismo derecho que los personajes o la trama. Marco es, para mí, un imán que atrae los asuntos que más me importan. La historia heroica que se inventa Marco es la que nos hemos inventado todos en este país: una mentira como una casa. Su historia verdadera es, como la de este país, una cosa gris, sucia, desagradable y cobardona. Esa es la verdad: Franco se murió en la cama porque la gente lo aceptó, nadie o casi nadie dijo No, tampoco Marco. Y, a la muerte del dictador, Marco se inventa un pasado de resistente, como también se lo inventa España: como sabe usted y saben todos los lectores de 'La Vanguardia', aquí todos fuimos valientes opositores a Franco... El caso es que, durante la Transición, casi todo el mundo se construyó una biografía falsa; y Marco, a los cincuenta años -la edad que tenía Alonso Quijano cuando se convirtió en Don Quijote-, hace lo mismo: inventarse una vida y un personaje. Alonso Quijano se pasó la vida encerrado en un poblachón leyendo libros hasta que, un día, se dijo: ya no puedo más, mi vida es una porquería, voy a vivir la vida que he leído en los libros; y vive todas las aventuras que no había podido vivir. Lo mismo hace Marco: se había pasado la vida trabajando en un taller en Collblanc, junto al campo del Barça, y se inventa un pasado de héroe durante la guerra civil, de víctima de los campos nazis, de paladín de la resistencia antifranquista... Pero a Don Quijote no se lo creyó nadie y a Marco todo el mundo, hasta el punto de que acaba presidiendo la Amical de Mauthausen, la asociación de ex deportados, y es nada menos que secretario general de la CNT durante la transición, cuando se creía que la CNT iba a mandar mucho en este país. Vive la vida de héroe que había soñado.

Volvamos a la memoria histórica...
Fue un movimiento totalmente justo. Se trataba de algo tan sencillo como resarcir a las víctimas, sacar los cadáveres de las cunetas y restituir la dignidad a aquellos que sufrieron injusticia. ¿Qué pasó? Que se convirtió en una industria. Adorno y Horkheimer nos enseñaron que la industria del entretenimiento provoca el kitsch, la falsa literatura, el falso arte. Pues el resultado de la industria de la memoria fue la falsa memoria, la falsificación de la historia. Y Marco es el emblema de eso, él era una falsedad viviente, la encarnación del kitsch de la historia, con todo su sentimentalismo y su heroísmo de pacotilla. Y por eso se acabó la memoria histórica y los muertos siguen en las cunetas. No necesitábamos ninguna ley de memoria histórica, sino simplemente que el Estado cumpliera con su obligación y resarciera a las víctimas.

Usted también critica a Marco varios elementos kitsch de su relato, como la partida de ajedrez que le gana a un carcelero del campo nazi, arriesgando con ello su vida. Lo ve muy melodramático.
Lo de la partida de ajedrez es apoteósico, una cima de Marco. Él es un novelista de sí mismo, como todos, pero su novela es monstruosa, barata y sentimentaloide; es decir: falsa. Me temo que por eso la aceptó todo el mundo.

Ha descubierto muchas mentiras nuevas de Marco. Y lo hace sin haber roto nunca el contacto con él. Desmenuza todas sus imposturas como nunca nadie había hecho, pero, cuando parece a punto de rematarlo tras tantas indignidades, no le condena ni absuelve, deja el juicio final al lector.
Por eso es una novela: una novela formula preguntas, cuanto más complejas mejor, pero la respuesta la tiene siempre el lector. Por lo demás, en estos casos se plantea siempre un dilema moral: ¿qué derecho tengo yo a escribir sobre este hombre, a revelar aspectos de la vida de alguien que incluso su propia familia ignora?

