Escritores como Antonio Muñoz Molina, Lolita Bosch, Alberto Fuguet o
Santiago Roncagliolo recuerdan cómo se estrenaron en la literatura
El azar, la necesidad, la picardía y la ingenuidad influyen en el estreno editorial de muchos escritores. foto: Joel Robison. fuente:elpais.com |
Una voz dice algo en el teléfono, o una mano escribe un par de
frases, y, al otro lado de la línea, del buzón, de la pantalla, un ser
humano recibe el impacto con el cerebro paralizado por la euforia, con
un vahído de felicidad o desesperación, porque la voz o el par de frases
son el punto de llegada —y de partida— de algo que busca su destino
desde hace meses, o quizás décadas, y ahora, al fin, después de que una
cantidad de azares o insistencias hicieran su trabajo, la llamada o las
frases vienen a decir estimado, aunque a usted no lo conoce nadie,
aunque no ha publicado nunca nada, hemos leído su manuscrito y se lo
vamos a publicar. El vahído y el impacto y la parálisis eufórica se
repetirán, después, con variaciones. Pero nunca —nunca— como en ese
punto de la existencia en el que un escritor inédito recibe la noticia
de que alguien lo publicará por primera vez.
La forma en la que una persona puede, al fin, corregir ese error de
paralaje entre la pregunta “¿a qué te dedicás?” y la respuesta “soy
escritor” depende de miles de estambres por los que corren pequeños ríos
con dosis de buena suerte, momentos propicios, editores curiosos,
llamados providenciales. El español Antonio Muñoz Molina, autor de El invierno en Lisboa,
trabajaba como empleado municipal en Granada cuando empezó a publicar
en un periódico local una serie de artículos. Después de un año, sus
amigos lo alentaron a publicarlos en un libro y lo hizo en la editorial
de uno de ellos. Así fue como, a los 27 años y en 1984, publicó El Robinson urbano.
“Recordar cómo empezaste es una lección de humildad. Mucha gente con talento no llega a nada”, dice Muñoz Molina
—No hizo que me sintiera más escritor, pero sí sirvió para lo que
vino después. Porque Pere Gimferrer, editor de Seix Barral, fue a
Granada, un amigo le dio mi libro, Gimferrer lo leyó y llamó para decir
que le había gustado. Fue un impacto tremendo, porque yo estaba
habituado a que nadie me hiciera caso. Cuando le envié la novela que
estaba escribiendo y me dijo que la quería editar, fue la alegría de mi
vida. Y le doy muchas vueltas a qué hubiera pasado si yo no publicaba
aquel primer libro, si Gimferrer no iba a Granada. Es una lección de
humildad, porque hay mucha gente con mucho talento que no llega a nada, o
llega a mucho menos.
Lolita Bosch, en cambio,
tenía un plan. Ella, catalana y residente en México desde los 18,
decidió que iba a publicar solo cuando tuviera 35 años.
—Un año antes de cumplir los 35 fui a una librería y anoté nombres de
editoriales. Envié cinco novelas para adultos, una novela para niños, y
empecé a recibir rechazos de todas. Debo tener 50. Pero yo pensaba que
era un proceso natural. Un día supe que un editor, Constantino Bértolo,
estaba al frente de un sello llamado Caballo de Troya. Lo llamé, pero me
decían: “No se puede poner”. Entonces llamé y dije: “Le hablo de parte
de la agencia Balcells”. Y se puso. Le dije: “Mira, no te llamo de la
agencia Balcells. Soy Lolita Bosch y tengo cuatro novelas”. Se las envié
y doce horas más tarde me escribió diciendo que se había enamorado de
tres. Y publiqué Tres historias europeas en 2005. No me cambió a mí,
pero sí a mi entorno. Para empezar, todo el mundo deja de preguntarte de
qué vas a vivir.
“Ser escritor es como ser padre, algo que vas a tener que demostrarte a vos mismo todos los días”, afirma Marcelo Figueras
Después de haber enviado una novela a catorce editoriales de cuatro países, y haber recibido el rechazo de todas, el peruano Santiago Roncagliolo, autor de Abril Rojo,
se fue a España para intentar ser un escritor profesional. Allí supo
que Ediciones del Bronce había iniciado una colección de libros sobre
ríos y presentó una propuesta —el Amazonas— que fue aceptada. Pero él
nunca había estado ahí, de modo que se encerró durante tres meses a leer
todo lo que se hubiera publicado sobre el asunto y a fingir que estaba
en Brasil.
