7.4.14

El aura de esos dioses bajo la luz azul de plata

 El mar de John Banville ahora en cine. El genial narrador irlandés comparte sus memorias de espectador y su experiencia como guionista de su premiada novela

El mar. Dirigida por el debutante Stephen Brown, en una adaptación británica. La iniciación erótica en el cine Ritz, en un balneario irlandés en los años 50/revista Ñ
Siempre me gustó el cine, o “las películas”, como solíamos decir en épocas menos sofisticadas. En los años 50, cuando de chico vivía en Wexford, en el extremo sudeste de Irlanda, la ciudad tenía tres cines. Estaba The Abbey, que era algo señorial -o así se veía- y el lugar a donde uno llevaba a su noviecita un sábado para besuquearse en la oscuridad de la última fila del pullman. El Cinema Palace, en Cinema Lane, no hacía honor a su excelso nombre. Era un antro dudoso y de mala fama porque lo frecuentaban muchachos peleadores con sus chicas de rostro duro. Por último estaba el Capitol, en nuestro lado de la ciudad. Se parecía a un establo, con pisos de madera y asientos desvencijados cuyo tapizado de terciopelo tenía manchas sospechosas y muchos parches pelados.
Por aquellos días todo el mundo fumaba y las volutas de humo azul plata que se dibujaban en el haz de luz del proyector eran más bellas y a veces más disfrutables que lo que ocurría en la pantalla.
Si un sociólogo hubiese querido estudiar el sistema de clases de una ciudad pequeña en la década de 1950 en Irlanda, no podría haber hecho nada mejor que pasar un par de noches de fin de semana en el Capitol. Había mucho ruido adelante, en los asientos de seis peniques, donde los pobres se divertían arrojándose bollitos de marquillas y chicles masticados y donde a menudo terminaban a los puñetazos. Nosotros, que ocupábamos los asientos de un chelín con tres peniques, nos portábamos relativamente bien, mientras que los potentados de las filas de dos chelines con seis peniques ubicadas atrás eran solemnes y decorosos y compartían chocolates - Milk Tray o Black Magic eran los favoritos- que contrastaban con nuestras bolsas de papel madera de caramelos Scots Clan o Clarnico Mint Creams .
Las películas que preferíamos eran las de suspenso de Hollywood, filmadas en suntuosos matices de negro y plata; aventuras de vaqueros e indios, llenas de imágenes de barrancos y rocas y héroes de color caoba; y, naturalmente, las comedias de los Estudios Ealing, que parecían todas protagonizadas por Margaret Rutherford, con su busto bamboleante y su prominente maxilar inferior. Los musicales nos parecían sensibleros hasta lo indecible. ¡Qué escalofrío de rechazo se agolpaba tras nuestro esternón cuando la acción en Technicolor inverosímilmente se detenía y la protagonista, de vestido a cuadros, con un moño en los moldeados rizos dorados, daba un paso entrelazando las manos bajo el pecho y, con la sonrisa soldada, gorjeaba una canción con una voz tan diminuta, aguda y penetrante como el chirrido del torno de un dentista!
En la adolescencia descubrimos el cine arte. En Dublín había una sala, el Astor, que con gran coraje daba obras de Antonioni, Bergman, Fellini, Godard, Alain Resnais, Truffaut, Agnes Varda... El censor del Estado destrozaba esas películas de modo tan violento que el argumento ya enigmático se tornaba incomprensible. Eran terriblemente serias aquellas películas -en el caso de Fellini, existencialmente juguetonas- pero nos deleitaba su romanticismo lúgubre e involuntario: algunos no concebíamos destino más dichoso que ser obstinadamente infelices en brazos de Monica Vitti.
Por serio que se hubiese vuelto el cine en aquel período glorioso y demasiado breve de la nouvelle vague , de todos modos representaba un mundo de glamour, romanticismo y aventura. En el siglo pasado, los viejos dioses nos fueron abandonando y, para el cambio de milenio, habían sido desterrados por completo de nuestro empíreo, en tanto la enseñanza de los clásicos prácticamente desaparecía; Apolo era el nombre de una cápsula espacial y Nike, antes la diosa de la victoria, se convirtió en una marca de zapatillas.
