10.2.17

“La literatura siempre será enemiga de la tiranía”

El escritor Hisham Matar viajó al Hay Festival de Cartagena para presentar su libro El regreso, un conmovedor relato en el que narra su regreso a Libia tras la caída del régimen de Gadafi. Hablamos con él sobre literatura, arte y su país

Hisham Matar, nació en Libia en 1970./León Darío Peláez./revistaarcadia.com

Matar cristalizó su experiencia en el libro El regreso, a medio camino entre la pesquisa detectivesca y la crónica familiar. La obra, elegida por el New York Times como uno de los 10 mejores libros del año pasado, es un hermosa meditación sobre la ambivalencia que conlleva la desaparición de un amado. Es, a su vez, un ejercicio de contemplación: un lienzo donde Matar esboza los principales acontecimientos de su vida y la de Libia, pero donde también surgen, como flores, una infinidad de detalles menores, de observaciones. 
Autor de las novelas Solo en el mundo (2006) –en la que relata la vicisitudes de la vida política y familiar en Libia desde la mirada de un niño de nueve años- y Historia de una desaparición (2011) –un relato de amor y confusión protagonizada por un adolescente que busca a su padre desaparecido por el régimen de su país-, Matar llegó al Hay Festival de Cartagena para presentar El regreso. Sin duda uno de los narradores más potentes en años recientes, se sentó con nosotros en la ciudad amurallada para hablar sobre literatura, arte y la figura que lo arrojó por una senda narrativa específica: la de su padre. 
En El Regreso usted describe a su padre como un hombre que a veces se encerraba a devorar novelas y a menudo componía poemas. ¿Cuáles fueron sus primeros pasos como lector y como escritor?
Más allá de las novelas que tenía que leer para el colegio, yo no leí una por cuenta propia hasta los 19 años. Antes de esa edad, solo leía poesía porque pensaba que solo la poesía era la verdadera literatura. No me interesaba el resto. Creo que ese énfasis fue por culpa de mi padre. El leía muchas novelas pero en realidad solo hablaba de poesía. Curiosamente, mis primeras lecturas de novelas, a los 19, coincidieron con su desaparición. No sé si eso fue un factor, pero me acuerdo que en esos primeros días sin él pasé muchas horas a solas leyendo. Y solo novelas.
¿Cómo lo influenció como escritor solo leer poesía durante tantos años?
Me influenció mucho. Mis tres pasiones de niño, lo que realmente me interesaba, era la poesía, la música y los edificios. Estudié música de niño, pero no era muy bueno. En cuanto a la poesía, no existían en mi entorno ejemplos de personas que vivieran de la escritura. Pero podía dibujar, así que decidí estudiar arquitectura, y ya más adelante pasé a ser escritor. Lo que me interesa de todo esto es que mis novelas, o por lo menos los libros que me intersan escribir, contienen esos tres intereses: la poesía, la música y la arquitectura. Hoy los veo como señales de lo que terminaría haciendo más adelante. 
Usted publicó su primer libro a los 36 años, cuando muchos publican su ópera prima en sus veintes. ¿Por qué se demoró tanto? 
Para mí, la pregunta que me fascina es cómo puede uno escribir una novela a los 24 o 25 años. Claro, hay ejemplos impresionantes de gente que lo hace. Pero en mi caso siento que necesitaba más tiempo para escribir lo que me interesaba. Necesitaba tiempo para aprender más, vivir más, experimentar más. Para mi la escritura es casi como implicarse a uno mismo. Así lo pienso porque no me interesa la idea de la escritura como una actividad que se puede profesionalizar. No me interesa tener una mentalidad de “carrera”, escribir por escribir. Hoy estoy escribiendo un cuarto libro porque siento que lo tengo que escribir. Pero no quiero asumir que soy un escritor, y que voy a seguir escribiendo libros, porque como lector he leído libros escritos así, y no me interesan. Esas obras están al servicio del escritor, y a mí me interesa estar al servicio del libro.
¿Diría entonces que su literatura surge más de la necesidad que de una oportunidad de abordar un tema desde la creatividad? 
No, sin duda la segunda opción. Escribir es una oportunidad de abordar una serie de ideas, preocupaciones y fantasías. Para mí, los libros me permiten hacer una curación de mi propia vida. Cura mis días: lo que pienso, lo que me interesa. Afila mis lentes. Hay algo existencial ahí, en la cotidianidad, hay algo que disfruto de la vida del escritor. No solo lo disfruto, también creo que encaja con mi naturaleza. 