Y usted ¿qué hizo? ¿Fue como Truman Capote, que traicionó la confianza de sus asesinos y llegó a desear sus ejecuciones, o como Dickens, que cambió cosas de su libro para no molestar a una señora?. Por citarle dos ejemplos que aparecen en su libro.
Yo no podía ser Dickens, que cambió un personaje de la novela que estaba publicando por entregas para no perjudicar a una señora de provincias con quien la gente empezaba a meterse por su culpa. Mi libro es una novela sin ficción, así que no podía alterar la realidad. Obviamente, estoy más cerca de Capote o de Carrère. Hay una perversión que asumí, que en realidad me torturó. Por eso aparezco en el libro y muestro mi relación con Marco, no me escondo, como Capote, que desaparece de su novela. Además, convierto este problema en uno de los temas del libro. Si me salvo o no, si salvo a Marco o no, eso lo tiene que decidir el lector.
Hay un enfoque del caso que usted ni se plantea, que sería ver lo que le pasa a Marco como una patología. Y haber hablado con psiquiatras, psicólogos, explicar lo que es un mentiroso compulsivo...
Leí mucho sobre ese asunto. Pero Marco no está loco, no es un enfermo. Eso es lo que solemos decir para tranquilizarnos: nosotros no somos así, ese está chalado... Contra esa idea, justamente, he escrito el libro. Ha habido incluso gente inteligente, como Claudio Magris, que sostuvo que las mentiras de Marco eran justificables porque, tras ellas, latía la verdad. Para mí todo lo que hizo Marco es totalmente in-jus-ti-fi-ca-ble. Además, lo que él contaba no era la verdad: no sólo cometía errores factuales; lo peor es que daba una versión kitsch, sentimental, falsamente heroica y romanticoide de la historia, falsificándola por completo. Pero este gran maldito no estaba loco; en el fondo, es igual que nosotros.

Al final, le entendemos, sí, aunque no le justifiquemos.
De eso se trataba: entender no es justificar; es lo contrario. La literatura muestra lo increíblemente complicados que somos, y consigue que sintamos compasión por Raskólnikov, el asesino de 'Crimen y castigo', o por un psicópata como Ricardo III.

"La realidad mata, la ficción nos salva" es un mantra de este libro.
No podemos vivir solo con la realidad. Nos salva la ficción porque somos feos, mediocres, pobres, cobardes... ¡Eso es lo que somos! Los que saben decir No son muy pocos, y además los escondemos, porque nos hacen quedar fatal a los demás. Como los chicos de la UJA, la Unión de Juventudes Antifascistas, unos héroes que deberían estar en el Panteón y que nadie conoce. Todos creamos ficciones para poder sobrevivir. Pero Cervantes salva finalmente al Quijote reconciliándolo con la realidad: el bachiller Sansón Carrasco lo envía para casa con la verdad, y muere como Alonso Quijano. Es lo que yo he intentado con Marco: salvarle con la verdad, quizá para salvarme a mí.

No hemos hablado de política, y...
(Imitando la voz de Francisco Umbral) ¡Yo he venido aquí a hablar de mi libro!
Pero, cuando uno lee lo que dicen en las redes sociales de usted, se sorprende mucho. Por un lado, algunos le identifican con fanáticos españolistas, y, por el otro, le pintan como un perseguido en Catalunya por sus ideas. Los que le conocemos un poco sabemos que las dos imágenes son falsas.
Da risa, si no diera pena también. ¿Qué puedo hacer, aparte de callarme, cosa que no pienso hacer? ¿Repetir cosas que he dicho siempre, como que no hay ningún nacionalismo peor que el español (bueno, salvo el alemán)? ¿Pedirles a los tipos que escriben burradas sobre mí que se lo piensen dos veces antes de hacerlo, porque las abuelas, las mujeres y los niños las leen, y a veces se echan a llorar? Soy de aquí, en casa, con mi mujer, hablo catalán, pero el momento en que empiezas a corromperte es cuando das la razón a los tuyos en todo, por el hecho de que son los tuyos, o cuando te callas por miedo, o para que no te malinterpreten. Hay una caverna catalana, como hay una caverna española: ¿o es que aquí todos somos buenos? Mucho más importante que la dependencia o independencia es la democracia, que se basa en la libertad de expresión. Mucha gente tiene un despiste muy grande en cuanto a la democracia.

