28.4.17

Ismaíl Kadaré: “De niño me creía Shakespeare”

El eterno candidato al Nobel publica La muñeca, relato de juventud donde se reconcilia con una madre ingenua y crédula, gracias a la que se convirtió en escritor
El escritor Ismaíl Kadaré. 

Ismaíl Kadaré (Gjirokastra, Albania, 1936) se despierta de la siesta con el verbo algo enredado. “Hoy tengo mal el francés”, advierte el eterno candidato al Nobel en su apartamento con vistas sobre los Jardines de Luxemburgo, cuya decoración no parece haber cambiado ni un ápice desde que se exilió en París a principios de los 90, huyendo de la Albania comunista. El escritor toma asiento en su sofá mientras escruta un ejemplar de su último libro, publicado por Alianza. La muñeca, dice leyendo el título en castellano, pero sin llegar a pronunciar la eñe. Le aclaramos el insondable misterio de la tilde. “Ah, no lo sabía”, se admira el escritor, mientras su esposa, la también escritora Helena Kadaré, acerca un par de cafés. La muñeca es un relato sobre su infancia, con el que el autor de El general del ejército muerto rinde homenaje a una madre exageradamente cándida, con la que el autor no siempre fue amable ni justo.
PREGUNTA. ¿Sigue esperando el Nobel?

