30.7.11

Matar es un acto cotidiano


Una vida atormentada fue determinante en la narrativa de Patricia Highsmith, que creó personajes tan espeluznantes como ella misma
La Dama Oscura. Los personajes psicopáticos de Highsmith tendrían que ver más con su propia vida que con su capacidad como narradora.foto.fuente:Revista Ñ

Ningún amante del cine podrá olvidarse jamás de la expresión perpleja y temblorosa de Bruno Ganz al interpretar en la película El amigo americano (1977) el personaje de Jonatham Zimmermann, un humilde fabricante de marcos alemán que cae en la perversa trampa de su amigo, Tom Ripley. En aquella película de culto dirigida por Win Wenders, a Zimmermann le hacen creer que tiene leucemia, y de esta manera se lo empuja sin más a cometer un par de asesinatos, bajo la promesa de que su mujer y sus hijos heredarán el dinero. De esta manera, Win Wenders parece coincidir allí con el argumento central de Patricia Highsmith, la autora de El talento de Mister Ripley , la novela de 1955 que dio origen al filme: matar es un acto cotidiano.

Sobre esta obsesión –que por otra parte insiste como núcleo productivo en toda la serie de la novela negra– giran las setecientas sesenta y seis páginas de la monumental biografía de Patricia Highsmith que acaba de publicar Circe y que escribió Joan Schenkar, una autora dramática muy popular en los Estados Unidos. Bajo el argumento de que pocos escritores han saboreado el dolor o sufrido el placer de la repetición más que Patricia Highsmith, la autora estructura la biografía de una manera poco convencional, pero convincente. Desde aquí el libro no sigue la cronología de la vida de Highsmith a partir de una línea temporal sino que se arma en torno a una serie de obsesiones que insistieron a lo largo de su vida y que produjeron esa personalidad tan especial y archiconocida de la escritora norteamericana. Autora de más de treinta textos, entre los que se destacan sus extraordinarios ocho libros de cuentos, la fama le llegó a Highsmith muy tempranamente, si se tiene en cuenta que su primera novela, Extraños en un tren (1950) fue llevada al cine por Alfred Hitchcock.

Joan Schenkar sostiene que aquello que hizo famosa a Patricia Highsmith y le permitió incluso lograr un buen reconocimiento de la crítica –es decir: lo que se podría interpretar como su artificio literario– tiene grandes similitudes con la peripecia vital de la escritora. De esta manera la creación de personajes psicopáticos que se mueven en la frontera entre el bien y el mal –entre los cuales sin lugar a dudas el de Tom Ripley es el más importante–, tendría mucho más que ver con la propia vida que con su capacidad como narradora. Y en este sentido, sus afirmaciones son contundentes: "Durante gran parte de su vida Patricia Highsmith fue una mujer increíblemente dura (y no sólo dura, sino 'dura de Texas', dice su legendario editor estadounidense Larry Ashmead), con un interior extremadamente amargo. Al principio y al final, las esperanzas de muchos amigos y amantes chocaron contra su irrompible coraza. Lo que veían debajo, si es que conseguían llegar a verlo, normalmente era más de lo que podían aguantar. Pero Pat lo aguantaba, y lo hacía con fortaleza".

El acceso a los archivos literarios de Patricia Highsmith que se encuentran en Berna, una gran parte de material que no había sido visto ni publicado hasta ahora, le permite contar a Joan Schenkar con la posibilidad de ver y desmenuzar algunos secretos de su vida pero también de su estilo: su buen ojo de forense para los detalles, su extremada conciencia de las formas en que puede enumerarse la actividad humana. En este sentido, la biógrafa reconoce que aunque detestaba el mundo freudiano –más allá de que sobre el final de su vida atormentada, alcohólica y misógina la escritora pensó en la posibilidad de realizar una terapia de este sesgo–, la personalidad de Patricia Highsmith puede ser claramente comprendida al revisar los primeros años de su infancia.

Patricia Highsmith nació en 1921 con el nombre de Mary Patricia Plangman, en Forth Worth, Texas. Los padres de la escritora se divorciaron cinco meses antes de su nacimiento, por lo que Patricia no conoció a su padre hasta los doce años. Pasó los tres primeros años de su vida bajo la crianza de su abuela materna hasta que, intempestivamente, su madre se casó con otro hombre que le daría el apellido Highsmith y se la lleva a vivir con ellos a Nueva York, arrancándola violentamente del mundo en que vivía y condenándola a una relación de odio absoluto con su padrastro.

En este sentido, Schenkar recuerda que cuando tenía unos diez años la escritora se encuentra con la obra The Human Mind , de Karl August Menninger, que fue quien popularizó el psicoanálisis freudiano en los Estados Unidos. Menninger sería quien le proporcionó a la pequeña Patsy "modelos clínicos" con los que comparar sus propios estados mentales cambiantes, estados a los que la niña siempre estaba extremadamente alerta. Será precisamente la defensa de lo "atípico" que hace Menninger en el prólogo de su libro lo que debió de resultarle muy atractivo a una niña cuyos recuerdos de infancia demuestran lo alejada que se había sentido siempre de lo "normal". De allí a la instancia de crear un personaje como Tom Ripley –que no es ni detective ni policía sino un estafador inteligentísimo que no se somete a la moral establecida y crea sus propios valores–, hay un solo paso. Nuevamente, el arte que copia la vida.

25.7.11

Juan Marsé también chatea...

Los internautas preguntan a Juan Marsé
El premio Cervantes 2008 dialoga con los lectores sobre la narrativa actual.foto.fuente:elpais.com

Juan Marsé responde a sus lectores internautas mediante un chateo con ellos

Paloma

Señor Marsé, hace un tiempo le escuché decir que uno de los errores de su vida fue haber creído en algún momento que el éxito es sinónimo de felicidad. ¿Cree que un escritor puede 'morir' de éxito? ¿Y hasta qué punto es para usted necesario, más que el éxito, el reconocimiento de su obra-trabajo? Mi admiración hacia su obra. Un saludo

Confundir el éxito con la felicidad es un error propio de la juventud. Yo lo cometí. El escritor que cree morir de éxito es que ya estaba muerto de antemano. A mí me gusta pensar que, para el verdadero escritor, cada novela que consigue terminar encierra para él un íntimo fracaso: solo él sabe a distancia que media entre el ideal que se propuso al empezar a escribirla y el resultado final obtenido. Incluso cuando consigue una obra que se considera lograda. Gracias por su afecto. Un abrazo.

