28.3.11

La libertad de un escritor

¿Qué es ser un escritor? Yo diría que es ser libre

Tenessee Williams, escritor y dramaturgo estadounidense.foto.fuente:Revista Ñ

Ya sé que hay escritores que no son libres, que trabajan asalariados, lo cual es una cosa muy distinta. Es posible que profesionalmente sean mejores escritores, tomado lo de mejor en su sentido convencional. Están al tanto de las exigencias de los éxitos comerciales y satisfacen a sus editores, y es de suponer que también a su público.

Pero no son libres, y por lo tanto no son lo que considero un auténtico escritor.

Ser libre es haber alcanzado el objetivo de tu vida.

Significa toda clase de libertades.

Significa la libertad de pararse cuando uno lo desea, de ir donde le apetezca y en el momento que le apetezca; significa ser viajero aquí y allá, un viajero que pasa por muchos hoteles, triste o contento, sin obstáculos ni demasiado pesar.

Significa la libertad de ser. Y como observó alguien muy sabiamente, si uno no puede ser uno mismo, ¿qué sentido tiene ser nada en absoluto?

19.3.11

Los maestros de Monzó

Una sugerencia: antes de leer la lista de los trece de Monzó, ¿te animas a hacer la tuya y ver si coincidís en alguno? Y si no, pues tienes trece lecturas muy apetecibles. De nada

El escritor barcelonés Quim Monzó en la fotogrfía de © Lisbeth Salas.fuente:revista eñe

«Hace años acepté pasar un fin de semana en un hotel de Sitges explicando a un grupo de quince o veinte personas qué entiendo por cuento y por narración, y las diferencias hay entre una y otra cosa, si es que las hay. Para aclarar un poco mis ideas preparé antes una lista de doce cuentos que me parecían —y me parecen— modélicos. Hubiesen podido ser muchos más, de los mismos y de otros autores, pero entonces hubiesen sido demasiados para poder hablar con detalle de cada uno de ellos.

»Al cabo de los años, un día busqué la lista y no la encontré en ninguna carpeta. Tiempo después, encontré en una galería de arte a una mujer que había asistido a aquellas sesiones. Hablamos de diversas cosas, entre ellas de aquel fin de semana. Le expliqué que había perdido la lista con los doce cuentos y me dijo que ella había conservado la que les repartí. Al cabo de unos días me pasó una fotocopia. La lista es esta. En vez de doce cuentos ahora hay trece porque el último lo leí hace pocos años y me parece injusto que no aparezca porque es una maravilla.

»"El cobrador", de Rubem Fonseca.

»"El regimiento extraviado", de Italo Calvino.

»"Continuidad de los parques", de Julio Cortázar.

»"El último viaje del buque fantasma", de Gabriel García Márquez.

»"Todos los hombres son iguales", de Adolfo Bioy Casares.

»"Los asesinos", de Charles Bukowski.

»"El amor es ciego", de Boris Vian.

»"Instrucciones para subir una escalera", de Julio Cortázar.

»"La revolución", de Sławomir Mrożek.

»"Invasión sutil", de Pere Calders.

»"Un accidente pedestre", de Robert Coover.

»"Muchacha que cae", de Dino Buzzati.

»"The cliff" ("El acantilado"), de Charles Baxter.»

Eñe es una revista de creación literaria dedicada esencialmente al cuento. Quim Monzó (Barcelona, 1952) es un maestro de cuento, reconocido como tal en las más de veinte lenguas a las que su obra ha sido traducida.

Es el autor de clásicos contemporáneos del género como La magnitud de la tragedia (1990), El porqué de las cosas (1994), Guadalajara (1996), Ochenta y seis cuentos (libro de 2001 que reúne buena parte de sus volúmenes anteriores; Premio Nacional de Literatura de Cataluña y Premio Lletra d'Or), El mejor de los mundos (2002) y Mil cretinos (2008), por citar solo su obra traducida al castellano.

El asunto es que, desde hace tres años, Monzó también publica artículos periodísticos diariamente. Antes lo hacía con una frecuencia más espaciada, pero sus editores y lectores no pueden —suponemos— sobrellevar el mono que da no leerlo.

Los artículos de Monzó son como sus cuentos. De hecho, cada vez se parecen más a sus cuentos: piezas contenidas (en todo el sentido de esta palabra) en una rigurosa economía expresiva y que encajan perfectamente con las estructuras y técnicas canónicas del género que se enseñan en las escuelas de escritura.

El director de la también barcelonesa revista Quimera, Jaime Rodríguez Z., dice, por ejemplo, que quien lee a Monzó de manera honesta, «con la cabeza pero también con las tripas», se convierte en mayor o menor medida en un acólito, en un creyente o, como mínimo, en un defensor de su obra.

17.3.11

El consejo de Tolstoi

Tercera entrega de notas para un diario

Escribir es difícil pero NO escribir, es más difícil.Tolstoi.foto.fuente Revista Ñ.

Lunes

Había dejado de tomar alcohol y tenía pequeñas perturbaciones que me producían efectos extraños. No lograba dormir y en las noches de insomnio salía a caminar por las calles vacías. El pueblo parecía deshabitado y yo me internaba en los barrios oscuros, como un espectro. Veía las casas en la claridad de la noche, los jardines iguales; oía el rumor del viento entre los árboles.

Martes

Salgo de esos estados medio encandilado como quien ha pasado demasiado tiempo mirando la luz de una lámpara. Me despierto con una rara sensación de lucidez, recuerdo vívidamente algunos detalles aislados –una cadena rota en la vereda, un pájaro congelado en la nieve, la frase de un libro–. Es lo contrario de la amnesia: las imágenes están fijas con la claridad de una fotografía.

Sólo mi médico en Buenos Aires sabe lo que está pasando y, de hecho, en diciembre, me prohibió viajar. Imposible, voy a dar clase.

Si me seguían los síntomas tenía que hacerme ver. Es un gran clínico y un hombre afable; siempre está sereno. Según él, yo padecía una rara dolencia llamada Cristalización arborecente. El cansancio acumulado y un leve disturbio neurológico me producían pequeñas alucinaciones.

Jueves

Hay un mendigo que pasa la noche en el estacionamiento del restaurant Blue Point, al fondo de Nassau Street. Tiene un cartel en el pecho que dice: "Soy de Orión" y viste un piloto blanco abotonado hasta el cuello. De lejos parece un enfermero o un científico en su laboratorio. Ayer, cuando volvía de una de mis caminatas nocturnas, me detuve a conversar con él. Ha escrito que es de Orión por si aparece alguien que también es de Orión. Necesita compañía, pero no cualquier compañía. "Sólo personas de Orión, Monsieur ", me dice. Cree que soy francés y no lo he desmentido para no cambiar el curso de la conversación. Al rato se queda en silencio y después se recuesta en el alero y se duerme. Tiene un carrito de supermercado en el que lleva todas sus pertenencias.

Viernes

Cuando me siento encerrado voy a Nueva York y paso un par de días en medio de la multitud de la ciudad, sin llamar a nadie, sin hacerme ver, visitando lugares anónimos y evitando los bares. Paro en Leo House, una residencia católica, atendida por monjas. Fue creada como hospedaje para los familiares que visitaban a los enfermos de un hospital cercano pero ahora es un pequeño hotel abierto al público (aunque tienen prioridad los sacerdotes y los seminaristas).

En Chelsea, encontré un video club Films noir especializado en películas policiales. El dueño es bastante simpático; lo llaman Dutsch porque es hijo de holandeses. Tiene algunas joyas inhallables, por ejemplo Detour de Edgard Ulmer, una película extraordinaria, súper serie B, filmada en una semana, casi sin plata; largos primeros planos de un viaje en auto, conversaciones en off, luces en la noche. Cuenta la historia de un hombre desesperado que hace auto stop y se pierde en los desvíos del camino. Parece una versión psicótica de On the road de Kerouac. Todo lo que encuentra por azar en la ruta es destructivo y mortal.

En realidad estoy buscando Sección: Desparecidos del director francés Pierre Chenal, basada en la novela de David Goodis, y filmada en Buenos Aires en los años cuarenta. Un film mítico que nadie ha visto. El holandés me aseguró que puede localizarlo pero tengo que darle tiempo, cree que hay un copia en uno de los sitios piratas del Perú, El polvo azul, donde se encuentran las réplicas de todas las peliculas que se han filmado en el mundo.

