28.2.15

Ceremonias en torno de una mesa

Disciplina y creación. Desde el reino mágico de Toni Morrison hasta la dieta de estragos del pintor Francis Bacon, las fórmulas de los artistas para aislarse del mundo –y adentrarse en otro

Caos. Fogwill en el escritorio del último departamento donde vivió, en la calle Salguero. Sus computadoras siempre eran una especie de Frankenstein adaptado a sus necesidades, llenas de chocolate, yerba y otras sustancias./revista Ñ

Mecánico. Es conocida la anécdota de García Márquez, que para escribir siempre vestía un mameluco para sentirse "cerca del pueblo".

Diarios. Así se conoce la serie de obras del argentino Guillermo Kuitca. Son dieciocho “pinturas” que en realidad son las telas que fueron cubriendo su mesa redonda de trabajo entre 1994 y enero de 2000. Expuestas permiten observar una especie de work in progress: garabatos, manchas, anotaciones, dibujos e información diversa. “Tienen mucho de casuales –señaló el artista–. Son algo así como diarios involuntarios.”

Disciplinado. Henry Miller, en su estudio, consideraba que dos o tres horas de escritura eran suficientes para él, pero entendía que para sostener esos auténticos momentos de lucidez debía ser muy disciplinado.

Soldado. J. D. Salinger durante la II Guerra Mundial, con páginas de su novela El guardián entre el centeno.

Letras francesas. Simone de Beauvoir escribía en los cafés de París junto a Jean- Paul Sartre, pero en los últimos años de su vida trabajó en su estudio, después de tomar su té a las diez de la mañana.

No es casual que en su extraordinaria biografía sobre Rimbaud, Enid Starkie dedique uno de sus capítulos al estudio de la alquimia y la magia que, siendo muy joven, el poeta realizó en sus visitas a la Biblioteca Municipal de Charleville. Lector y discípulo de Michelet, Rimbaud habría entendido en el capítulo sobre la Edad Media de la Historia de Francia , el destacado papel de brujas y hechiceros en la liberación del espíritu y de la mente humana. Estos fueron los primeros doctores perseguidos por sus descubrimientos, ya que por entonces se pensaba que Dios enviaba la enfermedad, la ignorancia y la suciedad para probar al hombre. La magia había sido uno de los estudios en los que se sumergió Rimbaud para alcanzar el ansiado “desarreglo de los sentidos”, punto central de su doctrina estética. Su propósito, como escribió en Una temporada en el infierno , fue ayudar a los demás a liberarse. El alquimista, explica Starkie, recibe el fruto del árbol eterno para compartirlo y tratar de resolver la cuestión de la sustancia preciosa. Su meta no es lograr la perfección moral para sí mismo sino procurarse la esencia misteriosa y crear lo incorruptible. Todo creador podría probarse el atuendo del alquimista: aquel que convierte el barro en oro y mezcla sustancias tóxicas en busca de belleza.
Sin embargo, no hay pruebas de que Rimbaud se entregara a los experimentos de la magia negra: ni demonología ni aquelarres ni ceremonias obscenas. Parece que a Rimbaud le atrajo menos el rito en sí que el discurso hermético y las imágenes que descubría en sus libros. Esa falta de pruebas desecha una imagen posible del artista: la del alquimista, la del mago. ¿O acaso no podría pensarse como un ritual cuasi satánico el que llevaba a cabo Salinger todos los días en la cabaña que se construyó cerca de su casa para evadirse del mundo ordinario de su familia y abandonarse al universo de amor y sordidez de la familia Glass? Esa imagen del proceso de creación del artista como rito satánico tiene una escena ya mitológica: la del pacto con el diablo. Desde Estanislao del Campo hasta Thomas Mann retomaron la leyenda, porque resulta fascinante convertirse en voyeur del instante epifánico en que el artista pacta con el diablo para ser invadido por el genio. En la historia del arte, la iconografía preferida del cristianismo muta al demonio en ángel y es éste quien dicta a los apóstoles la palabra de Dios. Caravaggio lo compuso en su pintura San Mateo y el ángel . Esa iconografía es la variación de una misma idea: la de la voz. Fogwill, en medio del caos de su escritorio, repleto de cables y cigarrillos y rastros de chocolate y páginas sueltas de poemas que le fascinaban, escribía al dictado de una voz, quizás la misma “voz extraña” que escucha Fabián Casas o las voces que decía escuchar Faulkner al trabajar en Mientras agonizo . El lugar común habla de musas y son ellas, representadas del modo que sea, las que se instalan alrededor del escritorio o son convocadas en el atelier, para que el hombre común en una suerte de trance se convierta en el héroe que intentará atrapar “el gran pez dorado” al que se refiere el director David Lynch.

Tics, sudor y lágrimas

Cuando a Norman Mailer le preguntaban de qué dependía su trabajo respondía con una palabra que él consideraba desdichada: resistencia. “Convertirse en escritor profesional es tan difícil como convertirse en atleta. A menudo depende de la capacidad de mantener la fe en uno mismo”. No se escribe novela dedicándole dos horas brillantes por semana, decía Mailer. No se escribe una novela si se pierde demasiadas mañanas y demasiadas tardes en una resaca. Cómo se escribe, entonces, es una de las obsesiones de aquellos que ocupan los días en esa faena. Todo escritor tiene sus rituales. Lo supo Francesco Piccolo cuando recababa anécdotas para su libro Escribir es un tic (Ariel). Amparado en los ritos, entiende Piccolo, el escritor puede trabajar con serenidad pero, más que nada, crear un simbolismo por el que cada cual siente un apego especial, hasta el extremo de construir un ambiente mágico para volcar en él su energía creativa. Esta idea es literal en Toni Morrison. La habitación donde escribe la premio Nobel está llena de duendes y espíritus mágicos y no permite que nadie ingrese en ella por miedo a que estas figuras se escapen si ven a un extraño. Encontramos ritos algo más mundanos. La botella de whisky de Marguerite Duras, el mameluco de mecánico que vestía García Márquez, el café en la famosa cafetera de porcelana de Balzac.
No hay obra que refleje más un modo de trabajo como la serie “Diarios”, de Guillermo Kuitca. Se trata de enormes telas circulares con las que el artista cubría la mesa de trabajo de su taller: manchas de pintura, anotaciones de ocasión y una dirección de correo pueden funcionar como testimonio y huella de un proceso. Otro caso singular es el de Friedrich Nietzsche. Siendo profesor de filología en la Universidad de Basilea, Nietzsche padecía migrañas que lo dejaban postrado durante días con náuseas que lo hacían retorcerse de dolor. En el año 1879 presentó su renuncia. Como cuenta Frédéric Gros en su ensayo Andar, una filosofía (Taurus) es en esta época que Nietzsche se traslada a la aldea de Sils-Maria, donde el aire era transparente, el viento fresco y la luz resplandeciente, y se convierte en caminante. “Trabaja andando” hasta ocho horas por día y escribe El paseante y su sombra : “Exceptuando algunas líneas, todo ha sido pensado y esbozado a lápiz en seis pequeños cuadernos mientras caminaba”, confesó el filósofo. “En diez años –cuenta Gros– habrá escrito sus más grandes obras, desde Aurora hasta La genealogía de la moral , desde La gaya ciencia hasta Más allá del bien y del mal , sin olvidar Así habló Zaratustra .
La cuestión seguirá siendo siempre la misma: ¿de qué manera se escribe (o se pinta o se compone)? ¿Cómo crear algo que valga la pena mientras se gana la vida como empleado de un banco? ¿Acaso es mejor dedicarse por completo a un proyecto? ¿Se puede escribir con una vida caótica, con una vida displicente? ¿Se puede crear teniendo cuarenta años, un empleo mediocre y una madre que te regaña? Algunas de estas cuestiones intenta responderlas Mason Currey en un libro reciente: Rituales cotidianos (Turner). Surgido del blog Daily Routines, esta serie de instantáneas apuntan a mostrar cómo las grandes visiones creativas se traducen en una suma de hábitos cotidianos que, a la vez, pueden influir en la obra misma. Voluntad, autodisciplina y optimismo se conjugan en sus páginas. Es cierto que el libro de Currey parece enfocarse en métodos de artistas para brindar fórmulas a empresarios que intentan exprimir su lado creativo, sin embargo el volumen compila escenas mínimas, manías extrañas pero más que nada una serie de ejemplos sobre la fuerza de voluntad aplicada por escritores, artistas, compositores o filósofos de diferentes épocas, tanto europeos como estadounidenses. El crítico y escritor V. S. Pritchett se dio cuenta de que todos los grandes hombres se parecen en un punto: nunca paran de trabajar. “Es muy deprimente”, señaló.

