18.8.14

Conversando con Dasso Saldívar

Los detalles de la biografía como género literario, los orígenes del autor y las relaciones entre la obra de  Gabriel García Márquez y de Saldívar son los temas de esta charla

El viaje a la semilla de Dasso Saldívar./elespectador.com

Dasso Saldívar, cuyo nombre es Darío Antonio Sepúlveda Ochoa [San Julián, 1951] creció en una parcela como labriego hasta los catorce años, cuando pudo mudarse a Medellín donde terminó la primaria y el bachillerato. Cuando intentó estudiar derecho, abandonó la carrera para mudarse a España en 1975 en el momento en que agonizaba la tiranía franquista y se iniciaba la transición a la democracia. Durante los años de bachillerato había caído en sus manos Cien años de soledad y desde entonces se hizo ‘gabófilo’, asombrado por el estilo y la imaginería del escritor más grande que haya dado Colombia.
Autor de su más leída y traducida biografía, Saldívar duró 20 años investigando, recorriendo los lugares donde había vivido, realizando centenares de entrevistas e indagando en archivos de varios países, hasta conseguir una respuesta a su obsesión: quién fue el que escribió Cien años de soledad, cuál fue la realidad histórica, cultural, familiar y personal que subyace en la novela. La representación que auna la biografía es que fue escrita para regresar a la casa donde nació y se crió con sus abuelos maternos hasta los diez años. Un viaje a la semilla que también es la biografía de la novela.
El otro libro que Saldívar presentó en Manizales es su primera novela, Los soles de Amalfi [2014], donde recorre la historia de Colombia a través de la vida de un niño en los Andes antioqueños cuya vida es víctima de los conflictos de una sociedad violenta a pesar de la belleza del mundo. Odios, egoísmos, trampas, ambiciones, mezquindades, promesas y desencuentros son puestos en escena con la voz de Anatolia, que se alza para señalar la injusticia, o reavivar las usanzas extraviadas y desaparecidas.
Saldívar tiene otra novela inédita, La subasta del fuego, sobre los últimos veinte años de Manuela Sáenz, donde imagina los últimos días de la heroína entre el olvido y la miseria, un final tan dramático y alucinante como el de Bolívar.
Esta conversación con Saldívar se hizo en Libélula Libros de Manizales con la ayuda de Pablo Felipe Arango.

Nació en San Julián...
Nací en las lomas cafeteras de San Julián, cerca de la vereda de Guanteros, ubicada en la cima de la montaña a la vera del camino real entre Guadalupe, mi pueblo, y Anorí. A lo largo de ese camino real había lugares, tiendas, cantinas u otras veredas de leyenda: El Alto, El Hoyo, Guanteros, Morropelón, la Cañada de Ño Arango, Guaduales, Malabrigo, El Roble, Chamuscados… Todos estos sitios eran famosos por la prestancia de sus dueños o patriarcas, por algún asesinato célebre, por los fantasmas lugareños o por las ánimas en pena que deambulaban de noche por aquellos parajes. Ciertas ánimas estaban ligadas a algún entierro, que nadie había podido sacarles, de modo que penaban por ello, pero las más cicateras, como la de Ño Arango, se aferraban a su oro y no dejaban que nadie los liberara de su atadura terrenal, hasta que, pasado el medio siglo, el Diablo tomaba posesión del entierro y lo usaba como señuelo para atrapar a los incautos caminantes de la noche.
De modo que me crié hasta los 14 años en medio de este mundo de leyendas, fantasmas, entierros, ánimas en pena, seres mágicos y misteriosos, como Palustre, el rapsoda del vinilo, Joaquín Zorro, un vegetariano enamorado del sol, Zenito, dueño de una las cantinas y de la única vitrola de Guanteros, David Madrigal, poseedor de muchos secretos y rezos mágicos, y la temerosa y sangrienta chusma de liberales y conservadores de los años cincuenta.
Como comprenderás, para mí las noches fueron ínsulas de terror, pues me acostaba a esperar que llegaran las dos chusmas, la liberal o la conservadora, las ánimas en pena, que en su mayoría eran los espíritus de los muertos de la violencia, la bruja Lila Cazuela, el fantasma de Juntas, el Gritón, el Llorón o la Barbacoa. Por suerte, la mayoría de éstos pasaba por el camino real de la cordillera, cruzando todos los pueblos y veredas de la región.
Como vivía en la zona templada de la mitad de las lomas de San Julián, por allí pasaban menos espantos, de modo que las noches sembradas de estrellas y de lunas llenas eran las menos peligrosas, pues uno podía salir al patio a orinar o a caminar por los potreros con la seguridad de que no iba a tropezar con un ánima en pena o un espanto.
En las noches de verano, especialmente las de diciembre, nos juntábamos en la casa de la finca con familiares y vecinos y recolectores de café a celebrar la cogienda, a contar cuentos aluzados por una lámpara de caperuza al son de la guitarra, el tiple o el requinto.