Lunes

Ayer cuando llegué de vuelta a casa era cerca de la medianoche. Encontré correspondencia atrasada en el buzón, pero nada importante, facturas sin pagar, folletos de publicidad. Miré un rato televisión, Los Lakers vencían a los Celtics, Obama sonreía con su aire artificial y campechano, un auto se hundía en el mar en un aviso de Toyota, en un canal estaban proyectando Possessed de Curtis Bernhart, una de mis películas favoritas. Joan Crawford aparece en medio de la noche en un barrio de Los Angeles y deambula por las calles extrañamente iluminadas.

Creo que me adormecí porque me despertó el teléfono y alguien que conocía mi nombre y me llamaba Profesor con demasiada insistencia, se ofreció a venderme cocaína.

Al sonar el teléfono creí que era un amigo que me llamaba desde Buenos Aires y bajé el sonido del televisor. Cuando el dealer se dio a conocer, pensé que todo era tan insólito que seguro era cierto. Me negué y corté la comunicación. Podía ser un chistoso, un imbécil o un agente de la DEA que estaba controlando la vida privada de los académicos de las Ivy League. ¿Cómo conocía mi apellido? En la pantalla las figuras silenciosas de Geraldine Brooks y de Van Heflin se abrazaban bajo la claridad pálida. Del otro lado de la ventana, vi la casa iluminada de mi vecino y, en la sala de abajo, una mujer con jogging que hacía ejercicios de Tai Chi, lentos y armoniosos, como si flotara en el aire.

Miercoles

Ultimamente han aparecido lo que podríamos llamar las utopías defensivas. ¿Cómo podemos escapar del control? Una estrategia de huida imposible porque no hay lugar de llegada. Hace unos meses hicimos una antología en Buenos Aires y le pedimos a veinte narradores de distintas generaciones que escribieran un relato situado en el futuro. Los textos, más que apocalípticos, eran ficciones defensivas, definidas por la soledad y la fuga. Son utopías que tienden a la invisibilidad, intentan producir un sujeto fuera de control.

Sabado

Las mujeres que salen a fumar a los portales de los edificios de Nueva York tienen un aspecto furtivo, me dice ella, son inquietantes. Se ven pocos hombres, cada vez menos, fumando en la calle. Las mujeres salen de sus empleos y encienden un cigarrillo bajo el aire helado, determinadas por la urgencia y la gracia seductora de la adicción. Un vicio débil, si se puede llamar así. Los yonquis todavía se esconden. Siento haber dejado de fumar, al verlas, me dice. Luego, como si continuara lo que ha dicho antes, dice: En esta época, por primera vez en la historia, hay más escritores que lectores de literatura.

Jueves

Después de tantos años de escribir en estos cuadernos he empezado a preguntarme en qué tiempo de verbo hay que situar los acontecimientos. Un Diario registra los hechos mientras suceden, no los recuerda, ni los organiza narrativamente. Tiende al lenguaje privado, al ideolecto. Por eso cuando uno lee un Diario, encuentra bloques de existencia, siempre en presente, y sólo la lectura permite reconstruir la historia que se despliega invisible a lo largo de los años. Los Diarios aspiran al relato y en ese sentido están escritos para ser leídos (aunque nadie los lea).

Martes

Trabajo en el prólogo a una edición de los últimos relatos de Tolstoi. Los escribía en secreto, escondido de sí mismo, y son, desde luego, excelentes, mucho mejores que los cuentos de Chejov.

Luego de la conversión que lo ha llevado a abandonar la literatura, Tolstoi decide dedicar su vida a los campesinos, convertirse en otro, ser más puro y más sencillo. Renuncia a sus propiedades, quiere vivir del trabajo manual. Resuelve aprender a hacer zapatos, porque un par de botas bien hechas son, según dice, más útiles que Anna Karenina . El zapatero del pueblo le enseña –con temor ante las incomprensibles excentricidades del conde– su viejo oficio.

Tolstoi anotó en su diario. Escribir no es difícil, lo difícil es no escribir. Esa frase tendría que ser la consigna de la literatura contemporánea.

ura contemporánea.

16.3.11

Ideas para interrumpir

"En Wakefield, cuento inolvidable de Nathaniel Hawthorne, hallamos una de las interrupciones más emblemáticas, por excelencia"

Seamos como los niños, ellos cuando algo les captala atención, nada los interrumpe.foto:archivo.fuente:elpais.com

¿Cuántas veces nos interrumpen al día? Tantas que, aunque solo sea porque nos interrumpiríamos a nosotros mismos, ni contarlas podemos. En Wakefield, cuento inolvidable de Nathaniel Hawthorne, hallamos una de las interrupciones más emblemáticas, por excelencia. Con ilustraciones de Ana Juan, lo publica Nórdica estos días para celebrar el quinto año, sin interrupción, de la editorial. Wakefield es aquel marido que se despide de su mujer por unos días y no es visto por nadie en 20 años. En el centro de Londres se desvincula del mundo. Se instala en secreto en una casa del barrio y espía a su esposa en su viudez. Un día, pasados ya 20 años, llueve. Le parece ridículo mojarse cuando ahí tiene su casa, su hogar. Sube pesadamente la escalera y abre la puerta. Saluda a su mujer como si no hubiera existido interrupción alguna en sus vidas.

Otro paréntesis memorable tiene lugar en un cuento de Bioy Casares. Un hombre se dispone a apretar el gatillo para suicidarse cuando observa que alguien le está deslizando una carta por debajo de la puerta. Se interrumpe, lee la carta. Es su sastre que le reclama una deuda. No sería elegante abandonar este mundo dejando sin pagar una cuenta de esa categoría y posterga el gesto final.

Nos interrumpen mucho al día, pero se da el caso de personas que, viéndose interrumpidas sin cesar, trabajan en un estado de gran felicidad. Cuenta Ricardo Piglia en una reciente entrevista (con Gastón García, Letras Libres) que una vez fue a ver a Manuel Puig y le encontró escribiendo en la cocina mientras la madre le hablaba y él veía una telenovela: "Puig escribía, y la madre le traía mate, y conversábamos y ahí estaba la tele. Es una escena bastante contemporánea".

Recuerdo que fue a Juan Cueto al primero al que le oí hablar de esas personas que leen dos diarios a la vez mientras ven un informativo de televisión y al mismo tiempo hablan por teléfono y consultan la meteorología en Internet.

¿Es la interrupción, como dice Piglia, un tema de la cultura contemporánea? No lo dudo. Pero hay ciertos misterios ahí por resolver. ¿Por qué, por ejemplo, distinguimos entre interrupciones que nos fastidian y otras que no? ¿Qué hace que no nos parezca que alguien nos interrumpe cuando lo está haciendo ostensiblemente? Y a la inversa, ¿qué hay exactamente de horrible en aquello que percibimos que nos interrumpe?

Tan inmersos nos hallamos en la realidad mediática que hasta nos olvidamos con frecuencia de que, si apagáramos de golpe la machacona mentira oficial, un mundo inédito podría estar aguardando al otro lado. Hablo de interrumpir sistemáticamente el discurso mediático y hablo también del placer -todavía un derecho personal- de dejar con la palabra en la boca a todos los peleles. Hablo de esa posibilidad que tenemos de entrar en otra realidad, de hecho en la realidad real. Hoy cuando ya es una constante que los intereses económicos consiguen que la realidad real no coincida con la mediática, propongo una humilde idea para sobrevivir: interrumpir el discurso mediático cada vez que intuyamos que eso que se llama inspiración consiste en lo que uno logra cuando se aparta de la falsa realidad. Téngase en cuenta que a veces, al apartarnos, hasta surgen destellos de un mundo con carga poética, de un mundo todavía posible.

Para colosal interrupción, aquella de la que nos habla Julio Ramón Ribeyro en La tentación del fracaso: "Leyendo hace poco a Cervantes, pasó por mí un soplo que no tuve tiempo de captar (¿por qué?, alguien me interrumpió, sonó el teléfono, no sé) desgraciadamente, pues recuerdo que me sentí impulsado a comenzar algo... Luego todo se disolvió. Guardamos todos un libro, tal vez un gran libro, pero que en el tumulto de nuestra vida interior rara vez emerge o lo hace tan rápidamente que no tenemos tiempo de arponearlo".

Y bueno, creo que hemos llegado al final. ¿Algo para arponear? No les interrumpo más, sigan alegres su camino.

