El autor de Soldados de Salamina publica ahora El impostor, sobre la figura del hombre que se hizo pasar durante años como víctima de los nazis
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Javier Cercas, el pasado jueves, en la terraza de un bar de Sarrià./ Kim Manresa./lavanguardia.com |
La prodigiosa historia de Enric Marco (Barcelona, 1921), el hombre
que se inventó un pasado como prisionero en los campos de concentración
–y muchas otras cosas– es el eje de 'El impostor' (Random House), el nuevo libro de Javier Cercas
(Ibahernando, 1962), que se pone a la venta en librerías. El autor
ha realizado una exhaustiva investigación, que ha incluido largas
sesiones con el propio Marco, y, sobre todo, aprovecha el tema para
hablarnos de todos nosotros, de las mentiras con que construimos nuestra
identidad y con las que se construye la historia. En una mesa del Bar
Escocés, Cercas sonríe y apunta: "Déjeme adivinar, su primera pregunta
va a ser: ¿Marco ha leído el libro?".
¡Es lo que estaba pensando! ¿Y cuál será su respuesta?
Que
sí. Para mí era importante que lo leyese. Y añado que lo ha entendido
muy bien. Pero lo que opina se lo tendrá que decir el propio Marco. Es
un libro que aparentemente trata de él y subrayo lo de aparentemente.
Como en todo lo que he escrito, tomo un personaje para hablar de otra
cosa. 'Soldados de Salamina' no habla de Sánchez Mazas; 'Anatomía de un
instante' no habla de Adolfo Suárez...
¿Eso es lo que
justifica que usted hable del libro como novela sin ficción? ¿Que lo que
importa no son las revelaciones que hace?
Creo que, aunque
estamos en el siglo XXI, manejamos una idea de novela un poco estrecha,
ni siquiera del XX, sino del XIX. La vemos como una ficción en prosa en
la que se cuenta una serie de dramas con la máxima rapidez y eficacia
posible. Casi todo el mundo trabaja con ese modelo, que a mí me parece
estrecho, y que sobre todo no es el único. Antes había otro, más
flexible, libre y plural, el de Cervantes o Sterne, que se impuso hasta
el XIX. En vez de una carrera de bólidos, era un banquete con muchos
platos, en el que cabía todo. Podías meter crónicas, ensayos, cualquier
cosa. Hay gente que escribe como en el XIX, Kazuo Ishiguro, por ejemplo,
y lo hace muy bien. Pero no veo por qué tenemos que renunciar al otro
modelo, ni sobre todo a combinar los dos. Mi libro es crónica,
biografía, autobiografía, ensayo... Y el resultado es una novela.
Pero ¿cómo le explica a alguien que ha hecho una novela si no hay ficción en ella?
¿Y
quién ha dicho que la novela tenga que ser ficción? Es la idea
convencional, pero yo no me resigno a ella. Este es un libro
esencialmente irónico, donde todo significa al menos dos cosas, y eso es
lo que define a la novela: Don Quijote es heroico y ridículo; está como
una cabra y es el hombre más sensato del mundo. Frente a un ensayo o a
una biografía, el novelista tiene la certeza de que a través de la forma
se puede llegar a una verdad a la que no se puede acceder de ninguna
otra manera. Con Anatomía de un instante no quise usar la palabra novela, porque todos la asociamos a la ficción; pero era una novela. Como El impostor.
Solo
introduce un diálogo de ficción, entre Marco y usted, donde este le
pone, por cierto, de vuelta y media. Le acusa de cínico, de escribir el
libro para que le quieran y le admiren, de hacer exactamente lo mismo
que él, y de hacer pasar mentiras por verdades.
Bueno, está
en su derecho de decirme todo eso y de insultarme ¿verdad? Pero no es
Marco, es un Marco fantaseado. Eso no lo dice ni él ni yo, lo dice tal
vez mi subconsciente, o mi mala conciencia. Lo importante es que es el
lector quien debe decidir si salva a Marco o no (y si me salva a mí; y,
en última instancia, si se salva él). La novela lo que hace es plantear
preguntas sin respuesta, o sin una respuesta clara y taxativa. A Umberto
Eco le preguntaron un día: 'Usted ¿por qué escribe novelas?', él, que
había sido ensayista y profesor de éxito hasta los 50 años. Y respondió:
"Para no concluir". Porque en un ensayo tienes que decir: esto es lo
que yo digo. En la novela, no.
