31.3.17

Nathaniel Hawthorne: una caja de ideas, sueños y argumentos

Sus Cuadernos norteamericanos revelan el costado más oculto e inesperado de este notable escritor
Nathaniel Hawthorne, escritor estadounidense./revista Ñ.

La reedición de la única versión castellana de Cuadernos norteamericanos de Nathaniel Hawthorne, con traducción y prólogo de Eduardo Berti, es una excelente noticia para lectores no especializados y de los otros. Poe destacó la peculiaridad de ese tono tranquilo y reposado con el que Hawthorne presentó ideas que asombran por su naturalidad, como cuando uno dice “cómo no se me ocurrió antes”, aunque también criticó el uso excesivo de la alegoría que interfiere en muchos de sus temas.
Borges le reprochó que solo concibiera situaciones para después buscar o elaborar personajes que las representaran, aunque también afirmó que había encontrado en los cuentos de Hawthorne el mismo sabor que en los de Kafka, como dijo en una conferencia de 1949 en el Colegio Libre de Estudios Superiores; de allí salió el célebre dictamen “un gran escritor crea sus precursores”.
Lo cierto es que el precursor Nathaniel Hawthorne tenía una imaginación vigorosa y una extraordinaria capacidad de síntesis. Soñó con ciudades hechas de música, con un personaje que pide que al momento de morir sea enterrado en una nube, con un hombre que llega al máximo de su vejez y a partir de allí se vuelve nuevamente joven al mismo ritmo con que envejeció. También soñó con otro que sueña con un bebé en la cuna e imagina todas las personas y comarcas que ese recién nacido conocerá algún día. O con alguien que descubre la forma para que todas las imágenes que un antiguo espejo reflejó en el pasado vuelvan a la superficie. Estas son solo algunas de las ideas esbozadas como bosquejos o sugerencias para relatos en los cuadernos que Hawthorne dejó escritos entre 1835 y 1852, mientras vivía en Estados Unidos. Luego se trasladaría a Inglaterra y más tarde brevemente a Francia e Italia, donde escribiría sus cuadernos ingleses, franceses e italianos, antes de volver a su país natal.
Durante todos esos años pasó por varias circunstancias personales: se casó con una mujer a la que estaría unido hasta el día de su muerte, se asoció por un tiempo a la comunidad rural Brook Farm inspirada en Emerson y en Fourier, trabajó en la aduana de Salem y como diplomático en Liverpool, publicó su novela más célebre, La letra escarlata, así como la mayoría de sus libros de cuentos, de los cuales el más conocido es “Wakefield”, ese individuo que decide abandonar a su esposa y residir de incógnito, durante veinte años, en su vecindad inmediata.
Pero en estos papeles privados casi no se hallarán registros de la vida emocional del autor. Cierto es que aquí no se encuentra la totalidad sino fragmentos de los siete cuadernos escritos en Estados Unidos y un breve apéndice de lo escrito en Inglaterra, todos ellos editados por la viuda, Sophia Peabody, luego de un largo trabajo de selección y depuración; las anécdotas más íntimas pueden haber quedado fuera. El tono es constante e inequívoco aun dentro de su variedad temática. Un hombre ordena a otro que ejecute cierto acto; cuando el primero muere, el segundo sigue bajo su influjo y ejecuta ese acto hasta el final de sus días. Una muchacha demente se arroja a un abismo pero sale volando con ayuda de su vestido. Unos gnomos que viven entre los dientes descubren que hay oro en cierta dentadura y la explotan como una mina. Alguien es poseído por dos espíritus: mientras una mitad de su rostro expresa un estado de ánimo, la otra expresa el opuesto. Y toda la gente que fue ahogándose en un lago reaparece de repente.
De modo que hay más ideas en germen que efusión de emociones en estos apuntes de un hombre de hábitos fijos y regulares, un puritano dotado de dos cualidades que parecen irreconciliables: una imaginación proliferante y una rígida moral calvinista. A la primera correspondería la invención de situaciones soñadas o inspiradas en la lectura de periódicos; a la segunda, las constantes moralejas que interfieren y cierran el sentido de sus argumentos como queriendo ofrecer una lección espiritual al lector.
Por ejemplo, su propuesta de abolir la división social entre ricos y pobres para clasificar a las personas según nuevas clases: pertenecerían a una misma clase todos los que perdieron un pariente o amigo, todos los que padecen la misma enfermedad, todos los culpables de un mismo pecado; aquí el puritano Hawthorne no puede sino añadir su moraleja, explicando que es así porque “nadie está libre de pecado, pena o enfermedad”. Cada tanto insistirá en la culpa y el castigo. No le basta con imaginar que una serpiente ingresa al estómago de un hombre y se alimenta de él durante veinte años; agrega que eso “podría ser un emblema de la envidia”.
Pero la genialidad de este soñador calvinista salta a la vista en cada página esquivando o perdonando las alegorías de manual de autoayuda. Puede que algunos encuentren consignas para ejercicios de taller literario suprimiendo las moralejas y desarrollando los argumentos apenas esbozados o imaginando los temperamentos de cada personaje. Otros leerán solo por placer este hermoso volumen.
En un ensayo sobre Hawthorne, Poe anotó: “Hay un tipo de composiciones que, con alguna dificultad, cabe admitir como un grado inferior de lo que he denominado auténticamente original. Al leer estas obras no nos decimos: ‘¡Cuán original es!’, ni: ‘He aquí una idea que sólo al autor y a mí se nos ha ocurrido’, sino que decimos: ‘¡Vaya una fantasía tan evidente y tan encantadora!’. Entre los escritores de lengua inglesa, sus mejores ejemplos los hallamos en Addison, Irving y Hawthorne”.
Como sea, Nathaniel Hawthorne dejó como legado una sorprendente caja de ideas y gérmenes para estimular la lectura y la escritura, un artefacto ante el cual Henry James no pudo sino preguntarse si existirá algo comparable en toda la literatura universal.
Cuadernos norteamericanos, Nathaniel Hawthorne. La Compañía, 176 págs.

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