15.3.11

Autobiografías

Mentiras, pistas falsas y distorsiones varias suelen estar a la orden del día cuando los escritores cuentan sus propias vidas

Autorretrato con palabras, pero, ¿sí se dice la verdad? Incognita literaria.foto.fuente:adncultura

Nací, el tercero de siete hijos, en Medford, Massachusetts, tan cerca de Boston que incluso cuando era un niño pequeño que iba caminando por las calles laterales hasta Washington School podía ver la punta de lápiz de la Torre de la Aduana desde las orillas del río Místico. El río era todo para mí: fluía a través de nuestra ciudad y, por recodos bordeados de juncos y pantanos cenagosos que ya no existen, llegaba al puerto de Boston y al oscuro Atlántico. Era la razón del ron de Medford y de los astilleros de Medford; dentro del Comercio Triangular, el río conectaba Medford con África y el Caribe... y Medford circulaba místicamente en el mundo.

Mi padre anotó en su diario: "Anne tuvo otro varón a las 7.25". Mi padre era un dependiente de embarque en una curtiembre de Boston; mi madre, una docente con educación universitaria, aunque pasarían veinte años antes de que volviera a la enseñanza. Los antepasados Theroux habían vivido en la zona rural de Quebec desde alrededor de 1690, durante diez generaciones, hasta que la undécima generación emigró a Stoneham, sobre el camino a Medford, donde nació mi padre. La madre de mi padre, Eva Brousseau, era en parte menomini, un pueblo de los bosques que se había establecido en lo que actualmente es Wisconsin durante miles de años. Muchos soldados franceses en el Nuevo Mundo tomaron por esposa o amante a mujeres menomini.

Mis abuelos maternos, Alessandro y Angelina Dittami, eran relativamente recién llegados a América, ya que habían emigrado por separado de Italia alrededor de 1900. Un italiano puede reconocer Dittami ("Dime") como apellido de huérfano. Aunque aborrecía cualquier mención que se hiciera al respecto, mi abuelo había sido un expósito en Ferrara. Cuando era joven, se enteró de quiénes eran sus padres -un conocido senador y su criada-. Después de una turbulenta crianza en hogares adoptivos y de un incidente operístico (amenazó con matar al senador), Alessandro huyó a América y conoció a mi abuela, con quien se casó en la ciudad de Nueva York. Se mudaron a Medford con la urgencia y la porfía de los inmigrantes decididos a construirse una vida a cualquier costo. Lo consiguieron, llegaron a ser prósperos y la mezcla de piedad y petulancia hizo que toda la familia se volviera insufriblemente sentenciosa.

La familia de mi padre, gente del campo, no tenía recuerdo de ningún otro lugar ancestral más que de América, porque consideraban a Quebec tan americano como Estados Unidos, indiferenciables, y la frontera, pura presunción. No tenían ningún sentimiento por Francia, pese a que la mayoría hablaba francés fluidamente a la manera quebequense. "Hazlo comme il faut ", era la frecuente exigencia de mi padre. " Mon petit bonhomme! ", era su expresión de elogio, con la pronunciación quebequense que convertía petit en " petsí ". Una exclamación frecuente en quebequense, " Plaqueteur! ", que significa "alborotador", es una palabra tan antigua que no figura en la mayoría de los diccionarios franceses, pero yo la escuchaba a menudo. Heroica en la guerra (hasta las hermanas de mi padre sirvieron en el ejército estadounidense), en casa la familia era afable y autosuficiente, con gusto por la caza, por cultivar una huerta y criar pollos. No tenían nada que ver con los libros. Conocí bien a mis cuatro abuelos y a mis diez tíos y tías. Prefería grandemente la compañía de la familia amable, lacónica, poco pretenciosa e ineducada de mi padre, donde todos me llamaban Paulie.

Y estas 600 y pocas palabras son todas las que escribiré de mi autobiografía.

En un punto decisivo -más o menos a la edad que tengo ahora, 69 años- el escritor se pregunta: "¿Escribo mi vida o dejo que otros se ocupen de hacerlo?". No tengo intención de escribir una autobiografía, y en cuanto a permitir a otros que practiquen en mí lo que Kipling llamó "el más alto canibalismo", me propongo frustrarlos interponiendo obstáculos en su camino. (Henry James dijo que los biógrafos eran "explotadores post mórtem".)

Kipling resumió mis sentimientos en un lacónico poema:

Y durante el escaso tiempo
que se recuerda a los muertos
no busquen nada más
que los libros que dejé atrás.

Pero para sembrar pistas falsas, Kipling también escribió un volumen de memorias, Algo de mí mismo , publicado póstumamente, y tan oblicuo y económico con la verdad que resulta casi engañoso. Por su táctica informalidad y su calculada distorsión se asemeja en gran medida a las autobiografías de muchos otros escritores. Por fin, aparecieron biografías de Kipling en que se cuestionaron los libros que dejó atrás, se diseccionó su vida un poco enclaustrada y se especuló (a veces de manera descabellada) sobre su personalidad y sus predilecciones.

Dickens empezó su autobiografía en 1847, cuando tenía apenas 35 años, pero la abandonó y, abrumado por los recuerdos de sus privaciones, pocos años más tarde se inspiró en ellas para escribir David Copperfield , que ficcionalizaba sus primeras desdichas y, entre otras cosas, tomaba de modelo a su padre para el personaje del señor Micawber. Su contemporáneo Anthony Trollope escribió una crónica de su vida cuando tenía alrededor de 60 años; publicada un año después de su muerte, en 1882, arruinó su reputación. Muy directo al hablar de su método en la ficción, Trollope escribió:

Hay personas que piensan que el hombre que trabaja con su imaginación debe esperar hasta que la inspiración lo induzca a la acción. Cuando he escuchado la prédica de esa doctrina, apenas si he podido reprimir mi desprecio. Para mí sería tan absurdo como si un zapatero tuviera que aguardar la inspiración, o un fabricante de velas esperara el momento divino en que el sebo se derrite. Si el hombre cuya tarea es escribir ha comido demasiadas cosas buenas, o ha bebido demasiado, o ha fumado demasiados cigarros -como a veces les ocurre a los hombres que escriben-, es posible que su estado sea desfavorable para su trabajo, pero también lo será el estado de un zapatero que haya cometido imprudencias semejantes... Una vez me dijeron que la ayuda más segura para escribir un libro era un poco de cola de zapatero en mi silla. Y por cierto creo mucho más en la cola de zapatero que en la inspiración.

Este párrafo tan directo anticipó la declaración del pintor moderno Chuck Close: "La inspiración es para aficionados. Yo simplemente me pongo a trabajar". Pero esta afirmación del gesto de poner el trasero en la silla fue usada en contra de Trollope y pareció conferir a su obra un carácter tan pedestre que le hizo sufrir un eclipse durante varios años. Si escribir sus novelas era como remendar zapatos -se razonaba-, sus libros no podían ser mejores que un par de zapatos. Pero Trollope simplemente había escrito eso con su genuino y malhumorado yo, y sus libros desafiantes representan una clase particular de memoria inglesa, sensata y nada fantasiosa.

Creer o no creer

Esa clase de autorretratos se remontan a la Antigüedad, por supuesto. Uno de los más grandes ejemplos de autobiografía es Mi vida de Benvenuto Cellini, una obra maestra del Renacimiento, llena de disputas, pasiones, desastres, amistades y autoelogio del artista. (Cellini también dice que una persona tiene que tener más de 40 años antes de escribir un libro semejante. Él tenía 58.) Los Ensayos de Montaigne son discretamente autobiográficos y revelan muchas cosas sobre el hombre y su tiempo: su comida, su ropa, sus hábitos, sus viajes; Las confesiones de Rousseau son un modelo de llana franqueza. Pero los escritores ingleses dieron forma y perfeccionaron el relato de la propia vida, convirtiéndolo en una forma de arte, una extensión del trabajo de toda una vida, e incluso acuñaron el término: el académico William Taylor usó por primera vez la palabra "autobiografía" en 1797.

Dado que la tradición de la autobiografía es rica y variada en la literatura inglesa, ¿cómo se justifica la escasez o la insuficiencia de autobiografías entre los escritores estadounidenses importantes? Hasta la incursión expurgada en dos volúmenes de Mark Twain resulta larga, extraña, digresiva y por fragmentos, explosiva e improvisada. Casi toda la obra estuvo dictada, determinada (según él mismo nos dice) por su estado de ánimo de cada día. Un chiquillo y otros , de Henry James, nos dice muy poco sobre el hombre y, formulada en su estilo ulterior y más elíptico, se cuenta entre sus obras menos legibles. Los diarios de Thoreau son obsesivos, pero tan estudiados y pulidos (los reescribía constantemente) que el autor acaba por ofrecerlos en su poco atractivo rol de Comentarista de la Aldea, escritos para ser publicados.

