22.1.22

Para quien esté escribiendo o pensando en escribir: “Algunos buenos maestros” de Richard Yates

 El escritor colombiano, Mauricio Montenegro tradujo al español este revelador texto sobre las lecciones que al estadounidense le dejaron algunas de sus más estimulantes lecturas, entre ellas, El Gran Gatsby y Madame Bovary

Richard Yates, escritor  estadounidense./arcadia. com


En abril de 1981, Richard Yates publicó este texto en el suplemento literario de The New York Times. Que yo sepa, no se ha traducido, de modo que hice esta traducción libre. El original puede consultarse aquí.

Algunos buenos maestros

Debieron ser las películas de la década de 1930, más que cualquier otra influencia, las que me introdujeron en el hábito de pensar como un escritor. No fui un niño lector; la lectura era una tarea tan difícil para mí que la evitaba siempre que podía. Pero tampoco era exactamente del tipo rudo y popular, y entonces las películas cumplían una doble función: me daban una enorme cantidad de historias baratas y un buen lugar para esconderme.

Cuando tuve catorce años empecé a entregar historias hechizadas por el cine a mis profesores de literatura, como para probar que podía hacer algo. Pero no fue hasta tres o cuatro años después que, leyendo ficción y poesía, empecé a desplazar las películas hacia un lugar oscuro y vagamente bochornoso en mi mente, en donde han permanecido hasta ahora. Casi nunca voy al cine ahora, y he sido conocido por explicar con arrogancia, si no casi a gritos, que esto se debe a que el cine es para niños.

 A los veinte años, recién salido del Ejército y saturado de Thomas Wolfe, me embarqué en una larga maratón de Ernest Hemingway que incluyó intentos vergonzosamente frecuentes de hablar y actuar como los personajes de sus primeros libros. Y estaba fascinado con T.S. Eliot al mismo tiempo, lo que creaba un incómodo conjunto de manierismos.

Pero El Gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, resultó ser la novela más estimulante que leí, así como mi descubrimiento de John Keats algunos años antes hizo parecer insustanciales a casi todos los demás poetas ingleses.

Como algunos de los poemas de Keats, la novela de Fitzgerald es una obra que gana en rango mientras va alcanzando momentum, hasta que al final te deja con la sensación de una asombrosa iluminación sobre el mundo. Y la mejor parte de esto para un aprendiz de escritor es que la novela puede ser vista, no solo como un milagro del talento, sino también como un triunfo de la técnica, sugiriendo al menos una esperanza de que puedas comprender cómo fue hecha.

"...la mejor parte de esto para un aprendiz de escritor es que la novela puede ser vista, no solo como un milagro del talento, sino también como un triunfo de la técnica, sugiriendo al menos una esperanza de que puedas comprender cómo fue hecha"

Te puedes hacer una idea de lo más importante casi de inmediato: cada línea de diálogo en Gatsby sirve para revelar más sobre el personaje que habla que aquello que el personaje estaría dispuesto a revelar. El autor nunca permite que su uso del diálogo se vuelva simplemente “realista”, con personas intercambiando frases planas de pura información, sino que se las ingenia cada vez para sorprender a sus personajes, aunque sutilmente, en el acto de delatarse a sí mismos.

Una concentración especialmente clara de esta habilidad ocurre durante el diálogo en la odiosa pequeña fiesta en el apartamento de Myrtle Wilson, la fiesta que sirve a Nick Carraway para hacer una meritoria observación que siempre me ha parecido una declaración elocuente sobre el dilema y el placer de todo narrador de historias:

“Ahora, en lo alto de la ciudad, nuestra línea de ventanas amarillas debe haber contribuido con su parte de secreto para el observador casual en las calles oscuras, y también yo he sido ese observador, mirando hacia arriba y especulando. He estado adentro y afuera, simultáneamente encantado y repelido por la inagotable variedad de la vida”.

Nunca había entendido lo que Eliot quería decir con la curiosa expresión “objetos correlativos”, hasta que leí la escena en Gatsby en que el casi cómicamente siniestro Meyer Wolfshiem, que acaba de ser presentado, exhibe sus mancuernas y explica que son hechas con “los ejemplares más finos de molares humanos”.

¿Lo entendía ahora? Sí. Eso era lo que Eliot quería decir. O la pila de camisas hechas a la medida sobre las que Daisy Buchanan se arroja “tempestuosamente” durante su primera visita a la casa de Jay Gatsby (“Son camisas tan lindas; me hace sentir triste porque nunca había visto unas camisas tan lindas”). O las sencillas anotaciones “programadas” y “resueltas” en el diario infantil de Gatsby, que su padre lee cuidadosamente en voz alta a Nick, como si Nick pudiera usarlas de algún modo, después de la muerte de Gatsby.

El Gran Gatsby, junto con la mayor parte de la obra de Fitzgerald, fue mi introducción formal a la artesanía de la escritura. En 1951, cuando tenía 25 años, la Administración de Veteranos me excusó de un trabajo remunerado al concederme una pensión de invalidez por un caso menor de tuberculosis, de modo que pude vivir dos años y medio en Europa sin hacer nada más que escribir historias cortas y tratar de hacer que cada una fuera mejor que la anterior. Aprendí mucho. La posibilidad de escribir a tiempo completo fue muy instructiva en sí misma, y entendí también lo rico que puede ser el lenguaje cuando tiene que ser recuperado de memoria.

Tres de esas historias fueron vendidas a revistas antes de que regresara a casa, y luego se vendieron cinco más en los años siguientes. Pero de pronto tenía 29 años, me ganaba la vida como un escritor freelance de relaciones públicas -una actividad que no le recomiendo a nadie- y era cada vez más claro que tenía que escribir una novela pronto.