Jacobo

Admiro enormemente su obra, hay novelas, como 'Un día volveré', que marcaron de forma muy profunda mi educación sentimental. Creo que si hay hoy un escritor vivo en la península que puede responder a esta pregunta es usted: ¿cree que vuelve a manifestarse dentro de nuestras sociedades otro mal de siglo? ¿Es en verdad distinto del mal de siglo en el XIX? ¿qué nos ha dejado en legado el siglo pasado? Muchísimas gracias

Si uno piensa en ciertos horrores del siglo pasado, dos guerras mundiales y otras debacles, el holocausto, las tiranías y torturas y dictaduras, el nazismo y el fascismo, etcétera, habrá que convenir que el XX fue un siglo atroz. Creo que en este siglo nos amenazan otras calamidades, quizá no tan espectaculares, pero también nefastas: pérdida progresiva de valores culturales, desinformación, incultura, más pobreza para unos, más riqueza para otros, más tiburones financieros, más corrupción consentida (y hasta jaleada, ver autonomía valenciana) más carcamales impunes (ver ciertos miembros de la Real Academia de la Historia) etcétera. No soy muy optimista, francamente. Pero confío en que esa juventud que ha despertado. Un saludo.

Estrella

Querido Juan Marse, ¿Si tu fueras Pip y yo Estrella, en que mundo viviriamos? Gracias y saludos

¿Eres realmente la Estrella de mi querido Charles Dickens? Si lo eres, si realmente eres aquella fascinante muchacha que vivirá eternamente en una de las más hermosas novelas que he leído, en 'Grandes Esperanzas', entonces, te lo ruego, no te muestres tan esquiva y tan altiva con el pobre Pip. Y si yo fuera Pip y tú fueras Estrella, viviríamos en un mundo más justo y más amable que este, y desde luego más emocionante. Besos y quesos.

Andrés Aldao

Admirado Marsé: ¿no crees que ''Caligrafía de los sueños' es un libro demasiado extenso? He leído toda tu obra y sigo creyendo que sigues siendo el prosista mayor de la narrativa en castellano.

Querido amigo, tu pregunta me deja muy intrigado. Precisamente 'Caligrafía de los sueños' no es mi novela más extensa, ni mucho menos, pero por supuesto puede parecer demasiado larga. Depende del lector y sus gustos. Yo puedo afirmar, porque sé lo mucho que me costó, que la novela encierra un trabajo de síntesis narrativa de algunos de mis temas recurrentes (apuntados ya en otra novelas, como el de la apariencia y la realidad, o el de la ausencia del padre, o el aprendizaje de la solidaridad en la adolescencia, o el despertar de una vocación, etc. Quizá su impresión se debe a un cierto efecto reiterativo en lo meramente formal, debido, según me ha señalado un amigo, el cineasta Víctor Erice, a que la estructura narrativa se basa en una sucesión de capítulos un poco a la manera de cuadros: el gorrión bajo la lluvia, la extraña visita al Conservatorio, el dedo del destino, la visita nocturna al Barrio Chino, los apaches galopando en las playas de Arizona... No sé, me pareció que debía contarlo así, ahorrándole al lector los pormenores de una escenografía ya conocida y unas vivencias urbanas que ya le había ofrecido al lector en otras obras. Un abrazo.

Juan Mazcuñàn

Lei su novela Ultimas tardes con Teresa cuando era un adolescente de 20 años-o quizàs menos-y me dejò hechizado.Ahora,a mi 49 años que mi memoria falla mucho muchisimo queria darle las gracias por aquellos momentos de lectura y placer.Un saludo y siga como siempre.Juan

Querido amigo, muchas gracias. Ha llovido mucho desde aquel año 1965 de la era franquista en que se publicó 'Ultimas tardes con Teresa', después de batallar contra la Censura. Hoy me parece imposible que entonces lograra sacar adelante esa novela. Que tantos años después usted tenga un grato recuerdo de su lectura a los 20 años, es para mí un auténtico regalo. Mis mejores deseos y un abrazo.

Porteña

Estimado Juan, mi corta edad no me ha permitido escucharte en Buenos Aires aún, quisiera saber si vendrás este año a presentar tu último libro, que por cierto todavía no se consigue por aquí y tengo muchas ganas de leerlo. Te admiro. Besos y cariños otoñales.

No creo que me sea posible viajar a Buenos Aires, ya me gustaría, hace como quince años que no visito esta hermosa ciudad, y diversas razones me retienen aquí por ahora. Respecto a la última novela, ignoro por qué no ha llegado todavía a tu país, preguntaré a la editorial, pero imagino los problemas de transporte y costes y demás, lo que suelen alegar los editores... Confiemos en que se resuelvan. Si no, tendré mucho gusto en enviarte yo personalmente un ejemplar. Gracias por tu afecto. Besos.

Adolfo

El pasado año Arturo Pérez-Reverte afirmó: "Ya sólo nos queda un grande: Marsé". ¿Es una gran responsabilidad? Muchas gracias.

Bueno, es que Arturo es amigo mío, así que está muy claro que la amistad y la generosidad para conmigo en esta ocasión le cegaron. Me consta que su opinión es sincera, pero desde luego desmesurada. No me considero grande para nada... salvo para el esmero en el trabajo. Ahí no me dejaría amilanar para nada ni por nadie. Lo he dicho infinidad de veces: el esmero en el trabajo es la única convicción moral del escritor. Y eso sí implica responsabilidad, pero en primer lugar para conmigo mismo. Debo añadir que, de todos modos, supongo que cada escritor tiene ideas propias sobre este asunto. Y todas respetables. Un fuerte abrazo.

César Prado

Señor Marsé, ¿qué opinión le merece lo afirmado por Sloterdijk acerca de que la internet está llevando la literatura a la marginalización?

