Un autor de culto, un artista de vanguardia y un monje sufí conviven en
un escritor con una prótesis que solo desea escribir sin parar. El
narrador mexicano, inmerso en el proyecto de editar cien obras en
formato mínimo, publica ahora El libro uruguayo de los muertos y participa en la Documenta de Kassel
Mario Bellatin y su prótesis (Ciudad de México, 1960). foto: Daniel Mordzinski. fuente:elpais.com |
Si el Mario Bellatin real se correspondiese con el Mario Bellatin que
narra sus novelas en primera persona, esto no sería una entrevista para
un suplemento cultural, sino una entrevista clínica. De acuerdo con las
características que se atribuye en El libro uruguayo de los muertos,
su última obra, recién editada por Sexto Piso, estaríamos ante un
hombre tarado por haber crecido en una familia “malvada, funesta,
miserable”, en la que su madre recogía hormigas por la mañana para
dárselas a sus hijos de desayuno y donde abundaba la deformidad: por
ejemplo, una hermana “que en lugar de boca tenía una especie de trompa
como la de un elefante”, o un abuelo diabético, con una pierna y un
brazo amputados, que a veces hablaba a solas con una foto de Mussolini
colgada en el lugar principal de la casa.
Mario Bellatin sería un cleptómano de plumas Inoxcrom aquejado al
mismo tiempo de “grafofobia”, y a unos metros del sofá en el que atiende
esta entrevista, en su espartano hogar de Ciudad de México, habría un
esqueleto llamado Agapito enterrado debajo de la plancha de cemento de
la cocina.
—No pongas ahí “viene de una familia facchista” —dice con la
pronunciación que debió de aprender en su familia real, de origen
italiano.
—Pero es lo que pone en su libro.
—¿El libro dice así, una familia facchista, y que al abuelo lo cortaron en pedazos y todo eso? ¿Es muy fuerte, no?... Hay algo de mentira. Es verdad, pero es mentira.
A Mario Bellatin le gusta difuminar la línea entre su universo
literario y el mundo cotidiano, y su propia apariencia —“mi estricto
uniforme”, le llama— tiene elementos de personaje ficticio. La cabeza
rapada. Una túnica negra combinada con pantalones negros y con unas
aparatosas botas del mismo color que parecen más acordes a un punki
londinense de los setenta que a un escritor mexicano de 52 años. Y
envuelto en la manga derecha de la túnica, un antebrazo ausente desde su
nacimiento que antes solía completar con una prótesis metálica con
pinzas que le daba un aspecto a medio camino entre un monje y un ciborg.
"¿Tú crees que esta es Frida Kahlo o no?", pregunta Mario Bellatin sobre la mujer que fotografió para su libro Las dos Fridas. |
Según cuenta en El gran vidrio (Anagrama, 2006) y en El libro uruguayo de los muertos,
sea una verdad afirmada dos veces o una mentira repetida, en un viaje
por la India terminó arrojando esa prótesis entre los cadáveres
flotantes del río Ganges.
A Mario Bellatin le gusta difuminar la línea entre su universo literario y el mundo cotidiano, y su propia apariencia
Cuando se le pregunta por la veracidad de todas esas rarezas con que
dibuja su figura en sus libros, Bellatin suele responder con un
comprensivo pero indiferente “no importa, eso no importa”. Explica que
todos esos elementos autorreferenciales, así como los temas recurrentes
de su escritura, como la enfermedad, la deformidad de los cuerpos o la
presencia de la muerte —que fabuló en una truculenta novelita de 1994
llamada Salón de belleza, una parábola implícita de la
expansión del VIH en aquella época—, son pretextos para atraer al lector
a un mundo diferente. “Yo quiero lograr transitar por una realidad
paralela a la cotidiana”, dice, “y que el lector se salga del mundo real
y entre a este universo que no es el mundo de todos los días, deslavado
y aburrido”.
Mario Bellatin se levanta del sofá y vuelve con un cuadernillo titulado Las dos Fridas,
una biografía de la pintora mexicana Frida Kahlo que le encargó una
entidad pública para distribuir entre escolares. Lo abre y señala una
fotografía. “¿Tú crees que esta es Frida Kahlo o no?”, pregunta. La
mujer de la imagen, en efecto, con sus abalorios, su ropa colorida, su
moño y sus dos cejas en una, se parece mucho a Frida Kahlo.