Pero a cambio de las deidades difuntas, tenemos estrellas de cine, leyendas vivientes, criaturas de dimensiones fuera de lo común hechas de luz y sonido atronador que ocupan nuestra febril imaginación y cuyas aventuras, y desventuras, en la pantalla y fuera de ella, conforman la epopeya popular de nuestros días. Y no son todas ellas epopeyas en prosa: el cine es la poesía del pueblo. Qué epifanías de amor y añoranza se despliegan en secreto en el corazón de un público arrobado en la parpadeante oscuridad de los cines de todo el mundo. En las enormes pantallas brillan sueños de colores, mostrándonos todas las cosas que podríamos haber sido y hecho si fuésemos tan ágiles de mente y cuerpo como esas vívidas sombras incorpóreas que pasan lánguidamente frente a nuestros ojos extasiados. “Ah, Cary Grant”, dijo una vez Cary Grant, “¡cómo me gustaría ser él!” Desde los primeros tiempos del cine, los escritores se lamentan con amargura de cómo los maltrata la industria. ¿Pero qué esperan todos esos quejumbrosos Faulkner y Scott-Fitzgerald? Es como si una madre hubiese entregado a su hijito a un gladiador y después se quejara por los leones y tigres que el pobre chico tiene que enfrentar. Como una vez dijo Gore Vidal, Hollywood nunca destrozó a nadie que valiera la pena salvar.
Y, de todos modos, Hollywood no siempre es Hollywood. Hay tantas maneras de hacer una película como de matar un chancho, aunque la cinematografía puede ser tan intrincada, difícil y sangrienta como el antiguo arte de faenar cerdos.
La primera vez que me encargaron un guión para una película fue en los 80, cuando la emisora británica Channel Four todavía estaba en etapa de planeamiento y sus representantes buscaban material por todas partes: una tira cómica de Marc Boxer de aquella época mostraba a dos personas conversando en un cóctel, y una de ellas decía: “Sabe, el otro día conocí a alguien que no está haciendo algo para Channel Four”.
Uno de los encargados de esa tarea en el nuevo canal era Walter Donoghue, a quien un día mi amigo Neil Jordan trajo a almorzar a casa. Al caer la tarde, mientras bebíamos una última copa de vino, Walter, una de las personas más amables y aparentemente más tímidas del mundo, me llevó aparte y en voz baja me preguntó si tenía alguna idea para un largometraje que pudiera financiar Channel Four.
Casualmente, unos meses antes yo había terminado de escribir una novela corta, La carta de Newton , cuya publicación parecía improbable, dada su brevedad. Le envié a Walter el texto mecanografiado y un par de días después me contestó pidiéndome que convirtiera la novela en un guión. Nunca había intentado algo así antes y me sorprendió descubrir que al parecer tenía aptitudes para la tarea. Había tardado tres años con la novela: la adaptación al cine me llevó tres días. El producto fue Reflections , con Gabriel Byrne y Harriet Walter en los papeles principales. Se estrenó en los cines y salió al aire en el joven Channel Four durante las Olimpíadas de 1984. Cuando el director, Kevin Billington, se quejó del momento elegido para su emisión, David Rose, editor de Channel Four, señaló que la película había tenido una audiencia que equivalía a tres estadios de fútbol repletos.
