5.7.11

Un rasgo circunstancial

¿Qué es lo que caracteriza a un personaje? El ensayista y escritor Luis Chitarroni hace una anatomía de la descripción a partir de la figura de Herbert Ashe, protagonista sesgado de Tlön, Uqbar, Orbis tertius, de Jorge Luis Borges, y analiza ciertos secretos de la ficción
Luis Chitarrone, escritor argentino. Editor, escritor y ensayista. Autor de Siluetas.foto.fuente:Revista Ñ

Mi personaje favorito de la literatura ocupa un espacio escueto en la página de un escritor lacónico: menos de treinta renglones. De él sé el nombre (que parece absorberse, aspirarse, evaporarse), la altura, la profesión, la condición civil, el color de pelo, el carácter aplacado o menguante de sus posesiones, la causa de muerte y poco más. No escamoteo los datos por innecesarios sino porque la omisión comporta un suspenso pertinente. El hombre –el personaje– mantiene sin celo un secreto que acredita e intercala un mundo y una realidad paralelos, y sin embargo, como escribí, habita con realidad ficcional esa cantidad suficiente de renglones. No puedo ni pude dar la cifra exacta porque, en uno de esos pasajes que Borges supo incorporar con mejor puntería, en ejercicio de transición deslumbrante, se pasa de la descripción a la anagnórisis, y estamos ya en la intemperie del mundo paralelo, desterrados en plena Tlön de las emociones mundanas del narrador.

La cantidad de cosas que debemos saber acerca de los personajes oscila entre la órbita del cálculo egoísta y la serie conspicua de la acumulación obsesiva. Hay escritores que prefieren las tripulaciones a los elencos (Schnabel, Melville), o que algunas veces lo prefieren (Poe, Conrad, Verne). Como ocurre con el trabajo de los biógrafos educativos (John Aubrey, el primero que me pasa por la cabeza), de algunos de los biografiados podemos saber sólo un hábito o una manía y de otros hasta la limosna o el manjar que elegía los días jueves. No parece existir la regla de oro que garantice el conocimiento del personaje a partir del suministro de información. Y así Herbert Ashe, protagonista sesgado de "Tlön, Uqbar, Orbis tertius" de Jorge Luis Borges –ingeniero de los ferrocarriles del sur, alto, desgarbado, de barba rectangular– es tan completo como Lipoti Virag (Leopold Bloom), Fierro como Cruz, Bouvard como Pécuchet. ¿Completo? Llegamos a un punto en el que la analogía con las relaciones sociales resulta inevitable. ¿Es completo el conocimiento que tenemos –o que aspiramos a tener– de nuestro prójimo cercano? Con un método rayano en la perfección –o en la imperfección magnánima, absoluta, excesiva–, Henry James ofrece el catálogo de facetas pertinentes para el desarrollo de la ficción suprema, y Wallace Stevens idealiza estereotipos tan leves y aéreos como las criaturas entomológicas menos previsibles de la naturaleza. A esta altura, no es cuestión de relativizar sino de ir descontando qué pertenece a una fórmula o receta técnica y qué al misterio o a la mathesis del relato.

Recuerdo la emoción dedicada al tribunal de dramatis personae que presidía los policiales de Agatha Christie. Un escritor argentino tituló un libro Dramáticas personas. En abuso de esa candorosa literalidad, podemos homenajear a las legiones de músicos que tantos rasgos circunstanciales aportaron a la música de nuestra endiosada esperanza llamándolos Negros espirituales .

En uno de esos maravillosos escarceos sobre la teoría de la prosa que parpadean en su obra, Borges atribuye (o subordina) la verosimilitud –"o la suspensión de la incredulidad" programada por Coleridge– a la inclusión de "rasgos circunstanciales". Ignoro la procedencia y la genealogía de los mismos, ignoro si se trata de un "préstamo" o de uno de los tantos aportes propios de Borges a la tarea narrativa, e incluso si resulta menos elegante esparcirlos o suministrarlos. ¿Dónde empieza y dónde termina "un rasgo circunstancial"? Herbert Ashe, el ingeniero de los ferrocarriles del sur que recibe el libro clave –¿otro "rasgo circunstancial"?– donde metódica y parcialmente comparece la civilizada Tlön está "armado" –compuesto– con la maestría superior de quien somete la invención a la eficacia de una técnica. En gran cantidad de reportajes, en desmedro de su genio narrativo, Borges pretextaba su condición de "buen razonador". Tal vez ese cambio, esa alternancia de énfasis proteja con modestia la teoría de la prosa antedicha que, como pocos –Víktor Shklovski, James Joyce, Arno Schmidt–, fue capaz de acuñar o concebir y, en aquiescencia de los colegas, retacear. De acuerdo con la misma, los robles y el reloj de sol que Herbert Ashe iba cada tanto a visitar en Inglaterra pertenecen menos a la ficción hospitalaria que a una astucia o alevosía del que la escribe. El salpicón frecuente y el galgo corredor no son dieta ni pertenencia (ni metonimia de la jauría) de Alonso Quijano, sino ocurrencias garantizadoras de Miguel de Cervantes. ¿Se cierne y sumerge la particularidad –un ingeniero de Adrogué en la conspiración de un cónclave idealista, un caballero andante de La Mancha en un diluvio de peripecias– dentro de la oceanografía de complejidad ficcional, o, por el contrario, conspiración y diluvio afirman y sustentan la emergencia en el mundo de un hombre –un personaje– especial, extraordinario, inolvidable? ¿Cuánto damos, cuánto nos cuesta, qué estamos dispuestos a hacer por un rasgo circunstancial?

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