E. B. White idealizó a Thoreau y abandonó la ciudad de Nueva York con la aspiración de vivir una vida thoreauniana en Maine. Como corresponsal, también White parece no haber despegado los ojos de un público más amplio que el destinatario de sus cartas, incluso cuando les estaba respondiendo a niños de la escuela primaria preguntas que le habían formulado sobre su novela, La telaraña de Carlota .

París era una fiesta , de Hemingway, que es un centelleante ejercicio de miniaturismo pero también un retrato autocomplaciente, fue póstumo, al igual que los voluminosos diarios de Edmundo Wilson. My Life and Hard Times (Mi vida y mis tiempos difíciles), de James Thurber, es simplemente un relato humorístico. S. J. Perelman concibió un título soberbio para su autobiografía, The Hindsight Saga (La saga retrospectiva), pero sólo logró escribir cuatro capítulos.

No hay autobiografías de William Faulkner, James Baldwin, John Steinbeck, Saul Bellow, Norman Mailer ni James Jones, por nombrar a algunos de los más obvios maestros estadounidenses. Uno tiene la impresión de que esa empresa sería considerada algo demasiado bajo para ellos, o que hubiera disminuido su aura de chamanismo. Algunos de esos hombres alentaron a dóciles biógrafos y encontraron a muchos Boswell que habían recibido una beca Guggenheim para hacer el trabajo. El principal biógrafo de Faulkner omitió mencionar una importante relación amorosa del escritor, pero sin embargo encontró espacio para nombrar a miembros de un equipo de la Liga Menor de Béisbol que Faulkner había conocido.

Los ejemplos estadounidenses de intentos exhaustivos de autobiografía -como género opuesto de las memorias selectivas- tienden a ser raros y poco esclarecedores, aunque Kay Boyle, Eudora Welty y Mary McCarthy escribieron memorias excepcionales. Gore Vidal ha escrito un relato de su propia vida en Palimpsesto , y John Updike hizo un temprano intento en A conciencia ; ambos hombres eran distinguidos ensayistas, algo que los no autobiógrafos Faulkner, Hemingway, Steinbeck y algunos otros nunca fueron. Tal vez esta distinción sea crucial.

Lillian Hellman y Arthur Miller, ambos dramaturgos, escribieron extensas autobiografías, pero Hellman, en su autoconmiserativa Pentimento , omite decir que su amante de toda la vida, Dashiell Hammett, estaba casado con otra mujer. En Vueltas al tiempo , Miller reduce a su primera esposa, Mary Slattery, a una figura fantasmal que discurre fugazmente por las tempranas páginas de su vida.

"Todo el mundo sabe que no se puede creer demasiado en lo que las personas dicen de los otros -escribió en una oportunidad Rebecca West-. Pero no tanta gente sabe que se puede creer aún menos en lo que las personas dicen de sí mismas."

Confesiones a medias

La autobiografía inglesa sigue en general una tradición de digna reticencia que tal vez refleje la manera sobria y mesurada en la que los ingleses se distancian cuando escriben ficción. La tendencia estadounidense, especialmente en el siglo XX, era invadir la vida, a veces, borrando la frontera entre la autobiografía y la ficción. (Saul Bellow diseccionó sus cinco matrimonios en sus novelas).

Una notable excepción entre los ingleses, D. H. Lawrence, volcó su vida en sus novelas? una manera de escribir que le granjeó el favor del público estadounidense. La obra de Henry Miller, un gran defensor de Lawrence, es un largo anaquel lleno de escandalosas reminiscencias, que me estimularon y me liberaron cuando era joven? "¡Oh, toda esa agitada libertad sexual en el París bohemio!", pensé, ignorante del hecho de que para entonces Miller vivía como un esposo faldero y dócil en Los Ángeles.

Las formas del autorretrato literario son tan diversas que creo que podría ser útil enumerar las muchas maneras posibles de enmarcar una vida. La forma más temprana puede haber sido la confesión espiritual, la pasión religiosa por purgar una vida y hallar redención: las Confesiones de san Agustín son un buen ejemplo. Pero a la larga las confesiones cobraron forma secular: una confesión subvertida en historia personal. El atractivo de la Historia de mi vida , de Casanova, se basa tanto en las conquistas románticas como en su estructura picaresca, que hace que el autor siempre se salve por un pelo. El lector de Recapitulación , de Somerset Maugham, que el autor escribió después de los 60 años (murió a los 91), nunca advertiría que, pese a haber estado brevemente casado, Maugham era bisexual. Dice al principio del libro: "Esto no es una autobiografía, ni tampoco un libro de memorias". Sin embargo, incurre un poco en ambos géneros, a la manera reservada en que Maugham vivió toda su vida. "He estado ligado, profundamente ligado, a pocas personas -escribe, pero no va más allá-. No tengo ningún deseo de desnudar mi corazón, y pongo límites a la intimidad que quiero compartir con el lector." En ese digresivo relato, terminamos por no saber casi nada sobre la persona física de Maugham, aunque su reticencia sexual es comprensible, dado que esa orientación era ilícita cuando se publicó su libro.

Las memorias son típicamente más delgadas, provisorias, más selectivas que las confesiones, menos exigentes, casi informales, e insinúan que son algo menos que toda la verdad. Crónica personal , de Joseph Conrad, pertenece a esta categoría: consigna los hechos externos de su vida y algunas opiniones y recuerdos de amistades, pero ninguna intimidad. El acólito de Conrad, Ford Madox Ford, escribió una gran cantidad de memorias, pero incluso después de leerlas todas uno no tiene casi idea de las vicisitudes (adulterios, escándalos, quiebras) de la vida de Ford, que más tarde fueron relatadas por un laborioso biógrafo en el volumen The Saddest Story (La historia más triste). Ford rara vez era franco. Calificaba a su escritura de "impresionista", pero es evidente que la verdad lo aburría, como aburre a tantos escritores de ficción.

Entre las formas muy especializadas e inimitables de autobiografía en pequeña escala, pondría El enigma , de Jan Morris, que es un relato de su insatisfactoria vida como hombre, su profundo sentimiento de que sus simpatías eran femeninas y de que, en esencia, era una mujer. La solución de su enigma fue la cirugía, a la que se sometió en 1972 en Casablanca y que le permitió vivir el resto de su vida como mujer. Su cónyuge de toda la vida siguió siendo Elizabeth, con quien se había casado, como James Morris, muchos años antes. Otras destacadas memorias centradas en un tema son el autoanálisis de F. Scott Fitzgerald en El crack-up , John Barleycorn de Jack London, una historia de su alcoholismo, y Esa visible oscuridad de William Styron, una crónica de su depresión. Pero dado que el énfasis de esos libros está puesto sobre la patología, son singulares por ser casi historias clínicas.

En el otro extremo del espectro de las memorias breves pero potentes se encuentran las autobiografías en varios volúmenes. Osbert Sitwell necesitó cinco volúmenes para contar su vida, Leonard Woolf también cinco, agregando, de manera desconcertante, en su primer volumen Sowing (Siembra) la convicción de que "siento en lo más profundo de mi ser que, en última instancia, nada importa". El título de su último volumen, The Journey Not the Arrival (El viaje y no el destino), insinúa que tal vez cambió de idea. To Keep the Ball Rolling (Para mantener la pelota en movimiento) de Anthony Powell es el título general de cuatro volúmenes de autobiografía... y también publicó sus extensos diarios en tres volúmenes. Doris Lessing, Graham Greene, V. S. Pritchett y Anthony Burgess nos han ofrecido el relato de sus vidas en dos volúmenes.

Este cuarteto ejemplar resulta fascinante por lo que revela: la afección maníaco-depresiva de Greene en Vías de escape , la crianza de clase media baja de Pritchett en A Cab at the Door (Un taxi en la puerta) y su vida literaria en Midnight Oil (Aceite de la medianoche), la infancia de Burgess en Manchester en Pequeño Wilson y el gran Dios , y la desilusión de Lessing con el comunismo en Un paseo por la sombra . Lessing es franca con respecto a sus aventuras amorosas, pero como omite sus pasiones, quedan fuera sus experiencias emocionales. Recuerdo una cita de la novela Books Do Furnish a Room (Los libros amueblan una habitación), de Anthony Powell, en la que el narrador, Nicholas Jenkins, reflexionando sobre un montón de memorias que está reseñando, escribe: "La historia de cada individuo tiene un aspecto apasionante, aunque usualmente el pivote esencial es omitido o velado por la mayoría de los autobiógrafos".