No estoy muy de acuerdo con la opinión de Sloterdijk. En primer lugar, la literatura ya lleva bastantes años marginada, frente al avasallador avance de la tecnología audiovisual (la televisión sobre todo, que tanto ha afectado al hábito de la lectura). ¡Lo que nos ha costado en casa que mis nietos se pongan a leer 'La isla del tesoro', por ejemplo! Y recuerde esto: ¿cuándo empezó a hablarse de la muerte de la novela? Hace ya la tira de años. Por otra parte, la buena literatura, la que de verdad importa, siempre ha sido un poco marginal. Por detrás de los puntuales e infalibles best-sellers de moda. Se produce hoy en día una curiosa contradicción: se lee menos cada día, pero cada día se editan más libros. ¿Cómo se explica si no que uno de los países en el que menos se lee (España) sea al mismo tiempo el que más libros publica? Yo mismo experimento esa contradicción cada dos por tres: los mejores logros de los autores que más admiro, los que cultivan la auténtica imaginación novelesca en la literatura de ficción, los que a mí me gustan, no suelen estar en las listas de los libros más vendidos. Pero están en el corazón de muchos lectores, estoy seguro. No sé qué pasara en un futuro próximo, pero de una cosa estoy seguro: la imaginación novelesca -cualquiera que sea el soporte que lo transmita- no morirá jamás, porque el hombre siempre necesitará correctivos a la realidad hostil mediante la imaginación. Un placer hablar con usted de este espinoso tema. Y un abrazo.

Carlota Lama

¿Qué ha de hacer una mujer de 62 años, filóloga, para conseguir que publiquen sus novelas, tres, escritas en los últimos diez años, antes de que llegue el momento de ser incinerada? ¿Cómo encontrar un agente o editorial que esté en la linea de lo que has escrito?

Bueno, querida amiga Carlota, antes de ser usted incinerada a uno se le ocurren bastantes cosas que podría usted hacer, Por ejemplo, enviar a cualquier editorial alguno de los originales de sus novelas, y esperar el veredicto. Puede usted elegir por afinidad con la política editorial de cada una, pero yo le recomiendo Tusquets Editores y Lumen. Infórmese para enviar sus obras. Puede hacerlo en mi nombre, si quiere. Si no les interesa, pruebe con otras editoriales. Insista, si usted cree que sus obras merecen atención, si tiene fe en si misma. Si no, olvídese de estas obras y escriba otras. Escriba mucho, y, si hace falta, rompa mucho y escriba de nuevo. No hay otro consejo mejor. Romper mucho y escribir mucho... si la vocación es firme y apuntan valores. Animo y suerte. Un abrazo.

Philip Marlowe

¿Qué fue lo que les sucedió realmente a Vázquez Montalbán y a usted en los tiempos de "Por Favor" por una coña sobre Caperucita y su abuela? Lamentablemente, Internet no es la mejor herramienta para rescatar la memoria de según qué cosas... Por cierto, ¿sabe si se han vuelto a reeditar sus artículos en aquella revista? Gracias, y mis respetos, Sr Marsé.

Hay un proyecto, en manos del periodista Joaquín Roglán, de recoger textos de "Por Favor" en un volumen. Una denuncia nos envió a Manolo y a mi al jusgado de guardia a explicar ante el juez un doble artículo que habíamos publicado a dos manos en la revista (él escribió asumiendo a Caperucita y yo haciendo de Lobo, o a revés, ya no recuerdo bien) y que le pareció al señor juez obsceno, porque el lobo y Caperucita acababan en la cama... El asunto era ridículo, y el interrogatorio de lo más cómico. El mismo juez se dio cuenta. Creo que nos puso una multa simbólica, y no hubo más. Fue divertido, por lo grotesco. A veces echo muchísimo de menos a Manolo... Un abrazo.

David

Sr. Marsé: ¿Por qué no le gustó la película "El cónsul de Sodoma"? ¿Qué fallos o anacronismos encuentra? ¡Mis respetos!!

Esta película no ofrece una imagen real del poeta Jaime Gil de Biedma. Yo le conocí, le traté mucho, y nada en la película tiene que ver con él. Los guionistas son incompetentes y el director también, ponen el acento en la homosexualidad del poeta, en lo morboso, falsean la relción con su familia y sus amigos, con la poesía y con la vida. Es una película fallida, la estupidez de un productor sin escrúpulos y de un director sin talento. Un abrazo.

Aldo Depacarelli

Querido Marsé: Anoche volví a tomar mi viejo ejemplar de ULTIMAS TARDES... y me leí casi la mitad, antes de irme a dormir. Después de tantos años (tengo 57 y lo leí por primera vez a los 20) sigo pensando que de todos tos libros (los he leído) éste es el mejor; que nos quedamos todos vagando por las faldas del Carmelo, fascinados, buscando repetición de lo irrepetible. ¿Qué opinas tu.? Un abrazo.

Creo que también yo quedé vagando por las faldas del Monte Carmelo... No sé si es mi mejor novela, el autor no suele ser muy certero al enjuiciar su propia obra, lo que sé es que muchos lectores opinan como tú. La novela se sigue reeditando desde hace casi cincuenta años, y supongo que será por algo. Yo no sé. Las razones por las que un autor siente predilección por una obra en detrimento de otras se debe a menudo a razones no estrictamente literarias, sino de tipo afectivo; porque, por ejemplo, tal obra la escribió en una etapa de su vida particularmente feliz, o porque conocí y trato a una persona importante en su vida, por un hecho inolvidable, atc. Es decir, el autor no es nunca imparcial y objetivo, tiene la gestación de la novela demasiado cerca de otros sentimientos, que poco o nada tienen que ver con la literatura. Un fuerte abrazo.

alfonso ormaetxea

Buenos días, jefe (al menos mío, en Letras, Biscuter dixit): ¿Ha muerto el Pijoaparte? ¿O se ha hecho del arribismo pepero nuevo rico? Saludos sinceros y felicidades por toda su obra

Gracias, amigo Alfonso. No, desde luego no veo al Pijoaparte en el PP, aunque sorpresas da la vida... Yo actualmente le veo derrotado por la vida, pero todavía con algo de aquel atractivo personal que le permitió soñar durante un solo verano. Hoy le veo casado y con hijos, con un empleo modesto pero suficiente, algo así como chofer de un conseller de la Generalitat bastante presuntuoso, cuya guapa esposa -aunque esto es un rumor no confirmado- dicen que se sirve del coche y del chofer más de lo conveniente... Pero insisto, solo es un rumor. Saludos y un abrazo.

Roberto H. Medina

El paso del tiempo, encontrarte de pronto ante el espejo y ver la decadencia de nuestro cuerpo... ¿Qué hay de aquel miedo atávico a la muerte de cuando niños?