Orden y progreso

W. H. Auden tenía una frase: “La rutina, en un hombre inteligente, es signo de ambición”. Como un estoico moderno, Auden sabía que el camino más seguro para disciplinar la pasión pasaba por disciplinar el tiempo. Era ordenado, riguroso y cronometraba cada momento de su día. Al parecer era el opuesto perfecto del pintor Francis Bacon, en cuyo taller reinaba absolutamente el caos (papeles y libros tirados en el suelo, muebles rotos, desechos por doquier). En ese escenario pintaba Bacon hasta que salía con sus amigos a beber, comer y bailar, desde la tarde hasta bien entrada la madrugada, y a pesar de esta rutina hedonista siempre se levantaba temprano, aunque hubiese dormido sólo dos horas, para ponerse a pintar. Le gustaba trabajar con resaca. “Porque mi mente chisporrotea de energía y logro pensar con mucha claridad”, solía decir. Auden y Bacon representan dos formas opuestas del mismo estoicismo. Auden desdeñaba a los noctámbulos, pero Toulouse-Lautrec, por ejemplo, pintaba por las noches en los burdeles; Samuel Johnson empezaba a escribir mientras Londres dormía, a la luz de las velas, y la artista Louise Bourgeois, al padecer insomnio, supo aprovechar ese tiempo acostada en la cama con su cuaderno de dibujos. Henry Miller también trabajaba por las noches hasta que se dio cuenta de que rendía mejor por las mañanas. Agatha Christie, que durante mucho tiempo se consideraba ama de casa, escribía a cualquier hora, en cualquier parte, en la mesa del comedor o en el lavadero, no importaba: siempre que tuviera un rato y una mesa fuerte se lo dedicaba a planificar asesinatos. Y mientras Goethe aconsejaba no forzar nada si es que no se podía escribir y que era mejor desperdiciar las horas o pasar los días durmiendo, Updike nunca creyó que debía esperar a estar inspirado para trabajar porque entendía que los placeres de no escribir son tan grandes que si uno empieza a entregarse a ellos jamás volverá a hacerlo. “La rutina es una condición de supervivencia”, escribió en una carta Flannery O’Connor. Salinger de algún modo lo ratifica: compuso El guardián entre el centeno mientras sobrevivía a las bombas de la Segunda Guerra Mundial.

¿El trabajo dignifica?


A ciertos artistas tener empleo los hacía sentir desdichados. A otros, en cambio, les otorgaba tranquilidad y una disciplina necesaria para el espacio creativo. Wallace Stevens, que desde 1916 trabajó como abogado en la Hartford Accident and Indemnity Company, decía que tener un trabajo fue una de las mejores cosas que le pudieron pasar. “Introduce disciplina y regularidad en nuestra vida. Soy todo lo libre que deseo ser y por supuesto no tengo ninguna preocupación en cuanto al dinero.” Otro caso es el de Joseph Cornell que a los 31 años consiguió un trabajo de nueve de la mañana a cinco de la tarde en la división de artículos domésticos de un estudio textil en Manhattan. Aunque era tedioso y mal remunerado, Cornell se sentía obligado a mantener su hogar, donde vivía con su madre, que lo retaba por acumular basura en la cocina, y un hermano minusválido. Sus extrañas “cajas”, confeccionadas con lo que su madre llamaba basura, todavía no se habían hecho célebres en el mundo del arte. Y cuando ocurrió, tuvo el valor para renunciar y dedicarse completamente a sus obras, pero al poco tiempo descubrió que sin trabajar no conseguía adquirir una rutina. Otro poeta, T. S. Eliot, fue maestro de escuela hasta que consiguió trabajo en la banca Lloyds de Londres. Aunque pudiera resultar deprimente esa perspectiva, Eliot estuvo agradecido de ese trabajo porque ganaba mucho mejor que un maestro y además era menos cansador. Permaneció allí ocho años.

No hay magia en la creación

“Escribir no es un trabajo duro, es una pesadilla”, señaló Philip Roth en 1987. “Con la escritura siempre se está volviendo a comenzar. Dado nuestro temperamento, necesitamos esa novedad. Hay mucho de repetición en este trabajo. De hecho, una habilidad que todo escritor necesita es la capacidad de permanecer inmóvil en esta ocupación profundamente desprovista de acontecimientos”. Hay una escena de la novela La visita al maestro que se acerca a lo que plantea Roth como pesadilla de repetición. Es un momento en el que el anciano E. I. Lonoff le describe al joven Nathan Zuckerman su rutina: “Doy vuelta a las frases. Esa es mi vida. Escribo una frase y luego le doy la vuelta. Después la contemplo y le doy otra vez la vuelta. Luego voy a comer. Después me instalo de nuevo y escribo otra frase. Luego tomo té y le doy la vuelta a la nueva frase. Luego releo las dos frases y les doy la vuelta a ambas. Después me acuesto en mi sofá y pienso. Luego me levanto y las tiro a la papelera y empiezo desde el principio otra vez. Y si me aparto aunque sólo sea durante un día entero de esta rutina, me siento frenético de aburrimiento y de una sensación de estar desperdiciándome”. En su poema “La dispersión”, Joaquín Giannuzzi capturó con acierto una imagen posible de la angustia del proceso creativo: “Sobre esta mesa he apoyado los brazos y la cabeza./ Piedad y desprecio por mi mundo. Los lugares comunes/ de la materia que me rodea. Un lápiz, una caja/ de fósforos, una taza de café, ceniza/ de cigarrillos sobre un desorden de papeles./ Cuánta desesperanza de poesía sin porvenir./ Y de pronto la certeza de que morir es apartarse de la mesa,/ la noción de que todo se perderá./ Cada cosa se ausentará de la otra,/ los objetos de quienes soy el centro dejarán de amarse./ Yo mismo, agonía volcada, volumen apretado al planeta/ me veré arrojado por la ventana,/ pedazo a pedazo, a trozos que se odian/ hacia la fría unidad de la noche”. Algo entendió Giannuzzi aquí: morir no es otra cosa que apartarse de la mesa.

25.2.15

Una aguda reflexión de la sociedad colombiana desde la óptica femenina

La escritora caleña Melba Escobar presenta su nueva novela  La Casa de la Belleza

 
Melba Escobar (1976) fue becaria del Departamento de Estado de EE. UU. para asuntos culturales, en 2012. Su libro Bogotá sueña: la ciudad por los niños fue distinguido con una beca del Mincultura./eltiempo.com