En el caso de Greene, el eje esencial era su sucesión de relaciones apasionadas. Aunque no vivía con ella, siguió casado con la misma mujer hasta su muerte. No cesó de mantener otras relaciones amorosas y disfrutó de relaciones prolongadas, prácticamente matrimonios, con otras mujeres.

Los dos volúmenes de la autobiografía de Anthony Burgess se cuentan entre los más detallados y plenamente logrados -aparentemente, los de recuerdos más precisos- que he leído nunca. Conocí un poco a Burgess y estos libros suenan genuinos. Pero parece que gran parte del relato fue inventado o distorsionado. Una biografía íntegra, obra de un biógrafo furioso (Roger Lewis), detalla las numerosas falsificaciones de la autobiografía de Burgess.

Los dos soberbios volúmenes de V. S. Pritchett son modelos de la forma autobiográfica. Fueron muy aclamados y se convirtieron en best-sellers. Pero, a su manera, también eran arteros. Deliberadamente selectivo, por ser prudente, Pritchett no quería irritar a su feroz segunda esposa escribiendo cosas sobre su primera mujer, y el resultado es que parece que la esposa número 1 jamás hubiera existido. Y Pritchett tampoco escribió nada sobre sus romances con otras mujeres, algo que su biógrafo se tomó el trabajo de analizar.

Nunca consideré a Pritchett, a quien frecuenté socialmente en Londres, un mujeriego, pero cuando tenía un poco más de cincuenta años reveló su faceta apasionada en una carta muy franca dirigida a un amigo íntimo, en la que decía:

El puritanismo sexual es algo desconocido para mí; el único freno de mis aventuras sexuales es mi sentido de la responsabilidad, que según creo siempre ha sido un incordio para mí... Por supuesto que soy romántico. Me gusta estar enamorado... porque las artes del amor se tornan entonces más ingeniosas y excitantes...

Es una declaración notable, incluso esencial, que le hubiera conferido a su autobiografía una muy necesaria cualidad física si el autor se hubiera explayado sobre el tema. En el momento en que escribió la carta, Pritchett tenía una aventura con una mujer estadounidense. Pero no hay sentimientos de esta clase en ninguno de sus dos volúmenes autobiográficos, donde se presenta como un hombre diligente y sometido a su esposa.

Algunos escritores no sólo mejoran una biografía anterior sino que también encuentran maneras indirectas de alabarse a sí mismos. Vladimir Nabokov escribió Conclusive Evidence cuando tenía 52 años, después lo reescribió y lo amplió 15 años más tarde con el título de Habla, memoria , una versión más juguetona, pedante y enjoyada de su primera autobiografía. ¿O es ficción? Al menos un capítulo lo había publicado en un conjunto de cuentos ( Mademoislle O ) varios años antes. Y hay un pintoresco personaje que Nabokov menciona en ambas versiones, un tal V. Sirin. "El autor que más me interesó fue naturalmente Sirin", escribe Nabokov, y después de abundar sobre la sublime magia de la prosa del hombre, añade: "A través del oscuro cielo del exilio, Sirin pasó... como un meteoro, y desapareció, dejando tras de sí poco más que una vaga sensación de incomodidad".

¿Quién era ese émigré ruso, ese brillante dechado de virtudes literarias? El propio Nabokov. "V. Sirin" era el seudónimo literario de Nabokov cuando, mientras vivía en París y en Berlín, aún escribía novelas en ruso y, siempre burlón, usó su autobiografía para ensalzar a su yo anterior y convertirlo en un romántico enigma.

Al igual que Nabokov, Robert Graves escribió sus memorias, Adiós a todo eso , cuando era más bien joven, y reescribió el libro casi treinta años después. Muchos escritores ingleses han pulido su autobiografía cuando aún eran relativamente jóvenes. El ejemplo más extremo es el de Henry Green quien, creyendo que lo matarían en la guerra, escribió Pack My Bag (Empaca mi equipaje) cuando tenía 33 años. Evelyn Waugh se embarcó en su autobiografía cuando estaba al borde de los 60 años, pero (como murió a los 62) sólo pudo terminar el primer volumen, Una educación incompleta , que describe su vida hasta los 21 años.

Un día, en el Club del Plantel de la Universidad de Singapur, el director del Departamento de Inglés, D. J. Enright, quien entonces era mi jefe, anunció que había empezado a escribir su autobiografía. Distinguido poeta y crítico, viviría aún más de treinta años. Su libro, Memoirs of a Mendicant Professor (Memorias de un profesor mendicante), apareció cuando Enright tenía 49 años, como una suerte de despedida de Singapur y de la profesión docente. Nunca volvió a retomar ese libro ni tampoco escribió una continuación. El libro me desconcertó: era tan discreto, tan impersonal, un relato tan cauteloso de una vida que, yo lo sabía, era mucho más rica. Me resultó obvio que Enright era más sombrío que el adorable Mr. Chips de sus memorias; tenía mucho más que decir. Fui tan consciente de todo lo que Enright había omitido que desde ese momento me quedó una suspicacia hacia todas las formas de autobiografía.

"Nadie puede decir toda la verdad sobre sí mismo", escribió Maugham en Recapitulación . Georges Simenon intentó desmentir esa afirmación en sus enormes Memorias íntimas , aunque la aparición del propio Simenon en su novela Las memorias de Maigret -como un joven novelista ambicioso, intrusivo e impaciente, visto a través de los ojos del viejo y astuto detective- muestra un autorretrato creíble. Me gustaría pensar que es posible lograr una confesión al viejo estilo, pero cuando reflexiono sobre esa empresa, pienso -como deben de haber pensado mucho de los autobiógrafos que he mencionado- lo importante que es para un escritor guardar sus secretos. Los secretos son fuentes de fuerza y, sin duda, un poderoso elemento de sustento de la imaginación.

Kingsley Amis, quien escribió un volumen de memorias muy divertido pero también extremadamente selectivo, dijo en su prólogo que había dejado afuera muchas cosas porque no quería causar daño a las personas que amaba. Es una saludable razón para ser reticente, aunque toda la verdad sobre Amis fue revelada al mundo por su diligente biógrafo en alrededor de 800 páginas de intenso escrutinio, autorizado por el hijo del novelista: la obra, la bebida, las mujeres, la tristeza, el dolor. A mí me hubiera gustado leer la versión del propio Amis.

A muchos escritores se les debe ocurrir, como sombría premonición, que cuando la autobiografía ya está escrita, se la entregarán a un crítico para que la examine y evalúe su legibilidad así como su veracidad y su valor esencial. La idea de que mi vida puede sacarse un aplazo me pone los pelos de punta. Empiezo a entender las omisiones de las autobiografías y a los escritores que ni siquiera se toman la molestia de escribir una.

Además, a veces he desnudado mi alma. ¿Qué puede ser más autobiográfico que la clase de libros de viaje, una docena de volúmenes, que he estado escribiendo durante los últimos 40 años? En muchos sentidos, esa clase de libros entran en el territorio de la autobiografía. Todo lo que uno quiso saber siempre sobre Rebecca West está contenido dentro del medio millón de palabras de Cordero negro, halcón gris , su libro sobre Yugoeslavia. Pero el libro de viaje, al igual que la autobiografía, es la forma enloquecedora e insuficiente que he descrito en este artículo. Y la consignación por escrito de detalles personales puede ser una experiencia emocional devastadora. En el caso de unas memorias sobre un tema que me arriesgué a escribir, La sombra de Naipul , compuse algunas páginas con los ojos llenos de lágrimas.

La suposición de que la autobiografía señala el fin de la carrera de un escritor también me induce a no escribirla. He aquí, con redobles de tambor, el último volumen antes de que el escritor sea eclipsado por el silencio y la muerte, una suerte de despedida, así como un signo inconfundible de que uno ya está "borrado". Mi madre tiene 99 años. Tal vez si soy longevo, como ella lo ha sido, podría intentarlo. Pero no apostaría por eso.

¿Y qué es lo que hay para escribir? En el segundo volumen de su autobiografía, V. S. Pritchett habla de que "el escritor profesional que pasa todo el tiempo convirtiéndose en otras personas y lugares, reales o imaginarios, descubre que ha derrochado su vida escribiendo y que se ha convertido prácticamente en nada". Y Pritchett prosigue: "La verdadera autobiografía de este amante de su propio ego está expuesta, con su intrincado follaje, en su obra".