Querido amigo, no tengo una respuesta fácil a su pregunta. El espejo constata a veces, no siempre (depende del ánimo con el que uno se enfrente al espejo) la decadencia del cuerpo que se mira en él, pero eso no tiene porqué provocar desazón amargura. Digamos que, con el paso de los años, uno se va acostumbrando a los oprobios del tiempo y pacta una suerte de resignación con el deterioro de su propia imagen. Recuerdo mis lecturas juveniles de 'La piel de zapa' de Balzac y de 'El retrato de Dorian Grey' de Wilde. En cuanto a la idea de la muerte cuando niños... Recuerdo que cuando descubrí, así de golpe, que existía la muerte, debía tener unos cinco o seis años, estuve llorando toda una noche, velado por mi abuelo. Pero después de eso, nada. El tiempo, mientras se vive la infancia, está parado, solamente se vive un luminoso presente ("Aquellos días azules de la infancia", decía Antonio Machado) y la muerte es algo remoto. Esa fue por lo menos mi experiencia. Pero Machado también dejo estos maravillosos versos: "En los labios niños / las canciones llevan / confusa la historia / y clara la pena". Pues eso. Ahí lleva usted razón. Un abrazo.

Laia

Buenas tardes, señor Marsé, y enhorabuena por toda su obra. Usted, que también fue joven y lleva ya años en el oficio, debe de leer de vez en cuando a autores jóvenes. ¿A cuál nos recomendaría? Muchas gracias.

Querida Laia, debo confesar que mi plan de lecturas se ha resentido mucho ultimamente. Estoy en esa edad que uno debe escoger entre leer o es cribir; e incluso, en lo referente a lecturas, entre lo nuevo o relecturas de aquellos autores que siempre fueron un verdadero estímulo. Y confieso que yo estoy en eso. Pero por supuesto las primeras obras de los jóvenes merecen toda la atención y consideración. Supongo que la crítica se ocupa de ellos puntualmente. ¿Nombres? No sabría darle. Confíe usted en su propio criterio, cultive sus propios gustos. Un abrazo.

La sargento Margaret

Señor Marsé: Muchas gracias por todos esos libros maravillosos. Usted ha tenido editores muy buenos y otros no tan buenos. ¿Qué tiene que agradecer a sus editores? ¿Hubiera sido su obra lo que es sin esos buenos editores? ¿Qué tiene que reprochar a los malos editores?

Querida Sargento, a sus órdenes. No puedo, no debo hablar mal de los editores. Ya lo hace por mi mi agente literario, Carmen Balcells. Pero la verdad es que no tengo queja. Al primero que debo agradecimiento,es a Carlos Barral, que confió en mi desde el principio. Aunque no fue el primero a cuya puerta llamé: el primero fue el gran editor Josep Janés, que me atendió cuando aún no había terminado mi primera novela. A mediados de los años ciencuenta, más o menos. Seguramente él me habría publicado, pero murió en accidente de automóvil tres meses después de conocernos. Así que fue Carlos Barral mi primer y más importante editor. Pero le debo también algo al viejo Lara de Planeta, y mucho a Mario Lacruz, a Esther Tusquets, a Rosa Regás, a Silvia Querini, a Claudio López, a Andreu Jaume... En fin, a mucha gente. Y de algún reproche, mejor no hablar. Reciba un cordial saludo.

Juan Manuel Fernández Mallol

CiU ha recuperado la Generalitat y por primera vez, gobernará el ayuntamiento de Barcelona. ¿Cree que podemos vivir un segundo pujolismo como el que retrató en 'El amante bilingüe', que hunda màs a Cataluña culturalmente y en otros órdenes?

Estoy completamente convencido de ello. En el peor de los casos serán veinte años más de pujolismo, naturalmente con Mas, quiero decir con más y más política carrinclona y meapilas.Paciencia. Y protestar en las plazas y donde haga falta, cuando haga falta. Un fuerte abrazo.

Latradicional

Ayer cerraron la última fábrica de máquinas de escribir. ¿ Es un dato positivo la imposición del ordenador para el escritor o un retroceso ?

Quiero pensar que es un avance, creo sinceramente que lo es, pero siento nostalgia de la máquina de escribir, su alegre tecleo, el estruendo del rodillo al desplazarse... Hacía mucha compañía, como, en mi caso por lo menos, el cenicero y el cigarrillo. Hace 25 años que dejé de fumar, y todavía a veces, mientras trabajo, la mano se me va hacia un lado en busca del fantasma del Ducados, que ya es menos que ceniza... Pero seamos optimista y positivos. El ordenador tiene sus ventajas. Como el haber dejado de fumar, en mi caso al menos. Saludos.

ats

Su último libro tiene referencias autobiográficas para mi muy claras, lo que me sorprende es que creo es su única novela narrada en tercera persona, pienso hasta ahora el narrador siempre había sido un personaje más en la novela.

No, "Caligrafía de los sueños" no es mi única novela escrita en tercera persona. También lo es "Ultimas tardes...", y "Un día volveré", y "Si te dicen que caí", por citar solo unas cuantas. También "El embrujo de Shanghay", ahora que lo pienso. Pero la pregunta es interesante. Tal vez su errar se debe a que, contrariamente a lo que cabría esperar de una novela tan autobiográfica -al menos en apariencia- "Caligrafía..." esté escrita en tercera persona, y no en primera, una manera más directa y confesional. Pero no lo consideré oportuno precisamente porque el material literario era demasiado personal, con riesgo de que interfirieran los sentimientos más íntimos. Fue por pudor que escogí la tercera persona. Un abrazo.

Manuel Reyes

Hace poco vi un documental sobre usted y la conclusión que saqué es que lo único que le ha movido en la vida es echar un polvo. "Empecé a escribir para estar con mi vecina que me pasaba los textos a máquina", "cuando fui a París estuve en reuniones del Partido Comunista por una rubia", etc... ¿Tiene usted esa misma sensación o es una postura? Felicidades por Últimas tardes con Teresa y su retrato de los pijosprogues.