Una vez citó usted la
frase del actor Hugh Grant, a quien, unos días después de ser detenido
en EE.UU. por mantener sexo oral con una prostituta en el coche, los
periodistas le preguntaron: '¿Se ha sometido a terapia?'. Y él
respondió: 'No. En Inglaterra leemos novelas'.
¿Quiere decir que, en vez de someterme a terapia, he escrito esto?
Bueno,
al principio del libro envía usted al cuerno a su psicoanalista, y
aparece con serios problemas de ansiedad y ataques de pánico.
Excelente:
yo abandono la terapia y me pongo a escribir. Tiene razón, sí... Está
el cliché de que la escritura es terapéutica, pero los clichés lo son
porque tienen una parte de razón. Es verdad: si no escribiera, sería
todavía más peligroso de lo que soy.
Este libro produce
un efecto curioso en el lector, que empieza a preguntarse por cosas de
su propia vida, diciéndose, no sé, por ejemplo: tal vez he mentido a la
gente sobre aquella relación de pareja que tuve, a lo mejor doy una
imagen de mí que no es del todo honesta, he hecho más daño del que
reconozco, enmascaro mis bajezas...
Me encanta lo que dice.
Este libro no habla de Enric Marco; él es sólo la excusa, el tema
visible. El tema invisible es: Marco no es más que lo que todos somos
pero a lo grande: es como si colocaras sobre la naturaleza humana una
monstruosa lente de aumento a través de la cual nos vemos todos,
monstruosamente. Este libro habla de nuestra humillante y angustiosa
necesidad de que nos acepten, nos quieran y admiren, de nuestra
incapacidad total de aceptarnos tal como somos, de nuestra facilidad
para disfrazarnos, ante la gente y ante nosotros mismos. Todos somos
como Marco porque somos incapaces de mirarnos al espejo. Si nos miramos,
nos morimos, como Narciso, porque somos muy poquita cosa. El libro
habla de nuestra capacidad fastuosa para decir Sí a todo, y nuestra
incapacidad para decir No cuando hay que decirlo. Este libro habla de
usted, de mí y también de usted, lector de La vanguardia.
Utiliza
el recurso del investigador como personaje y, como al Laurent Binet de
'HHhH' o al Emmanuel Carrère de tantos libros, le vemos en pleno
proceso, como un detective: haciendo los viajes, las entrevistas,
consultando archivos, comiendo con su familia... Vemos hasta las tretas
que usa.
Marco es el Picasso, el Maradona de los
impostores, pero todos tenemos algo de él; y el primero yo: reconocerlo
me parece el grado cero de la decencia, porque la crítica empieza por la
autocrítica. Además, es el único mecanismo posible para que el lector
se dé por aludido.
Hace gracia cuando usted le confiesa
al propio Marco que, para seducir a la que hoy es su esposa, le dijo
que era escritor "y luego, para mantenerla, me lo tuve que hacer".
Es
la pura verdad: la escritura es un elemento de seducción, como para
Marco lo era su pasado heroico. Marco conquistó a la mujer que sería su
esposa con ese pasado; yo conquisté a la mía con lo único que tenía: no
soy George Clooney, ni alto ni rubio ni rico, pues algo tenía que hacer.
Así que, en cuanto la conocí, le metí en el buzón los manuscritos de
mis primeros cuentos, todos malísimos e inéditos. Luego, para mantener
la impostura, tuve que hacerme escritor y empezar a publicar. En esta
vida hay que espabilarse, ¿no?
Elabora usted una tesis sobre la memoria histórica convertida en marketing.
La
parte digamos ensayística está ahí porque estas cuestiones forman parte
de la historia, con el mismo derecho que los personajes o la trama.
Marco es, para mí, un imán que atrae los asuntos que más me importan. La
historia heroica que se inventa Marco es la que nos hemos inventado
todos en este país: una mentira como una casa. Su historia verdadera es,
como la de este país, una cosa gris, sucia, desagradable y cobardona.