RESPUESTA. Decir que no lo espero sería una falsedad. Soy escritor y, para mí, la literatura es la cosa más sublime del mundo. ¿Cómo puedo afirmar que el Nobel no me interesa? Sería una idiotez... Formo parte de los eternos candidatos al premio, por lo que supongo que me hallo en una espera pasiva. Tengo una historia íntima y extraña con el premio. En 1976 escribí El ocaso de los dioses de la estepa, con la concesión del Nobel a Pasternak como telón de fondo, donde describía el patetismo de la vida literaria soviética. En aquel momento ya aparecía en la lista de finalistas para el Nobel. Desde entonces han pasado 40 años.
En la Albania comunista, la adoración a la madre era la adoración al partido
P. ¿Por qué llama muñeca a su madre?
R. Era una mujer ingenua, que no estaba muy en contacto con la realidad. Era un personaje muy infantil, que se creía todo lo que le contaban. Cuando empecé a ser conocido, una vecina le dijo: “Ahora que tu hijo es famoso, ¡te va a cambiar por otra madre!”. La pobre se tomó la broma al pie de la letra. Llegó a casa desesperada, creyendo que la iba a cambiar por una actriz de teatro…
P. ¿En qué se parece a ella?
R. Supongo que todos los escritores compartimos cierta ingenuidad. No he necesitado trabajarla como personaje literario, porque era como si ya lo fuera por sí sola, sin necesidad de añadir nada. Mis padres parecían personajes creados de manera artificial gracias al arte de la literatura. Cada vez que los oía hablar, me quedaba estupefacto. Por ejemplo, me enfadaba mucho al oír sus conversaciones matutinas…
P. ¿Le parecían demasiado banales?
R. Sí, eso es. Ya a los 12 años, las encontraba triviales, fastidiosas, sin interés alguno. Me preguntaba por qué no reflexionaban sobre cosas más serias. Me irritaba que hablaran de cuánto costaba la comida y otras cosas así de idiotas. Mi padre y mi madre eran muy diferentes, pero tenían algo en común: ambos me dejaron vivir con una independencia extraordinaria. Muchos autores han tenido madres tiránicas y malvadas. Yo, no. En realidad, mi madre no tenía ninguna autoridad sobre mí.
P. En el libro dice que, gracias a eso, pudo convertirse en escritor.
R. Bueno, en realidad diría que lo fui desde siempre. Desde que leí a Shakespeare supe que iba a convertirme en escritor. Supe que tenía otro remedio que ser escritor y que iba a escribir igual que lo hacía él. No le esconderé que padecía ese mal llamado megalomanía… De niño estaba convencido de que era Shakespeare.
P. ¿Cómo reaccionaron sus padres cuando les dijo que escogía este oficio?
R. No se inmutaron. Pensaron que era una moda de aquella época. A los 12 años escribí un cuento para un concurso organizado en un periódico albanés. Lo publicaron, pero añadieron un comentario durísimo: “Es usted muy joven, tiene que trabajar más y, sobre todo, leer más”. Al verlo publicado, no me importó nada esa crítica. Estuve felicísimo al descubrir mi nombre escrito en el periódico. Lo encontrará grotesco, pero me pareció una gran victoria.
P. ¿Ha escrito este libro como una reconciliación con su madre?
R. Bueno, lo escribí más bien como un reconocimiento a la libertad que me dio, que me permitió tomarme muy poco en serio muchas cosas, empezando por la escritura. Su carácter infantil me ayudó a no mistificar la figura materna. En la escuela nos enseñaban que la figura de la madre era sagrada. Tenía que ser la persona más amada, alguien a quien no traicionarías nunca bajo ninguna circunstancia. Ese éxtasis de la madre tenía una explicación política. Durante el régimen comunista, la madre era el partido, que en albanés es un sustantivo femenino. La adoración de la madre era la adoración del partido. Mi madre me liberó de eso. Me permitió romper con esa solemnidad idiota.
P. ¿Se considera un escritor disidente?
R. Me parece un error juzgar la literatura de los antiguos países comunistas dividiendo entre disidentes y no disidentes. Para mí, los mejores escritores eran los que olvidaban esta distinción. En el fondo, los crímenes eran tan enormes que los esfuerzos de un escritor parecían ridículos respecto a aquella inimaginable monstruosidad. Nunca quise escribir para burlarme del régimen. Cuando uno respeta y sublima la literatura hasta el punto de convertirla en algo divino, en algo que forma parte del reino de los cielos, es cuando logra ganar.
P. Lleva 25 años en el exilio. ¿Qué efectos ha tenido en su obra?
La civilización europea, con sus pros y sus contras, sigue siendo la mejor que existe
R. Ninguna. Si lee un escrito mío de antes del exilio y otro de después, no logrará encontrar ninguna diferencia. Descubrir lo que le estoy contando fue una gran sorpresa. Los escritores de mi generación nos preguntábamos cómo escribiríamos en un régimen libre, intuyendo en nuestro foro interior que lograríamos firmar auténticas maravillas. Al caer el régimen, entendí que iba a seguir escribiendo igual, porque me seguían interesando los mismos asuntos que antes.
P. Dos décadas después de la rebelión de 1997, ¿sigue siendo Albania el verso libre de Europa?
R. No, ya no podemos decir eso. Hoy existe en Albania una libertad total. Hasta el punto que, vulgarmente, se dice que resulta incluso excesiva. La libertad exagerada no existe, aunque la rozamos cuando empieza el caos.
P. Creció creyendo que Europa era un ideal. ¿Lo sigue pensando?
R. La civilización europea, con sus virtudes y sus defectos, sigue siendo la mejor del mundo. Está lejos de la perfección, pero la propia humanidad también lo está. No se le puede recriminar a un león su tendencia a comerse a otros animales. La humanidad ha hecho cosas que van todavía más allá, por lo que no tenemos derecho a aspirar a un destino más dulce. Europa tiene un lado cruel, sin lugar a dudas. Y un lado injusto, sin lugar a dudas. Pero, cuando ponemos los pros y los contras en la balanza, sigue siendo la mejor civilización que existe.