Tampoco escribo porque me interese convencer a alguien de algo, o por presentar una experiencia esencialista o una perspectiva única. Puede que esto suene extraño, si se toma en cuenta que he escrito mucho sobre mi familia, mi país y mi mismo. Pero la paradoja es que esos temas no me interesan particularmente. Lo que me interesa es ver cómo esos temas me han abierto puertas para abordar ideas y preocupaciones que nos afectan a todos. Mi interés en lo particular siempre está relacionado con cómo puedo llevarlo a lo universal. 
Es curioso. A primera vista, un lector suyo podría decir que la figura de su padre es el motor de su literatura. ¿Usted rechazaría eso?
No lo rechazaría, pero también diría que él es solo una parte del todo. Lo que le pasó a mi padre y la manera en que eso me ha afectado me ha llevado a tener una serie de ideas y de temas. Pero hay mucho más. Para mí, escribir es una actitud hacia la vida. Es un gesto hacia la vida, es una manera de considerar las cosas desde cierta mirada, desde cierta paciencia y curiosidad. Y eso es lo que me fascina.
Recuerdo mi primera clase de arquitectura en la universidad. No sabía qué iba a pasar, ni siquiera había llevado un lápiz. Entonces el profesor nos entregó un pedazo de papel, unos lápices, y nos pidió que saliéramos a pintar durante tres horas el árbol que estaba en el jardín. ¡Tres horas! Nunca había hecho algo así, nunca había mirado algo por tanto tiempo. Y fue realmente interesante: cuando uno pasa tres horas mirando lo mismo, sobre todo un objeto tan cotidiano como un árbol, cuando uno mira cada detalle, intenta pintar cada parte, uno entiende que mirar es un asunto muy interesante y también muy complejo. Para mí, escribir es tan simple y tan complejo como ese ejercicio: es una manera de atender algo. Parte del material que atiendo en El regreso es muy oscuro, pero lo que más me interesó es que entre más miraba con ese nivel de atención –que viene de la paciencia, pero que también está motivado por la curiosidad genuina y no por el deseo de solucionar algo o encontrar una resolución-, entre más hacía eso, más cosas aparecían. Hay algo en esa atención literaria que permite que las cosas surjan a la superficie, tanto cuando se lee como cuando se escribe.
Usted ha hablado en otras ocasiones de la literatura como una fuerza expansiva…
Sí, es algo que permite introducir complejidades. La literatura, y por esto creo que siempre será una enemiga natural de cualquier proyecto opresivo, está interesada en empatías contradictorias, en hombres y mujeres que corren en contravía de sus corazones, en qué nos podría pasar si fuéramos el otro. No le interesa las conclusiones inamovibles. Le interesa crear resonancia, fluidez, dinamismo. Cuando pensamos en los personajes que nos han marcado, nunca son estáticos. En cambio, se mueven, cambian.
Uno personaje memorable suyo es Solimán, el protagonista de Solo en el mundo, que tiene todo tipo de matices y contradicciones. ¿Cómo es su proceso a la hora de escribir personajes, de distanciarse de ellos y de darles vida propia?
Lo interesante para mí de escribir es que no es una actividad objetiva. Como lector, tengo cierto nivel de objetividad. Pero como escritor la cosa cambia y eso lo aprendí cuando escribí Solo en el mundo. La primera vez que leí Los hermanos Karamazov pensé: ‘¿cómo encaja esto? ¿cómo lo logró Dostoievski?’ Dibujé todo tipo de diagramas para entender cómo se había construido. Me dije, en mi fantasía, que quería acercarme lo más posible al escritor, porque él tenía que saber cómo se hizo el libro. Él conocía mejor que nadie el libro. Pero eso no es verdad. Uno como escritor conoce sus propios libros de cierta manera, pero nunca como el lector. No tienes las claves que tiene el lector. Mi relación con mis libros es la de un trabajador: soy como la hormiga y el lector, como el pájaro que lo ve todo desde arriba. El escritor es la hormiga, ocupado en la inmediatez de la próxima frase. Luego ya se puede editar, pero cuando se escribe, uno está en el nivel de los hilos finos. 
¿Cuándo sabe entonces el escritor que terminó el libro?
Todos mis libros terminaron con escenarios que me sorprendieron. No tenía pensado dejarlos ahí. Me resistía, me preguntaba si debía avanzar más. Pero, de hecho, no es tanto un proceso intelectual. Está más en el cuerpo. Yo siento, con ese último gesto, una reverberación que va hacía atrás, hacia el comienzo del libro. Es un poco como el viaje de un objeto que se estrella contra un muro y regresa a su punto de partida. Uno lo siente. Ese momento, por cualquier razón, hace un eco que suena en todo el libro. Ahí acabo.
Volvamos un segundo a lo de la contemplación, a lo del dibujo del árbol. En El regreso usted habla de su costumbre de ir al National Gallery en Londres para sentarse frente a un cuadro a veces durante una hora. ¿Qué le ha dado ese ejercicio de contemplación?