Fue entonces cuando Madame Bovary tomó el control. La había leído antes, pero no la había estudiado del modo en que estudié a Gatsby y otros libros; ahora parecía muy apropiada para servirme como guía, incluso modelo, para la novela que iba tomando forma en mi mente. Buscaba ese tipo de equilibrio y tranquila resonancia en cada página, esa especie de presentimiento mezclado con comedia, esa impresión de un destino inexorable en el corazón de una mujer solitaria y romántica. Y todo eso, por supuesto, debía lograrse con la gracia y la naturalidad de Scott Fitzgerald.

Como tantos lectores, sentía que las primeras setenta páginas de Madame Bovary no son tan buenas como podrían ser, pero desde el momento en que Charles y Emma son invitados al baile de sociedad, Flaubert deja que todo se desarrolle. ¡Y ni hablar de “objetos correlativos”!

*Cuando Charles encuentra una cigarrera de seda verde entre el polvo de un camino recién recorrido por jinetes de aspecto heroico, y cuando Emma la esconde después para usarla como fuente de ensoñaciones voluptuosas.

*Cuando Rodolphe envía su carta de despedida a Emma en el fondo de una canasta de duraznos, y cuando Charles inadvertidamente la lleva al borde de un ataque de nervios ofreciéndole uno de los duraznos y llevándolo hasta su nariz diciendo “¡huele esa fragancia!”.

*Cuando Justin, el joven aprendiz de farmacéutico, que está enamorado sin esperanza de Emma, es cruelmente reprimido por su jefe, en presencia de ella, por tener un manual ilustrado del matrimonio y por ser descuidado con el frasco de arsénico. Wow.

Otra cosa que siempre me ha gustado de Gatsby y de Bovary es que no hay villanos en ninguna de ellas. La fuerza del mal se siente en estas novelas, pero no está personificada; los autores no están dispuestos a dejarnos las cosas tan fáciles. Tom y Daisy Buchanan podrían ser culpados de la muerte de Jay Gatsby, pero Fitzgerald nos previene al hacer decir a Nick, en su propio veredicto, que son simplemente “personas descuidadas”. Charles Bovary tendría todo el derecho a responsabilizar a Rodolphe por el suicidio de Emma, pero cuando se encuentra accidentalmente con él le dice: “No te culpo. El destino es el culpable”.

Estos son algunos otros escritores sin cuya obra no habría logrado construir un libro medianamente decente por mí mismo: Dickens, Tolstoy, Dostoyevsky, Chekhov, Conrad, Joyce, E.M. Forster, Katherine Mansfield, Sinclair Lewis, Ring Lardner, Dylan Thomas, J.D. Salinger, James Jones.

Sería fácil extender esta lista hasta duplicarla citando escritores actuales, pero me he vuelto descreído de cualquier lista que pueda parecer la membresía de un club privado, o el resultado de algún concurso de popularidad.

El tiempo lo es todo. Ahora tengo 55 años y mi primer nieto nacerá en junio. Han pasado muchos años desde que era un hombre joven y un aprendiz de escritor. Pero el espíritu entusiasta y temerario del principiante no se ha desvanecido del todo. Con mi octavo libro apenas iniciado, y con profundo arrepentimiento por las pérdidas de tiempo que me han impedido estar escribiendo el décimo o el decimosegundo, siento que aún no he empezado realmente. Y supongo que esta condición más bien ridícula persistirá, para bien o para mal, hasta que mi tiempo termine.

*Mauricio Montenegro es docente y escritor. Con su novela ‘Diemer – Trommsdorf’, enfocada en una partida clásica que se jugó en 1973, el bogotano ganó el Premio Nacional de Novela Inédita 2020. La novela fue publicada en 2021 por Seix Barral. Puede seguir a Montenegro también en su blog ‘El viajero más lento‘.

18.12.21

Basta un ojo para deformar el universo

 Uno de los problemas de la composición literaria es la perspectiva: quién cuenta el cuento, cómo lo cuenta, qué materia terrosa o aguada o barrosa se interpone entre sus ojos, sus oídos, sus manos, y el universo

 La perspectiva reordena la creación, la deforma; las cosas abandonan sus significados de costumbre cuando un ojo las contempla (y la contemplación, incluso de la vileza, es un acto de amor), y entonces ocurre la poesía, que es un modo de descifrar (o de cifrar con sofisticación) el mundo.

La perspectiva permite que un escritor sea bestia de mar, niña de arrabal, sólido esquimal, perro de compañía, andariega paramuna, hombre-jaguar amazónico: le da acceso a horizontes ajenos. Le permite ser otro, ser él a través de otro, trasponer su cara en la cara de otro, incluso retorcer sin retorno su cara en la cara de otro, que quizás hace vida y se fatiga en las antípodas del ambiente cotidiano del escritor.

Como decía, la perspectiva deforma la creación. Un ejemplo magnífico es Jane Eyre de Charlotte Brontë. Al inicio de la novela, Jane, huérfana, de unos diez años, repasa un libro cundido de pinturas de naturaleza. Es un día de invierno; Jane habita la casa de una tía que ni la considera ni la respeta. El libro se presenta entonces como un augurio de soledad. Sospechamos que el libro incluye praderas de árboles en flor y abundantes de sol, o que incluso invita a disfrutar la nobleza de la decadencia, pero Jane sólo puede ver parajes de desolación: iglesias desiertas a punto de morder la tierra, un bote encallado con su costillar de hambre en una costa sin huella de humano, un patio de tumbas lunares bajo un muro mordisqueado por el tiempo.

La conmoción interna de Jane transforma el libro. A través del libro, no de Jane, se revela su soledad (qué astuta y elegante, además, esa manera de evadir la afirmación tosca de un sentimiento). Las cosas de afuera se engordan de penumbra o de luz según el ánimo de quien las ve. Quien ve, posee.