Amigo Reyes, la verdad es que si yo me hubiese puesto a escribir novelas para poder echar un polvo, por decirlo a la manera directa y realista que usted lo dice, habría demostrado ser mucho más tonto de lo que soy a veces, porque !menudo trabajo para conseguir un polvo! Seguro que hay una manera más fácil y llevadera. No, ciertamente no creo haber querido expresar eso que me reprocha. Por supuesto, en mi juventud, y sin tener muy clara todavía la vocación (yo no estuve seguro de querer ser novelista hasta que me puse a escribir "Ultimas tardes con Teresa", a mi vuelta de Paris en 1962, y con dos obras ya publicadas) probablemente que detrás de muchos de mis actos, fuera yo consciente o no de ello, había una mujer. Los hombres hacemos cosas, a veces, obedeciendo a un inconfesado deseo de gustar o seducir, a menudo sin enterarnos. (A propósito, si lee usted atentamente a Philip Roth percibirá cierto magisterio del novelista norteamericano sobre este tema) En cualquier caso, es algo de lo que no me avergüenzo, al contrario. Todo aquello que estimula la escritura, bienvenido sea. Ah, en París no vi ninguna rubia cerca del partido comunista. Que más hubiera querido. Gracias por apreciar "Ultimas tardes..." Un abrazo.

Mensaje de despedida

Muchas gracias por las preguntas. Un placer.

El arte de contar historias

"Hablar de lo que supongo la más antigua forma de poesía: la épica. Ocupémonos de ella un momento"
Jorge Luis Borges: Arte poética, uno de su más raros libros compilados a partir de sus conferencias en inglés y traducido por Justo Navarro.foto:archivo.fuente:olvidada