“Pero no es. Sabes que no es, ¿verdad?”. La señora de la foto es una
comerciante de un pueblo rural a la que Bellatin fue a retratar para
escribir su libro para estudiantes y que no tiene más que vagas
referencias de quién fue su histórica compatriota. “Sí, ¿pero es Frida
Kahlo, no?”, suelta a contrapié el escritor. “Todo esto es verdad. Esta
mujer existe, no la disfracé, no le pagué. Esta mujer es la verdadera
Frida Kahlo. Es la mujer que Frida Kahlo siempre quiso ser y nunca pudo
ser. Esta es la original. Frida Kahlo se representaba a sí misma como
una comerciante de pueblo que nació después de que Frida Kahlo se
murió”.
El escritor sostiene que la pintora fue una impostora, y ciñéndose a
su interpretación creativa de lo real se sintió legitimado para realizar
un texto escolar que tal vez haya confundido un tanto a sus jóvenes
lectores. “¿Has visto sus fotos? Todas estaban armadas, eran perfectas.
En todo lo que hacía no había nada de cotidiano, todo estaba dentro de
una parafernalia, y yo hice la parafernalia de la parafernalia. Y pienso
que si un chico de 17 años de una escuela piensa que la mujer de la
foto es la verdadera Frida Kahlo, da exactamente lo mismo. Ella se
inventó todo, así como yo me inventé todo también”.
Pasado el mediodía, Mario Bellatin solo ha desayunado un café que ha
dejado a medias, pero desarrolla su discurso con energía, mezclando el
humor con un fondo conceptual que a veces resulta abstracto. Su perro Perezvón, un ejemplar blanco y negro de border collie
con un collar en el que lleva grabado su nombre de andar por casa,
Pérez, juguetea por la sala mientras su dueño expone sus ideas.
—Fuera, perro —le ordena.
Por la vivienda circula otra perra llamada Mona, aparentemente
hiperactiva, que es propiedad del asistente personal de Bellatin. El
escritor cuenta que fue arrojada por una ventana de una casa del centro
de la ciudad cuando estaba recién nacida. Los canes son otro elemento
común en sus tramas surreales, y ahora protagonizarán un documental que
acaba de filmar en Los Ángeles “sobre cómo un grupo de obesos se dedica
por diversión a hacer correr a galgos que mantienen después encerrados
durante toda la jornada”.
La actividad artística de Bellatin desborda la escritura. Además de
ese filme, actualmente está terminando la edición de una ópera que ha
filmado con la compositora Marcela Rodríguez en Ciudad Juárez, el lugar
más mortífero de México. Dice que es una obra sobre la violencia que
trata la violencia a la inversa, sin mostrar una gota de sangre. Está
basada en Bola negra, un cuento suyo sobre un entomólogo
japonés que se come a sí mismo. Para el coro eligió a chicos y a chicas
de Ciudad Juárez “en situación de extrema vulnerabilidad”. Según
detalla, en el escenario se proyectan imágenes del muro fronterizo que
separa Estados Unidos de México, de las nuevas urbanizaciones de la zona
—“con casas abandonadas sin puertas ni ventanas y picaderos de droga”— o
de la “miseria humana” que traslucen los talleres de maquiladoras, como
se conoce en Latinoamérica a las mujeres que subsisten de la industria
manufacturera, en muchas ocasiones sin un contrato formal. Mientras
tanto, el coro entona una letra que Bellatin recita en su casa de manera
acompasada: “Has-ta-har-tar-se / Con-su-mi-do-por-sí-mismo /
De-glu-ti-do-por-sí-mismo...”.
Su carrera se desarrolló fuera de los carriles
normales de la escritura, orientación que aplicó para los demás en la
Escuela Dinámica de Escritores de Ciudad de México
Bola negra es parte del material que mostrará Bellatin en
julio en la Documenta de Kassel (Alemania), la exposición quinquenal de
arte contemporáneo. Él enfoca el musical como un cuestionamiento del rol
social del autor. Bellatin está en contra del esquema “binario” del
escritor como un individuo con dos opciones, usar su obra como un medio
para denunciar injusticias o ser un ente puro que crea de espaldas al
mundo. “Estoy de acuerdo en que la literatura es un mecanismo de cambio,
pero no en el sentido de una inmediatez coyuntural, como si el texto
fuese un instrumento que no se puede sostener por sí mismo, sin su
contexto”.