Ocurre de nuevo muchas páginas después cuando Jane llega al internado. Entra a una sala con numerosos objetos bajo la lumbre incierta del hogar: hay muebles en caoba, hay cortinas, hay tapetes. Pero en vez de deleitarse con el músculo de los muebles o el tejido de las cortinas y los tapetes, su ojo se dirige hacia una pintura: emplea la luz escasa para adivinar las formas del posible óleo. La elección es diciente, puesto que Jane defenderá la vida intelectual (eso ofrece la pintura: un misterio para las neuronas) contra el juego de las apariencias (eso ofrecen los otros objetos: un aspecto superficial, puras sombras), que era el hábito en casa de su tía. Su ojo es una expresión de una férrea voluntad de cambio.

En El chico de piedra (The Stone Boy) de Gina Berriault, la perspectiva tiene un efecto tan poderoso como el de Jane Eyre. Por accidente, de camino a recoger alguna cosecha, un niño mata a su hermano mayor con un tiro de escopeta. Él agoniza en el suelo mientras el niño ve esto: “Eugene parecía trepar por la tierra, como si la tierra se moviera de arriba abajo, y cuando descubrió que no podía escalarla se quedó quieto”.

En vez de describir su agonía acudiendo a los clichés del retorcijón o del último ahogo, Berriault se introduce en la perspectiva del niño, que por primera vez afronta la muerte. Sus ojos funcionan, claro, bajo unas luces distintas de las de la autora: el niño no ve a su hermano en agonía, porque no sabría identificarla, sino escalando a tientas el suelo, como si la tierra plana fuera una colina (escalando una llanura, que es imposible de escalar: qué trasposición metafórica de la agonía). Y resulta muy emotivo que incluso cuando su hermano se queda inmóvil el niño no admite la muerte: dice que su hermano no pudo escalar más y prefirió la quietud, como si el cuerpo retuviera alguna piltrafa de voluntad.

Un rato después (y pasará un buen rato) el niño anuncia a sus padres el asesinato de su hermano. Entonces el cuento no sólo esculca la perspectiva de un niño ante la muerte, sino también la muerte de esa perspectiva: su maduración a tiro de escopeta. Quizás eso es lo más bello de la perspectiva: a un mismo tiempo conserva la carne de un momento del ánimo y le sirve de tumba.

22.5.21

Imagina que escribes

 La mente de un tetrapléjico teclea casi tan deprisa como los dedos de un chaval

El físico Stephen Hawking, en su despacho del Centro de Matemática Aplicada de la Universidad de Cambridge, en 2005.GORKA LEJARCEGI

 



La entrevista más singular que he hecho en mi vida fue con Stephen Hawking en su despacho de Cambridge. Es cierto que el gran físico había tenido la amabilidad de aceptar unas cuantas preguntas unos días antes, y nos recibió con las respuestas ya cargadas en su célebre sintetizador de voz. Pese a ello, me dio la oportunidad de hacerle otra pregunta en directo. Gracias a mi familiaridad con el jazz, logré improvisar una en dos segundos: ¿Es posible que el Big Bang no fuera el origen del universo? Hawking se concentró en la tarea de responder. Mientras yo hablaba con su ayudante y sus estudiantes de doctorado, oía que el físico producía un clic de vez en cuando. La ayudante se acercó a la pantalla y corroboró que Hawking iba a darme una respuesta concienzuda.

Clic, clic. Su único contacto con el mundo era el dedo índice de su mano derecha, con el que podía pulsar las teclas del ordenador incorporado en la silla, lenta y penosamente. Tardó toda la hora de la entrevista en responder: “Hay teorías en las que existe una fase del universo anterior al Big Bang, pero las ecuaciones se rompen en el Big Bang, de manera que no las puedes seguir a través de ese momento. El universo como lo conocemos empezó en el Big Bang”. Pocas veces me he sentido tan agradecido por una respuesta. No solo porque te hacía volar la cabeza, sino por el esfuerzo que le costó escribirla. También hay que decir que, cuando el fotógrafo, Gorka Lejarcegi, se subió a su mesa para conseguir el punto de vista perfecto, Hawking le echó del despacho con un go out del sintetizador que le salió bastante rápido, para ser sinceros. Una cosa es analizar el universo y otra es mandar a un fotógrafo a la calle.

Ya entonces, en 2005, me chocó que Hawking no utilizara la tecnología de las interfaces mente/máquina, que en aquel momento empezaban a mostrar su potencial en situaciones experimentales. Primero los monos, y después las personas, han demostrado por encima de toda duda razonable que unos chips de electrodos implantados en el cerebro pueden obrar el milagro de conectar la mente directamente a un brazo robótico o a una carcasa andadora. Krishna Shenoy y sus colegas de la universidad de Stanford, California, presentan ahora en Nature una interfaz mente/máquina —un chip de electrodos implantado en el cerebro— que convierte el pensamiento del paciente en texto. Esto habría ayudado a Hawking, y ayudará a mucha gente paralizada por enfermedad o accidente. Les permitirá, literalmente, escribir con su imaginación. Piensa en la “g”, y allá que va la interfaz escribiendo una “g” en tu teclado.

La investigación ha permitido a un hombre paralizado de 65 años teclear con el pensamiento a 90 caracteres por minuto (c/m). Es menos que la velocidad media de la gente común, unos 190 c/m en un ordenador, pero desde luego mucho más que la rapidez de Hawking con su último dedo útil. De hecho, la velocidad típica de una adolescente escribiendo en el teclado no pasa de 115 c/m. La mente de un tetrapléjico está a punto de alcanzar a los dedos de un chaval, lo que en sí mismo es un prodigio tecnológico. Pero más interesante aún resulta imaginar las posibilidades de esta técnica. Escribir ideas con solo imaginarlas es mi favorita.