Aunque mi ingenuidad me había llevado a creer que a este primer encargo seguirían muchos más, fue sólo a fines de los 90 cuando se me pidió que escribiera otro guión. Era una adaptación de la luminosa novela de Elizabeth Bowen El último septiembre , que transcurre en 1920 en el círculo de los protestantes anglo-irlandeses durante la Guerra de la Independencia Irlandesa. Los actores esta vez eran Maggie Smith y Michael Gambon, Jane Birkin, David Tennant, Fiona Shaw y una talentosa recién llegada de una belleza radiante, Keeley Hawes. La directora era Deborah Warner, la fotografía estaba a cargo de Slawomir Idziak -que trabajó con Kieslowski en la trilogía Tres colores - y Zbigniew Preisner compuso la música. ¡Qué equipo! Estuve deslumbrado las ocho semanas enteras que duró el rodaje.
Mi novela El mar se publicó en 2005 y, para mi sorpresa, tuvo algún éxito. No se me había ocurrido que tuviera los ingredientes para una película hasta que compró sus derechos Luc Roeg, de la productora londinense Independent. Hablamos sobre posibles guionistas y se consultó a uno o dos, antes de que yo sugiriera que podía encargarme del guión. Luego se incorporó Stephen Brown como director y nos pusimos en marcha.
¿Qué es más difícil de escribir, el guión de una obra propia o el de una ajena? Es una pregunta que nunca he podido responder con algo de convicción. Obviamente conocía El mar en todos sus climas, flujos y reflujos, pero para convertirlo en una película tendría que olvidar toda esa información privilegiada y empezar de cero. Para el cine uno tiene que escribir sin sostenidos. Recuerdo que, cuando estaba trabajando en El secreto de Albert Nobbs, Glenn Close, protagonista del film, levantó la vista de una primera versión del guión que le había hecho llegar y me dijo: “John, no necesitamos todas estas acotaciones escénicas: eso lo hacemos nosotros mismos”. Tenía razón, por supuesto, y no sólo respecto de las redundantes indicaciones que había escrito entre los diálogos de los personajes; el diálogo mismo debe tener transparencia, ser lo más neutro posible sin ser algo totalmente muerto. El guión de Lolita que escribió Nabokov para Stanley Kubrik es una elegante pieza literaria pero nunca habría servido para una película.
Disfruté mucho de la adaptación de El mar a la pantalla. Las dificultades técnicas fueron muchas pero las resolví con una facilidad que parecía irreal. Eso, lógicamente, era muy inquietante: la facilidad en la escritura, he descubierto, casi siempre se traduce en dejadez. Felizmente, Stephen Brown y su brillante editor Stephen O’Connell ataron los cabos sueltos y tensaron la urdimbre del relato al máximo. Que es lo que se supone que deben hacer los directores y los editores, aunque rara vez lo hacen.
Después llegó el momento de la elección de los actores.
Esta es, al menos para el guionista, una de las fases más fascinantes del proceso, cuando las palabras se hacen carne. Los personajes que uno inventa, en un guión o una novela, tienen una nitidez espectral: están ahí pero no lo están. Desde un principio yo tenía la esperanza de que Ciaran Hinds, Sinead Cusack y Charlotte Rampling hicieran los papeles principales en El mar y, para gran suerte nuestra, estaban disponibles, y entusiasmados. Después se sumaron Natascha McElhone y Rufus Sewell y de pronto todo se armó de la manera más fascinante y todas las relaciones de la página escrita cobraron vida de un modo sutilmente nuevo y complejo.
No soy aficionado a los sets. ¿Qué tiene que hacer allí el guionista? Su trabajo terminó hace mucho y lo mejor para él es salir del medio y dejar que lo hagan ellos mismos, como dijo Glenn Close. Sin embargo, fui un par de veces a Wexford, donde rodaban El mar , para conocer al reparto. Los actores, en especial los de cine, tienen un aura tangible. Después de haber sido mirados con tanto cariño y por tanto tiempo por las cámaras, los espejos y los admiradores, adquieren un fuerte brillo, como las estatuas sagradas que a lo largo de los años han sido tocadas y pulidas, con adoración y súplicas, por las manos de los fieles. Nosotros cambiamos, ellos permanecen. Así son las cosas, con los dioses y los mortales.
El mar se estrenará pronto. Esperamos una marea alta.
Traducción: Elisa Carnelli

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