Uno de los problemas de la composición literaria es la perspectiva: quién cuenta el cuento, cómo lo cuenta, qué materia terrosa o aguada o barrosa se interpone entre sus ojos, sus oídos, sus manos, y el universo
La perspectiva permite que un escritor sea bestia de mar, niña de
arrabal, sólido esquimal, perro de compañía, andariega paramuna, hombre-jaguar
amazónico: le da acceso a horizontes ajenos. Le permite ser otro, ser él a
través de otro, trasponer su cara en la cara de otro, incluso retorcer sin
retorno su cara en la cara de otro, que quizás hace vida y se fatiga en las
antípodas del ambiente cotidiano del escritor.
Como decía, la perspectiva deforma la creación. Un ejemplo
magnífico es Jane Eyre de Charlotte Brontë. Al inicio de la
novela, Jane, huérfana, de unos diez años, repasa un libro cundido de pinturas
de naturaleza. Es un día de invierno; Jane habita la casa de una tía que ni la
considera ni la respeta. El libro se presenta entonces como un augurio de
soledad. Sospechamos que el libro incluye praderas de árboles en flor y
abundantes de sol, o que incluso invita a disfrutar la nobleza de la
decadencia, pero Jane sólo puede ver parajes de desolación: iglesias desiertas
a punto de morder la tierra, un bote encallado con su costillar de hambre en
una costa sin huella de humano, un patio de tumbas lunares bajo un muro
mordisqueado por el tiempo.
La conmoción interna de Jane transforma el libro. A través del
libro, no de Jane, se revela su soledad (qué astuta y elegante, además, esa
manera de evadir la afirmación tosca de un sentimiento). Las cosas de afuera se
engordan de penumbra o de luz según el ánimo de quien las ve. Quien ve, posee.
Ocurre de nuevo muchas páginas después cuando Jane llega al
internado. Entra a una sala con numerosos objetos bajo la lumbre incierta del
hogar: hay muebles en caoba, hay cortinas, hay tapetes. Pero en vez de
deleitarse con el músculo de los muebles o el tejido de las cortinas y los
tapetes, su ojo se dirige hacia una pintura: emplea la luz escasa para adivinar
las formas del posible óleo. La elección es diciente, puesto que Jane defenderá
la vida intelectual (eso ofrece la pintura: un misterio para las neuronas)
contra el juego de las apariencias (eso ofrecen los otros objetos: un aspecto
superficial, puras sombras), que era el hábito en casa de su tía. Su ojo es una
expresión de una férrea voluntad de cambio.
En El chico de piedra (The Stone Boy) de
Gina Berriault, la perspectiva tiene un efecto tan poderoso como el de Jane
Eyre. Por accidente, de camino a recoger alguna cosecha, un niño mata a su
hermano mayor con un tiro de escopeta. Él agoniza en el suelo mientras el niño
ve esto: “Eugene parecía trepar por la tierra, como si la tierra se moviera de
arriba abajo, y cuando descubrió que no podía escalarla se quedó quieto”.
En vez de describir su agonía acudiendo a los clichés del
retorcijón o del último ahogo, Berriault se introduce en la perspectiva del
niño, que por primera vez afronta la muerte. Sus ojos funcionan, claro, bajo
unas luces distintas de las de la autora: el niño no ve a su hermano en agonía,
porque no sabría identificarla, sino escalando a tientas el suelo, como si la
tierra plana fuera una colina (escalando una llanura, que es imposible de
escalar: qué trasposición metafórica de la agonía). Y resulta muy emotivo que
incluso cuando su hermano se queda inmóvil el niño no admite la muerte: dice
que su hermano no pudo escalar más y prefirió la quietud, como si el cuerpo
retuviera alguna piltrafa de voluntad.
Un rato después (y pasará un buen rato) el niño anuncia a sus
padres el asesinato de su hermano. Entonces el cuento no sólo esculca la
perspectiva de un niño ante la muerte, sino también la muerte de esa
perspectiva: su maduración a tiro de escopeta. Quizás eso es lo más bello de la
perspectiva: a un mismo tiempo conserva la carne de un momento del ánimo y le
sirve de tumba.