Las distinciones verbales deberían ser tenidas en cuenta, puesto que representan distinciones mentales, intelectuales. Pero es una lástima que la palabra «poeta» haya sido dividida en dos. Pues hoy, cuando hablamos de un poeta, sólo pensamos en alguien que profiere notas líricas y pajariles del tipo de «With ships the sea was sprinkled far and nigh, / Like stars in heaven» («Con barcos, el mar estaba salpicado aquí y allá como las estrellas en el cielo»; Wordsworth), o «Music to hear, why hear'st thoumusic sadly? / Sweets with sweets war not, joy delights in joy» («¿Por qué, siendo tú música, te entristece la música? / Placer busca placeres, ama el goce otro goce»; Shakespeare). Mientras que los antiguos, cuando hablaban de un poeta –un «hacedor»–, no lo consideraban únicamente como el emisor de esas elevadas notas líricas, sino también como narrador de historias. Historias en las que podíamos encontrar todas las voces de la humanidad: no sólo lo lírico, lo meditativo, la melancolía, sino también las voces del coraje y la esperanza. Quiere decir que vaya hablar de lo que supongo la más antigua forma de poesía: la épica. Ocupémonos de ella un momento.
Quizá el primer ejemplo que nos venga a la mente sea La historia de Troya, como la llamó Andrew Lang, que tan certeramente la tradujo. Examinaremos en ella la antiquísima narración de una historia. Ya en el primer verso encontramos algo así: «Háblame, musa, de la ira de Aquiles». O, como creo que tradujo el profesor Rouse: «An angry man –that is my subject. («Un hombre iracundo: tal es mi tema»). Quizá Hornero, o el hombre a quien llamamos Homero (pues ésta es, evidentemente, una vieja cuestión), pensó escribir un poema sobre un hombre iracundo, y eso nos desconcierta, pues pensamos en la ira a la manera de los latinos: «ira furor brevis». La ira es una locura pasajera, un ataque de locura. Es verdad que la trama de la lliada no es, en sí, precisamente agradable: esa idea del héroe malhumorado en su tienda, que siente que el rey lo ha tratado injustamente, emprende la guerra como una disputa personal porque han matado a su amigo y vende por fin al padre el cadáver del hombre al que ha matado.
Pero quizá (puede que ya lo haya dicho antes; estoy seguro), las intenciones del poeta carezcan de importancia. Lo que hoy importa es que, aunque Homero creyera que contaba esa historia, en realidad contaba algo mucho más noble: la historia de un hombre, un héroe, que ataca una ciudad que sabe que no conquistará nunca, un hombre que sabe que morirá antes de que la ciudad caiga; y la historia aun más conmovedora de los hombres que defienden una ciudad cuyo destino ya conocen, una ciudad que ya está en llamas. Yo creo que éste es el verdadero tema de la lliada. y, de hecho, los hombres siempre han pensado que los troyanos eran los verdaderos héroes. Pensamos en Virgilio, pero también podríamos pensar en Snorri Sturluson, que, en su más joven edad, escribió que Odín –el Odín de los sajones, el dios– era hijo de Príamo y hermano de Héctor. Los hombres siempre han buscado la afinidad con los troyanos derrotados, y no con los griegos victoriosos. Quizá sea porque hay una dignidad en la derrota que a duras penas le corresponde a la victoria.
Tomemos un segundo poema épico, Podemos leerlo de dos maneras. Supongo que el hombre (o la mujer, como pensaba Samuel Butler) que la escribió no ignoraba que en realidad contenía dos historias: el regreso de Ulises a su casa y las maravillas y peligros del mar. Si tomamos la Odisea en el primer sentido, entonces tenemos la idea del regreso, la idea de que vivimos en el destierro y nuestro verdadero hogar está en el pasado o en el cielo o en cualquier otra parte, que nunca estamos en casa.
Pero evidentemente la vida de la marinería y el regreso tenían que ser convertidos en algo interesante. Así que, poco él poco, se fueron añadiendo múltiples maravillas. y ya, cuando acudimos a Las mil una noches, encontramos que la versión árabe de la Odisea, los siete viajes de Simbad el marino, no son la historia de un regreso, sino un relato de aventuras; y creo que como tal lo leemos. Cuando leemos la Odisea, creo que lo que sentimos es el encanto, la magia del mar; lo que sentimos es lo que el navegante nos revela. Por ejemplo: no tiene ánimo para el arpa, ni para la distribución de anillos, ni para el goce de la mujer, ni para la grandeza del mundo. Sólo busca las altas corrientes saladas. Así tenemos las dos historias en una: podemos leerla como un retorno a casa y como un relato de aventuras, quizá el más admirable que jamás haya sido escrito o cantado.
Pasemos ahora a un tercer «poema» que destaca muy por encima de los otros: los cuatro Evangelios. Los Evangelios también pueden ser leídos de dos maneras. El creyente los lee como la extraña historia de un hombre, de un dios, que expía los pecados de la humanidad. Un dios que se digna sufrir, morir, en la «bitter cross» («amarga cruz»), como señala Shakespeare. Existe una interpretación aun más extraña, que encuentro en Langland. La idea de que Dios quería conocer en su totalidad el sufrimiento humano, que no le bastaba con conocerlo intelectualmente, tal como le era divinamente posible; quería sufrir como un hombre y con las limitaciones de un hombre. Pero quien (como muchos de nosotros) no es creyente puede leer la historia de otra manera. Podemos pensar en un hombre de genio, un hombre que se creía un dios y al final descubre que sólo era Un hombre y que Dios –su dios– lo había abandonado.
Digamos que durante muchos siglos, estas tres historias –la de Troya, la de Ulises, la de Jesús–le han bastado a la humanidad. La gente las ha contado y las ha vuelto a contar una y otra vez; les ha puesto música, las ha pintado. Han sido contadas muchas veces, pero las historias perduran, sin límites. Podríamos pensar en alguien que, dentro de mil o diez mil años, una vez más volviera a escribirlas. Pero, en el caso de los Evangelios, hay una diferencia: creo que la historia de Cristo no puede ser contada mejor. Ha sido contada muchas veces, pero creo que los pocos versículos en los que leemos, por ejemplo, cómo Satán tentó a Cristo tienen más fuerza que los cuatro libros del Paradise Regained. Uno intuye que Milton quizá ni sospechaba la clase de hombre que fue Cristo.
Bien, tenemos estas historias y tenemos el hecho de que los hombres no necesitan demasiadas historias. Imagino que Chaucer jamás pensó en inventar una historia. No pienso que la gente fuera menos inventiva en aquellos días que hoy. Pienso que se contentaba con las nuevas variaciones que se añadían al relato, las sutiles variaciones que se añadían al relato. Esto, además, facilitaba la tarea del poeta. Sus oyentes y lectores sabían lo que iba a decir y podían apreciar las diferencias en su justa medida.
Ahora bien, la épica –y podemos considerar los Evangelios una especie de épica divina– lo admite todo. Pero la poesía, como he dicho, ha sufrido una división; o, mejor, por un lado tenemos el poema lírico y la elegía, y por otro tenemos la narración de historias: tenemos la novela. Uno casi siente la tentación de considerar la novela como una degeneración de la épica, a pesar de escritores como Joseph Conrad o Herman Melville. Pues la novela recupera la dignidad de la épica.
Si pensamos en la novela y la épica, nos vemos tentados a pensar que la principal diferencia estriba en la diferencia entre verso y prosa, entre cantar y exponer algo. Pero pienso que hay una diferencia mayor. La diferencia radica en el hecho de que lo importante para la épica es el héroe: un hombre que es un modelo para todos los hombres. Mientras, como Mencken señaló, la esencia de la mayoría de las novelas radica en el fracaso de un hombre, en la degeneración del personaje.
Esto nos lleva a otra cuestión: ¿Qué pensamos de la felicidad? ¿Qué pensamos de la derrota, de la victoria? Hoy, cuando la gente habla de un final feliz, lo considera una mera condescendencia hacia el público o un recurso comercial; lo consideran artificioso. Pero durante siglos los hombres fueron capaces –de creer sinceramente en la felicidad y en la victoria, aunque sentían la imprescindible dignidad de la derrota. Por ejemplo, cuando la gente escribía sobre el Vellocino de Oro (una de las historias más antiguas de la humanidad), oyentes y lectores sabían desde el principio que el tesoro sería hallado al final.
Bien, hoy, si se emprende una aventura, sabemos que acabará en fracaso. Cuando leemos –y pienso en un ejemplo que admiro – Los papeles de Aspern, sabemos que los papeles nunca serán hallados. Cuando leemos El castillo de Franz Kafka, sabemos que el hombre nunca entrará en el castillo. Es decir, no podemos creer de verdad en la felicidad y en el triunfo. Y quizá ésta sea una de las miserias de nuestro tiempo. Me figuro que Kafka sentía prácticamente lo mismo cuando deseaba que sus libros fueran destruidos: en realidad quería escribir un libro feliz y victorioso, y se daba cuenta de que le era imposible. Hubiera podido escribirlo, evidentemente, pero el público habría notado que no decía la verdad. No la verdad de los hechos, sino la verdad de sus sueños.
Digamos que, a fines del siglo XVIII o principios del XIX (para qué molestarnos en discutir las fechas), el hombre empezó a inventar tramas. Quizá podríamos decir que la empresa partió de Hawthorne y Edgar Allan Poe, aunque, evidentemente, siempre hay precursores. Como Rubén Darío señaló, nadie es el Adán literario. Pero fue Poe el que escribió que un relato debe ser escrito atendiendo a la última frase, y un poema atendiendo al último verso. Esto degeneró en el relato con truco, y en los siglos XIX y XX la gente ha inventado toda clase de tramas. Estas tramas son a veces muy ingeniosas; si nos limitamos a contarlas, son más ingeniosas que las tramas de la épica.
Pero, por alguna razón, notamos en ellas algo artificioso; o, mejor, algo trivial. Si tomamos dos casos –supongamos que la historia del doctor Jekyll y el señor Hyde, y una novela o una película como Psicosis–, puede que la trama de la segunda sea más ingeniosa, pero intuimos que hay más detrás de la trama de Stevenson.
En cuanto a la idea que formulé al principio, la de que sólo existe un número reducido de tramas, quizá deberíamos mencionar esos libros en los que el interés no radica en la trama sino en la variación, en el cambio, de múltiples tramas. Estoy pensando en Las mil y noches, en el Orlando furioso y otras por el estilo. Podríamos añadir también la idea de un tesoro maligno. La tenemos en la Völsunga Saga, y quizá al final de Beowulf: la idea de un tesoro que trae males a la gente que lo encuentra. Aquí podríamos llegar a la idea que intenté desarrollar en mi última conferencia, sobre la metáfora: la idea de que quizá todas las tramas correspondan sólo a unos pocos modelos. Hoy, por supuesto, la gente inventa tantas tramas que nos ciegan. Pero quizá flaquee tal ataque de ingenio y descubramos que todas esas tramas sólo son apariencias de un reducido número de tramas esenciales. Y esto, para mí, está fuera de discusión.
Hay que señalar otro hecho: los poetas parecen olvidar que, alguna vez, contar cuentos fue esencial y que contar una historia y recitar unos versos no se concebían como cosas diferentes. Un hombre contaba una historia, la cantaba; y sus oyentes no lo consideraban un hombre que ejercía dos tareas, sino más bien un hombre que ejercía una tarea que poseía dos aspectos. O quizá no tenían la impresión de que hubiera dos aspectos, sino que consideraban todo como una sola cosa esencial.
Llegamos ahora a nuestro tiempo, donde encontramos esta circunstancia verdaderamente extraña: hemos vivido dos guerras mundiales, pero, por alguna razón, no ha surgido de ellas una épica; excepto, quizá, Los siete pilares de la sabiduría. En Los siete pilares de la sabiduría encuentro muchas cualidades épicas. Pero el libro está lastrado por el hecho de que el héroe es el narrador, por lo que a veces debe empequeñecerse, humanizarse, hacerse verosímil en exceso. De hecho, se ve obligado a incurrir en los trucos del novelista.
Hay otro libro, hoy bastante olvidado, que leí, me parece, en 1915: una novela llamada Le Feu, de Henri Barbusse. El autor era pacifista; era un libro contra la guerra. Pero, en cierta medida, la épica atravesaba el libro (me acuerdo de una magnífica carga con bayonetas). Otro escritor que poseía el sentido de lo épico fue Kipling. Lo comprobamos en un relato tan maravilloso como «A Sahib's War», Pero, de la misma manera que Kipling nunca practicó el soneto, porque consideraba que podía distanciarlo de sus lectores, nunca cultivó la épica, aunque podría haberlo hecho. También recuerdo a Chesterton, que escribió «La balada del caballo blanco», un poema sobre las guerras del rey Alfredo contra los daneses. En él encontramos metáforas muy raras (¡me pregunto cómo me olvidé de citarlas en la charla anterior!): por ejemplo, «mármol como sólida luz de luna», «oro como fuego helado», donde el mármol y el oro son comparados con dos cosas que son aun más elementales. Son comparados con la luz de la luna y el fuego, y no con el fuego exactamente, sino con un mágico fuego helado.
En cierta manera, la gente está ansiosa de épica. Pienso que la épica es una de esas cosas que los hombres necesitan. De todos los lugares (y esto podría introducir una especie de anticlímax, pero es un hecho), ha sido Hollywood el que más ha abastecido de épica al mundo. En todo el planeta, cuando la gente ve un western –al contemplar la mitología del jinete, el desierto, la justicia, el sheriff, los disparos y todo eso–, creo que capta la emoción de la épica, lo sepa o no. A fin de cuentas, no es importante saberlo.
Ahora bien, no quiero hacer profecías, porque tales cosas son arriesgadas (aunque, a la larga, pueden convertirse en verdad), pero creo que, si la narración de historias y el canto del verso volvieran a reunirse, sucedería algo muy importante. Quizá empiece en Estados Unidos, pues, como ustedes saben, Estados Unidos posee un sentido ético de lo que está bien y lo que está mal. Quizá lo posean otros países, pero no creo que se dé tan evidentemente como lo descubro aquí. Si llegara a suceder, si pudiéramos volver a la épica, entonces se habría conseguido algo muy grande. Cuando Chesterton escribió «La balada del caballo blanco» obtuvo buenas críticas y esas cosas, pero los lectores no le fueron favorables. De hecho, cuando pensamos en Chesterton, pensamos en la saga del Padre Brown y no en ese poema.
Sólo he meditado sobre el asunto a una edad más bien avanzada; y, además, no creo haber ensayado la épica (aunque quizá haya dejado dos o tres líneas épicas). Es una tarea para hombres más jóvenes. y conservo la esperanza de que lo harán, porque evidentemente todos tenemos la sensación de que, en cierta medida, la novela está fracasando. Piensen en las principales novelas de nuestro tiempo, el Ulises de Joyce por ejemplo. Se nos han dicho miles de cosas sobre los dos personajes, pero no los conocemos. Conocemos mejor a los personajes de Dante o de Shakespeare, que se nos presentan –que viven y mueren– en unas pocas frases. No conocemos miles de circunstancias sobre ellos, pero los conocemos íntimamente. Eso, desde luego, es mucho más importante.
Pienso que la novela está fracasando. Pienso que todos esos experimentos con la novela, tan atrevidos e interesantes –por ejemplo, la idea de los cambios de tiempo, la idea de que la historia sea contada por distintos personajes–, todos se dirigen al momento en que sentiremos que la novela ya no nos acompaña. Pero hay algo a propósito del cuento, del relato, que siempre perdurará. No creo que los hombres se cansen nunca de oír y contar historias. y si junto al placer de oír historias conservamos el placer adicional de la dignidad del verso, entonces algo grande habrá sucedido. Quizá yo sea un anticuado hombre del siglo XIX, pero soy optimista y tengo esperanza: y, puesto que el futuro contiene muchas cosas –quizá el futuro contenga todas las cosas–, pienso que la épica volverá a nosotros. Creo que el poeta volverá a ser otra vez un hacedor. Quiero decir que contará una historia y la cantará también. Y no consideraremos diferentes esas dos cosas, tal como no las consideramos diferentes en Homero o Virgilio.