7.4.17

Humberto Ballesteros: un buen secreto no tan escondido

El escritor colombiano radicado en EEUU acaba de publicar su segunda novela Juego de memoria y el libro de cuentos Cuaderno de entomología. Hablamos con él sobre su obra, el amor, la venganza y la memoria
Humberto Ballesteros, escritor colombiano radicado en Estados Unidos./revistaarcadia.com

Humberto Ballesteros, nacido en Bogotá en 1979, se define a sí mismo como un lector que no puede evitar escribir. Radicado en los Estados Unidos, Ballesteros acaba de publicar su segunda novela Juego de memoria y el libro de cuentos Cuaderno de entomología. En los ratos libres que le dejaban sus clases de profesor universitario contestó las preguntas de esta entrevista.
En la nota final de Juego de memoria señala usted que la escritura del libro le costó cuatro redacciones y varios años de trabajo. ¿Cuál fue el principal reto que encontró a la hora de escribir esta historia?
He descubierto que, en mi caso, buena parte de las historias que se me ocurren no se deja escribir a menos que tenga el oído preparado para escuchar a quien me las narra. Al escribir me gusta sentir que lo que hago, más que crear un relato, es transcribir lo que otros me dictan. Tal vez lo que ocurre es que no confío completamente en mi voz narrativa, pero sí en las voces ajenas que a mi narrativa le es dado escuchar. Y en el caso de Juego de memoria se me dificultó mucho encontrar esas voces. Comencé con un narrador masculino, pero por alguna razón esa versión no cuajó; luego intenté con un narrador omnisciente, pero muy pronto comprendí que el grueso de la historia no se podía contar así, que había que detallarla desde una perspectiva individual, subjetiva. Y por alguna razón, cuando al fin me topé con una narradora principal que era una mujer lesbiana, la historia fluyó. Con ese elemento vino, por supuesto, una ansiedad completamente diferente, porque la experiencia de una mujer homosexual no puede ser más diferente de la mía; pero la novela ya había decidido por mí, no se iba a dejar contar de otra manera, y me tocó acomodarme como mejor pude a esa imposición.
El libro centra la atención en el papel que juega la memoria en la vida colectiva e individual. ¿Cuál es, en su opinión, la importancia de tener palpitante el pasado?
Parte de lo que intento explorar en la novela es la relación problemática que existe entre la memoria y la identidad, tanto cuando se habla de personas como cuando se piensa en comunidades, en naciones. Recordar es un punto de partida esencial para saber quién se es; por eso las enfermedades cerebrales degenerativas son tan insidiosas, porque los afectados se pierden literalmente a sí mismos. Pero la memoria es de doble filo, sobre todo cuando los recuerdos que lo definen a uno son traumáticos. Entonces se vuelve terrible que se le imponga a uno la necesidad de construirse a sí mismo con base en una tragedia. Y siento que lo mismo les sucede a las naciones; cuando la historia que las precede y les da forma es violenta y absurda, eso crea una tensión entre la necesidad de definirse a partir de esa historia, y el llamado, igualmente imperativo, a superar esa historia, a moverse en alguna dirección que no implique la autodestrucción. Juego de memoria es una novela que intenta sopesar esa naturaleza ambigua de los recuerdos.
Es precisamente esta la disyuntiva que enfrenta la Tortuga: decidirse si perdonar al verdugo de su amada o vengarse aprovechando su estado de indefensión. La posibilidad de la venganza es una de las líneas argumentales más interesante del libro. Hablemos al respecto.
