19.3.14

Angustias de un traductor

 ¿Cómo es traducir una novela a un idioma sin ningún parentesco con el español? Abad Faciolince cuenta las inquietudes y descubrimientos de Zhang Guangsen, su traductor de Angosta en China 

Portada de Angosta de Héctor Abad Faciolince./elespectador.com
¿Entiendes chino mandarin, chino?

En estas semanas entendí, en primera persona, por qué la economía china crece con un ritmo anual del 8 o 10 por ciento, mientras nosotros seguimos estancados en porcentajes irrisorios. La historia empezó hace tres meses, cuando recibí una carta muy amable, redactada en un español impecable, escrita por un señor chino, de nombre Zhang Guangsen. Él me informaba brevemente que acababa de emprender la traducción al mandarín de una novela mía, Angosta. El tono no era de esos melindrosos o halagadores. Decía, lacónicamente: “La novela me gustó y la estoy traduciendo”. Punto.
Después Zhang se presentaba y me decía sin orgullo, pero sin falsa modestia, que había sido profesor de español durante 20 años en la Universidad de Beijing, y que toda la vida había traducido obras literarias de autores hispanoamericanos, entre las que estaban nada menos que el Quijote, la poesía de Borges, de Bécquer, de Neruda, y varios tratados de Baltasar Gracián. Decía luego que esperaba tener lista la traducción de mi libro para finales de julio, y que ya llevaba unas cien páginas, de las cuatrocientas totales. “En la cuarta parte que hasta hoy he traducido, no he encontrado todavía grandes tropiezos, lo que quiere decir que todo va viento en popa. Apuntaré todos los problemas que encuentre en adelante y es muy posible que le vaya a molestar, por lo que anticipo mis disculpas”. Yo le contesté que estaba a su disposición para cualquier duda, pero él no volvió a escribirme en todo este tiempo, hasta la semana pasada.
En su segunda carta Guangsen me informaba que “durante estos tres meses he dedicado todo mi tiempo a la traducción y he estado tan concentrado que ni siquiera me he conectado al internet. Por suerte, llegué ayer, por fin, al final del libro”. Yo he traducido libros y sé muy bien la sensación de felicidad, e incluso de liberación que se siente al terminar el primer borrador de un libro que traducimos. Y con mayor razón si la novela es larga, como lo es Angosta. Supongo que es lo mismo que siente Armstrong al coronar una cima en el Tour de Francia. Después viene la última corrección, pero eso ya es pedalear en bajada.
Traducir 400 páginas en poco más de tres meses, a una lengua y a una cultura que con el español no tiene el menor parentesco, me parece una labor impresionante, de la que es capaz tan sólo un verdadero estajanovista. En este mismo lapso yo habré escrito, si mucho, 70 páginas, contando estos artículos, y ahí me queda la lección de la productividad china enfrentada a la nuestra.
Zhang Guangsen, con esa prudencia oriental de la que tanto deberíamos aprender, añadía que en este tiempo no había querido plantearme sus dudas y dificultades “pues quise acumularlas para no molestarle a usted a cada momento”. Humildemente aclaraba que “traducir es siempre una interpretación por parte de una persona ajena de lo que el autor original piensa y quiere expresar. Esta es una tarea que nunca resultará impecable ni mucho menos loable, pues interpretar consiste muchas veces en suponer y adivinar. ¡Hasta interpretar las ideas de un conocido no es fácil y es imaginable cuán difícil será de un idioma a otro!”. Y a continuación venían, finalmente, sus dudas más importantes.
Algunas yo las podía suponer, pues se trataba de típicos colombianismos como “aguapanela”, “burroteca”, “chicharrones de once patas”, “turupes”, y cosas así. También la transcripción de la jerga barriobajera era para él una cuestión desesperante. Por ejemplo el nuevo estilo de pedir de nuestros pordioseros, que ya no consiste en solicitar una limosna “por amor de Dios”, sino en esta frase críptica: “Don, ¿meá colaorar?”. O esta curiosa despedida: “Tolis, gonorsofia, ahí nos pillamos, toobién”. En fin, este tipo de tropiezos con la lengua vernácula eran apenas naturales.
Pero a continuación venían otras que me sorprendieron y gustaron mucho más, por lo que revelan sobre la distancia, más que lingüística, cultural, entre Colombia y China. Unas tenían que ver con cuestiones religiosas. Guangsen no entendía qué era eso de “Señor Caído”, “Niño perdido” y “Sermón de la montaña”. “Supongo”, me decía, “que son episodios de la mitología”. Su intuición de que estas cosas tuvieran que ver con un mito era correcta, aunque sin duda llamar mitología a la historia sagrada sonará blasfemo para un cristiano. Después había una laguna de cultura popular. Yo había escrito en la novela que los ojos de la protagonista eran de dos colores “como los de David Bowie”. Y Guangsen preguntaba: “¿Quién es este tipo?”. Pero lo que más me gustó fue su última pregunta, en la que juntaba, sin ánimo humorístico, a otras dos personas: “¿Quiénes diablos son Juan XXIII y Corín Tellado?”. Se lo expliqué despacio y también le dije que no se imaginaba hasta qué punto lo envidiaba yo por ignorar ciertas cosas que nosotros no solamente sabemos, sino que en cierto sentido nos ahogan.

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