30.7.19

El espíritu de la novela

Puedes estar tan ocupado siendo escritor que no te quede tiempo para escribir. En la vida literaria pero sin calma para la vida


Erasmo de Róterdam, retratado por Holbein.
Erasmo de Róterdam, retratado por Holbein. GETTY
Cada verano, en cuanto dejo atrás las obligaciones más o menos agobiantes de la temporada, compruebo la distancia, creciente para mí, entre la literatura y lo que se llama la vida literaria, entre las tareas solitarias de escribir y leer y el espectáculo de la presencia pública, entre la concentración y la paciencia del hacer callando y la fatiga y la necesidad de explicar lo que se ha hecho, lo que mejor sería dejar que se explicara por sí solo. Cada verano aprendo de nuevo que al escribir y al leer, en grados distintos, disfruto tanto que llego a olvidarme de mí mismo, pero que al publicar me vuelvo nervioso, inseguro, vulnerable, suspicaz, ansioso. Escribir es una afición y un trabajo que se vuelve soluble en las tareas y las distracciones de la vida diaria, en un fluir continuo que incluye caminatas, conversaciones, ocupaciones domésticas, siestas lectoras, salidas gratas para tomar algo y no volver a casa demasiado tarde. Publicar es exhibirse. El libro es un producto frágil que requiere un grado inevitable de apoyo, casi de militancia. Uno es consciente, cuando publica un libro, de que ha de hacer un esfuerzo para ayudar a su difusión, en una época en que la cultura lectora no cuenta con el apoyo de los poderes públicos, y en la que los medios, también sumidos en la tribulación, se inclinan a celebrar sobre todo lo que les parece que lleva el sello de la moda o lo que ya es tan celebrado que no tendría ninguna necesidad de serlo más aún. De modo que el autor se siente en la obligación de hacer de publicista de sí mismo y viajante de su minoritaria mercancía, y de dar todo tipo de explicaciones sobre ella, aquí y allá, delante del público o en una entrevista, y ahora además en el espacio histriónico de las redes sociales.
Yo nunca sé en qué medida o cuántas veces se puede explicar algo sin abaratarlo, sin quitarle esa veladura de misterio que es el mayor atractivo de un libro cuando uno lo tiene por primera vez entre las manos, cuando lo abre y empieza a leerlo. Hay una soledad sin la cual el libro no podría ser escrito, y para leerlo haría falta otra soledad equivalente: que el libro llegue al lector tan inopinadamente como fue llegando a quien lo escribía. Es como la necesidad de una mesa despejada, de una habitación limpia y desnuda con una ventana. En el interior del libro habrán de oírse los ruidos y las voces del mundo, pero el momento de escribir requiere un silencio absoluto, no más riguroso que el que pide la lectura verdadera. Eso no quiere decir que uno ha de retirarse a una casa en un acantilado, encerrarse en una habitación insonorizada. La primera capa decisiva de silencio la genera, como un campo magnético, el acto mismo de escribir o leer. Esas lectoras —casi siempre lo son— que uno ve a veces en el metro tienen el mismo aire de sosegada concentración que Erasmo de Róterdam en el retrato que le hizo Holbein.
Esas lectoras —casi siempre lo son— que uno ve a veces en el metro tienen el mismo aire de sosegada concentración que Erasmo de Róterdam en el retrato que le hizo Holbein
La literatura es soledad, o conversación muy privada. La vida literaria es compañía y tumulto. El escritor en su trabajo está tan gustosamente solo como el lector en su deleite. En la vida literaria se convierte en actor, y peor aún, en miembro de una cofradía, de una pandilla, de un grupo. A Simone Weil, tan apasionada defensora de la igualdad y la justicia, le provocaba rechazo cualquier frase que empezara por la primera persona del plural. Cuando alguien habla delante de mí en primera persona del plural siento instintivamente el deseo de ponerme a salvo o de quedarme fuera. Y no hay primera persona del plural que me despierte más incomodidad y extrañeza que la que empieza con “los escritores”, y hasta con “todos los escritores”: “todos los escritores fuimos embusteros de niños”, por ejemplo; los escritores somos esto, o lo otro. Yo no soy quién para hablar o escribir en nombre de nadie.
Siempre he huido de las pertenencias colectivas, más todavía cuando se exhiben en público. Desconfío de la facilidad con la que puede caer en la prepotencia quien se ve a sí mismo en una tarima delante de una sala llena de gente favorable: la tentación de la ocurrencia, el chiste seguro que ya ha funcionado otras veces, las competiciones de ingenio y de presunta agudeza con los colegas de mesa redonda, la calderilla de las anécdotas y las citas espurias. Mucho antes de lo que parece, el halago y el hábito de la exposición pública lo convierte a uno en algo peor que un personaje o un impostor: en un farsante. Uno puede estar tan ocupado siendo escritor que no le quede tiempo para escribir; tan sumergido en la vida literaria que no le queda calma suficiente para fijarse en la vida.
Son divagaciones de verano. Para mí hay veranos de escribir y veranos de leer y de curarme la fatiga de haber escrito pero sobre todo la angustia y la incertidumbre de haber publicado. En los veranos de leer me embarco en novelas de larga travesía y recupero sin ninguna dificultad un fervor por la literatura que tiene algo de inocencia, como si estuviera descubriéndola en su gloriosa variedad y amplitud, como si tuviera toda una vida de lecturas por delante. En el tiempo dilatado de los veranos caben igual los regresos que los nuevos hallazgos. La literatura es el libro que tengo entre las manos y el cine en colores lujosos de mi imaginación que por fortuna los años no han debilitado. Este verano vuelvo a Cervantes, que lleva acompañándome toda mi vida de lector, y leo por primera vez a Machado de Assis, dos novelas prodigiosas, una tras otra, Dom Casmurro y Memórias póstumas de Brás Cubas. Tal vez no hay novela que yo conozca mejor que Don Quijote, y sin embargo siempre estoy encontrando en ellas sutilezas, ironías y profundidades nuevas. Nunca había leído a Machado de Assis, que tiene una audacia y una desenvoltura cervantinas en la invención de sus historias. Pero lo que reconozco en él, desde las primeras páginas, es el espíritu singular de la novela, su vocación de indagar en los actos y en las conciencias de los seres humanos, su generosa ambición abarcadora, su desolación y su humorismo. No nos importaría tanto la literatura si no aprendiéramos en ella tantas cosas que de otro modo no podríamos saber. Es eso lo que le exigimos. Todo lo demás que hay a su alrededor carece de importancia.