Hijo de una familia numerosa como todos los antioqueños de antes...
Si, era una familia de ocho hombres y una mujer. Mi padre Salvador fue un caficultor de toda la vida y el hombre más honorable y respetado de la región. Mi madre Juana murió muy joven, cuando yo tenía 2 años y 10 meses. Aun así, la recuerdo en tres instantes, y el más doloroso fue cuando murió y la llevaron en la caja mortuoria a enterrar al cementerio de Guadalupe. Así que mi primera noción de la realidad fue la tragedia de su muerte, y eso me marcó para siempre. De ella apenas recuerdo su trenza larga y negra, el perfil de su rostro pálido, sus piernas, su brazo derecho y una falda de boleros. Pero su cara, sus ojos y su mirada se me borraron por completo. La búsqueda de ese rostro, de esa mirada, a través las tinieblas de la memoria y de los meandros de la imaginación, será el motivo de una segunda novela que cerrará el tema del campo, del origen, y que tendrá como fondo la cultura del café.
Al morir mi madre, los hermanos mayores, José y Fanier, que era un gran narrador oral, se fueron de casa, se fueron a “andar”, como se decía entonces. José, el mayor y más intrépido, terminó en Venezuela, y de cuando en cuando nos mandaba alguna carta desde Valencia o desde Caracas, la ciudad donde había nacido Simón Bolívar, personaje de fondo de la novela, que llenó de mi niñez campesina fascinación. Los otros, niños y adolescentes, nos criamos en una casa sin mujeres, donde de pronto había una sirvienta o contábamos con la compañía pasajera de la Mamita, mi abuela paterna. Con algunos aspectos de su persona armé parte de la personalidad de Anatolia, mientras que el nombre y ciertos rasgos físicos, los tomé de la Anatolia de la realidad: una viuda que vivía junto al pozo de Guanteros y que yo mis hermanos veíamos todos los días al ir a la escuela, la misma que describo en la novela. Pero, para ser más franco, Anatolia soy yo, lo mismo que Talo, el niño de ocho años que remueve y dinamiza todo en Los soles de Amalfi.
Como Talo, yo era un niño muy preguntón, y cuando nadie me sabía dar una respuesta, me la inventaba. Era un niño lleno de asombro, de perplejidad. Me sentía fascinado por todas las cosas del mundo doméstico, del campo y del cosmos. El asombro de los cafetales, el misterio de las estrellas, la belleza de las flores, el mundo hedónico de los olores, el deambular de las ánimas, el misterios silencioso de los duendes, y lo que se escondía detrás de las montañas, así como lo que había al final de los ríos, eran hechos que atizaban mi imaginación día y noche.
Oyendo hablar a los mayores de las cosas de este mundo...
A mí me matricularon en la escuela como a los ocho años, y apenas vine a aprender a leer y a escribir como a los diez, con el agravante de que en ese medio campesino no había libros, ni revistas, ni tebeos para leer. De modo que fui un lector tardío, lo que me impidió leer la literatura infantil de siempre, y cuando tuve la posibilidad de hacerlo, ya no sólo no creía en ella, sino que me pareció menos interesante que las historias que yo había vivido u oído en mi niñez. Pero, de todos modos, esa carencia me causó un complejo hasta la adolescencia, pues es con esas lecturas y a esa edad como uno se va haciendo lector, para luego entrar naturalmente en la gran literatura. Ahora, cuando escribía Los soles de Amalfi, me sentí agradecido de que las cosas hubieran ocurrido de ese modo, ya que si hubiera sido un lector tempranero, tal vez no hubiera podido concebir personajes como Anatolia y Talo, Palustre y Alisio, pues la mirada y la emoción del escritor hubieran estado muy literaturizadas. En cambio, del modo en que me lo proporcionó la vida, la realidad vivida fue inmediatamente para mí literatura oral y la literatura oral fue inmediatamente la realidad vivida.