Me inclino más por adoptar el recurso de Graham Greene. Escribió un prefacio muy personal a cada uno de sus libros, en el que describió las circunstancias en las que lo compuso, su estado de ánimo, sus viajes, y después recogió esos prefacios en el volumen Vías de escape . Es un libro maravilloso, aun cuando haya omitido sus incesantes conquistas de mujeriego.

Cuanto más reflexiono sobre mi vida, tanto más me atrae la novela autobiográfica. El núcleo familiar es típicamente el primer tema que considera un escritor estadounidense. Nunca sentí que mi vida tuviera sustancia suficiente como para proporcionar los relatos anecdóticos que enriquecen una autobiografía. Nunca había pensado escribir sobre la gran familia parlanchina en la que crecí, y desde muy temprano desarrollé el útil hábito del escritor de ficción de tomarme libertades. Creo que me resultaría imposible escribir una autobiografía sin incorporar los mismos rasgos que deploré en las que he mencionado: la exageración, el artificio, la reticencia, la invención, el gusto por lo heroico, la mitomanía, el revisionismo compulsivo y todos los demás que son tan valiosos para la ficción. Por lo tanto, creo que mi Copperfield sigue haciéndome señas de que me acerque.

Traducción: Mirta Rosenberg
© Cape Cod Scriveners Co., 2011.
All rights reserved

ADNTHEROUX
Medford, Massachusetts, 1941

"Me gustan los trenes porque en ellos se puede hablar con la gente. Cuando viajo, no me interesan los edificios ni los monumentos, sino la arquitectura humana", dijo Theroux al diario El País de Madrid hace un par de años. Su libro más famoso fue escrito durante una larguísima travesía básicamente ferroviaria, en la que unió Londres y Tokio: El gran bazar del ferrocarril. La misma devoción de cronista sobre rieles mostró en El viejo expreso de la Patagonia. Muchas veces se lo ha citado como candidato al Premio Nobel, y es también autor de novelas, una de ellas muy célebre, llevada al cine por Peter Weir: La costa Mosquito. Otras obras importantes son La sombra de Naipaul, que reseña su amistad con el escritor V. S. Naipaul, Las columnas de Hércules y Las islas felices de Oceanía.

12.3.11

Decálogo progresivo

"Un cuento es una bola de nieve que cae por la ladera de una montaña arrastrando lo que encuentra a su paso. Tendrá varios finales"

Leonardo Valencia.foto.fuente:revistaeñe

Decálogo progresivo

1. Un cuento es un fantasma con esqueleto.

2. Un cuento es un bote que navega sin prisa sobre un mar en calma. Cuento-deriva.
I. En el trayecto el bote ha soltado minas que explotan con efecto retardado.

3. Un cuento siempre alude a otro cuento, lo copia, lo amplía, lo refuta o lo devora.
I. El primer cuento aludió a los mismos problemas de la vida.
II. El cuento es un origen que se mantiene como origen.

4. Mira fijamente como si encuadraras una foto, durante diez minutos, una calle, un rostro o una mano. Brotarán tantos cuentos que tendrás que cerrar los ojos. Pero ya será demasiado tarde.
I. Diane Arbus definió la fotografía como el secreto de un secreto. Y se llevó el secreto.
II. Un cuento, una foto y un fantasma comparten el secreto de familia. Lo sabía Cortázar y lo sabes tú.

5. La información por sí sola no sirve en un cuento. La emoción por sí sola tampoco. Pero una mínima información aplicada con pincel a la emoción de un personaje hace a un cuento inolvidable.

6. Si tienes un problema con tu cuento, convierte el problema en parte del cuento. El problema es lo más original que tienes. Si son seis problemas, mucho mejor.

7. Un cuento es una bola de nieve que cae por la ladera de una montaña arrastrando lo que encuentra a su paso. Tendrá varios finales.
I. Un final: la bola de nieve se estrella contra la estación de invierno y la destroza con un estruendo y hay varios muertos y heridos. Cuento-alud.
II. Otro final: la bola de nieve llega al borde de un precipicio y se lanza al vacío y se esparce en el viento y se convierte en virutas de nieve que caen, como si no hubiera pasado nada, sobre el bote a la deriva.
III. Ha pasado todo, por supuesto.

8. En un cuento-alud no sólo debes preocuparte de la corriente tumultuosa de la trama. Mira el paisaje que la rodea, detente, respira, rescata un ruidito —por ejemplo, la estridulación de un grillo— y luego vuelve a la corriente. Esta es la diferencia entre redactar y escribir.
I. Nota: en la nieve no hay grillos.
II. Nota: en tu cuento puede haber grillos en la nieve, pero debes describir cómo llegó hasta allí, mencionar que es un grillo macho —son los que hacen ruiditos para llamar a las hembras— y que está encerrado en una cajita de marfil, plástico o bambú, mejor aun si la de marfil o bambú están talladas.
III. Sí, he dicho ruiditos.

9. El tic de un personaje no es su comienzo, sino su largo, meditado, condenatorio final. Piensa en Walter Mitty y el señor Bidwell.
I. Ambos personajes son de cuentos de James Thurber.
II. Hay otros autores aparte de Thurber a los que vuelvo una y otra vez. Releer es el mejor aprendizaje. Seré más exacto: es el único aprendizaje [1].

10. Cuando declaren que el cuento es superior a la novela, no digas nada. Cuando declaren que la novela es superior al cuento, tampoco digas nada.
I. Nunca digas nada. Escribe.

Leonardo Valencia, nacido en Ecuador, en 1969, es el autor del «libro de cuentos progresivo» La luna nómada, que cuenta ya con tres ediciones, respectivamente corregidas y aumentadas (1995, 1998, 2004).

También ha publicado las novelas El desterrado (2000), El libro flotante de Caytran Dölphin (2006) y Kazbek (2008), y, junto con el crítico Will H. Corral, la antología Cuentistas hispanoamericanos de entresiglo (2005).

Actualmente prepara su siguiente novela Landor. Un ocultamiento, y compagina la escritura con la enseñanza en talleres literarios de escritura creativa. En ese ámbito, es director del Laboratorio de Escritura en Barcelona.

A continuación, sus consejos para escribir un buen relato de ficción, que él ha titulado...

[1] Releo siempre «En un bosque» (Akutagawa), «La sirena» (Lampedusa), «El libro» (Bruno Schulz), «La grosella» (Chéjov), «El licenciado Vidriera» (Cervantes), «Catedral» (Carver), «El nadador» (Cheever), «Las babas del diablo» (Cortázar, el que sabe de fotos y fantasmas), «La doble y única mujer» (Pablo Palacio), «El infierno tan temido» (Onetti), «Mr. Taylor» (Monterroso), «El dominio de Arnheim» (Poe), «El rincón feliz» (Henry James), «Eveline» (Joyce), «El milagro secreto» (Borges), «¡Diles que no me maten!» (Rulfo), «La casa inundada» (Felisberto Hernández), «El arte de desaparecer» (Vila-Matas), «Manos y corazones» (O'Henry), «Silvio en el Rosedal», (Ribeyro), «Últimas tardes con Teresa» (Marsé).
I. Hay que tener una biblioteca de cuentos.
II. —¡Última tardes con Teresa es una novela! —Lo es, pero también es un cuento perfecto.

10.3.11

Best sellers: el canon popular

El primer best seller literario fue el Quijote, que ya en su primer año tuvo tres ediciones piratas

¿Se trata de un fenómeno comercial, o bien de un canon literario popular, alternativo al académico? Repasamos su historia y sus hitos.foto.fuente:lavanguardia.es

Difusión, lectura absorbente, comercio y calidad literaria son conceptos que se discuten cuando hablamos de best sellers. Nuevos estudios aportan luz sobre la historia de los superventas, las razones de su éxito, sus tipologías y el espacio imaginario que crean

"Los best sellers -dice el historiador francés Pierre Nora- han sabido revelar en cada momento las sensibilidades latentes de una sociedad. Es como si el superventas sorpresa hubiera perforado el inconsciente colectivo". Aunque, eso sí -añade- "las razones de su éxito siguen siendo enigmáticas".

La opinión de Nora es un buen punto de partida para adentrarnos en un fenómeno sobre el que se cuenta con escasa bibliografía y de entrada plantea un problema terminológico: ¿de qué se habla cuando hablamos de best sellers? ¿De un fenómeno socio-comercial (libros que se han vendido mucho) o de un género literario (novelones extensos y entretenidos, considerados de escasa entidad literaria)?