23.7.19

Juan José Millás: "La vida está llena de escritores que no escriben"

Entrevista al escritor Juan José Millás a raíz de la publicación en 2019 de su novela La vida a ratos (Alfaguara). Una historia donde el lector es tan protagonista como el narrador. Un diario de más de tres años de un personaje con un curioso nombre: Juan José Millás...
Juan José Millás a raíz de la publicación en 2019 de su novela La vida a ratos (Alfaguara).Foto:Donostia Kultura.zendalibros.com

—Estimado Juan, ¿por qué escribió este libro?
—Quería ver lo que daba de sí la vida cotidiana, lo que de extraordinario hay en ella. Está escrito bajo la sospecha de que el significado habita en lo banal. Creo que el resultado último lo confirma.
—¿Cómo lo fue creando, cuál fue el proceso?
—Fue un proceso muy lento. Lo escribía de forma paralela a mis rutinas domésticas y laborales y literarias. De forma un poco clandestina. Observándome en todas esas actividades, espiándome, tomando notas de mi manera de andar por la calle, de detenerme frente a los escaparates, de moverme por los túneles del metro o de la conciencia. Cuatro años, quizá más, de los que quedó la selección que finalmente entregué a la editorial.
—El hecho de fijarse en los detalles a los que normalmente no solemos prestar atención es la base de cada uno de sus días en este diario. ¿Es algo que hace habitualmente?
"Con este libro pretendía dejar una especie de acta notarial"
—Lo hago habitualmente. Forma parte de mi manera de enfrentarme al mundo. Pero en este caso pretendía dejar una especie de acta notarial.
—En la primera semana del mismo, dice usted: «Comprendí que el mundo está mal, muy mal, y me juré (en vano) que el mundo no lograría contagiarme su malestar». ¿Ha servido este diario para mejorar en algo eso?
—Sí. A veces, para conjurar el malestar, has de abrazarte a él. Fundirte con él. Dejar que forme parte de ti, de modo que lo puedas digerir y expulsar. Suelo huir hacia adelante. Me abrazo a lo que me da pánico. Algunos de mis reportajes periodísticos son el resultado de esta huida hacia adelante.
—¿Se comprende mejor el mundo cuando se le da la vuelta, o se confirma que este no tiene sentido, que es un delirio consensuado?
"La realidad (lo que llamamos realidad) es una construcción delirante sobre la que hemos llegado al acuerdo de que esa realidad es LA REALIDAD"
—La mires por donde la mires (por el forro o por la funda), la realidad (lo que llamamos realidad) es una construcción delirante sobre la que hemos llegado al acuerdo de que esa realidad es LA REALIDAD. Y de momento no se nos ocurre alternativa.
¿Qué cosas mantienen a raya las obsesiones y los rituales en su vida? «Las obsesiones no se ven, pero se amontonan». ¿Cuáles son las dominantes?
—Los rituales y las obsesiones son formas de protección. Maneras de ponerse a salvo. Sería incapaz de enumerarlas, en parte por pudor, en parte porque se transforman continuamente, mutan, aunque su fondo cenagoso siempre es el mismo.
—»Algo va a pasar», dice Lucía en uno de sus libros (Que nadie duerma) y usted mismo lo repite en varios momentos en este diario. ¿Qué puede traer un buen o un mal augurio en un día normal?
—No lo sabemos. No lo sé. Lo cierto es que hay días en los que te levantas con un presentimiento que generalmente no se cumple. El hecho de que no se cumpla no alivia su peso. Tarde o temprano ocurrirá, te dices. Si algo malo puede pasar, pasa.
¿Cuál es la situación más inverosímil que ha vivido?      
—Es la suma de situaciones normales lo que convierte en inverosímil la existencia cotidiana.
¿Qué razones tiene para no fiarse ni de usted ni de la realidad?
—Porque he sufrido engaños por parte de los dos, de la realidad y de mí mismo. Aunque más que de engaños tendríamos que hablar quizá de ilusiones ópticas. Todo está preparado para engañar a los sentidos. La Tierra parece plana. Es el Sol el que da la impresión de girar alrededor de nosotros y no al revés, etc. La historia de la ciencia es la historia de la lucha contra la percepción. También contra la percepción de uno mismo.
—»He escrito algunas novelas que creía que se me estaban ocurriendo cuando en realidad me estaban ocurriendo». ¿Este sería el caso?
—En parte sí.
—Le cito: «A mí lo que me saca de la cama no son las ganas de escribir, sino la culpa de no hacerlo. Escritura y culpa, he ahí un tema». ¿Nos podría desarrollar un poco este tema, por favor?
"Cuando uno se proyecta como escritor, se declara al mismo tiempo culpable, aunque en ese momento no sea consciente de ello"
—Cuando uno se proyecta como escritor, se declara al mismo tiempo culpable, aunque en ese momento no sea consciente de ello. Culpable de dejarlo para mañana, culpable de no hacerlo bien, culpable de no ser un genio, culpable de estar en la cama o enfrente de la tele en vez de frente al escritorio, culpable de no satisfacer tus expectativas ni las de quienes te quieren (o te odian), culpable de escribir a mano, de escribir a máquina, a ordenador, culpable de dictar, culpable de no leer lo suficiente, culpable de no ganar el Nobel. No hay ninguna otra actividad que produzca tanta culpa. Ni tanta desculpa, es cierto, cuando sacas adelante una buena página.
—En este libro hay muchas reflexiones sobre lo que es escribir. Dice usted: «Mis alumnos, por lo general, no quieren escribir bien, quieren ser escritores». No parece muy satisfecho con el resultado de sus alumnos. ¿Estoy en lo cierto?
—Las clases de escritura creativa están un poco caricaturizadas. Pero es cierto que muchos de los que quieren escribir lo que en verdad desean es ser escritores sin necesidad de pasar por el trámite de jugársela. La vida está llena de escritores que no escriben. En mi círculo de amigos hay dos o tres. Y son escritores geniales porque jamás se han puesto a prueba. Son tan buenos que miran por encima del hombro a los que escribimos. Estos escritores que no escriben se pasan la vida amenazando con sacar una obra maestra que eclipsará de golpe toda la obra de los que llevamos años escribiendo. Ya no me los creo, pero cuando era joven sentía una gran admiración, incluso una gran envidia, por estos escritores sin obra. Mis alumnos son todos estupendos porque apenas escriben.
—¿Constituye la escritura esa existencia alternativa para huir cuando la realidad nos emponzoña con sus venenos?
—No es un modo de huir, sino de sumergirse en ella. De vivir, quizá encapsulado, dentro de ella.
—¿Qué convierte, en su opinión, la literatura en Literatura?
—La bondad.
¿Qué se necesita para escribir? O para escribir bien.
—Talento y deseo. Con frecuencia, el talento es hijo del deseo.