La Casa de la Belleza de Melba Escobar. editores emecé

El que La Casa de la Belleza, nueva obra de la escritora Melba Escobar, se haya situado dentro de la novela negra resultó siendo algo causal, como lo explica ella.
La autora caleña cuenta que, en realidad, las primeras páginas que había comenzado a escribir aludían al retrato de una Bogotá actual, cuya evolución física y urbana reflejaba los valores que priman hoy en muchos de sus habitantes.
“Era la imagen de una persona que va en su carro por la avenida Circunvalar, en el oriente de la ciudad, que, luego de ver verde durante todo el camino, de repente se topa con el edificio de Peñas Blancas, que en el libro se llama New Hope. Cuando yo vi este edificio me pregunté: ‘¿Qué es lo que tanto me molesta de esa construcción?’ Ese fue el detonante. Detrás de eso hay una estética, un afán de mostrar la plata por encima de cualquier cosa, una obsesión con el estatus que tenemos todos, que es una cosa muy de acá, un afán por las compras y las marcas”, comenta Escobar, autora de libros como Johnny y el mar (2014) y Duermevela (2010).
A esa primera imagen se unió luego otra que la escritora vivió en un exclusivo salón de belleza del norte capitalino, que era frecuentado por clientas de la alta sociedad, aunque de diversas procedencias.
Escobar anota que, luego de esa experiencia, tomó la decisión de seguir frecuentando el lugar no tanto para utilizar sus servicios sino para analizar las mujeres que allí llegaban y le “resultaban una serie de personajes fascinantes con un sentido, muchas veces, también molesto”.
“Digamos que había un tema también de una cierta violencia en el trato de clases, una cierta violencia hacia la señora de los tintos, hacia la esteticista, una violencia muy sutil en las relaciones que tienen que ver también con la discriminación, con las diferencias, con el servilismo, con el poder, y cómo este último se relaciona con quienes no lo tienen. Pero también se daban unas complicidades y alianzas particulares”, comenta.
De esta manera se fue estructurando la trama de la novela que busca explorar un microcosmos de la sociedad colombiana, que se relaciona directamente con el estrato seis “o ese estrato 20 –como lo llama la autora–” donde se mueve la clase política y el poder económico.
Para ello, Escobar ubica a sus personajes en una sala de belleza –que le da título al libro–, en la que coinciden una psicoanalista, la esposa de un congresista, una madre desesperada por que se haga justicia por la muerte de su hija y una famosa presentadora de televisión. Todas ellas hablan de su vida íntima con Karen Valdés, una esteticista, que es la protagonista que le permite a Escobar conectar una serie de eventos que llevarán a esclarecer el crimen.
Fue en ese momento cuando la autora encontró que el género que mejor se acoplaba para contar la historia sería el de la novela negra, al que se acercó con mucho temor por ser un camino totalmente nuevo para ella. “Vargas Llosa dice que cada libro es como si fuera el primero. Para mí fue muy clara esa sensación de estar aprendiendo a medida que hacía el trabajo”, agrega, al resaltar que una de las etapas más desafiantes fue la edición de la novela a la que le terminaron sobrando cerca de 150 páginas.
“Es curioso porque el género de novela negra nunca me interesó particularmente. Pero le escuché al escritor griego de novela negra Petros Márkaris decir que, si uno se pone a pensar, casi todas las novelas relevantes del siglo XIX clasificarían como novela negra, y que de alguna manera Crimen y Castigo lo es. Uno empieza a sentir que ese género que en el siglo XX se consideró marginal es central cuando se quieren juntar varios temas como quiero hacer yo acá. Yo quería hablar de lo económico, de lo social, de lo político, de lo cultural, que me permiten juntar una serie de aspectos para dar un retrato de sociedad. En ese sentido, la novela negra ayudó a unir estos mundos”, explica la también columnista del diario El País de Cali.
Si bien la novela llevará al lector por las pistas de la resolución de un crimen atroz, Escobar aprovecha la historia como excusa para reflexionar sobre diferentes temáticas de la realidad nacional desde una mirada claramente femenina.
“Uno acaba exorcizando mucho sus propios demonios cuando escribe. Un amigo escritor al que le conté la trama cuando empezaba, me dijo: ‘Tú vas a escribir una novela de odios’. Me pareció muy interesante verlo así porque sí sentía que había en mí como un ‘sentirme agredida continuamente’ con el solo hecho de salir a la calle, como creo que nos pasa a todos, y ver cómo los escoltas se le cierran a uno o cómo una persona de la mesa de al lado, en un restaurante, maltrata al mesero. Hay una cantidad de cosas cotidianas donde hay mucha violencia y creo que de esa rabia nació esta novela”, cuenta la escritora, cuya escritura del libro le tomó cuatro años.
De esos pequeños detalles de la vida cotidiana se nutre el telón de fondo de la historia para el cual Escobar realizó un proceso de investigación semejante al de la reportería periodística. “El lector se encontrará con lugares y hechos nacionales muy precisos; creo que en ese sentido es una novela hiperrealista, porque me importaba mucho que el retrato fuera lo más cercano a la realidad”, dice Escobar, al recordar algunas anécdotas del proceso.
Como cuando estaba buscando el tono y la manera de ser de la esteticista Karen Valdés, la protagonista, que es una joven mujer costeña que deja a su niño al cuidado de su madre, como lo hacen tantas colombianas, en busca de un mejor futuro en la capital.
“En Cartagena hubo una masajista que me recibió en su casa cuatro días, y para mí ella era la mamá de Karen. Muchas de las cosas que ocurren en la novela están inspiradas en esta casa y este barrio. También hablé con un abogado que me asesoró sobre cómo es un proceso judicial penal; hablé con fiscales, con personas que hacen necropsias, es decir, aquí hay todo un rigor en tratar de ser lo más precisos”, anota la autora, quien fue beneficiaria de una residencia de escritura en Santa Fe University of Art and Design, en Nuevo México (EE. UU.), para escribir la novela.
A lo largo de la lectura, el lector se encontrará con pasajes muy familiares, como el guiño a la sonada boda de la hija del Procurador, el paseo millonario que le hicieron a un agente de la DEA, o el robo de la salud a través de contratos con las EPS, así como la aparición de un congresista corrupto o un exitoso escritor de libros de autoayuda.
“A mí siempre me ha impresionado de Colombia que uno puede ser un turista de sus propia ciudad y de su propio país, porque, como pertenecemos casi que a castas así no queramos verlo ni enunciarlo de esa manera, uno se mueve dentro de un círculo bastante estrecho. Solo en Bogotá, uno rara vez se aleja dos o tres localidades más allá de la propia”, dice Escobar, al explicar sobre esa sensibilidad que tiene para fijarse en esos pequeños detalles o para imaginar cómo será un día en la vida de los otros.
Esta es, quizás, una mirada muy femenina que se percibe claramente a lo largo de la historia con la construcción psicológica de las mujeres que la habitan. En especial en la mirada de Claire Dalvard, la psiquiatra, otro de los personajes centrales, y la única que siempre se expresa en primera persona. El resto de la trama se cuenta en tercera persona.
“Creo que la construcción psicológica de las mujeres parte mucho de la observación, pero al final hay un elemento que me interesa mucho de la novela, porque creo que esa observación me lo ha demostrado, que es hasta dónde todas las mujeres se acaban definiendo, para bien o para mal, en su relación con un hombre. Yo no tengo la intención de ser feminista, pero sí me interesa revisar en dónde estamos paradas las mujeres ahora. Creo que la novela espera hacer eso.
Y es esta subordinación a lo masculino lo que de cierta forma las conecta a todas. Incluso Claire, que es probablemente la más independiente y autónoma del grupo, tiene un conflicto con ese tema de lo masculino y lo femenino, y con que finalmente nunca será una mujer feliz”, dice la autora.
En este punto, la metáfora del cuerpo de la mujer y la belleza para ascender en la escala social para salir de pobre refleja, como dice Escobar, un imaginario que trasciende lo puramente estético, para convertirse en un propósito práctico de muchas de las mujeres de la sociedad.
Karen sabía, su mamá se lo había dicho, que la mayor desgracia de su madre había sido parir una hembra porque “los varones hacen lo que les da la gana, en cambio las hembras hacemos lo que nos toca”.
“Lo que pasa es que ahí otra vez me parece que muchas veces no hay tantas alternativas. Y ante la falta de eso, a muchas de ellas les toca hacer lo que les toca”, comenta la autora.
Sí, dijo Lucía mirando hacia otra parte y añadió, la vida de uno es un invento, ¿no crees?
“No sé si los hombres hacen lo mismo, pero desde la mirada psicológica de las mujeres he percibido que las mujeres tenemos esta capacidad de construir mentiras para hacer la vida más llevadera, porque a veces la verdad es demasiado y no podríamos con ella. Así sea la mentira de que tenemos un matrimonio feliz o de que me gusta mi trabajo. Son mentiras que hacen posibles el día a día. Un denominador común de los personajes de esta novela es que el lector percibe tanto su mentira como su afán por negarla. Y a mí me interesa muchísimo la exploración literaria de esas dos caras”, concluye Escobar.

Carrère: "Dejar atrás la ficción no tuvo nada de ideológico"

Con títulos como El adversario o Limónov, el escritor francés renovó la no ficción pero con todos los recursos de la novela. Así lo hizo también en El reino, su nueva obra

 
Opiniones contundentes. Carrère confiesa que comparte con Jean-Claude Romand, el criminal cuyo caso ha novelado, "la sensación de saberse un impostor"./revista Ñ
Semanas antes de estar aquí, en la Rue Martel de París, la misma calle en la que –a dos cuadras de este living en tonos neutros– vivió Cortázar, Emmanuel Carrère se había confesado: “Sólo puedo pensar un problema, político o no, en términos de una historia. El análisis político está fuera de mis competencias –escribió en el correo electrónico en el que confirmaba este encuentro en su casa–. Tengo mis opiniones, como todo ciudadano. Pero no las considero demasiado interesantes. Mi modo de pensar y entender las cosas no es dando discursos, escribiendo editoriales o concediendo entrevistas. En resumen, prefiero evitar temas de los que no tengo experiencia personal y de primera mano”.
Hoy Emmanuel Carrère ampliará aquella idea: “No me siento cómodo escribiendo mi opinión. Porque no confío mucho en ella. Puedo ser convencido muy fácilmente para pasar a pensar lo contrario de lo que venía pensando. Depende de la gente con la que me cruce –admite–. Todos tenemos diferentes dones. Creo que soy bueno para contar lo que la gente piensa y siente en vez de juzgarla o contar lo que yo pienso al respecto”.
Hoy está resfriado; nos atiende con unas pantuflas de marca Camper en fieltro gris. Este hombre sereno y de gesto atormentado, que la literatura contemporánea considera una de las voces más relevantes de Francia, esta vez hablará sobre su metamorfosis literaria, sobre cómo dejó de ser un escritor de ficción para pasar a narrar historias y personajes de la vida real. Es un esfuerzo para él intelectualizar acerca de un proceso que, dice, se dio naturalmente cuando en 2000, se concentró en El adversario , la historia real de Jean-Claude Romand, un francés que durante años engañó a su familia sobre su profesión y que al verse acorralado asesinó a su mujer, a sus hijos y a sus padres para que nunca supieran la verdad.
Carrère lleva quince años escribiendo no ficción pero, curiosamente, su último libro editado en español es Una semana en la nieve , con el que se despidió de la ficción: una novela perturbadora, narrada desde la perspectiva de un niño –editada por primera vez en 1995– sobre un asesinato pedófilo.
–¿Qué le sucede a un escritor para dejar la ficción y pasar a la no ficción?

Lo que sucedió en mi caso fue que pasé años tratando de escribir El adversario como una especie de ficción. Pero me di cuenta de que no era capaz de hacerlo. Entonces el proceso de escritura del libro me fue llevando hacia dos ámbitos íntimamente ligados: el paso de la ficción a la no ficción y el reemplazo de la tercera persona por la primera. Ambos han sido extrañamente suficientes para mí.

–¿Intentó inspirase en A sangre fría?
 Ha sido una gran influencia. Nadie puede escribir ningún tipo de historia criminal verdadera sin referirse a A sangre fría. Hubo un momento en el que intenté hacer algo como Truman Capote pero no me fue bien y escribí otra cosa. La diferencia fue, básicamente, el uso de la primera persona.

–¿La ficción está en crisis?

No. Leo ficción, me gusta la ficción. En mi paso personal de la ficción a la no ficción no hay nada ideológico. No creo que la ficción esté muriendo ni que sea algo del siglo pasado. Personalmente, como escritor, no es el tipo de cosa que me sienta capaz de escribir ahora. No me sucede tener una gran idea para escribir un libro de ficción. Si un día la tengo, escribiré ese libro con placer.

–Cuando su literatura se ocupa de la vida de gente real, ¿qué es lo que más lo preocupa a la hora de escribir?

Depende. Uno tiene dos obligaciones: contar la verdad y no herir a la gente. Trato de que no entren en conflicto pero a veces es difícil. No es lo mismo ocuparme de Jean-Claude Romand (el protagonista de El adversario) que escribir acerca de Limònov (el polémico ucraniano que Carrère conoció en los círculos literarios de París, que apoyó a los serbios en Bosnia y fundó en Moscú el Partido Nacional Bolchevique y sobre el cual Carrére editó Limònov en español en 2013) o de mi ex pareja (en Una novela rusa). Es diferente. Si escribo sobre Limònov no siento las mismas obligaciones. Es una figura pública, escribió muchos libros donde dice cosas horribles acerca de otras personas. Si a él le gusta el libro que escribí sobre él, bien. Si no le gusta, no me importa.

–Alguna vez usted dijo que para sus libros de no ficción suele elegir gente con la que tiene algo en común.
 
Sí.

–¿Qué tiene en común con Limònov o con Jean-Claude Romand?

El interés para mí suele estar en el equilibrio entre dos aspectos: que el personaje que elijo tenga algo que ver conmigo, tenga un eco en mí y, al mismo tiempo, debe ser algo que me sea completamente ajeno. Hay muchas cosas que no tengo en común con Limònov ni con Romand. No maté a mi familia, no mentí por 20 euros y no soy fascista como Limònov, pero es parte de mi tarea como escritor, y esto no es intelectual, explorar el vacío que hay entre la imagen que uno da a los demás y lo que uno piensa de sí mismo.