Hay un episodio que usted no ha contado sobre eso.
Ahora voy a ir a Holanda para promocionar 'Las leyes de la frontera'. Como parte de ese viaje, me habían invitado a la conferencia Spinoza, organizada entre otros por el Cervantes y la Embajada Española; es una cosa muy prestigiosa, que, por cierto, pagaban muy bien. Pero, cuando me enteré de que habían prohibido un acto de Sánchez Piñol en el Cervantes, cancelé mi acto. No conozco mucho a Sánchez Piñol, pero no voy a tomar la palabra en un acto organizado por alguien que se la ha quitado a un conciudadano mío. Si él pierde derechos, los pierdo yo. Es un abuso de poder, un gesto autoritario, vergonzoso. Así que voy a ir a Holanda pero sin conferencia Spinoza ni embajada de por medio.

Su postura ante el 9-N es...
...si hay una mayoría a favor de la independencia, para mí la única manera de solucionarlo, en un país civilizado, es por la vía quebequesa, con una ley de claridad y un referéndum con todas las garantías. Una vez, cuenta De Quincey, había dos caballeros ingleses charlando en un club y, en el calor de la discusión, uno de ellos arrojó el líquido de su copa a la cara del otro, que contestó, impávido: "Señor, esto es una digresión; ahora espero su argumento". Estamos viviendo una orgía de digresiones. Al Gobierno español no le interesa la vía quebequesa, porque es poner en cuestión la sagrada unidad de España; y al catalán tampoco, porque tendría que demostrar de verdad, en unas elecciones, sin trampa ni cartón, que existe una mayoría independentista. Hay una solución democrática, pero parece que nadie la quiere; preferimos las digresiones.

20.11.14

González: "No hay belleza ni armonía sin horror"

A propósito del lanzamiento de la traducción al inglés de  Primero estaba el mar  (In the Beginning Was the Sea), el autor colombiano habló sobre su vida, la literatura y sus métodos de escritura