—Este pensamiento que usted describe («Desde que utilicé el metro por primera vez, sé que alguien me persigue para arrojarme bajo sus ruedas») no se suele decir, pero le pasa a mucha gente. ¿Se trata de un pensamiento fugaz al que no presta atención, o es una certeza? ¿Resulta un pensamiento amenazador o está normalizado?
"Una de las funciones del escritor es traer a la dimensión de lo dicho materiales del mundo de lo no dicho"
—Todo el mundo lo piensa, pero no todo el mundo es consciente de que lo piensa. Esta es una de las funciones del escritor: traer a la dimensión de lo dicho materiales del mundo de lo no dicho. De otro lado, en el caso este del metro, lo que la gente piensa realmente es que le gustaría arrojarse a sus vías, aunque proyecta ese deseo en otro que pretendería empujarle. El otro es casi siempre uno mismo.
¿Hay algo en los viajes en metro y en tren que le guste especialmente?
—Observar a la gente y observarme a mí mismo en la gente.
—Su novela tiene fiebre. ¿De dónde procede todo ese malestar?
—La fiebre solo es molesta cuando pasa de 37,5. Hasta ahí, la calificamos de febrícula. La febrícula es fantástica porque te proporciona un grado de extrañeza que te desfamiliariza de lo familiar. Y ahí es donde lo cotidiano adquiere significado. Diría, pues, que mi novela, más que fiebre, tiene unas décimas. Febrícula.
En las sesiones que usted mantiene con su psicoterapeuta, en realidad parece usted conversar consigo mismo. Su terapeuta es, además, una persona muy silenciosa.
—La terapia psicoanalítica es así. Está basada en la libre asociación. El paciente habla y habla. Monologa y monologa mientras el terapeuta o la terapeuta dormitan. De súbito aparece un significado que les llama la atención y despiertan para abrochar algo que permanecía desabrochado. Con el tiempo, uno incorpora el método y se convierte en su propio abrochador.
—»El pánico al descontrol me mata, así es mi vida. Siempre encuentro algo para no disfrutar de lo que hago». ¿Desde cuándo le sucede? Tal vez precise de ese desequilibrio precisamente. Tal vez asuma que ese caos es su orden.
—Ese caos es, en efecto, una forma de orden.
Cuando usted se cuestiona «a qué edad el cuerpo se convierte, no ya en un tema de conversación, sino en ‘el tema’ de conversación», mi pregunta es: ¿Le atemoriza hacerse mayor?
"Tal vez me asusta más lo que hay en mí de joven que lo que hay de viejo"
—No. Creo que no. De hecho, soy mayor y no estoy asustado. No por eso al menos. Tal vez me asusta más lo que hay en mí de joven que lo que hay de viejo. Hace años me asustaba más lo que había en mí de viejo que lo que había de joven.
Comparto plenamente esta afirmación suya: «La actualidad de lo actual es muy efímera. Gracias a esa fugacidad, estar completamente desactualizado es el modo de estar más al día».
—Sí, a veces te matas por estar al día de todo: de cine, de arquitectura, de novela gráfica, de teatro, de música, de cocina, de sistemas de calefacción… Pero en el mismo momento en el que te pones al día te quedas anticuado. Por eso el mejor modo de estar al corriente es vivir un poco desactualizado.
Dice usted: «Acabas de escribir una novela, la relees y te cagas en todo: te ha salido una novela constipada, estreñida, cuando tu intención era escribir una historia con disentería». Esta no lo es, se lo aseguro. ¿En qué obras le ha sucedido?
—No lo digo por mí. Jamás he escrito una novela estreñida tratando de escribir una novela suelta. Pero veo colegas a los que les ocurre y soy capaz de imaginar sus maldiciones frente al manuscrito recién impreso.
Afirma en su diario que cuantas más novelas escribe, más difícil le resulta escribir…
"Con el oficio solo no llegas ni a la esquina"
—Eso se debe a que subes el nivel de exigencia. En ocasiones renuncias a escribir por eso mismo: porque resulta imposible alcanzar los estándares que te has fijado. De modo que cuanto más oficio tienes, más difícil es todo. Con el oficio solo no llegas ni a la esquina.
Hay premoniciones que en realidad son recuerdos, como esa humedad en la cocina de su madre y el dolor que a usted siempre le ataca en el costado derecho. ¿Qué hay tras el silencio de esta frase que usted pronuncia, «Dios mío, mi madre»?
—Hay una evocación.
En la semana 29 de su diario dice usted que «las bibliotecas son las únicas instituciones que reniegan de lo que hacen». Iba yo a autodefenderme (trabajo en una biblioteca) pero no sé si a lo mejor tiene usted bastante razón. Sus reflexiones me hacen contradecirme…
—Las bibliotecas no aceptan donaciones de particulares. Lo digo en el libro: es como si los bancos no admitieran dinero.
Me llamó la atención lo siguiente: «He tenido diez o doce lipotimias en mi vida, todas en defensa propia». Y esto otro: «Mi médico sufre depresiones, me gusta por eso, su debilidad es mi fortaleza». Me parece que usted ha aprendido a convivir con la hipocondría, y a sacarle partido, como Woody Allen.
"He notado que a la gente le gusta que sea hipocondríaco y lo cultivo para no decepcionar"
—No soy hipocondríaco. Creo que no lo soy, al menos. Pero he notado que a la gente le gusta que sea hipocondríaco y lo cultivo para no decepcionar. Este es uno de los pánicos que me acompañan desde niño: el de decepcionar.
—He anotado esta cita: «Leo que la tristeza aumenta las posibilidades de sufrir un infarto. De ser cierto, yo tendría que haber muerto a los siete u ocho años, pues fui el niño más triste de mi generación. Luego, al crecer, y a base de disimular, cambié el carácter. Quiero decir que me fabriqué un carácter falso, un carácter de individuo alegre, una prótesis. Y ha funcionado. Todavía hoy muchas personas creen que soy alegre. Si he de decir la verdad, soy triste, soy muy triste. Y jamás he padecido del corazón». ¿Tanto poder tiene la mente?
—Parece que sí, que la mente puede influir en el sistema inmune. Cuando uno está triste bajan las defensas y se coge todo lo malo que pasa por el aire.
—Y esta otra: «Tengo la revelación de que esta vida ya la he vivido y la he olvidado varias veces». ¿Un largo e intenso déjà vu?
—Sí, es cierto. Se trata de una impresión que no me abandona. He hecho averiguaciones sin alcanzar ninguna conclusión.
Y otra más: «Hay días en los que te despiertas, y días en los que resucitas». ¿Tiene miedo al final?
—No. Lo veo con esperanza. Como una liberación.
—Dice usted que la vida está llena de buenos comienzos. ¿Qué hay de los finales?
—He visto algunos muy buenos.
Descríbame, por favor, un momento de bienestar absoluto.
—Sentado en una butaca de mimbre, en verano, a la caída de la tarde, con los pies apoyados en la barandilla de la terraza. Un gin tonic en mi mano derecha y un Camel encendido en mi mano izquierda. Acabo de dar el primer trago y la primera calada. En los cables del teléfono se ha posado una pareja de golondrinas. Dura muy poco.