–Su literatura genera empatía por casi todos sus personajes. Cuando escribe, ¿cuál es la principal emoción que intenta transmitir?

Trato de que el lector comparta lo que siento. A veces es divertido, otras es perplejo, otras es triste, otras caótico.

–¿Qué es más importante: lo que se escribe o cómo está escrito?

Como escritor y como lector, lo más importante para mí es el modo como se escribe una historia.

–¿Alguna vez reflexionó sobre el modo en el que usted cuenta historias?

Lo mejor que sé hacer es hablar desde mi propia experiencia por más ajeno o lejano a mí que sea el tema del que estoy escribiendo. No creo en la objetividad ni en la verdad como absolutos.

–¿Siente algún tipo de atracción por la tragedia?

Me gustaría tener que decir que no pero la respuesta es sí. El hecho es que nunca me sentí especialmente atraído por una historia calma y pacífica.

–No es un pecado.

No, no lo es. Pero uno de los principales objetivos para mí, cuando escribo, es lograr extender los horizontes, la visión de la vida y, en ese contexto, focalizarme en la tragedia. Bueno… en la vida no hay sólo tragedia. No me he confrontado personalmente con la tragedia. Sí he sido testigo del tsunami que narro en De vidas ajenas.

Mi familia y yo quedamos separados. Gracias a Dios, no he perdido un hijo allí. Estuve junto a gente que sí. Pero uno no puede dejar de pensar “me podría haber pasado a mí”. Y ésa es una de las reglas de la empatía: ser capaz de proyectar algo de uno mismo. Por ejemplo, no he sentido empatía por las cosas horribles que hizo Jean-Claude Romand, pero tuve en común con él la idea de sentirse un impostor, de no estar a la altura de las cosas. No sería capaz de escribir acerca de un asesino serial. Me espanta, me aterroriza, pero no siento nada en común con un asesino serial. Con Romand, sí. Hay algo muy humano en su historia y sin eso no hubiera sentido afinidad para escribir sobre él.

En Francia, a fines del año pasado Carrère publicó Le Royaume ( El reino ) –todavía no traducido–, seiscientas páginas donde pone en escena el origen del cristianismo. “Comencé este libro hace más de veinte años, durante un extraño período de devoción religiosa –confesará–. La parte más delicada fue la autobiográfica en la que busco contar aquel período en el cual iba a misa todos los días. Tengo la impresión de haber tenido una relación totalmente neurótica con la fe.” Y explica por qué hoy no cree en Dios pero sí en la idea de un reino: “La idea de Dios no tiene ningún lugar en mi vida. Y la promesa de un más allá no me dice mucho más –aclara–. En cambio, la idea de que haya una dimensión de la vida un poco más difícil de ver de aquella que es evidente a nuestros ojos, aquella que Jesús llama ‘el reino’, esto sí me parece deseable y tiene un sentido para mí”.
Si hubiera que definir la idea de reino, él dirá que “la fórmula central, para mí, es ‘Los primeros serán los últimos’. Y viceversa. Es la inversión, el ‘quien pierde, gana’. Creo que es el mantra fundamental del cristianismo. Sigue siendo algo extremadamente extravagante y revolucionario”.

Emmanuel Carrère básico

Hace algunos años, en las mesas de saldo de Corrientes, podía encontrarse una fascinante biografía de Philip K. Dick publicada por Minotauro: Yo estoy vivo, vosotros estáis muertos.
Su autor era Emmanuel Carrère, uno de los autores franceses que lograron renovar la literatura de no ficción con libros como El adversario (2000), su mayor éxito, donde construye a un complejo personaje como Jean-Claude Romand, un mitómano que asesina a su familia. Le siguieron De vidas ajenas (2009), una historia de sobrevivientes, y Limónov (2012), donde aborda a otro personaje excesivo, punk y poeta maldito, que le permite atravesar la Rusia de los últimos 70 años.

Sobre "el islam de las luces"

El 7 de enero tuvo lugar la matanza de los humoristas de Charlie Hebdo en París. Ese mismo día el novelista Michael Houellebecq volvía a provocar en las librerías con la aparición de su última novela, Sumisión , una historia ambientada en la Francia de 2022, cuando un partido político de fuerte matriz islámica gana las elecciones presidenciales.
En Francia, el país con mayor cantidad de musulmanes de toda Europa, el libro fue atacado y alabado. Emmanuel Carrère le dijo a Le Monde que se trata de “un libro sublime, de extraordinaria consistencia novelesca”. Defendió a su colega en un artículo que el Corriere della Sera reprodujo completo. “Me he preguntado qué pensará de verdad Houellebecq y qué pienso yo mismo de todo esto. Comienzo por mí, no porque sea más sencillo –en realidad no sé bien qué pienso sobre este tema resbaladizo–, sino porque he pasado los últimos siete años escribiendo un volumen gordo – El reino – sobre los inicios del cristianismo y me impacta que el mundo antiguo, entre los siglos I y IV, se haya sentido gravemente amenazado por una religión oriental intolerante, fanática, cuyos valores eran enteramente opuestos a los suyos –dice Carrère–. Las mejores mentes temían algo así como una ‘gran sustitución’. Y bien, esta ‘gran sustitución’, esta mezcla contra la naturaleza del espíritu de la razón greco-romana y de la extraña superstición judeocristiana ocurrió de verdad. Y eso que resultó es lo que no de un modo insignificante se llama civilidad europea. Muchos intelectos, de nuevo, creen que hoy esta civilidad está amenazada; yo considero tal amenaza real pero no es imposible que sea también fecunda”.
“Que el islam más o menos a largo plazo no represente el desastre sino el porvenir de Europa, como el judeocristianismo fue el porvenir de la Antigüedad. A mí me gustaría creer que eso implique una adaptación del islam a la libertad de pensamiento europea: es aquí que me alejo de Houellebecq, quien debe considerar ‘el islam de las luces’ como una contradicción en los términos, una fantasía pía de idiota útil o de humanista (palabra que, como él dice, le da ‘ligeramente ganas de vomitar’). La grandeza del islam, si he leído bien, no es la de ser compatible con la libertad sino la de desembarazarnos de ella. Y, precisamente, ¡qué liberación!”.

El lector en su celda

El autor dio a conocer Una semana en la nieve , su último libro publicado en español, en 1995. Por entonces Jean-Claude Romand, quien se convertirá en el protagonista de El adversario y en prisión desde 1993 por haber asesinado a toda su familia, se negaba a ser visitado en la cárcel por Carrère. Jamás había respondido la carta que el escritor le envió. Hasta que un buen día, dos años después, llegó a sus manos Una semana en la nieve : “Bourg-en-Bresse, 10-9-95. Señor: No es la hostilidad ni la indiferencia a sus propuestas lo que explican un retraso tan largo en mi respuesta a su carta del 30 de agosto de 1993 –escribió Romand–. Otra circunstancia fortuita me ha influido en gran manera: acabo de leer su último libro y me ha gustado mucho.” En español, El adversario se publicó catorce años antes que Una semana en la nieve.
–Como con muchos autores extranjeros, sus libros se editan en otros idiomas en una secuencia diferente a la original. ¿Esto es negativo?
–Nunca reparé en eso. Seguro que los lectores más atentos se darán cuenta pero para el lector medio, cuando lee un libro y le gusta, tal vez compra otro del mismo autor sin prestar atención a la fecha. Como lector, hay muchísimos autores extranjeros que leo exactamente en esas condiciones y no me molesta. Es divertido armar esta especie de rompecabezas con pequeñas piezas.

19.2.15

Cuando los escritores abandonan a sus hijos

Achaco esa falta de crear personajes de ficción a que justo la metáfora ha dejado de tener importancia a favor de reducir lo imaginario a lo cotidiano