Borges, Jorge Luis, Arte poética. Editorial Crítica. Barcelona, 2001. Pags. 61-74. (Seis conferencias sobre poesía pronunciadas en inglés en la Universidad de Harvard durante el curso 1967-1968) Traducción de Justo Navarro.

20.7.11

Sangre de amor correspondido

El escritor argentino Guillermo Martínez acaba de publicar Yo también tuve una novia bisexual, donde se propuso trabajar sobre el lenguaje y la forma en una novela erótica
Guillermo Martínez, autor argentino.foto.fuente:Revista Ñ

La nueva novela de Guillermo Martínez tiene un título de curiosas reverberencias aireanas: Yo también tuve una novia bisexual . El eco podría no decirnos nada, pero cobra otra densidad a la luz de una serie de debates que hacia el año 2007 tuvieron a Martínez como uno de sus puntales más activos. Allí, en su ensayo "Un ejercicio de esgrima", en el que desplegaba su propia mirada del canon argentino posdécada del sesenta, afirmaba con énfasis: "César Aira es el lago de Narciso en que se mira el posmodernismo enamorado de sí mismo. Ya sabemos que la estética posmoderna prefiere rutinariamente, como un automatismo incorporado, lo inacabado sobre lo concluido, lo aleatorio frente a lo determinado, la vacilación frente a la afirmación, lo declinado frente a lo sostenido, lo superficial frente a lo profundo, lo fragmentario frente a lo completo. César Aira les da todos los gustos y ningún disgusto". Como buen matemático, Martínez abonaba a una lectura crítica de la literatura deudora de la lógica binaria: formalismo contra narrativismo, posmodernidad contra neoclasicismo, lo lúdico contra lo grave. En ese rompecabezas de políticas literarias, Martínez, al modo borgeano, lee a los otros para sentar las bases desde las cuales quiere que su obra sea leída, y traza en ese movimiento un mapa de afinidades con la tradición clásica del relato estructurado bajo la premisa de la lenta evolución de un misterio, el culto por lo sucesivo, el detalle realista, la educación sentimental del personaje y el estilo que, en vez de opacar o ambiguar la historia, la acompaña. Así, ya instalado en el centro neurálgico del debate, Martínez publicaba en 2007 La muerte lenta de Luciana B., y cuatro años después llega su nuevo relato.