 
Antes de ser traducida al inglés, la novela  Primero estaba el mar  de Tomás González fue adaptada al alemán y al francés. / elespectador.com
Tomás González escribió Primero estaba el mar  hace treinta años, cuando había vivido treinta y tres. Fue su primera novela. La escribió, como él mismo dice, con ese impulso de juventud que empieza a diluirse con los años, que se difumina despacio, hasta que se va del todo y no vuelve más. Ahora, cuando son pocos los rastros que quedan de ese ímpetu juvenil, pero grandes los reconocimientos entre los lectores, esa obra, que marcó el inicio de todo, fue finalmente traducida al inglés. El lanzamiento del libro, publicado bajo el sello editorial Pushkin Press y traducido por el estadounidense Frank Wynne, se organizó en el Consulado de Colombia en Inglaterra y el autor viajó a Londres para estar presente. Sólo por eso. Por nada más. Nunca antes se había interesado por conocer una ciudad que se imaginaba oscura y llena de humo.
A la mañana siguiente del evento, en el café de un hotel ubicado cerca de la estación de King’s Cross, Primero estaba el mar fue una excelente excusa para que el escritor hablara de su proceso creativo, de la traducción de sus obras y, por supuesto, de literatura. Después de haber tenido tantas entrevistas en inglés, se sorprendió de lo fluida que resultaba una conversación en español.
Tiene un gusto particular por García Márquez, por Rulfo y por Cortázar. ¿Qué le gusta de cada uno? ¿Siente que aparecen elementos de ellos en su literatura?
García Márquez, sobre todo, tiene una manera particular de apropiarse de los elementos nuestros, colombianos. Cuando lo leí caí en cuenta de que compartimos todas las regiones: el mismo amor por los patios, por los gallos y por los animales enjaulados. Leyéndolo me di cuenta de cómo había logrado apropiarse de todo eso y hacer una literatura universal con elementos muy locales, muy de nosotros. De Rulfo es más difícil saber. Creo que lo que más me impresionó en él es la manera como lo pequeño y lo grande tienen la misma importancia relativa. Él va hablando, por ejemplo, de la Revolución mexicana en Pedro Páramo y de pronto se para a mirar una gota que cae del alero y golpea una hoja de laurel. Esas descripciones minúsculas, mínimas, tienen tanta importancia como lo grande. En él, lo grande es muy grande y lo pequeño es muy pequeño. Y en Cortázar está el descomplique, ese aire juvenil. Todavía a los jóvenes les gusta mucho. Es como libertario y siempre va a ser.
¿Escribir a los 20, a los 30, a los 63?
Hay algo que se pierde cuando uno ya no es joven. Pues, obvio, la juventud. Ese impulso tan fuerte con que las cosas se dan. Se gana en experiencia, se gana en saber hacer, tal vez, las cosas con más calma. Pero hay una intensidad que sólo se logra cuando uno empieza y que ya después no se va a lograr.
Muchos escritores empezaron por la poesía. Usted intentó empezar a escribir poesía, pero después le funcionó más el formato de novela corta. ¿Me puede contar un poco de cómo fue ese descubrimiento creativo?
Yo empecé con poesía, como creo que empiezan casi todos. Después cuentos. Después cuentos un poco más largos y luego traté de escribir novelas. Fui pasando de una cosa a otra casi sin darme cuenta. Cuando uno tiene 20, 25 años, no lo piensa mucho. No dice “aquí voy a dejar la poesía para tratar de aprender a escribir cuento”, sino que va haciendo las cosas. Nunca he dejado de escribir los tres géneros. Es decir, todavía escribo poesía y todavía escribo cuentos.
¿Se siente, se ha sentido o se sintió vulnerable publicando un “pedacito” de su vida, o nunca lo consideró así?
No. No he sentido que me exponga de ninguna manera. Y como considero que no tengo nada que ocultar ni que esconder, termino por decirlo todo.
Pasaron treinta años para que Primero estaba el mar  fuera traducida al inglés...
Antes la habían traducido al alemán y al francés.
En esos treinta años, ¿ha cambiado su percepción sobre la novela?
Sí. Lo que pasa es que esa novela la he venido reeditando en varias ocasiones. Y cada vez que se va a editar, la vuelvo a leer y vuelvo a hacer cambios. Cada que hay una reedición, me siento en libertad de cambiar lo que quiera. Entonces vuelvo a leerla y a trabajarla.
¿Cómo es la relación entre el usted de ahora y el usted de hace 30 años, el que escribió la novela? ¿Hay puntos en que dice “qué estaba pensando cuando escribí eso” o se pregunta “quién era y quién soy ahora”?