Hay un gran escritor, no me acuerdo su nombre, que dice que ‘los trabajos malos surgen de conversaciones con la gente equivocada’. En algún sentido, cuando miro una pintura, o cuando leo o simplemente observo, se trata para mí de una especie de relación, de conversación. Los cuadros funcionan como el iniciador de una serie de ideas, también generan placer y regocijo. Pero, fundamentalmente, lo que me ocurre con los cuadros es que no estoy del todo seguro de cómo se deben mirar. Por eso regreso a ellos. Me parecen engañosos. Quizá eso también pasa con los libros y las sinfonías. Creemos que sabemos cómo leer un libro, de la primera página a la última, pero eso no es leer un libro. Es mucho más: es un encuentro en un momento particular en la vida de una persona y en la vida de un libro. Los cuadros son incluso más engañosos porque simplemente están ahí. Por otro lado, miro cuadros porque carezco de rituales. Mis rituales son muy personales. No pertenezco a una sociedad, mi familia no me rodea, no tengo una rutina. Y ver cuadros me ofrece una rutina.
Usted menciona a su familia. ¿Cuando usted regresó a Libia, sentía que estaba regresando a casa? ¿Albergaba la esperanza de encontrar ese lugar al que antes había pertenecido? 
Sin duda. En el libro intento revelar mi estado de ansiedad y confusión. Todas esas cosas estaban ahí. Sentía como si dos partes de mi vida se fueran a conocer por primera vez. Como dos gemelos que fueron separados a los nueve años y que ahora, a los 45 años, se vuelven a encontrar. Era una situación muy tensa, porque no sabía qué iba a pasar. No sabía si una de las partes iba a rechazar a la otra. Esos eran mis pensamientos conscientes. Yo funcionaba en el mundo como si fuera un polizón. Pensaba que estaba en el mar y que una isla, llamada Libia, aparecería en la distancia. Sentía que, cuando llegara a ella, todo se resolvería. Y, claro, eso no fue lo que pasó. Surgieron más preguntas, pero también la satisfacción de la tierra, de algo sólido, a pesar de todas sus complejidades. Sentí que se focalizó la distancia que hasta el momento había recorrido.
En el libro usted entretiene la idea de regresar a vivir a Libia, particularmente a Bengasi. ¿Eso todavía le llama la atención?
La palabra regreso funciona en el libro en muchos niveles. Está el regreso físico, pero también había un regreso a mí mismo: a la vida que he cultivado en otras ciudades. En cuanto a volver a Bengasi, puede que algún día, pero ahora sentiría que estaría dejando algo, dejando la vida que he construido en otras partes.
En una parte del libro usted escribe: “Mi padre está vivo y muerto al mismo tiempo. No tengo una gramática para él. Está en el pasado, el presente y el futuro”. ¿Cómo lo ha afectado la ambigüedad de ese duelo, cuando una persona que se ama no muere, sino que desaparece?
Para mí es muy difícil responder esa pregunta. Hay ciertas cosas de las que yo puedo escribir y luego hay ciertas cosas de las que uno puedo hablar. Pero diría lo siguiente: sostener la posibilidad de que una persona tan cercana a uno, y con quien uno tiene una relación muy poderosa, esté al tiempo viva y muerta tiene casi una textura, una reverberación que lo atraviesa todo. Esto ha alterado mi mundo en maneras que yo quería explorar escribiendo. Cuando alguien muere, hay un hecho básico: nuestra imaginación se detiene en ese momento, nos cuesta trabajo pensar que esa persona va a tener otra vida, otra realidad, pero cuando desaparece, eso complica nuestra memoria de ellos.
Durante años, usted vivió obsesionado con encontrar a su padre, luego viajó a Libia en parte a buscarlo y finalmente publicó este libro. Si bien usted ha rechazado en el pasado la idea de la escritura como un ejercicio catártico, ¿hoy siente que está más en paz con lo que ocurrió?
Creo que la paz no es la palabra correcta. Lo que encontré escribiendo fue el opuesto de la pasividad. Creo que hay un placer en trabajar, en cualquier tipo de trabajo. Particularmente en hacer un objeto que luego se relaciona con otras personas. Hay algo de eso que es muy poderoso y resonante. Si uno puede hacer eso con una temática que lo ha llevado a uno al límite, entonces sí hay un sabor de consolación o de victoria. La historia de mi padre me llevó al borde, literalmente, así que haber podido mirar esa historia de manera sostenida a través del libro fue el contrario del confinamiento. Fue expansión. Eso no quiere decir que haya encontrado la paz. En Estados Unidos hablan del “cierre”. Creo que ese es el ángulo equivocado. Yo vivo en paz, en paz relativa, como todos, pero lo que me interesa es que nada nunca se “cierra” del todo. Todo, en cambio, está siempre abierto. Todo lo que te ha pasado está contigo todo el tiempo. Y eso es lo que me interesa.


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