Ya en sus inicios, según cuenta, su heterodoxia se dio de frente con
otra división de categorías en la que sus propuestas no encontraban
acomodo: la separación de los escritores latinoamericanos entre autores
internacionales como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa o Carlos
Fuentes y otra corriente de compromiso social regionalista. “Para las
cosas que yo trataba de hacer usaban términos envenenados, como
kafkiano”, recuerda. “Y yo con 18 años pensaba, guau, puta madre,
kafkiano, pero en realidad me estaban diciendo ‘Muy bien, hijito; ahora,
si quieres ser escritor, haz algo indígena o algo urbano que hable de
lo que se tiene que hablar: del dictador, del realismo mágico o del
exotismo de Latinoamérica”.
Su carrera se desarrolló fuera de los carriles normales de la
escritura, orientación que aplicó para los demás en la Escuela Dinámica
de Escritores de Ciudad de México, que fundó a principios de los 2000 y
dirigió desde entonces hasta que la cerró hace tres años —aunque piensa
reabrirla en septiembre—. La primera regla para los aspirantes a
escritores era que en la escuela estaba prohibido escribir. Él hizo algo
similar cuando comenzó. Estudió Filosofía en Lima (Perú), donde vivió
desde los cuatro años, y a mediados de los ochenta se pasó dos años en
la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, en Cuba. En ambos
periodos se dedicó simplemente a “observar”, con el propósito
transversal de hacerse con herramientas para la escritura. Finalmente
regresó al país de donde nunca quiso salir, México, y completó el triple
salto con tirabuzón: hacerse adepto a una comunidad sufí, una rama
mística del islam.
Después de unas tres horas de conversación sobre la mentira, la
verdad, el arte y los entomólogos japoneses que se engullen a sí mismos,
con la media taza de café ya en el recuerdo, Bellatin, agotado y
hambriento, hace un esfuerzo no del todo exitoso por dar a entender su
relación con el sufismo a un periodista con una capacidad de comprensión
cada vez más obtusa: “El sufismo me enseñó que todo es un todo”,
arranca el escritor; “que todo forma parte de lo mismo”, repite; “que
vivimos en tiempos paralelos”, dice escalando grados ontológicos; “que
no hay avance, que hay circularidad, paralelismos”, continúa hasta hacer
una afirmación terminante: “Que todo el tiempo, los vivos y los muertos
vivimos en tiempos simultáneos, en el instante”. Se detiene un momento,
se disculpa por estar “un poco descerebrado” por el cansancio y
finaliza con unas palabras que tampoco cuadran en la cabeza del
interlocutor: “Y ese mismo instante es lo que busca el derviche
girador”.
Bellatin se considera sufí y cumple con su estética austera. El
mobiliario de su hogar es tan esquemático que la casa parece casi
deshabitada, o habitada por un fantasma, como dice el escritor que se
siente en ocasiones. Siempre lleva su uniforme negro, y conduce un coche
negro sin cambio automático ni dirección asistida, cosa meritoria
teniendo en cuenta que solo dispone de un brazo. El principal foco
decorativo de la sala es un minúsculo cuadro con un derviche —un
bailarín sufí— congelado en un instante del giro permanente en que
consiste la danza ritual de esta religión.
Esa pared, como todas las demás de la sala y del estudio, estarán
cubiertas pronto por enormes estanterías en las que piensa distribuir Los cien mil libros de Mario Bellatin,
una obra que también presentará en la Documenta. Se trata de otro
proyecto a medio camino entre la literatura y el arte conceptual,
consistente en la edición de cien libros suyos en un formato mínimo y
con una tirada de 1.000 ejemplares cada uno. Los comercializará por su
cuenta, sin pasar por las librerías, intercambiándolos directamente con
los compradores “por un cigarro o por 1.000 pesos, dependiendo de mi
estado de ánimo”. De momento ha publicado seis, y calcula que con todo
lo que ha escrito durante su carrera ya tiene material para 52. “A
partir de ahora quiero seguir escribiendo para llegar a 100. Pero igual
me muero antes, no importa. Lo importante es que el hecho de que aquí
haya 100.000 libros o no haya nada solamente depende de un deseo, y nada
objetivo, externo a ti mismo, se puede interponer a ese deseo”.
Como el derviche que gira en un movimiento eterno, lo único que
desean el hermano de la chica elefante, el ladrón de bolígrafos, el hijo
de la cocinera de hormigas y el dueño del perro Perezvón es que Mario Bellatin permanezca siempre escribiendo.
El libro uruguayo de los muertos
Mario Bellatin
Sexto Piso
Madrid. 2012
280 páginas
16 euros
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