El escritor vasco Fernando Marías, ganador del Premio Biblioteca Breve, dotado con 30.000 euros, con la obra autobiográfica La isla del padre. / Toni Albir./cuartopoder.es
El escritor Fernando Marías ha sido galardonado con el Premio Biblioteca Breve de este año con una obra, La isla del padre, donde el autor rememora los años de convivencia con su progenitor, marino. Elena Ramírez, editora de la casa, en la rueda de prensa en la que se dio a conocer al ganador del premio, recalcó que la novela se enmarca en esa corriente de muerte del padre, de pérdida en el ámbito familiar que ahora nos aflige y cita autores de su grupo editorial, Héctor Abad, Rosa Montero, Milena Busquets, cuya narración También esto pasará analizó en cuartopoder.es espléndidamente Elvira Huelbes, aunque también Marcos Giralt Torrente para corroborar el aserto. No le falta razón a la editora, pero creo que se queda corta, ya que han surgido escritores nuevos de una calidad más que aceptable, me refiero a escritores como Sergio del Molino con Lo que a nadie le importa o Carlos Pardo con El viaje a pie de Juan Sebastián Bach, y todo ello si prescindimos de incluir aquí novelas tan celebradas como la última de Javier Marias, Así empieza lo malo, donde apenas se ocultan personas reales, comenzando con él mismo, siguiendo con su tío, Jesús Franco, hasta llegar al cameo con Paco Rico, que han hecho de este rasgo el modo casi único de enfrentarse con la ficción.
Pero mi llamada de atención no es temática, ya que el tema familiar es antiguo en la literatura, desde Crónica familiar, de Natalia Ginzburg a Un mundo para Julius, de Alfredo Bryce Echenique, y todo esto por no aludir a una de las novelas claves del pasado siglo, la de Marcel Proust, sino a la desgana del personaje, al abandono del personaje de ficción que creo cada vez se produce más y considero el síntoma más grave por el que está pasando la novela actual, y ello hasta el punto de que sin personaje de ficción, ese tercer elemento fundamental que decía Maurice Blanchotesencial para la pervivencia de la ficción, ese elemento que se ha quedado reducido para fabricar best sellers y que está plenamente en forma en el mundo del cine, no tanto en el del teatro, podemos pronosticar que no existe la justificación misma del género. La cosa viene de lejos, de Peter Handke, de Sebald… hasta James Ellroy, en A la caza de la mujer, nos cuenta de su madre, Jane Hilliker, violada y asesinada cuando Ellroy era un adolescente y de las posteriores relaciones tormentosas que tuvo con sus mujeres.
Ni que decir tiene que aquí no atiendo a la calidad literaria del texto, por ejemplo, el libro de Ellroy, el libro de un ego exacerbado, es espléndido; de otros, por ejemplo, el que escribió Elena Poniatowska sobre Leonora Carrington llega a ser una decente biografía novelada y poco más, dos libros que a pesar de lo distintos que son tienen en común la querencia por evitar la construcción de héroes de ficción, cuya agonía es lenta pero segura, una especie de cadáver exquisito en el que parece que nadie cree, salvo ya digo para algunos autores de bestsellers y que últimamente se están pasando en masa a los personajes históricos, el mundo del cine y el de las series de televisión, únicos modos narrativos capaces de generar que personajes como Los Soprano, por ejemplo, se incorporen al imaginario colectivo, que es lo que ha hecho durante siglos la épica y su sucesora, la novela.
Uno, que adquirió la pasión por la literatura leyendo poemas y, sobre todo en mi caso, novelas con personajes únicos, más reales que sus autores: el Quijote, Julien Sorel, Leopold Bloom, Madame Bovary, Ana Karenina, Ismael, Huckleberry Finn, David Copperfield, Oliver Twist, Ana Ozores, Torquemada, Joseph K., Raskolnikov -¿dejamos la interminable lista aquí?- reconoce sentirse un tanto inquieto por esta nueva ola de deserción del narrador hacia el propósito que le ha visto nacer y por el que se justifica desde los tiempos de Homero y Gilgamesh, como si hubiéramos olvidado que Adán y Eva, nuestros ancestros, lo son precisamente porque son personajes de ficción y sólo los que confunden la realidad con la letra, es decir, aquellos desprovistos de imaginación son capaces de creer en que partimos de ahí, y ello sin darse cuenta del poder enorme de lo literario, de su poder de transformación: ¿puede dudar alguien de que Lucy es incapaz de competir con la mujer tentada por la serpiente precisamente porque Lucy no es una metáfora sino un vestigio?
Achaco esa falta de crear personajes de ficción a que justo la metáfora ha dejado de tener importancia a favor de reducir lo imaginario a lo cotidiano, un poco como sucedió en el mundo del star system cuando el público comenzó a preferir a actrices que se parecieran a su vecina que a esas diosas inaccesibles que se extinguieron poco a poco según se implantaba el color. El mundo poderoso del personaje de ficción se produce cuando la novela adquiere una importancia esencial en la sociedad, en correlato con la prensa, el siglo XIX: nace la noticia y, a la vez, los personajes de Balzac tan reales que Karl Marx proponía como la única vía para entender cabalmente la Restauración francesa, y el desinterés actual por el personaje es probable que esté en relación proporcional a todo lo que nos diferencia de aquella épica del XIX, cuando el mundo era auroral.
De seguir así uno tendrá que agradecer a Cervantes, a Galdós, a Dickens, a Tolstoi, a Thomas Mann, que no les diese por contarnos su vida, a no ser en lo que antes se llaman memorias, relatos autobiográficos, y que creasen personajes que perduran por siglos. Es probable que en la deserción actual se esté produciendo un desinterés por contar la realidad porque en el fondo atisbamos que ya no somos capaces de llegar a ella salvo en pequeñas dosis, las de propio ego, la de la familia, la de los amigos… en realidad nosotros seguimos siendo los mismos, la que pierde es la literatura y quizá, la propia vida, su significado, que siempre habitó en la ficción.
No es poco.

18.2.15

Pron: "Actuar en el lenguaje es hacerlo en la realidad"

Este es Patricio Pron quien atesora a sus espaldas una extraordinaria producción narrativa que tuvo sus inicios en el género del relato, que sin embargo el autor nunca ha abandonado, y que prosiguió con el género novelesco, a través de novelas