—El libro se llamó El príncipe de los caimanes y salió en
2002. Un año después me llegó una carta de la editorial, preguntando si
quería una caja con ejemplares, porque los iban a destruir. Pero yo
sentía que había cumplido. “He publicado un libro en España. Si todo
sale mal puedo volverme a Perú y trabajar como empleado bancario”.
No siempre el camino al primer libro está tapizado de jirones de piel de escritor. La española Mercedes Cebrián
presentó un relato al Certamen de Jóvenes Creadores del Ayuntamiento de
Madrid y se llevó el primer premio. Belén Gopegui, que estaba en el
jurado, le dijo que, si tenía más, se los enviara a su marido, el editor
Constantino Bértolo.
—Constantino empezó a hacerme una puntuación en plan escolar: “Este
es un cuatro, este es el típico ‘qué listo soy”. Al final me dijo: “Si
esto cambia, te lo publico”. Así fue que publiqué El malestar al alcance de todos
en 2004. Si preguntas al ciudadano de a pie por mí, te dice: “Y quién
es esa”, pero yo siento que me he podido hacer una profesión gracias a
ese libro.
“Uno no debe aprender en público, por eso quité mis dos primeros libros de las contraportadas”, dice Juan Gabriel Vásquez
Berta Marsé, hija
del novelista Juan Marsé, se crió en un mundo de escritores, pero quería
dedicarse al cine. Habría que preguntarse, entonces, qué astros se
movieron para que enviara un cuento a un concurso, ganara, la llamaran
de la agencia de Carmen Balcells para alentarla a publicar y ella
pensara en un hombre para cuya editorial había trabajado como lectora:
Jorge Herralde, de Anagrama.
—Los cuentos las editoriales no los quieren, y Herralde habrá
pensado: “Uf, qué compromiso, no solo la conozco sino que ahora resulta
que también escribe”. Pero se lo di un viernes y me llamó un lunes. Me
dijo que le habían gustado mucho, y publiqué En jaque en 2006.
Las reseñas que recibieron Cebrián y Marsé fueron buenas, pero los
lanzazos beligerantes sobre la carne blanda de sus primeros libros
produce, en los escritores, efectos tenebrosos. El argentino Marcelo Figueras, autor de Kamchatka, era un periodista joven cuando, en 1992, publicó El muchacho peronista, en Planeta.
—Todas las críticas fueron más o menos buenas, excepto la de Clarín.
Era atroz. Mi siguiente novela, El espía del tiempo, es de 2002. Diez
años me duró el trauma. Pero pensar que cuando publicás un primer libro
te transformás en escritor es lo mismo que pensar que cuando sos padre
por primera vez te transformás en padre. Es algo que vas a tener que
demostrarte a vos mismo todos los días.
"Pensar que cuando publicás un primer libro te
transformás en escritor es lo mismo que pensar que cuando sos padre por
primera vez te transformás en padre", avisa Marcelo Figueras
El chileno Rafael Gumucio, autor de La deuda,
era, en los años noventa, un joven inédito pero conocido (asistía al
taller de Antonio Skármeta, del que salió un grupo de talentos
magnéticos), cuyo primer libro se esperaba con ansias. En 1995, cuando
tenía 25 años, entregó sus relatos a Planeta.
“Solo puedes escribir tu primer libro una vez,
nunca vas a pasar de nuevo por esa inocencia”, le dijo una profesora a
Daniel Alarcón
—Se llamaba Invierno en la torre y El Mercurio
publicó una reseña que se llamaba "A patadas con las palabras" y decía
que la condena para el autor era pasar cinco años y un día sin escribir.
En un programa de televisión donde había críticos y escritores
preguntaron: “¿Cuál es el peor escritor de Chile?”, y una señorita dijo
“Rafael Gumucio”. Me quedé bloqueado por años, hasta que escribí
Memorias prematuras, en 1999, y dije, bueno, si está mal, es el final de
todo. Pero hubo críticas halagüeñas y ahí empezó mi carrera real.
El chileno Alberto Fuguet, autor de Missing,
consiguió su primer contrato porque Antonio Skármeta, a cuyo taller
asistía, le habló con admiración de un texto suyo a un editor de
Planeta.
—El editor me citó en un café y me hizo firmar un contrato en una
servilleta. Fue como existir antes de existir. Tardé tanto en escribir
esa novela que antes publiqué un libro de cuentos, Sobredosis,
en 1990. Es superimportante cómo se lanza un escritor y en ese sentido
yo siento que sobreviví a pesar de todo. La fiesta de lanzamiento se
hizo en una discoteca, con cocaína, con actrices. La crítica que salió
en El Mercurio fue atroz, pero el libro se agotó en cuatro
días. Si bien me dolía no ser aceptado, tampoco me interesó porque yo
quería ser director de cine. Y entonces me envalentonaba, y pensaba:
“¿Quieren pelear? Vamos a pelear”.