Esa es la verdad: Franco se murió en la cama porque la gente lo aceptó,
nadie o casi nadie dijo No, tampoco Marco. Y, a la muerte del dictador,
Marco se inventa un pasado de resistente, como también se lo inventa
España: como sabe usted y saben todos los lectores de 'La Vanguardia',
aquí todos fuimos valientes opositores a Franco... El caso es que,
durante la Transición, casi todo el mundo se construyó una biografía
falsa; y Marco, a los cincuenta años -la edad que tenía Alonso Quijano
cuando se convirtió en Don Quijote-, hace lo mismo: inventarse una vida y
un personaje. Alonso Quijano se pasó la vida encerrado en un poblachón
leyendo libros hasta que, un día, se dijo: ya no puedo más, mi vida es
una porquería, voy a vivir la vida que he leído en los libros; y vive
todas las aventuras que no había podido vivir. Lo mismo hace Marco: se
había pasado la vida trabajando en un taller en Collblanc, junto al
campo del Barça, y se inventa un pasado de héroe durante la guerra
civil, de víctima de los campos nazis, de paladín de la resistencia
antifranquista... Pero a Don Quijote no se lo creyó nadie y a Marco todo
el mundo, hasta el punto de que acaba presidiendo la Amical de
Mauthausen, la asociación de ex deportados, y es nada menos que
secretario general de la CNT durante la transición, cuando se creía que
la CNT iba a mandar mucho en este país. Vive la vida de héroe que había
soñado.
Volvamos a la memoria histórica...
Fue
un movimiento totalmente justo. Se trataba de algo tan sencillo como
resarcir a las víctimas, sacar los cadáveres de las cunetas y restituir
la dignidad a aquellos que sufrieron injusticia. ¿Qué pasó? Que se
convirtió en una industria. Adorno y Horkheimer nos enseñaron que la
industria del entretenimiento provoca el kitsch, la falsa literatura, el
falso arte. Pues el resultado de la industria de la memoria fue la
falsa memoria, la falsificación de la historia. Y Marco es el emblema de
eso, él era una falsedad viviente, la encarnación del kitsch de la
historia, con todo su sentimentalismo y su heroísmo de pacotilla. Y por
eso se acabó la memoria histórica y los muertos siguen en las cunetas.
No necesitábamos ninguna ley de memoria histórica, sino simplemente que
el Estado cumpliera con su obligación y resarciera a las víctimas.
Usted
también critica a Marco varios elementos kitsch de su relato, como la
partida de ajedrez que le gana a un carcelero del campo nazi,
arriesgando con ello su vida. Lo ve muy melodramático.
Lo
de la partida de ajedrez es apoteósico, una cima de Marco. Él es un
novelista de sí mismo, como todos, pero su novela es monstruosa, barata y
sentimentaloide; es decir: falsa. Me temo que por eso la aceptó todo el
mundo.
Ha descubierto muchas mentiras nuevas de Marco.
Y lo hace sin haber roto nunca el contacto con él. Desmenuza todas sus
imposturas como nunca nadie había hecho, pero, cuando parece a punto de
rematarlo tras tantas indignidades, no le condena ni absuelve, deja el
juicio final al lector.
Por eso es una novela: una novela
formula preguntas, cuanto más complejas mejor, pero la respuesta la
tiene siempre el lector. Por lo demás, en estos casos se plantea siempre
un dilema moral: ¿qué derecho tengo yo a escribir sobre este hombre, a
revelar aspectos de la vida de alguien que incluso su propia familia
ignora?
Y usted ¿qué hizo? ¿Fue como Truman Capote, que
traicionó la confianza de sus asesinos y llegó a desear sus
ejecuciones, o como Dickens, que cambió cosas de su libro para no
molestar a una señora?. Por citarle dos ejemplos que aparecen en su
libro.
Yo no podía ser Dickens, que cambió un personaje de
la novela que estaba publicando por entregas para no perjudicar a una
señora de provincias con quien la gente empezaba a meterse por su culpa.
Mi libro es una novela sin ficción, así que no podía alterar la
realidad. Obviamente, estoy más cerca de Capote o de Carrère. Hay una
perversión que asumí, que en realidad me torturó. Por eso aparezco en el
libro y muestro mi relación con Marco, no me escondo, como Capote, que
desaparece de su novela. Además, convierto este problema en uno de los
temas del libro. Si me salvo o no, si salvo a Marco o no, eso lo tiene
que decidir el lector.
Hay un enfoque del caso que usted
ni se plantea, que sería ver lo que le pasa a Marco como una patología. Y
haber hablado con psiquiatras, psicólogos, explicar lo que es un
mentiroso compulsivo...
Leí mucho sobre ese asunto. Pero
Marco no está loco, no es un enfermo. Eso es lo que solemos decir para
tranquilizarnos: nosotros no somos así, ese está chalado... Contra esa
idea, justamente, he escrito el libro. Ha habido incluso gente
inteligente, como Claudio Magris, que sostuvo que las mentiras de Marco
eran justificables porque, tras ellas, latía la verdad. Para mí todo lo
que hizo Marco es totalmente in-jus-ti-fi-ca-ble. Además, lo que él
contaba no era la verdad: no sólo cometía errores factuales; lo peor es
que daba una versión kitsch, sentimental, falsamente heroica y
romanticoide de la historia, falsificándola por completo. Pero este gran
maldito no estaba loco; en el fondo, es igual que nosotros.