Patricio Pron, escritor argentino, afincado en España./ Javier de Agustin./revistadeletras.net
Nacido en Rosario, doctor en Filología Románica por la Universidad Georgia Augusta de Göttingen, periodista y sobre todo uno de los narradores de referencia en las actuales letras en castellano (Granta lo seleccionó en el 2010 como uno de los veinte autores jóvenes de referencia en castellano). Este es Patricio Pron quien atesora a sus espaldas una extraordinaria producción narrativa que tuvo sus inicios en el género del relato, que sin embargo el autor nunca ha abandonado, y que prosiguió con el género novelesco, a través de novelas como El comienzo de la Primavera o El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (ambas publicadas en Mondadori). En el 2014 publicó su ensayo El libro tachado a la vez que reeditaba, en una versión corregida y con nuevo título –Nosotros caminaremos en sueños-, su novela La puta mierda, una narración del absurdo acerca de la guerra de las Maldivas.
Decía Borges que los escritores argentinos “debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentino”. Me parece que estas palabras te definen como autor.
Yo también lo creo. En cualquier caso, definen bien el tipo de literatura argentina que me interesa y en el que me gustaría que se inscribiesen mis libros. Al menos específicamente en ese ensayo, y a pesar de algunos otros de sus textos que sí incurrían en ello, Borges nos alerta acerca de las contradicciones en las que se incurre cuando se asocia la literatura producido en un territorio con las ideas políticas que abundan en ese territorio, cualesquiera que sean, y esa advertencia todavía parece necesaria.
Literatura Mondadori
Literatura Mondadori
Y sin embargo, el propio Borges de joven fue nacionalista.
Sí, es verdad; sin embargo, a la altura de El escritor argentino y la tradición parece haber comprendido ya el engaño subyacente a los nacionalismos, y en particular a la asociación de lengua y territorio, una asociación que ha cristalizado en un error funcional a la enseñanza de la literatura así como a su comercialización, en el marco de la cual se suele vincular al autor con su nacionalidad de origen, pero que no por ser conveniente desde ambos puntos de vista resulta menos cuestionable.
Una asociación que, sin embargo, borran y ponen en entredicho los flujos migratorios que han llevado a autores a abandonar su tierra natal y a escribir desde otras latitudes.
Los flujos migratorios, particularmente numerosos en este momento (y las biografías de decenas de nosotros lo ponen de manifiesto), deberían llevarnos a hablar de una tradición de origen y de una tradición de llegada para los libros, lo que equivaldría a pensar en ellos tanto en relación al lugar y el contexto en el que son producidos como respecto al lugar en el que se los lee; sin duda esto complicaría la enseñanza de la literatura, a la vez que cuestionaría la imagen que el escritor tiene de sí mismo, pero también pondría en evidencia el hecho de que el lugar de nacimiento del autor es algo completamente ajeno al propio autor y, en general, azaroso.
Al fin y al cabo el lugar donde se nace es siempre una lotería.
Exacto, aunque esto no quiere decir que no sea influyente. En mi caso sin duda lo es, pero yo siempre he pensado en la identidad como algo que no está condicionado, como un sitio hacia el cual se llega; o, mejor aún, hacia el que se avanza sin alcanzarlo jamás, más que como un sitio desde el cual se parte.
Beatriz Sarlo definía a Borges como un escritor en la orilla, puede que sea precisamente la orilla el mejor lugar para el escritor.
La orilla es un buen lugar desde el cual escribir porque te permite obtener una perspectiva privilegiada de tu tradición nacional y enriquecerla en virtud de la frecuentación de aquello que no se produce en ella. Escribir desde fuera de Argentina (pero dentro de Argentina en muchos otros sentidos) resulta para mí muy enriquecedor: si bien los libros participan todos ellos de discusiones locales (y la argentina es una de ellas), se adecúan a otros contextos y se independizan de la intención original del autor. Es bueno estar en los sitios en los que esos libros se leen a pesar de no haber sido concebidos para ellos y observar qué se lee allí en ellos y cómo.
En efecto, la intención del autor es una cosa y el resultado que se obtiene con la obra otro.
Afortunadamente. La intencionalidad del autor se poner en entredicho cuando la obra es leída en contextos completamente dispares: El espíritu de mis padres…, por ejemplo, fue recibida de una forma en Alemania que difiere completamente del modo en que la misma obra fue leída en Gran Bretaña o en Estados Unidos. Para quienes como yo pensamos que el sentido es una cierta producción colectiva resulta muy placentero saber que los libros dicen cosas distintas a lectores distintos y que lo que les dicen es bastante diferente a lo que nosotros pensábamos.
Mondadori
Mondadori
Lo curioso con El comienzo de la primavera es que, si bien tiene como trasfondo el nazismo y la filiación al nazismo de filósofos como Heidegger, muchos han leído en él, solapándola, la historia de la dictadura argentina.
Este era el efecto que yo quería producir y me alegra de que lo haya producido en un puñado de lectores. Algunos autores escribimos historias que ocultan u obliteran otras historias subyacentes que nuestro lector ideal, pensamos, va saber descifrar; pero esto no siempre sucede.
La pregunta que se repite siempre es si el escritor debe tener presente al lector a quien se dirige o no.
Cada autor responde a esta cuestión de forma diferente, por supuesto; hay autores a quienes les resulta conveniente pensar en un lector en concreto, mientras que para otros la idea puede ser paralizadora. La escritura de un libro (en concreto de una novela) atraviesa distintos estadios y hay estadios en los que pensar en un lector puede ser contraproducente y estadios en los que, por el contrario, puede ser útil. La dificultad no estriba tanto en pensar o no en un lector, sino en determinar cuánta inocencia y cuánta autoconciencia puede permitirse un autor en el momento de escribir.
¿Consideras que un exceso de autoconciencia puede reprimir al autor de tal manera que su escritura se vea cohibida ante la imagen del hipotético lector?
Así es. Mi impresión como lector es que hay decenas de escritores magníficos a los cuales un exceso de autoconciencia les impide soltarse para crear una ficción verdaderamente relevante; en el caso de los escritores que además son críticos (como es mi caso) este conflicto está muy presente y lleva a dejar deliberadamente de lado la conciencia con la cual uno observa lo que hacen los otros para poder hacer lo que uno quiere realmente hacer sin que nada lo cohíba.
Decía Vila-Matas: “cuando estoy escribiendo no quiero leer una novela mala por miedo a que influya, pero tampoco quiero leer una novela buena porque entonces querré hacer lo que hace su autor”.
Es una frase que describe bien la relación del escritor con la lectura. En realidad el escritor lee las novelas de forma distinta a como las lee un lector, y en ocasiones lo hace tratando de comprender sus mecanismos para imitarlos. Es precisamente por ello que la autoconciencia no debe intervenir en el proceso de escritura, puesto que puede incluso obligarte a escribir una novela que adhiera a las ideas preconcebidas que tengas. En mi caso específico, la autoconciencia podría llevarme a creer que debo escribir las novelas que teóricamente Patricio Pron escribe, y el resultado (me parece evidente) sería desastroso, para mí y para el lector.
Escribir lo que supuestamente Patricio Pron debe escribir te llevaría a una repetición y a convertir las obras en la plasmación del sello de autor.
Además contradeciría una de las tareas de la literaria, la de permitir a su autor volverse otro. No tengo ningún interés en ratificar ninguna idea preconcebida con los libros que escribo, sean las que se tengan de mí o las que yo tenga acerca de determinados temas, en particular porque pienso que escribir un libro no consiste tanto en dar una respuesta como en formular preguntas.
Mondadori
Mondadori
Mirando tu obra en su totalidad, podríamos decir que El comienzo de la primavera y El espíritu de mis padres… son dos caras de una misma moneda, comparten una reflexión sobre la historia y sobre su relato.
Creo que Nosotros caminamos… también participa de la discusión acerca de cómo construimos los discursos históricos.
Sí, aunque en esta te alejas de las demás en cuanto a la forma paródica.
Sí, tal vez me desvíe en ella a nivel formal y quizás también la velocidad de Nosotros caminamos… parezca más elevada (está pensada para que el lector suspenda su capacidad de juicio y sólo la retome después de la lectura al preguntarse acerca del sentido, lo que, en otras novelas, por el contrario, se produce paralelamente a la lectura). Mi impresión es que las tres novelas comparten unas mismas inquietudes pero que lo hacen desde aproximaciones distintas, desde la historia personal, desde la historia colectiva y desde la tergiversación de esa historia colectiva.
Si en El comienzo de la primavera y el Espíritu de mis padres… es visible una filiación literaria con Piglia, Nosotros caminamos… dialoga genérica y estilísticamente con la literatura del absurdo, con Beckett o Fogwill.
Sí, es una buena forma de leer esos libros. Los autores nunca somos los mejores críticos de nosotros mismos; incluso a menudo somos los peores, pues padecemos una cierta miopía por proximidad que nos hace imposible ser completamente objetivos con respecto a nuestro trabajo. Yo creo tener una especie de mapa, y estoy convencido de que mis libros configuran una determinada figura en este tapiz, pero no estoy seguro de que la imagen que yo veo sobre el tapiz sea la correcta. Y, en cualquier caso, el lector está invitado a ver en él la imagen que desee.
En este tapiz se dibuja un interrogante acerca del valor del relato y la frontera entre el relato como ficción y la cotidianidad.
En las tres novelas que hemos mencionado y también en algunos relatos hay un intento por contribuir a la discusión acerca de qué forma negociamos el conflicto entre los términos supuestamente dicotómicos de ficción y realidad. Todos esos textos dan cuenta de una voluntad de participar en el debate sobre cómo esa negociación se ha producido históricamente y qué nos dice acerca de nosotros mismos y de la sociedad en la que vivimos en nuestros días.
Asimismo una constante de estas novelas es la consideración del relato histórico como relato de ficción.
Este parece un debate muy reciente y, sin embargo, es muy antiguo y conecta con la experiencia de las primeras lecturas que tenemos, en el marco de las cuales muchas veces nos preguntamos si lo que nos cuentan es ‘verdad’ o ‘mentira’. La pregunta más frecuente entre aquellos lectores que podríamos denominar ‘crédulos’ o ‘ingenuos’ es cuánto hay de verdad en lo que se les está contando; en este momento histórico, por cierto, muchos lectores conceden un gran valor al hecho de que lo que se les cuente sea verdad, pero los autores que a mí me interesan son aquellos que, a sabiendas de este “hambre de realidad”, avanzan en la dirección de dificultar estas cuestiones en vez de simplificarlas.
Se trata del género de la autoficción al que actualmente mucha literatura se inscribe.
Parcialmente sí, claro. Quizá la autoficción sea, por otra parte, el nombre que damos a obras que no son particularmente innovadoras (y sin duda no lo son en sus intenciones) pero configuran una literatura que nos obliga a poner en cuestión el estatuto de verdad de una forma que sí lo es. Casi todas las definiciones que se aplican a los textos, así como la distribución genérica que se hace de los mismos y que distingue entre obras de ficción y de no ficción, constituyen la cristalización de relaciones de índole económica y de poder; por consiguiente, es precisamente en esa frontera entre verdad y ficción donde, creo yo, es necesario intervenir a través de la literatura si se desea que esta sea políticamente relevante. Allí hay un trabajo pendiente, pienso.