Si Daniel Alarcón, nacido
en Perú y criado en Alabama, no hubiera recibido una beca del programa
de escritura creativa de Columbia y no hubiera tenido como profesor a un
editor de la revista Harper’s y si ese editor no hubiera
mostrado interés por sus textos y no le hubiera dado la tarjeta de Eric
Simonoff, un agente literario, y si Simonoff no hubiera firmado contrato
con él y si el editor del New Yorker no se hubiera retirado
dando así lugar a que la editora que lo continuó quisiera dedicar un
número a nuevos escritores, y si Simonoff no le hubiera hecho llegar a
esa editora un relato de Alarcón y si esa editora no lo hubiera
publicado, ese relato no hubiera despertado, como despertó, el interés
de tantas editoriales y es probable que su primer libro, Guerra a la luz de las velas jamás se hubiera editado en Harper Collins en 2007.
—Una profesora me dijo: “Solo puedes escribir tu primer libro una
vez, nunca vas a pasar de nuevo por esa inocencia”. Ahora he visto a
muchos amigos que han fracasado, he visto a gente criticando escritores
que nunca ha leído. Esas cosas son parte de perder la inocencia. Uno ya
no vuelve a tener la sensación de escribir solo para uno mismo, sin
pensar en la crítica ni en los lectores.
Los primeros libros son inevitables (para que haya un segundo debe
haber un primero) y esa inevitabilidad tiene momentos altos, si se
piensa en ponemos Viaje al fin de la noche, de Louis Ferdinand Céline, o La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig. Pero, a veces, la inevitabilidad es simplemente la inevitabilidad.
—A mis dos primeros libros los desheredé, los quité de las contraportadas —dice el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, autor de El ruido de las cosas al caer,
que, en los noventa, envió una novela a tres editoriales de Colombia y
fue rechazado por las tres—. Al fin, la llevé a Magisterio y la
aceptaron. Tenía 23 años, era 1997, todo me parecía un sueño. Firmé el
contrato y me mudé a París. Allá recibí el libro, que se llama Persona.
Ese libro y el segundo fueron escuelas de aprendizaje, sobre el
segundo, que fue una gran lección acerca de todo lo que no se debe
hacer. No creo que uno deba aprender en público y por eso los quité.
Para el escritor argentino Martín Kohan, autor de Bahía Blanca, la primera publicación fue consecuencia de una paradoja blindada.
—La condición que me ponían las editoriales grandes para publicar un
primer libro era tener ya publicado un primer libro. Había un grupo de
escritores que estaban formando una editorial, y me acerqué. En 1993
salió La pérdida de Laura, en Tantalia. A la novela le fue
bien, tuvo buenos comentarios, y entonces fui a Sudamericana. Yo había
cumplido mi parte. Ahora quería que el sistema editorial cumpliera con
la suya. Y en efecto, me publicaron mi segundo libro. Yo creo que el
primero me abrió una posibilidad de publicación. Hasta ese momento me
parecía imposible que alguien pudiera editar un libro mío.
"La condición que me ponían las editoriales
grandes para publicar un primer libro era tener ya publicado un primer
libro", recuerda Martín Kohan.
Para el colombiano Andrés Felipe Solano, el primer libro publicado —Sálvame, Joe Louis, Alfaguara, 2007— fue, también, el primero que escribió.
—Yo era periodista, y la editora de Alfaguara me preguntó si tenía
una novela. Yo estaba en eso, así que se la envié y me dijo que la
quería publicar.
Lo difícil vino después, porque Solano estaba haciendo una labor de
periodista encubierto en Medellín, trabajando como obrero en una fábrica
para contar cómo se vive con el salario mínimo.
—Yo no podía contarle a nadie, y mi editora me llamaba y me decía:
“¿Qué estás haciendo en Medellín, vendiendo un riñón?”. Tuve que ir a
firmar el contrato a una notaría, y, como yo ya vivía con mi sueldo de
obrero, la pequeña cantidad de dinero que tuve que pagar me descompletó
el bus de la semana.
El argentino Ariel Magnus publicó su primer libro, Sandra, en 2005 y en Emecé pero, para entonces, ya había escrito decenas.
—No quería publicar, porque me parecía una traición a la libertad.