Al final, le entendemos, sí, aunque no le justifiquemos.
De
eso se trataba: entender no es justificar; es lo contrario. La
literatura muestra lo increíblemente complicados que somos, y consigue
que sintamos compasión por Raskólnikov, el asesino de 'Crimen y
castigo', o por un psicópata como Ricardo III.
"La realidad mata, la ficción nos salva" es un mantra de este libro.
No
podemos vivir solo con la realidad. Nos salva la ficción porque somos
feos, mediocres, pobres, cobardes... ¡Eso es lo que somos! Los que saben
decir No son muy pocos, y además los escondemos, porque nos hacen
quedar fatal a los demás. Como los chicos de la UJA, la Unión de
Juventudes Antifascistas, unos héroes que deberían estar en el Panteón y
que nadie conoce. Todos creamos ficciones para poder sobrevivir. Pero
Cervantes salva finalmente al Quijote reconciliándolo con la realidad:
el bachiller Sansón Carrasco lo envía para casa con la verdad, y muere
como Alonso Quijano. Es lo que yo he intentado con Marco: salvarle con
la verdad, quizá para salvarme a mí.
No hemos hablado de política, y...
(Imitando la voz de Francisco Umbral) ¡Yo he venido aquí a hablar de mi libro!
Pero,
cuando uno lee lo que dicen en las redes sociales de usted, se
sorprende mucho. Por un lado, algunos le identifican con fanáticos
españolistas, y, por el otro, le pintan como un perseguido en Catalunya
por sus ideas. Los que le conocemos un poco sabemos que las dos imágenes
son falsas.
Da risa, si no diera pena también. ¿Qué puedo
hacer, aparte de callarme, cosa que no pienso hacer? ¿Repetir cosas que
he dicho siempre, como que no hay ningún nacionalismo peor que el
español (bueno, salvo el alemán)? ¿Pedirles a los tipos que escriben
burradas sobre mí que se lo piensen dos veces antes de hacerlo, porque
las abuelas, las mujeres y los niños las leen, y a veces se echan a
llorar? Soy de aquí, en casa, con mi mujer, hablo catalán, pero el
momento en que empiezas a corromperte es cuando das la razón a los tuyos
en todo, por el hecho de que son los tuyos, o cuando te callas por
miedo, o para que no te malinterpreten. Hay una caverna catalana, como
hay una caverna española: ¿o es que aquí todos somos buenos? Mucho más
importante que la dependencia o independencia es la democracia, que se
basa en la libertad de expresión. Mucha gente tiene un despiste muy
grande en cuanto a la democracia.
Hay un episodio que usted no ha contado sobre eso.
Ahora
voy a ir a Holanda para promocionar 'Las leyes de la frontera'. Como
parte de ese viaje, me habían invitado a la conferencia Spinoza,
organizada entre otros por el Cervantes y la Embajada Española; es una
cosa muy prestigiosa, que, por cierto, pagaban muy bien. Pero, cuando me
enteré de que habían prohibido un acto de Sánchez Piñol en el
Cervantes, cancelé mi acto. No conozco mucho a Sánchez Piñol, pero no
voy a tomar la palabra en un acto organizado por alguien que se la ha
quitado a un conciudadano mío. Si él pierde derechos, los pierdo yo. Es
un abuso de poder, un gesto autoritario, vergonzoso. Así que voy a ir a
Holanda pero sin conferencia Spinoza ni embajada de por medio.
Su postura ante el 9-N es...
...si
hay una mayoría a favor de la independencia, para mí la única manera de
solucionarlo, en un país civilizado, es por la vía quebequesa, con una
ley de claridad y un referéndum con todas las garantías. Una vez, cuenta
De Quincey, había dos caballeros ingleses charlando en un club y, en el
calor de la discusión, uno de ellos arrojó el líquido de su copa a la
cara del otro, que contestó, impávido: "Señor, esto es una digresión;
ahora espero su argumento". Estamos viviendo una orgía de digresiones.
Al Gobierno español no le interesa la vía quebequesa, porque es poner en
cuestión la sagrada unidad de España; y al catalán tampoco, porque
tendría que demostrar de verdad, en unas elecciones, sin trampa ni
cartón, que existe una mayoría independentista. Hay una solución
democrática, pero parece que nadie la quiere; preferimos las
digresiones.