12.5.17

Ocho lecciones de escritura por Fernanda Trías

La autora de ‘La azotea’ fue una de las invitadas a la Feria Internacional del libro de Bogotá (FILBO) 2017. Habló de su vida como escritora, traductora y profesora. Aquí, sus lecciones sobre el ejercicio de escribir
Fernanda Trías, escritora uruguaya, afincada en Colombia./cerosetenta.uniandes.edu.co

“Imaginar no es lo mismo que inventar”. Eso dice Mario Levrero, el difunto maestro que guió y sigue guiando gran parte del trabajo de Fernanda Trías. Ella nació en Montevideo, Uruguay, tiene cuarenta años y ha escrito dos novelas publicadas en Colombia por Laguna Libros: La azotea (2015) y No soñaras flores (2016). Es magíster en Escrituras Creativas de la Universidad de Nueva York -NYU- y profesora de la maestría que lleva el mismo nombre en la Universidad Nacional de Colombia. Conversar con Trías es hacerse su estudiante por un momento. No hay dudas, Fernanda, al hablar, enseña. Y lo hace tal como aprendió de Levrero, a partir de su experiencia. Ella no inventa, imagina.wikifinal

28.4.17

Ismaíl Kadaré: “De niño me creía Shakespeare”

El eterno candidato al Nobel publica La muñeca, relato de juventud donde se reconcilia con una madre ingenua y crédula, gracias a la que se convirtió en escritor
El escritor Ismaíl Kadaré. 

Ismaíl Kadaré (Gjirokastra, Albania, 1936) se despierta de la siesta con el verbo algo enredado. “Hoy tengo mal el francés”, advierte el eterno candidato al Nobel en su apartamento con vistas sobre los Jardines de Luxemburgo, cuya decoración no parece haber cambiado ni un ápice desde que se exilió en París a principios de los 90, huyendo de la Albania comunista. El escritor toma asiento en su sofá mientras escruta un ejemplar de su último libro, publicado por Alianza. La muñeca, dice leyendo el título en castellano, pero sin llegar a pronunciar la eñe. Le aclaramos el insondable misterio de la tilde. “Ah, no lo sabía”, se admira el escritor, mientras su esposa, la también escritora Helena Kadaré, acerca un par de cafés. La muñeca es un relato sobre su infancia, con el que el autor de El general del ejército muerto rinde homenaje a una madre exageradamente cándida, con la que el autor no siempre fue amable ni justo.
PREGUNTA. ¿Sigue esperando el Nobel?