Turner Noema
Turner Noema
A partir de estos temas cuya reflexión subyace en tus obras, podemos decir que por lo general tus novelas tienen como substrato genérico el ensayo.
Es posible, a pesar de lo cual no tengo mucho interés en ambas formas en un estado de pureza. Me interesa más trabajar con ellas, y hacerlo de manera que confluyan entre sí, puesto que así lo hicieron mis maestros en Argentina. Quizás la razón por la cual mis textos parecen tener un poso ensayístico se deba al hecho de que he sido formado por ellos y de esa manera.
¿Ves en la confluencia de géneros y, por tanto, en la construcción de obras que escapan de todo etiquetaje la manera que tiene la literatura de intervención crítica?
Sí, en parte sí. Desde luego, todos los textos que uno produce participan de las relaciones de poder que antes mencionaba, pero tengo la esperanza de que los míos participen de estas relaciones de una forma marginal, poniendo en cuestión el modo en que abordamos la literatura. En ese sentido, yo no pienso en dicotomías (ficción o no ficción, producción ensayística o producción novelesca, por ejemplo), sino en continuidades, en un continuo en el marco del cual la posición de lo que escribo así como mi propia posición varía todo el tiempo.
Sin embargo, ¿es factible la intervención desde la constante variación del posicionamiento, no del autor, sino de la obra?
En mi opinión es mucho más viable si el autor resulta difícil de clasificar. La insistencia de ciertos autores con respecto a ciertos temas y el hecho de que resulten siempre coherentes a nivel ideológico los enaltecen como sujetos, pero los desacreditan como autores políticos debido a que su insistencia en ciertas ideas induce en el lector al hábito, y eso los desactiva políticamente. Hay autores con los que me parece particularmente fácil coincidir políticamente, pero que con sus obras (al menos en mi opinión) generan en el lector un acostumbramiento tal que lo que dicen no provoca los mismos efectos políticos que provocaría si ese mismo discurso fuera emitido desde otro sitio; es decir, no desde la coherencia política o la certeza, ni tampoco desde la superioridad moral, cosa que me parece aberrante.
La constante indagación formal es la permanente puesta en discusión del lenguaje. No acaso, Adorno ve en la radicalización del lenguaje de Beckett la forma de intervención más crítica y menos concesiva con el presente, la sociedad y el individuo.
En el siglo XX alemán hay un cuestionamiento de lo que nosotros denominamos realidad desde distintos puntos de vista y sin duda uno de los más interesantes es el cuestionamiento que propone la filosofía del lenguaje de Wittgenstein. Puedes llamarme ‘wittgensteiniano’ si quieres, pero no acabo de creer en la existencia de elementos que no estén dentro del lenguaje y, por tanto, tengo la impresión de que actuar en ese ámbito es hacerlo en el de la realidad.
Si por una parte se dice que en literatura, y en arte en general, la forma es contenido, por otra parte hay quienes reprochan a la experimentación formal la vacuidad a nivel contenido, acusándola de experimentación por mera experimentación.
Yo diría, desde una perspectiva ya lectora, que muchos de aquellos discursos que se proponen como más rompedores a nivel de contenido fracasan al adherir a convenciones no sólo literarias, sino también sociales, que no son rompedoras en absoluto. Pienso como Adorno, a quien mencionabas hace un instante, que la política de la literatura es su forma, y que el contenido es aquello que damos al lector para que éste ceda ante lo que pretendemos decirle a través de la forma.
Con tu narrativa te inscribes en la tradición de Piglia, de Aira y del Saer de La Grande, marcada por la búsqueda de una nueva forma de escribir el relato histórico argentino
En el caso específico de Piglia y de Saer este tema conecta con unas determinadas inquietudes políticas propias de su generación y de las que ellos se hicieron cargo de forma completamente distinta: Piglia realizó la proeza de unir las que aparentemente eran las líneas dicotómicas de la literatura argentina previa a su irrupción y Saer creo un territorio por completo personal (y me temo que imaginario) en el cual no se trataba tanto de proponer una política de la literatura, sino de fijar un instante literario, un instante cultural. Me alegra que pienses en mis libros como parte de esa línea.
Pero ambos, desde el presente, pusieron en discusión a través del lenguaje el relato histórico recibido.
Es verdad que ambos se volcaron en el pasado; sin embargo, lo hicieron lanzando paradójicamente la literatura argentina hacia el futuro, y quizás no seamos del todo justos cuando nos referimos a ellos como autores que revisaron el pasado puesto que esa revisión estuvo determinada por el presente: las novelas de Piglia de los años noventa intervenían en el ámbito de las discusiones que dominaban la cultura argentina de esa época y creo que los escritores argentinos que hemos venido después escribimos también vinculándonos a las discusiones de nuestro presente. Miramos al pasado para cuestionarnos, por ejemplo, quién es hoy su narrador, quién se ha apropiado de su narración e impone una determinada lectura, pero nuestro interés está depositado en las discusiones contemporáneas, las que nos corresponden.
Tú te sitúas en medio de dos campos literarios, el argentino y el español. No pocas veces se ha criticado que la percepción literaria que se tiene desde aquí de Argentina no es la correcta, ¿cómo ves dichas relaciones?
En la relación entre Argentina y España creo que se producen una serie de errores de percepción, una cierta disonancia cognitiva. En Argentina se tiene la percepción de que España sería el sitio en el cual los escritores latinoamericanos deberían tener una existencia social como tales para aspirar a la ‘consagración’, cualquier cosa que esto sea, mientras que en España se tiene la impresión de que Argentina es un país de donde surgen talentos de forma continua. Ambas visiones son erróneas, pero (por supuesto) se requiere un tiempo prolongado de estancia en ambos sitios para saberlo. Las relaciones literarias entre ambos territorios prueban que nuestros sentidos nos engañan, y que las cosas se ven más grandes desde lejos.
Acerca de flujos migratorios y relaciones literarias, me gustaría preguntarte por Gombrowicz, del que todavía hoy poco se habla y que representa al autor sin patria, el escritor polaco que se reconvirtió en escritor argentino.
A Piglia le debemos entre muchas otras cosas la inclusión en la tradición literaria argentina de una serie de autores que una visión conservadora de la misma había excluido; pienso en Gombrowicz, en Guillermo Enrique Hudson y en Wilcock. (A César Aira le debemos, además, la de Copi.) La recuperación de estos autores me parece fundamental porque no supedita la conformación de la literatura a la idea romántica de la asociación entre lengua y territorio. Autores como Gombrowicz son introductores del cambio dentro de la tradición nacional, puentes; ejercieron esa función en un momento dado los escritores que gravitaban alrededor de la revista Sur, pero también los autores de la revista Contorno, los cuales, en un intento de fomentar un debate acerca de la literatura nacional, incorporaron modas y giros intelectuales que venían del exterior, específicamente de Francia. Más recientemente, esa función ha sido ejercida por Rodrigo Fresán, que nos ha descubierto un gran número de autores norteamericanos. En mi opinión, esa apertura, esa mediación entre literaturas nacionales es una forma de heroísmo.
Defines el cuento como un género que “requiere que la voz narrativa se desarrolle plenamente en un espacio tenso y muy reducido”. Si bien en la Argentina del siglo XX hay una larga tradición del relato, esta definición me retrotrae a Chejov y a la idea del instante.
Chejov es un autor muy importante para mí, por supuesto, así como para casi todos los autores de relatos que le han seguido. Estaba leyendo estos días los cuentos de Rodrigo Re y Rosa e, independientemente de mi opinión personal, me dio la impresión de que Rey Rosa no participa de esta tradición secular como tampoco de la tradición del fantástico latinoamericano, más específicamente rioplatense, que ha terminado impregnando muchas otras tradiciones. Yo encuentro ecos de este fantástico rioplatense en decenas de autores hispanohablantes, y el hecho de no encontrarlo en los cuentos de Rey Rosa me intrigó mucho.
Imagino que te refieres al concepto de neo-fantástico acuñado por Alazraki.
Sí, exacto, un concepto que a mí me parece singularmente productivo, ya que no apunta a la consolidación de un cierto género o subgénero sino a la apertura de los textos a la libre interpretación, incluso a una interpretación que no sea en clave fantástica sino también, a menudo, perfectamente realista.
Tus relatos que bien podrían encuadrarse en una tradición realista, comparten con el género de lo neo-fantástico o fantástico rioplatense el final abierto, la incerteza y la duda.
Sí, mis relatos tienden a un cierto realismo enrarecido, o a un fantástico que no tiende a la consolidación de un género sino a su disolución, que es lo que (por otra parte) proponían originalmente los autores del fantástico rioplatense. No muchos de ellos hablaron específicamente de fantástico y muy pocos tuvieron la convicción de que escribían literatura de género. Felisberto Hernández, por ejemplo, no fue precisamente un teórico de la literatura y lo que producía, al menos en su opinión, era una literatura claramente realista. Si bien es cierto Borges editó una antología de literatura fantástica junto con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, la antología incluyó cuentos sin una visión mágica del mundo. Muchos de los relatos de Borges y muchas de las novelas de Bioy pueden ser leías en clave realista estableciendo que parte de lo narrado es producto de la ensoñación de los personajes o de errores perceptivos. Allí hay un ámbito de trabajo, pienso.
En efecto, el propio Cortázar subrayaba la clave de lectura realista para sus relatos.
En mi opinión, eso proviene de Gogol: si lees relatos como La nariz o La avenida Nevski, lo que descubres es que se trata de un tipo de literatura que bajo la apariencia del chiste no duda en absoluto de sí misma y te fuerza a no dudar de ella. Marshall Berman sostenía que teníamos que leer La nariz en clave realista puesto que solamente desde esta perspectiva era posible observar la puesta en discusión de la percepción de realidad en una sociedad estratificada y profundamente disociada como la Rusia zarista.
Hablando de chistes, es imposible no pensar en Pynchon y como, entre otros muchos, el chiste de la bombilla es introducido en la narración de tal manera que reclama una lectura realista. Pynchon parece decirnos que debemos considerar real la anécdota de la bombilla.
Hay una reacción que Nosotros caminamos en sueños ha provocado y que me parece muy valiosa: se trata de la pregunta acerca de la cotidianidad y su percepción y, por tanto, de la pregunta que también provoca la narrativa de Pynchon, acerca de si lo que se cuenta es un chiste o no. Se trata de una pregunta de muy difícil respuesta, no en relación a la interpretación de la novela, sino al propio estatuto del chiste; se supone, que si se trata de un chiste, de un relato “no en serio”, entonces no participa de la realidad (a pesar de que no son pocos los textos que, siendo profundamente humorísticos, son extremadamente serios en sus vínculos con la realidad). La duda acerca del chiste provoca en el lector lo que Aira define como la sonrisa seria y apunta a generar una perplejidad muy útil para pensar cuestiones no solamente literarias, sino sociales y políticas. “¿Es o no es?” es el tipo de preguntas clave que la literatura responde y no responde al mismo tiempo.