Luego Medellín...
Terminé la primaria en la escuela Ramón Ceballos, donde obtuve un pase de honor para cursar el bachillerato en el Liceo Antioqueño. Luego empecé Derecho en la Universidad, pero lo dejé para irme a Europa. Estando en segundo de bachillerato empecé a publicar poemas, comentarios y pequeños artículos en el Magazín de El Espectador. Pero también quería ser abogado, médico y astronauta. La poesía, los tratados de biología, la astronomía y la afición a los diccionarios y a las enciclopedias eran mis lecturas favoritas. Era un pésimo lector de relatos y novelas, pues me parecía que daban muchos rodeos y que utilizaban demasiadas palabras para decir muy poco. Hasta que gracias a la recomendación de un compañero de clase cayó en mis manos Cien años de soledad estando en tercero de bachillerato. Me volví un ‘gabófilo’, pero nunca pensé escribir una biografía suya ni nada por estilo.

Y el seudónimo...
Fue en segundo de bachillerato, cuando me inventé el seudónimo de Dasso Saldívar. Dasso viene de Darío Antonio Sepúlveda Ochoa, luego le agregué otra s por mi admiración a Picasso. Cuando me pregunto por qué me inventé ese seudónimo, no logro tener una respuesta clara. A veces creo que lo hice por la ingenuidad de creer que, para ser poeta (como lo había leído en Rubén Darío, Neruda y Porfirio Barba Jacob) había que tener un seudónimo. Otras veces pienso que lo hice para esconderme detrás de ese nombre. Estando ya en Madrid, un día quise dejarlo, pero como en uno de los cuentos de Machado de Assis, el juego se había vuelto tan serio que me fue imposible firmar cualquier texto con mi nombre de pila.

Ha dicho que la biografía es un género tiránico...
La biografía hace que el biógrafo tenga que hacer de historiador, psicólogo, sociólogo, antropólogo, genealogista, crítico, filólogo, geógrafo, etc... Es, pues, un género babélico, y esto, aparte de la infinita cantidad de trabajo y de paciencia que requiere, trae, grandes problemas de estructura y estilo durante su escritura, por lo que el biógrafo tiene que tener además cierto talento de novelista. Pero también es un género despótico por su misma esencia: la biografía es imperfecta, inexacta e interminable por naturaleza. Nunca se acaba la tarea de reconstrucción de una vida, por muy modesta que ésta sea, y nunca es perfecta esa reconstrucción, lo que le otorga al trabajo biográfico un carácter provisional, infinito. Por eso creo que El viaje a la semilla es menos una biografía de García Márquez que la biografía de una novela.

Ha sugerido que el éxito de García Márquez radica en haber confiado en esa otra realidad que le rodeaba al escuchar a sus abuelos y parientes, casi que la misma actitud que ejerce usted en su novela sobre su infancia en Amalfi...
En realidad, fue él quien afirmó que concibió Cien años de soledad cuando comprendió que en América Latina vivimos en una para realidad. Desde su cultura caribe, desde la formación que recibió al lado de sus abuelos maternos en la casa de Aracataca, el escritor supo que, más que la realidad racional, científica y tecnológica, lo que nos determina y conduce es todo ese sustrato mítico y mágico de miles de años que subyace en nuestra cultura. Esto le permitió ver, tras haber escrito sus primeros cuentos, que los relatos y las leyendas de sus tías y abuelos no eran supersticiones o necedades de la imaginación popular, sino expresiones de una realidad mucho más amplia y compleja que la que cabe en la razón. Fue este descubrimiento lo que hizo posible la concepción de su novela mayor. Así, el García Márquez adulto volvió a ser el niño que creyó a pie juntillas los cuentos de sus abuelos. Inventar una técnica y un lenguaje para que nosotros también nos lo creyéramos, fue su gran hazaña literaria.