Pero cuando me escribió el editor de Planeta que había leído unas notas
mías en un suplemento para preguntarme si tenía algo de ficción, fue una
alegría. Cuando fui a ver la tapa, el nombre del autor era Ariel
Manguel. Pensaba: “A lo mejor lo ponen así por alguna razón”. Y no dije
nada hasta que me dio miedo y dije: “Che, yo me llamo Magnus”. Y lo
cambiaron. Pero la publicación de un libro es el antievento. Al
principio, vas a las librerías y no está, no salen reseñas. Y sin
embargo, para alguien que escribe hay un antes y un después de ser
publicado.
"Mi primera novela ganó el premio Clarín en
1998. Se vendieron 20 mil ejemplares, estaba en las librerías, en los
kioscos. Me reconocían los taxistas. Fue arrasador", dice Pedro Mairal
Lo primero que publicó el argentino Pedro Mairal
fue un libro de poemas, en 1996, y, si se comparan la discreta
repercusión y los delicados comentarios que recibió ese libro con los de
su primera novela, el resultado es porno duro.
—Yo había escrito Una noche con Sabrina Love, y un día un amigo me pasó las bases del Premio Clarín
y la mandé. La novela ganó el premio en 1998. Se vendieron 20 mil
ejemplares, estaba en las librerías, en los kioscos. Me reconocían los
taxistas. Fue arrasador. Era una máquina de mercadeo puesta al servicio
del libro, pero una máquina. Sentí que tenía que recuperar el silencio,
hacerme invisible. Como si todo eso me quedara grande. Así que estuve
cinco años sin publicar. Pero creo que el primer libro es importante,
porque empieza a quedar claro un rol que era confuso: antes la gente se
preguntaba, “¿y este qué hace?”. Después, sos el que hace libros.
La escritora argentina Samanta Schweblin publicó su primer libro para demostrarle a su familia que ella no estaba hecha para eso.
—Creían que yo merecía el Nobel, y para demostrarles que estaban
equivocados junté diez cuentos y los presenté a dos premios y gané los
dos. Después dejé el manuscrito en la recepción de Planeta, y al tiempo
recibí un mail diciendo que me iban a publicar.
Se llamó El núcleo del disturbio, se publicó en 2002, y tuvo reseñas muy buenas.
—Pero fue devastador. Los periodistas me hacían preguntas como en qué
tradición literaria me enmarcaba, y yo no entendía nada. Me asustó, me
destrozó, deje de escribir durante dos años. Yo era muy chica. Mi
segundo libro salió recién siete años después.
En los primeros noventa, Mariana Enríquez, argentina, autora de Cómo desaparecer completamente,
tenía 21 años y estudiaba periodismo. Tenía una novela escrita, pero no
había pensado en publicarla. Una periodista, hermana de su mejor amiga,
se la pidió y la presentó a Planeta. Bajar es lo peor se publicó en
1994 y, aunque casi no salieron reseñas, esa historia atravesada por las
drogas y el amor gay armó revuelo.
—Fue atroz. Me llevaban a programas de televisión bizarros, el 80% de
las preguntas eran si me drogaba, un periodista me preguntó si yo
estaba con la línea de los escritores autorreferenciales o
narrativistas, y yo no tenía idea de qué era eso, entonces di una
respuesta muy ignorante: “Bueno, me gustan las dos”. Durante mucho
tiempo ese libro me dio vergüenza, como un peinado adolescente. El
segundo es de 2004, para que veas el tamaño del trauma.
"Me llevaban a programas de televisión bizarros,
el 80% de las preguntas eran si me drogaba, un periodista me preguntó
si yo estaba con la línea de los escritores autorreferenciales o
narrativistas"
Más allá del cliché autor que se desloma trabajando en una oficina y
embiste tozudamente contra el sistema editorial, los caminos de la
publicación son, a veces, tan insondables como simples. Juan Pablo Roncone
es chileno y estudia abogacía, pero siempre quiso escribir. Una amiga
le avisó que una editora, Andrea Palet, estaba recibiendo manuscritos
para su editorial, Los libros que leo. Roncone le envió relatos, Palet
los leyó y el resultado fue Hermano ciervo, un suave y prestigioso
suceso de 2011. La misma editora, en 2005 y cuando trabajaba en
Ediciones B, recibió una novela de ciencia ficción del amigo de un
escritor al que estaba editando. La publicó y la novela, Ygdrasil, fue un éxito de ventas y de crítica.
"Descubrimos dos cosas: que él, aparte de
catedrático de Filosofía, era el dueño y editor de KRK, y que yo, aparte
de un profesor interino del sistema público, había escrito una novela",
explica Ricardo Menéndez Salmón
—Hoy —dice su autor, Jorge Baradit— hay literatura fantástica chilena. Antes no había. Y no me cabe duda de que fue por Ygdrasil y por Andrea Palet.