No hay registros realmente fiables para fijar cuáles son los libros más vendidos de todos los tiempos. Existe coincidencia general en considerar a La Biblia como el número uno universal. Pero la discrepancia ya afecta al siguiente puesto. ¿Sería El Corán o bien El Libro Rojo de Mao Tsé Tung el segundo volumen más difundido de todos los tiempos? A ambos se les atribuyen ventas acumuladas por encima de los 800 millones de ejemplares, pero no hay autoridad que pueda arbitrar el desempate.

Si recurrimos a los rankings actuales accesibles por internet, generalmente de factura estadounidense, enseguida, tras los títulos citados, nos aparecen obras como el Manual del Boy Scout de Baden Powell (150 millones de ejemplares) o el libro de los Testigos de Jehová (107 millones). Las obras vinculadas a religiones o ideologías, y por tanto de consulta obligada para los respectivos creyentes, figuran siempre altas en estas relaciones. Ylos primeros autores literarios registrados suelen ser Charles Dickens (con Historia de dos ciudades o Canción de Navidad,por encima de los 200 millones) o bien Agatha Christie, la autora más traducida del siglo XX según la Unesco.

José Antonio Marina habla de un doble canon. "Tradicionalmente, la historia de la literatura se ocupa de los libros de mayor calidad, de los hitos importantes de la tradición literaria, desde un punto de vista intemporal. Solo importa su valor objetivo, que se manifestaría aunque solo un lector —el encargado de juzgarlo— lo hubiera leído. En cambio, en los best sellers, el público, el lector, tiene un protagonismo especial, puesto que es él quien decide lo que entra o no en esa historia. Dos cánones van a enfrentarse: el canon ideal y el canon real. Y cuando una obra está en ambos —en la historia de la calidad y en la historia de la popularidad— pertenece a una categoría especial, para mí apasionante, que denominaría canon total".

Para conseguir una panorámica fiable sobre las obras que a lo largo de los tiempos han constituido fenómenos sociales no podemos utililizar las ventas acumuladas a día de hoy, sino que tenemos que recurrir a las historias del libro y de la edición para detectar aquellas que tuvieron impacto, a veces con ventas que hoy nos parecerían insignificantes pero que en el seno de sociedades preindustriales con alto nivel de analfabetismo resultaban importantísimas.

En el periodo medieval, antes de la invención de la imprenta, cuando los textos se copiaban a mano, sabemos qué libros tuvieron éxito por el número de copias que se han conservado. La Leyenda dorada,del obispo de Génova Santiago de la Vorágine, considerado como el libro más difundido de la baja edad media, es una recopilación de vidas de santos con profusión de anécdotas curiosas y martirios truculentos. Sirvió de fuente a los pintores de la época, que para poder plasmar de forma creíble a San Pablo Ermitaño o Santa Eufemia recurrían a sus páginas.

Las novelas de caballería y algunos relatos de viaje como el de Marco Polo fueron otros hitos de la lectura en el Medioevo, coronada con una obra de devoción: la Imitación de Cristo (1441) de Tomás de Kempis, según algunos estudiosos el libro cristiano más reimpreso después de La Biblia.

La confrontación espiritual que marca el inicio de la edad moderna europea genera superventas, como el Elogio de la locura de Erasmo (1509) o los Escritos de Martín Lutero, cuya traducción de La Biblia al alemán registró 445 ediciones en sus primeros veinte años.

La literatura española marcó el gusto de la época. El lazarillo de Tormes (1554) se traduce a diez idiomas antes de acabar el siglo y crea escuelas de novela picaresca en media Europa. Pero el primer gran best seller literario internacional es, según el historiador Donald Sasson, Don Quijote de la Mancha,que al año de publicación de la primera parte contaba ya con tres ediciones pirata, y antes de quince años ya había sido traducido al francés, al inglés, al italiano, al holandés y al alemán.

Daniel Defoe, con su novela de náufrago Robinson Crusoe (1719) consigue 700 reimpresiones y traducciones en menos de cien años. La novela satírica Los viajes de Gulliver,de Swift, la romántica Pamela,de Samuel Richardson, y la pornográfica Fanny Hill,de John Cleland, animaron el panorama librero del siglo XVIII británico.

En Francia los superventas son ilustrados. Rousseau hipnotiza a las lectoras contemporáneas con La nueva Eloísa, que en muchos establecimientos se alquila por periodos de un día. Diderot y D'Alambert consiguen impulsar una eficacísima empresa para coordinar, imprimir y distribuir su magna obra en veintiocho volúmenes La Enciclopedia o diccionario razonado de las ciencias, artes y oficios.Cuatro mil suscriptores permitieron tirar adelante este proyecto que se prolongó a lo largo de treinta años, cambió el clima intelectual de su época y abonó el terreno para la Revolución francesa. En Alemania, el romanticismo de Goethe con su Werther impulsó tanto el suicidio por amor como la actividad lectora de la época.

Con la novela gótica se inaugura el éxito popular de lo que hoy llamamos novelas de género. Acogió historias fantasmales, neblinosas, grandguiñolescas, de El castillo de Otranto (Horace Walpole, 1764) a Malmoth el errabundo (Charles Maturin, 1820).

Pero es la difusión de la lectura generada por el revolucionario siglo XIX la que creará el best seller de la era industrial. El incremento de la alfabetización en Europa y EE.UU., las nuevas técnicas editoriales a partir de máquinas de imprimir automáticas, y los adelantos en materias de distribución favorecen un enorme dinamismo en el mundo del libro. El Ivanhoe de Walter Scott inaugura el superventas decimonónico, abriendo la línea en la que se ubicarán los folletones franceses, las novelas de anticipación y de viajes de Julio Verne, la intriga de Sherlock Holmes y las aventuras de Salgari y Karl May, la recreación histórica de Bulwer Lytton o las obras juveniles de la condesa de Segur o Edmundo de Amicis, entre otros de los hitos que puntúan brillantemente el best seller del siglo XIX.

El siglo XX, claro, acaba de fijar el fenómeno. La consolidación de EE.UU. como primera potencia mundial y el triunfo de la cultura de masas abren un nuevo espacio editorial y un recambio en el baremo de ventas, que hace eclosión en los años cincuenta. En un viaje por EE.UU. en esas fechas, Simone de Beauvoir constata que "un escritor que no se dedica deliberadamente a fabricar best sellers tiene problemas para vivir de su pluma". Se fija la nueva cifra que define un superventas: un millón de ejemplares. Y surge una generación de autores profesionales de grandes éxitos: James Michener, Harold Robbins o Irving Wallace producen incansablemente gruesos novelones que encadenan historias de amor y aventuras recurriendo a trucos y estructuras narrativas del folletón clásico para mantener el interés del lector. Best seller pasa a ser sinónimo de un tipo de narrativa amena y elaborada artesanalmente, que aspira sin disimulos a captar el interés del lector y al que la crítica deja de lado. En España, Planeta o Grijalbo crearán colecciones de best sellers antes de saber si esos libros se van a vender o no.

La respuesta cultural a esta hegemonía yanqui llega en los años ochenta, con el auge del best seller de calidad europeo. Bajo esta etiqueta se colocó a una serie de novelas que consiguieron la rarísima unanimidad de público y crítica; a menudo funcionaban como contraseña de grupo y la gente que los leía se reconocía entre sí como integrantes de una nueva cultura con fuerte base generacional. Fue un fenómeno inesperado. Milan Kundera, Marguerite Duras, Umberto Eco o Patrick Suskind estaban entre los autores de prestigio cultural que consiguieron por aquel entonces ventas multimillonarias.

La narrativa popular estadounidense contraatacó con una nueva generación de autores que marcaron algunas de las páginas más brillantes de su historia: Michael Crichton o John Grisham publican obras maestras de la ciencia ficción y el thriller, y junto a colegas como Tom Clancy abren el camino a la nueva dimensión industrial del éxito: el megaseller.En el primer decenio del siglo XXI la evolución editorial ya permite lanzamientos globales y unas cifras que no se podían soñar hace treinta años. El criterio del éxito realmente grande se marca en los diez millones de ejemplares. J. K. Rowling con su serie Harry Potter, Dan Brown, Stephanie Meyer con sus vampiros adolescentes o Stieg Larsson encarnan esta nueva dimensión.