16.2.15

Hustvedt: "El arte hecho por mujeres es menospreciado por sistema"

La escritora Siri Hustvedt plantea en  El mundo deslumbrante  un complejo juego de máscaras y falsas identidades para examinar los prejuicios de género en el arte

Siri Hustvedt, autora  estadounidense de El mundo deslumbrante./Pablo Castagnola./elpais.com/babelia
Todas las creaciones intelectuales y artísticas, incluso las bromas, las ironías o las parodias, tienen mejor recepción en la mente de las masas cuando estas saben que, en algún lugar detrás de una gran obra o de un gran engaño, se encuentra una polla y un par de pelotas”, reza el categórico inicio de El mundo deslumbrante (Anagrama), la nueva novela de Siri Hustvedt (Minnesota, 1955). Su protagonista es Harriet Burden, personalidad semiolvidada de la escena artística neoyorquina de los ochenta, convertida tras su muerte en objeto de estudio por parte de críticos y académicos. Más que como artista, fue conocida como esposa del poderoso marchante Felix Lord y anfitriona de deliciosas fiestas que reunían a toda la intelectualidad de Manhattan. Hasta que, en el tramo final de su vida, Harriet decidió orquestar un curioso experimento: se sirvió de tres hombres que le sirvieron de fachada para presentar sus propias creaciones ante el mundo. Escondida tras el rostro de jóvenes de perfil multirracial y sexualidad líquida, Harriet fue aclamada inmediatamente como una artista magistral.
Con su último artefacto narrativo, inspirado en esa noción de “personalidad poética” que enunció su admirado Kierkegaard, Hustvedt desenmascara “el prejuicio antifemenino en el mundo del arte”, pero también “cómo las ideas inconscientes respecto a la raza, el género y la celebridad influyen en la recepción de una determinada obra de arte”. Al ver aparecer su figura longilínea en el bar del hotel parisiense que le sirve de hogar durante un par de semanas, cabe preguntarse qué parte de la experiencia de Harriet compartirá la escritora, eclipsada a ratos por la fama cegadora de su marido, Paul Auster, pero cuya obra, que lleva dos décadas oscilando entre la novela y el ensayo, es depositaria de un prestigio intelectual seguramente mayor. Hustvedt respondió con pocos tapujos.
¿Cómo se alimentan sus novelas de sus ensayos?
Para mí, ficción y no ficción son vasos comunicantes. Mi trabajo como investigadora siempre alimenta a mi tarea de novelista, y viceversa. Lo bueno de la novela es que es un organismo maleable, que logra absorber todo tipo de cosas. No debes ceñirte a un argumento implacable y puedes introducir en ella ideas contradictorias. Se trata de un formato más libre que el ensayo. He intentado introducir esa flexibilidad y ambigüedad de planteamiento a mis obras de no ficción, pero no funciona tan bien como en una novela.
Se la califica a veces como “novelista de las ideas”. ¿Le disgusta esa etiqueta?
No, puedo aceptarla sin problemas. Es cierto que me fascinan las ideas y que estas aparecen continuamente en mis novelas. Lo que no significa que las escriba con la simple intención de transmitir una idea de orden filosófico. Para mí, escribir ficción es como ponerse una máscara. Pero no para esconderse, sino para revelarse.
En El mundo deslumbrante, cita a Oscar Wilde: “Dad una máscara al hombre y os dirá la verdad”. Pero Harriet se sirve de esa máscara no para revelarse a sí misma, sino sobre todo para alterar la percepción que los demás tienen de ella.
Me inspiré en una idea recientemente resucitada en psicología y neurociencia. En el siglo XIX, Hermann von Helmholtz enunció un concepto al que llamó “inferencia perceptiva inconsciente”. Lo que dijo es que raras veces logramos ver algo distinto de lo que estamos predispuestos a ver. Es decir, que nuestra visión del mundo está determinada por nuestras expectativas. Solo al darnos de bruces con algo extremadamente novedoso se produce una inmensa explosión que logra invalidar esa tendencia.
Las feministas jóvenes no han renunciado a la sexualidad. En los setenta sí hubo mucho puritanismo”
Lo novedoso es que introduzca esa teoría en el terreno del género.
Existen miles de ejemplos que demuestran que existe un realce de lo masculino en todas las artes. Si vinculas el nombre de un hombre a cualquier obra, será ensalzada. Si lo haces al de una mujer, será menospreciada por sistema. A estas alturas, me parece innegable.
¿No ha habido ningún cambio desde los días de George Sand o las hermanas Brontë, forzadas a hacerse pasar por hombres para que su obra se tomase en serio?
Existen ideas intrínsecas a nuestra civilización que siguen plenamente vigentes. Lo masculino se sigue asociando al intelecto y la cultura; lo femenino, al cuerpo y la naturaleza. Hay que ver este debate en términos históricos. En Estados Unidos, las mujeres no pudieron votar hasta 1920. En Francia e Italia, no fue hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Y en algunas partes de Suiza, agárrese, no fue hasta 1974. Se decía que, si votábamos, la democracia se hundiría. En muchas partes del mundo, las mujeres no han sido ciudadanas plenas hasta hace pocas décadas. No es sorprendente que el sexismo siga ahí. Y, a la vez, soy consciente de que hoy nadie pide que se nos retire el derecho al voto, así que algo habremos evolucionado.
¿Por qué ambientó este libro en el mundo del arte contemporáneo?
En Nueva York, el mundo del arte es un microcosmos constituido por personas izquierdistas y biempensantes, que nunca afirmarían que actúan siguiendo principios patriarcales ni se definirían como sexistas, pese a que en el fondo lo sean. Todo el mundo sabe que el mundo de la ciencia o el de la construcción son machistas. Llevarlo al terreno del arte me pareció mucho más estimulante.
Pero usted no ha vivido lo mismo que Harriet, ¿o sí?
Es cierto que no he tenido su mismo destino. No he sido ignorada, sino publicada e incluso celebrada. He tenido bastante suerte. Pero, a la vez, tampoco escapo a ese tipo de prejuicios. Tengo editores en algunos países que me mandan insistentemente portadas de color rosa con imágenes de mujeres, ¡incluso para los dos libros que he escrito con narradores masculinos! Para una escritora, el sexo es tan importante que lo colorea todo de rosa, incluso literalmente.
Su personaje sostiene que, durante décadas, se sintió solo “la anfitriona de las fiestas de su marido”. A un nivel distinto, ¿se ha sentido usted tratada a veces como simple consorte de Paul Auster?
Es un asunto complicado, ya que también tiene que ver con la fama. Pero tal vez le puedo contar una anécdota para responder a su pregunta. Hace unos años fui a Italia para promocionar uno de mis libros. Se presentó un periodista a entrevistarme. Nada más llegar, me soltó: “En realidad, no me interesan ni usted ni su libro. Solo me interesa su marido. ¿Me podría hablar de él?”. Fue uno de esos casos en que la estupidez se mezcla con la hostilidad. ¿Le sucedería algo así a un hombre? Podemos imaginar alguna excepción, pero yo creo que no. A la vez, cuanto mayor me hago, más claro tengo que como mujeres debemos ejercer el poder y la autoridad, y no esperar a que nos den permiso para hacerlo.
Todo el mundo sabe que el mundo de la ciencia o el de la construcción son machistas. Llevarlo al terreno del arte me pareció mucho más estimulante"
En los noventa, escribió un ensayo denunciando el puritanismo que invadía parte del movimiento feminista estadounidense. ¿Sigue siendo el caso?
No, eso ha desaparecido. Las feministas jóvenes no han renunciado a la sexualidad ni a lo sexy. Las chicas de hoy, como mi hija Sophie, que tiene 27 años, ejercen un feminismo muy distinto. En los setenta sí hubo mucho puritanismo, tal vez porque la mujer objeto era un concepto tan poderoso que había necesidad de suprimirlo. Con el tiempo, nos hemos dado cuenta de que somos sujetos sexuales y que no podemos renunciar a ello.
Incluso estrellas del pop como Beyoncé o Taylor Swift hoy se presentan como feministas. ¿Las ve como tales?
Sí, estoy a favor de lo que proponen. Beyoncé pretende rehabilitar la palabra feminista, que es algo que yo llevo muchos años intentando. Hasta no hace tanto tiempo, pronunciar esa palabra en público todavía provocaba muchos silencios incómodos.
En el libro, describe a Harriet como “un monstruo” y la compara incluso con la criatura del Doctor Frankenstein…
Es que Harriet se siente monstruosa y la gente la ve como un ser monstruoso. Yo entiendo lo monstruoso como algo que escapa a todo intento de categorización. Y ese es el caso de Harriet.
Lo que no queda claro es quién actúa aquí de Doctor Frankenstein. ¿Quién sería el responsable de la monstruosidad del personaje?
Qué bonita pregunta… [se para a reflexionar un segundo]. Creo que ella misma es parcialmente responsable de su situación, porque se trata de una mujer que se sabotea a sí misma. Pero también existen otros responsables, como su familia y la cultura en la que creció.
Precisamente, en un pasaje apunta que Harriet todavía recuerda el día en que su padre regresó de la guerra, como si fuera un hecho traumático. El personaje pertenece a una generación que maduró en un mundo gobernado temporalmente por mujeres, ya que los hombres se encontraban en el frente. Pero, cuando regresaron, esa ilusión de emancipación terminó bruscamente.
El relato de Harriet también es una historia cultural. Habla de una generación de mujeres diez o quince años mayores que yo, las primeras que accedieron en masa a la universidad, pero que después no fueron contratadas por nadie y tuvieron que volver a la cocina. El feminismo de los sesenta surge de esas mujeres enfrentadas a una involución. En pocos años, el modelo de mujer pasó de ser Rosie the Riveter [icono de la mujer obrera durante la guerra] al ama de casa con senos gigantes que se limitaba a preparar el desayuno cada mañana.
En el libro dice que las mujeres artistas son sistemáticamente ignoradas, con dos excepciones: las ancianas y las que ya están muertas.
De nuevo, tiene que ver con el estereotipo del objeto sexual. Por brillante que sea, una chica de veinte años no encaja en la categoría heroica de los genios. Cuando una mujer envejece y deja de contar con una sexualidad deseable, entonces puede producirse ese reconocimiento. Existen muchos ejemplos que lo demuestran, como Joan Mitchell, Lee Krasner, Alice Neal o Louise Bourgeois. Harriet es tan iracunda como esta última.
Por brillante que sea, una chica de veinte años no encaja en la categoría heroica de los genios"
A Harriet también la llaman loca para desacreditarla…
Es otro estereotipo habitual, pese a que Harriet no esté loca. Es neurótica e inestable y no se puede confiar en ella, pero no tiene nada de loca. Esos desequilibrios me fascinan. La psiquiatría y la neurociencia me parecen la mejor manera de comprender en qué consiste lo humano.
¿Por qué la neurosis, omnipresente en su obra, tiene tan mala prensa, cuando es claramente un signo de los tiempos?
Porque a todos nos gusta vernos —a nosotros mismos y al mundo en que vivimos— como mucho más coherentes de lo que somos. Intentamos definir el mundo a través de un puñado de categorías cognitivas, pero nuestra experiencia siempre logra desbordarlas, lo que produce ansiedad y temor. Una de las grandes funciones de la novela es explorar esa realidad pavorosa en un marco puramente estético, sin los riesgos que uno tomaría en la vida real.
Al quedarse viuda, Harriet se muda a Brooklyn, escapando de esa intelectualidad de Manhattan que tanto aborrece. Y usted, ¿se fue a vivir allí por esa razón?
En realidad solo me instalé con mi marido, que ya vivía allí cuando lo conocí. De eso hace treinta años y éramos demasiado pobres para poder vivir en Manhattan. Paradójicamente, Brooklyn ha acabado volviéndose chic y carísimo…
¿Le sorprende asistir a ese cambio?
Debo reconocer que es desconcertante. Al principio me dije: “Qué bien, por fin podré comprar un pan decente en tiendas gourmet”. Hasta que, un día, entendí que las cosas habían llegado demasiado lejos. El otro día cerró nuestra tintorería y los dueños de la tienda de la esquina acaban de recibir un aviso para marcharse inmediatamente. La gentrificación deja de ser buena cuando se transforma en avaricia inmobiliaria.