El argentino Carlos Busqued, autor de Bajo este sol tremendo,
finalista del Premio Herralde en 2009, es ingeniero metalúrgico,
trabaja armando libros en una universidad tecnológica de Buenos Aires, y
cuando mandó la novela al premio era un desconocido perfecto. “Cuando
lo contraté”, cuenta Herralde, “le escribí a nuestra jefa de prensa en
Buenos Aires, pero ella no tenía ni idea de quién era, ni tampoco
ninguno de sus amigos escritores y periodistas”.
—Mandé la novela al premio porque era el único que no especificaba
cantidad de páginas, y mi novela era muy corta. Herralde me mandó un
correo que decía: “Estás entre los diez finalistas, y aunque no ganes te
quiero publicar”. Recibir una muestra de respeto de una persona como él
es importante. Es como si hubiera tocado jazz una sola vez en la vida y
el disco me lo hubiera publicado Blue Note. Pero no me cambió la
cotidianeidad. Yo tengo que seguir yendo a laburar y poner cara de “qué
interesante es esto”.
El mexicano Juan Pablo Villalobos
trabajaba en Barcelona en una empresa de comercio electrónico. Después
de que en México le rechazaran unos cuentos, escribió una novela que fue
rechazada en tres editoriales de México y de España. Un día, mirando
las novedades de Anagrama en la web, vio que estaba abierta la
convocatoria al premio Herralde.
—La mandé pero asumí que no iba a ir a ningún lado. Cuatro meses
después Herralde me mandó un mail diciendo que quería hablar conmigo.
El día de la cita, Villalobos se sentó a esperar en la recepción de
Anagrama, entre las fotos de Vila-Matas, Paul Auster, Sergio Pitol.
—Pensaba, “joder, es como el peso de la tradición literaria”. Ese día
Herralde me dijo: “Si yo fuera un editor serio no te publicaría, porque
nadie te conoce, pero la novela me gustó”. Cuando publicaron Fiesta en la madriguera yo me seguí sintiendo tan escritor como antes, pero la mirada de los otros cambia. El libro te legitima.
***
En Jérome Lindon, mi editor,
Jean Echenoz, escribe: “He escrito una novela, es la primera, no sé si
es la primera, no sé si escribiré otras. Todo lo que sé es lo que he
escrito y que si pudiera encontrar un editor, estaría bien. Si este
editor pudiera ser Jérome Lindon estaría, por supuesto, todavía mejor,
pero no soñemos”. Lindon fue, en efecto, el editor de Echenoz, y la
relación duró muchos años, hasta que Lindon murió, en 2001. El libro de
Echenoz, escrito apenas después de esa muerte, es el recuerdo de esa
relación entrañable. En 1998, el español Ricardo Menéndez Salmón
trabajaba como profesor de filosofía y lo habían destinado a un
instituto de Oviedo. “Una noche en que tenía una hora libre, subí a mi
departamento y me encontré a un compañero, Benito García Noriega,
ojeando unos papeles. Eran unas galeradas del Viaje sentimental
de Laurence Sterne. Descubrimos dos cosas: que él, aparte de
catedrático de Filosofía, era el dueño y editor de KRK, y que yo, aparte
de un profesor interino del sistema público, había escrito una novela.
Benito me pidió que le mandara el manuscrito. Se lo dejé un viernes por
la tarde y el sábado por la mañana me llamó entusiasmado. En febrero de
1999, KRK publicó La filosofía en invierno. Huelga decir que el
libro pasó desapercibido. Hoy no solo ha conocido una segunda edición
en KRK, sino que ha sido traducida al francés, lo cual no deja de
causarme asombro y un raro sentimiento de gratitud: hacia Sterne, hacia
el azar y hacia las viejas y románticas relaciones entre editor y
autor”.
Fabián Casas, argentino y autor de Los lemmings,
llegó a la publicación porque Juan Gelman, a quien había conocido en un
encuentro de poetas, le presentó a José Luis Mangieri, editor de Tierra
Firme, que lo leyó y lo quiso publicar. El resultado fue Tuca, elegido como el mejor libro de poesía de 1990 en Argentina.
—Mangieri era una persona increíble. Cada vez que yo andaba mal de
plata, venía a verme. Cuando se iba, me había dejado plata escondida
debajo de los libros que me traía de regalo. Lo mejor que me dio Gelman
fue a José Luis Mangieri.
Hace unos años Mangieri se enfermó y, junto a su cama, turnándose con
sus hijos para velar la agonía, estuvo Fabián Casas. Así, aun sabiendo
que cargaría para siempre con esa muerte en la memoria, acompañó, hasta
el final, al hombre que lo había ayudado a alumbrar aquel principio.
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