Los cambios que hago son más de redacción, de carpintería. No intervengo en la imaginería de la novela original, porque eso le corresponde al escritor que tenía esa edad. Pero sí hago modificaciones cuando hay redacción torpe que incluso puede perjudicar lo que ese escritor —cuando yo era joven— quería decir.
¿Qué siente sobre la novela cuando la lee en inglés? ¿Siente que sigue siendo suya o que se la arrebata un lenguaje extranjero?
Creo que la siento un poquito ajena, sí. Todavía no he analizado muy bien la traducción. No he tenido tiempo, es un trabajo muy largo. Pero de lo poco que he leído, la siento como si fuera ajena.
¿Cómo fueron las comunicaciones entre Frank Wynne y usted?
La comunicación con él fue, tal vez, menos de lo que fue con otros, el traductor al alemán y la traductora al francés. A él le gusta tener la primera versión muy madura antes de mostrársela al escritor. Entonces las preguntas, que no fueron muchas tampoco, las empezó a hacer ya cuando tenía la fecha de entrega encima. No fue mucho, alguna que otra cosa. No fue mucha mi participación.
Usted se fue a Nueva York y llegó siendo un extranjero. Llegó a hablar inglés y a escribir en español. ¿Cree que esta posición afectó su escritura?
Me fui con el idioma tal como se hablaba en 1970 y estuve en Estados Unidos 16 años. Para mí era importante, por el mismo hecho de estar lejos, tratar de reconstruir lo que había perdido. Por aquello de que sentía nostalgia. Entre todo eso estaba el idioma, la manera de hablarlo, los chistes, su color. Todo eso era para mí muy importante, justamente porque estaba lejos.
¿En algún momento llegó a sentir algo parecido a la sensación del exiliado?
Sentí mucha nostalgia desde el primer día hasta el último. Siempre quise volver, desde que llegué hasta que me vine. No me devolvía por mi esposa y porque ya estaba Lucas, mi hijo. Cuando volvimos, a pesar de que fue, desgraciadamente, por la enfermedad de ella, me sentía muy feliz de levantarme en las mañanas y oír la bulla de fondo en el idioma. Una bulla que conocía y que reconocía.
Las traducciones siempre traen nuevos lectores y, por consiguiente, nuevas críticas. ¿Cómo responde usted a esas críticas? ¿Las abraza o las ignora?
Les presto mucha atención. Por ejemplo, ahora, en la traducción al inglés, me ha llamado mucho la atención que la crítica habla de que J no se hace querer por el lector. En español, al contrario, siempre ha habido una relación de afecto con ese personaje. Sigo pensando que es por los diálogos o por algo cultural. Puede ser que aquí no haya tanta paciencia para ese tipo de fracasos románticos. Acá las empresas que no funcionan, como la de J, los ofuscan. Nosotros tenemos más tolerancia al fracaso. Somos más románticos.
El mar está presente en  Primero estaba el mar,  Temporal  y  La luz difícil. En las dos primeras como un contexto, como un lugar, y en la tercera como esa luz inalcanzable. ¿Hay alguna razón para la repetición de ese motivo?
Al mar lo tengo muy presente en mi vida. Mi familia tenía una finquita en Tolú, en el golfo de Morrosquillo. Ahí pasábamos todas las vacaciones desde que tuve 7 años hasta que tuve 17. Todas las vacaciones, eso era un poco de tiempo. Los primos siempre llegaban allá. Eso de ir a pasear a fincas es muy paisa.
¿Sería correcto decir que tiene un estilo de frases cortas?
No he mirado mucho eso. Pero, por ejemplo, después de que terminé Primero estaba el mar empecé a escribir Para antes del olvido. Tiene frases mucho más articuladas y más largas. De todos modos, la literatura empieza a parecerse mucho a como uno habla. Y yo hablo cortico y poco. Entonces la literatura también termina por agarrar ese estilo.
Ahora en Cachipay no tiene televisor, y no están tan presentes en su vida las noticias como sí lo están para otros escritores. ¿Tiene alguna razón?
Yo sí me entero. Me entero por internet, porque en internet aparece todo. Pero no vivo para enterarme. Me entero de vez en cuando de las cosas que están pasando. Trato de que no se me vuelva algo obsesivo. Es que el problema de internet es ese: que uno tiene la información ahí, siempre disponible. Pero sí creo que un escritor no debe preocuparse mucho de lo que se está diciendo de él. Si lo hace, pierde su tiempo.
Usted “aprendió a mirar la vida con sus propios ojos, no con los de nadie más”. ¿Qué ven los ojos de Tomás González?
Veo el mundo que tuve que vivir. Un mundo de mucha belleza y de mucho horror al mismo tiempo. La belleza y el horror son caras de la misma moneda y eso es lo que considero que me tocó a mí. Me tocó la muerte de mis hermanos, la violencia de mi país, la belleza de mi país. Y de pronto sé que a todos los seres humanos les toca lo mismo. Que no hay belleza ni armonía sin horror, sin muerte.