RESPUESTA. Decir que no lo espero sería una falsedad. Soy escritor y, para mí, la literatura es la cosa más sublime del mundo. ¿Cómo puedo afirmar que el Nobel no me interesa? Sería una idiotez... Formo parte de los eternos candidatos al premio, por lo que supongo que me hallo en una espera pasiva. Tengo una historia íntima y extraña con el premio. En 1976 escribí El ocaso de los dioses de la estepa, con la concesión del Nobel a Pasternak como telón de fondo, donde describía el patetismo de la vida literaria soviética. En aquel momento ya aparecía en la lista de finalistas para el Nobel. Desde entonces han pasado 40 años.
En la Albania comunista, la adoración a la madre era la adoración al partido
P. ¿Por qué llama muñeca a su madre?
R. Era una mujer ingenua, que no estaba muy en contacto con la realidad. Era un personaje muy infantil, que se creía todo lo que le contaban. Cuando empecé a ser conocido, una vecina le dijo: “Ahora que tu hijo es famoso, ¡te va a cambiar por otra madre!”. La pobre se tomó la broma al pie de la letra. Llegó a casa desesperada, creyendo que la iba a cambiar por una actriz de teatro…
P. ¿En qué se parece a ella?
R. Supongo que todos los escritores compartimos cierta ingenuidad. No he necesitado trabajarla como personaje literario, porque era como si ya lo fuera por sí sola, sin necesidad de añadir nada. Mis padres parecían personajes creados de manera artificial gracias al arte de la literatura. Cada vez que los oía hablar, me quedaba estupefacto. Por ejemplo, me enfadaba mucho al oír sus conversaciones matutinas…
P. ¿Le parecían demasiado banales?
R. Sí, eso es. Ya a los 12 años, las encontraba triviales, fastidiosas, sin interés alguno. Me preguntaba por qué no reflexionaban sobre cosas más serias. Me irritaba que hablaran de cuánto costaba la comida y otras cosas así de idiotas. Mi padre y mi madre eran muy diferentes, pero tenían algo en común: ambos me dejaron vivir con una independencia extraordinaria. Muchos autores han tenido madres tiránicas y malvadas. Yo, no. En realidad, mi madre no tenía ninguna autoridad sobre mí.
P. En el libro dice que, gracias a eso, pudo convertirse en escritor.
R. Bueno, en realidad diría que lo fui desde siempre. Desde que leí a Shakespeare supe que iba a convertirme en escritor. Supe que tenía otro remedio que ser escritor y que iba a escribir igual que lo hacía él. No le esconderé que padecía ese mal llamado megalomanía… De niño estaba convencido de que era Shakespeare.
P. ¿Cómo reaccionaron sus padres cuando les dijo que escogía este oficio?
R. No se inmutaron. Pensaron que era una moda de aquella época. A los 12 años escribí un cuento para un concurso organizado en un periódico albanés. Lo publicaron, pero añadieron un comentario durísimo: “Es usted muy joven, tiene que trabajar más y, sobre todo, leer más”. Al verlo publicado, no me importó nada esa crítica. Estuve felicísimo al descubrir mi nombre escrito en el periódico. Lo encontrará grotesco, pero me pareció una gran victoria.
P. ¿Ha escrito este libro como una reconciliación con su madre?
R. Bueno, lo escribí más bien como un reconocimiento a la libertad que me dio, que me permitió tomarme muy poco en serio muchas cosas, empezando por la escritura. Su carácter infantil me ayudó a no mistificar la figura materna. En la escuela nos enseñaban que la figura de la madre era sagrada. Tenía que ser la persona más amada, alguien a quien no traicionarías nunca bajo ninguna circunstancia. Ese éxtasis de la madre tenía una explicación política. Durante el régimen comunista, la madre era el partido, que en albanés es un sustantivo femenino. La adoración de la madre era la adoración del partido. Mi madre me liberó de eso. Me permitió romper con esa solemnidad idiota.
P. ¿Se considera un escritor disidente?
R. Me parece un error juzgar la literatura de los antiguos países comunistas dividiendo entre disidentes y no disidentes. Para mí, los mejores escritores eran los que olvidaban esta distinción. En el fondo, los crímenes eran tan enormes que los esfuerzos de un escritor parecían ridículos respecto a aquella inimaginable monstruosidad. Nunca quise escribir para burlarme del régimen. Cuando uno respeta y sublima la literatura hasta el punto de convertirla en algo divino, en algo que forma parte del reino de los cielos, es cuando logra ganar.
P. Lleva 25 años en el exilio. ¿Qué efectos ha tenido en su obra?
La civilización europea, con sus pros y sus contras, sigue siendo la mejor que existe
R. Ninguna. Si lee un escrito mío de antes del exilio y otro de después, no logrará encontrar ninguna diferencia. Descubrir lo que le estoy contando fue una gran sorpresa. Los escritores de mi generación nos preguntábamos cómo escribiríamos en un régimen libre, intuyendo en nuestro foro interior que lograríamos firmar auténticas maravillas. Al caer el régimen, entendí que iba a seguir escribiendo igual, porque me seguían interesando los mismos asuntos que antes.
P. Dos décadas después de la rebelión de 1997, ¿sigue siendo Albania el verso libre de Europa?
R. No, ya no podemos decir eso. Hoy existe en Albania una libertad total. Hasta el punto que, vulgarmente, se dice que resulta incluso excesiva. La libertad exagerada no existe, aunque la rozamos cuando empieza el caos.
P. Creció creyendo que Europa era un ideal. ¿Lo sigue pensando?
R. La civilización europea, con sus virtudes y sus defectos, sigue siendo la mejor del mundo. Está lejos de la perfección, pero la propia humanidad también lo está. No se le puede recriminar a un león su tendencia a comerse a otros animales. La humanidad ha hecho cosas que van todavía más allá, por lo que no tenemos derecho a aspirar a un destino más dulce. Europa tiene un lado cruel, sin lugar a dudas. Y un lado injusto, sin lugar a dudas. Pero, cuando ponemos los pros y los contras en la balanza, sigue siendo la mejor civilización que existe.