La reflexión sobre el best seller nos obliga a preguntarnos sobre sus tipologías. Es falso que sean sinónimo de obras de entretenimiento. En la historia contemporánea encontramos numerosas obras testimoniales o de denuncia que han sido superventas: La cabaña del tío Tom y su alegato antiesclavista, Sin novedad en el frente en clave antibélica o el Diario de Anna Frank, la obra más difundida sobre los horrores del nazismo, desde una perspectiva de reclusión doméstica.

No hay gran momento histórico sin su novelón best seller: la Revolución francesa tuvo Historia de dos ciudades,de Dickens; la Guerra de Secesión, Lo que el viento se llevó;la revolución rusa, Doctor Zhivago;la guerra civil española, Los cipreses creen en Dios.

Otra tipología bestsellerística habitual es la de las fábulas y relatos simbólicos, de calidades tan variables como las que separan al Siddharta de Hesse de El alquimista de Paulo Coelho, y El viejo y el mar de Hemingway de Quién se ha llevado mi queso de Johnson.

La herencia de Eugenio Sue ha dejado su huella en los culebrones de nuestro tiempo, como los novelones de Harold Robbins o Ken Follett, repletos de amores y desamores, encuentros inverosímiles y malvados sin alma.

La intriga, el género sentimental, el erótico, el gótico, la aventura, la autoayuda y superación personal, la gastronomía y vida cotidiana son buenos amparadores de superventas. Y la amenidad, el lenguaje claro, la narratividad y el tono positivo suelen ser elementos recurrentes en su planteamiento.

8.3.11

Plagios

La vía rápida que impone nuestra sociedad para todo, incluida la adquisición del éxito y el reconocimiento -con pingües beneficios-, hace del plagio una especie de AVE supersónico que usa las vías apresuradas del cinismo y la desvergüenza

foto.fuente:hoy.es
EL plagio, como un eco sin dueño aparente, es un fenómeno que ha existido siempre. Hay quien dice que en la propia Biblia se contienen episodios plagiados de otros relatos legendarios, como la figura de Noé y el diluvio, que se contiene casi exactamente en la epopeya de Gilgamesh, personaje de la mitología sumeria. Pero ciñéndonos a tiempos más actuales, es verdad que pensar y crear son procesos que requieren cierto esfuerzo, y el deseo de conseguir altas metas valiéndose del trabajo de otros puede llegar a ser realmente tentador. Y, ojo, no solo plagian los tuercebotas incapaces de crear algo propio: la Historia está llena de estos robos cutres y picarescos por parte de figuras a priori poco sospechosas de caer en esta fechoría intelectual o, cuando menos, que no lo hubieran necesitado; algunos ejemplos de nuestros tiempos son Pablo Neruda, quien en sus 'Veinte poemas de amor y una canción desesperada' plagió claramente a Rabindranath Tagore. O el mismo Camilo José Cela, que también plagió a María del Carmen Formoso en 'La cruz de San Andrés', obra con la que consiguió el premio Planeta.
Pero, con todo, son legión los autores claramente mediocres los que usan la moderna herramienta del 'corta-pega' para suplir sus carencias intelectuales y sus prisas de celebridad, insalvables en muchos casos; botón derecho, botón izquierdo del ratón y me hago obispo. Muestra paradigmática de estos 'escritores' de nueva estirpe fue hace unos años el de Ana Rosa Quintana, reportera sonrosada metida a cultivada novelista con un descarado plagio a Danielle Steel en su obra, aspirante dopada a best seller, 'Sabor a hiel'. La vía rápida que impone nuestra sociedad para todo, incluida la adquisición del éxito y el reconocimiento -con pingües beneficios-, hace del plagio una especie de AVE supersónico que usa las vías apresuradas del cinismo y la desvergüenza. El arquetipo del plagio adopta ya un espectro dilatadísimo que se sustancia en todo tipo de producción, ya sea literaria, musical, de logotipos, etc., que van desde las tesis doctorales hasta las letras de las murgas del carnaval: ahí tenemos al hijo de Gadafi, plagiando su tesis sobre la democracia, por cierto (!). O el todopoderoso ministro alemán Guttenberg, que se ha visto forzado a dimitir. A la vista de este panorama, donde ya es difícil diferenciar lo que es de pata negra o una vulgar falsificación, veo irrecuperable el concepto de honestidad. La sobreponderación del poder, la fama y el dinero han eclipsado ya aquellas virtudes en las que un día confiamos: pureza, rectitud, integridad, honradez. Bendita adolescencia idealista.

5.3.11

La vocación

Pasar fijándose Carolina Sanín reflexiona sobre los escritores y sus egos

Carolina Sanín, escritora colombiana.foto.fuente: revistaarcadia.com

Uno lee por primera vez su nombre en letras de molde y empieza a querer ser ese nombre escrito. Ha publicado en el anuario del colegio unos poemas, digamos, y las mamás lo han felicitado, y los compañeros han empezado a mirarlo un poco como si tuviera un secreto y un poco como si pudiera leer los secretos de ellos. Uno empieza a ser más solitario que lo que tal vez quiso, pero uno va a ser escritor (o, entiéndase, escritora): tiene vocación para la soberbia, así que le gusta parecerse a un lobo, acechado por la desconfianza propia y la suspicacia ajena. Uno se va volviendo paranoico.

Uno ha entrado a la facultad de letras y se ha hecho soberano, investido por su sobrecogedora aspiración. Desprecia a quien pretenda enseñarle algo, salvo, quizás, a uno o dos y a Borges. Uno se impone la condición de escribir durante tres horas al día (ha leído la cifra en una entrevista a algún autor). Se vuelve obsesivo. El martes no escribió, de modo que el miércoles debería pasar seis horas escribiendo. Llega el miércoles de la semana siguiente, y ya debe 24 horas, un día entero que no tuvo lugar. Le toca encontrar en otra revista el dato de que W. Whitman escribía con menos diligencia. Un compañero de clase le cuenta que W. Benjamin llevaba siempre consigo una libreta. Uno empieza a apuntar cuanto oye en la buseta. Adquiere un comportamiento compulsivo.

Uno lee a qué edad Fulano publicó su primer libro. ¿Cuánto tiempo tengo? ¿Cómo se contacta a un editor? Seguro hay algo que todo el mundo sabe, menos yo. Uno no se da cuenta de que está educándose en la envidia. Manda cuentos a concursos. Se esfuerza en inventar seudónimos para parecer que no es uno. Lee que los escritores renuncian a la vida por la escritura, algo así, y se dice solemne, como casándose consigo: "Quiero". Lee a Kafka y Garcilaso, y piensa que la gloria póstuma es la noble. Mientras escribe, llega a sentirse puro, en cualquier acepción del término. Pero no gana ningún premio y no termina ningún libro. Entonces, se deprime.

Uno, en fin, publica una novela, y consigue amigos y colegas, gente que quiere lo mismo que uno cree haber querido siempre. Pero uno es de un país donde leen pocos, demasiado pocos para tantos amigos y colegas. Uno, que ha admirado a Pynchon por no dejarse retratar, acepta salir en la revista Caras para que se haga justicia con su trabajo tan sacrificado. Uno recibe insultos de un amigo, soberbio como cualquiera, que se queja de que la revista en la que uno publica una columna no lo elogia a él lo suficiente. Uno se enfurece y se caga, con perdón, en la amistad. Uno sabe que los festivales literarios son banales, y se presenta en todo festival al que lo invitan. Uno se sabe menos puro, y qué: la experiencia le ayudará a escribir mejor. Uno se busca en Google a menudo. Se vuelve egomaníaco.

Uno se entera, indignado, de que muchos de los grandes premios literarios del mundo hispanohablante están arreglados de antemano, y que sus organizadores se enseñorean, buscando legitimidad, de la esperanza de los anónimos que envían manuscritos por correo. Uno ha recitado a Gabriel Celaya: "Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan / decir que somos quien somos". Pero un día se descubre codiciando un premio de esos. Porque "así es como funciona ese mundo, y todo el mundo sabe". Porque, de todas maneras, lo merecería. Uno da la espalda a la empatía y a la justicia. O sea, empieza a tener una conducta un poquito psicopática. Pero se trata de libros nada más: el fraude no tendría importancia, nadie se quedaría sin luz eléctrica. Y entonces descubre, muy penosamente, que no tendrá que sacrificar nada real por la literatura; que el deseo de leer su propio nombre lo tentará, si acaso un día, a renunciar a su buen nombre. Pero si ese día llega y uno se resiste, también con su resistencia podrá seguir cultivando la soberbia.