Hay entonces en las narraciones de García Márquez un espíritu macondiano...
Yo diría que lo macondiano es aquella realidad local y para real trascendida. Lo macondiano borra las fronteras entre lo lógico y lo ilógico, entre la vida y la muerte, entre el sueño y la vigilia, entre la razón y la sinrazón, y el tiempo parece dar vueltas en redondo y no obedece a la medida convencional de los hombres.
Cómo entiende usted la amistad de García Márquez con Castro, usted que ha escudriñado tanto en su vida...
Álvaro Mutis, que estuvo en las antípodas del líder cubano, creía que ésa fue una amistad verdadera, llena de fraternidad y afecto, independientemente de la mucha o poca afinidad política e ideológica que pudo existir entre el escritor y el líder cubano. Por su parte, García Márquez insistía que Castro y él pocas veces hablaban de política, que sus conversaciones eran las de dos amigos que compartían la misma pasión por los libros, la culinaria, los amigos y los problemas de América Latina. Parece que García Márquez mantenía informado y surtido a Castro de las novedades literarias. Precisamente, su amistad empezó por ahí: una noche, cuando el escritor creía que su relación no tenía indicios de prosperar, Castro le confesó a García Márquez su hartazgo por la cantidad de documentos oficiales que tenía que leer antes de acostarse. Este le recomendó una serie de novelas para contrarrestar ese tedio, como Drácula, de Stoker, entre otras. Castro se entusiasmó, y a partir de ahí se fue consolidando su amistad personal, que ya duró unos veinticinco años. Ahora, dada la situación de Castro y del régimen cubano, creo que era inevitable que la amistad y la presencia permanente de García Márquez en Cuba se convirtieran de hecho en una baza política que el dirigente cubano supo aprovechar. Por su parte, García Márquez dijo en varias ocasiones que él también sacaba provecho: ahí está, por ejemplo, la larga lista de artistas y disidentes políticos que ayudó a liberar. Vargas Llosa criticó severamente esta amistad por sus implicaciones políticas, pero García Márquez fue amigo de Clinton, de Felipe González. Yo creo que lo único criticable o lamentable de todo esto es que, por hacerse amigo de los poderosos, terminó siendo un escritor acrítico y complaciente con el poder, indistintamente, como sucedió por ejemplo con Noticia de un secuestro y sus últimos artículos periodísticos.
Hablemos de Los soles de Amalfi
La novela surgió de un proyecto de libro de cuentos que empecé a escribir a comienzo de los años ochenta, basados en vivencias propias de mi infancia, que transcurrió durante la violenta década de los cincuenta en una finca de café de las lomas de San Julián, cerca de la vereda de Guanteros, donde a los seis años conocí la vitrola y escuché las primeras canciones en discos de vinilo. Tanto Guanteros como la finca de mi padre quedan frente a las montañas del municipio antioqueño de Amalfi, por donde todos los días se levantaba a la seis en punto nuestro sol de cada día. La mayoría de los nombres de los personajes, muchos de sus rasgos humanos y psicológicos, así como los espacios y sus nombres, están tomados de personas y lugares de la vida real. Pero la historia o las varias historias que se entretejen son destilaciones de la imaginación al método Marcel Schwob... El país de mi infancia lo viví dentro de otro más grande y abstracto, aunque igualmente poderoso (el país político), entonces no pude evadirme de éste, y fue inevitable que las noches y los días, los soles y las lunas, los ríos y las montañas, los silencios y los rumores, los fantasmas y los hombres y mujeres de mi niñez, se fueran conjugando con la historia, las guerras, los personajes y el oprobio del anacrónico, injusto e infame país político del bipartidismo que ha asolado a Colombia desde la muerte de Simón Bolívar. Un país que yo percibía confusamente desde mi niñez entre las montañas como un inmenso e incomprensible cuento de hadas que arrojaba muerte, miedo e injusticia sobre las vidas de los que habíamos nacido y crecido, particularmente, durante las décadas de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, que fueron las más violentas de la historia moderna colombiana.
¿Y la novela sobre Manuelita?
La subasta del fuego, que vengo trabajando hace ya tiempo sobre los últimos veinte años de Manuela Sáenz. A mediados de los ochenta, mientras escribía El viaje a la semilla, leí la biografía de Víctor Von Hagen, y me impresionó tanto el olvido y la miseria en que vivió en el puerto peruano de Paita, que quise saberlo todo sobre esos últimos años de su vida. Históricamente es muy poco lo que pude averiguar de más sobre este trayecto final de Manuelita, excepto que fue tan dramático y alucinante como el de Bolívar. Desde entonces he sentido la necesidad irrefrenable de imaginármelo todo. Y en esas ando todavía, con menos ventura que desventura.

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