La venganza como eje del argumento es uno de los recursos más antiguos que tenemos los escritores. Está en Homero, en Esquilo. Y si se lo maneja bien es perfecto para crear tensión narrativa. Pero en el caso de "Juego de memoria", yo quería jugar de manera ligeramente diferente con esa tensión. No al estilo griego, ¿cuándo y cómo será que el sufrido héroe va a poder vengarse?, sino a la manera de Hamlet, donde las preguntas son más sutiles e insidiosas: ¿Se concibe esta protagonista a sí misma como vengadora? ¿Es eso de verdad lo que busca, lo que le interesa? ¿Y solucionaría algo? ¿Le serviría de algo a alguien, al menos a ella? Esas preguntas, por supuesto, son muy difíciles de responder. Yo mismo no tenía idea de lo que iba a hacer la Tortuga. No sé si haya podido mantener bien esa tensión, pero en caso de que lo haya logrado, me atrevería a decir que fue porque la historia me tenía a mí mismo en ascuas. Cuando comencé el capítulo donde se soluciona ese nudo, yo mismo no sabía lo que iba a pasar. Me tocó escribirlo para darme cuenta.
En algún pasaje La tortuga dice que la escritura es una trampa en la que es difícil no caer. ¿Cómo usted cayó bajo el hechizo de la palabra escrita? ¿Qué le proporciona la escritura que otras cosas no?
Creo que todos los que caemos en la trampa de las palabras y lo hacemos como lectores. Yo soy lector desde muy pequeño. Comencé con fábulas, fantasía y ciencia ficción, y desde entonces no he parado, ni pararé nunca, de leer obsesivamente ficción de todo tipo. De hecho a veces prefiero la palabra "lector" para describir mi oficio. "Escritor" suena pretencioso, tristemente, porque hemos asociado la figura del escritor a la del filósofo que cree saber reducir el mundo a un sistema lingüístico, o aún peor, a la del columnista de actualidad que gusta de explicarle el universo a la gente cada domingo. Yo prefiero concebirme como un simple artesano.
Y tal vez es eso lo que la escritura me da; esa sensación que estoy seguro de que otros artesanos también conocen, el carpintero que lija una mesa o el alfarero que moldea una vasija. Un sentimiento de totalidad contenida, de desdoblamiento humilde; una forma curiosa de estar en, de ser el objeto al que las propias manos, más que darle forma, le abren un espacio, un nido para que se permita crecer de la manera que le nace hacerlo. Cuando me pierdo en la escritura, en la transcripción de las voces que me cuentan historias, es eso lo que siento, y no hay libertad más grande.
Hablemos del oficio artesanal de la escritura y cómo cambia cuando se escribe una novela de un cuento. ¿Qué diferenció la escritura de Juego de memoria de la de Cuaderno de entomología, su más reciente libro de cuentos?
Según mi experiencia, el cuento es un género mucho más liberador. Es cierto que también es más exigente, pero por alguna razón no siento los límites del género como restricciones, sino como invitaciones a una forma mucho más lúcida y perfecta de la libertad.
De pronto eso tiene que ver con la manera como escribo cuentos. La única técnica que me funciona es tomar nota del argumento cuando se me ocurre, y emplear un día que tenga libre en escribir el borrador de un tirón. Luego, por supuesto, hay que corregir el resultado obsesivamente; pero si se escribe el primer borrador sin parar, y la idea es buena, casi que se garantiza la unidad, que es una exigencia absoluta del género. Así que, para mí, escribir un cuento es cosa de irme a una biblioteca con un cuaderno y pasar unas cuatro, cinco o seis horas soñando despierto sin parar. Y no hay nada mejor que se pueda hacer con un día que emplearlo de esa manera.
En cambio, la novela para mí es mucho más difícil. Escribo por espasmos, borro mucho más de lo que escribo. Abandono proyectos a la mitad porque se me han hecho insoportables y los retomo al cabo de meses o años. Y sin embargo sigo insistiendo, porque muy a pesar mío he tropezado con varias historias que necesitan del largo aliento para desarrollarse. 
Se me ocurre también que parte de la razón por la que me resulta tan difícil escribir novelas es que me gusta que sean redondas, unitarias, como los buenos cuentos. Me encanta leer novelas explosivas en las que el autor mete de todo, pero cuando escribo las mías no quiero que sean así; quiero crear una sensación de desarrollo fractal, de espacios con la forma necesaria que se abren precisamente donde uno lo espera y conducen a la sección del laberinto que tenía que ser. Y lograr eso es difícil, acaso imposible, con una novela, pero ese es el desafío que me gusta.