La historia, para resumirla en dos líneas, es la de un escritor que viaja a una universidad del sur de Estados Unidos para impartir un seminario. En esa ciudad rutinaria y conservadora seduce a una alumna joven y, en el cenit de una relación breve y epifánica, profesor y alumna se enamoran perdidamente. Así, Martínez narra por primera vez, con detalle lingüístico, el acto sexual y su universo. Toca también algunos tópicos políticos, aunque la novela los relegue a un segundo plano.

Yo también tuve una novia bisexual es, finalmente, la historia obsesiva de un hombre enamorado.

Para arrancar, quería pregutarle por el título, que marca si se quiere una disrrupción en el conjunto de su obra....

Para mí fue siempre ése el título. Inicialmente, éste iba a ser un cuento para un libro de relatos en el que estoy trabajando hace unos años, que se llama "Los reinos de la posición horizontal". Son todos cuentos de sexo y muerte. Desde que pensé en esta historia, me gustó este título porque me parece que alude de una forma un poco irónica a algo que ha sido uno de los fetiches de las últimas décadas: la cuestión de la homosexualidad, la bisexualidad, el travestismo. Quería un título que ironizara sobre eso, y me parece que sintetiza bien el tono de la novela, aunque luego el relato fue hacia un tono un poco más trágico de lo que pensaba en un principio.

¿Cómo llega en general a los títulos?

En general tengo un título provisorio, y después hay algún detalle que aparece y se convierte en algo así como un emblema, un resumen icónico de lo que uno quería decir. Y luego también tiene que ver con que uno se sienta identificado con el título. Con La muerte lenta de Luciana B. me pasó que nunca me terminó de convencer del todo, pero no podía encontrar otro que lo reemplazara. Por eso, a veces, el título queda por fatiga. Igualmente, no soy obsesivo en ese sentido. Creo que es importante, pero más importante es la novela que uno le adjunta.

¿Cómo le resultó el hecho de narrar el acto sexual?

Esa fue la parte más difícil de la novela. En parte, creo que me ayudó haber situado el relato en un campus universitario donde se enseña español. Porque la dificultad de las palabras está de ese modo puesta en juego, o excusada, por el aprendizaje del español, y eso permite una cantidad de juegos, alusiones, que quizás en una novela situada en Argentina no hubiera podido hacer. Hay toda una serie de reflexiones respecto de lo que significa hablar un idioma extranjero que me facilitó cierto juego alrededor de las palabras con las que se habla de sexo. Hablando una vez con otro escritor sobre esta novela, yo le comentaba que lo difícil de escribir sobre sexo es que todo se vuelve anatómico, y ahí es donde las palabras empiezan a fallar. Ahí las palabras están cargadas en contextos: está la palabra infantil, o guaranga, o cínica, o médica. Y es dificil darles a esas pocas palabras el tono nuevo y concreto con que uno quiere usarlas en cada momento. Y tampoco quería apelar a la otra variente que aparece en los relatos eróticos, que es lo que llamo la "sublimación lírico-filosófica", del tono metafórico, elevado, de rodeos.

Es que no sólo se narra el sexo propiamente dicho, sino también lo que lo rodea...

Bueno, creo que el tema de la novela es el escalamiento de una relación sexual. En literatura en general no se suele tocar eso. El sexo muchas veces es el desenlace de una escena, la clausura. El fuerte de la literatura está en las demoras, en las antesalas, en el suspenso previo. Incluso en la novela del siglo XIX se cerraba una puerta y el lector quedaba afuera. Por eso, me interesaba contar ese después de la primera vez. Hay una cantidad de escalamientos y de transacciones que quise narrar.

¿Qué leyó mientras escribía esta novela?

Las memorias de Casanova, que tienen una buena cantidad de proezas sexuales y conquistas, pero es una novela extraordinaria en muchos otros sentidos. Tiene muchas subnovelas adentro. En Casanova tampoco hay un detenimiento en la parte física. Y el otro autor que para mí también es importante es Alberto Moravia, un autor que se lee muy poco ya, pero que a mí me gusta mucho el modo en el que toca las escenas sexuales.

En cuanto al género, no podría decir que éste sea un policial en términos estrictos, pero tiene algo de intriga o de suspenso.

Sí, hay suspenso porque ellos están en una situación riesgosa, y ahí entran esos elementos de intriga. No me puedo sacudir del todo el género. Yo digo siempre que escribí una sola novela policial, pero todas mis novelas son de suspenso. Para mí es el elemento narrativo más importante; me interesa que haya una inminencia de algo que está por ocurrir. Eso me gusta como lector, y trato de hacerlo al narrar.

Ya ha narrado una historia, en "Crimenes imperceptibles", que sucedía en el campus de una universidad extranjera. ¿Qué le interesa de ese mundo?

Yo creo que ésta es muy diferente en cuanto al ámbito de Crímenes imperceptibles. En esa novela es verdad que se narra el campus , pero también el pueblo: él circula en los dos espacios. Este, en cambio, es un campo más acotado: de su casa el campus . Tiene el gimnasio y unos pocos espacios donde circular. Pero más que el campus en sí, me interesa esta situación de pequeño cosmos que puede haber en una universidad. Construir algo con eso, que parece en principio mínimo. Hay incluso una escena que condensa eso. El llega al departamento que le asignaron y está vacío y tiene que levantar toda la casa. Hay algo mágico, de construir, que me gusta. Crear bajo los ojos del lector, que el lector vea surgir todas las cosas.

¿Tuvo experiencias personales en universidades del exterior?

Sí, estuve muchas veces en universidades y en residencias de escritores, que son mundos similares. Mundos donde uno va temporariamente y tiene relaciones de amistad con personas que llega a conocer a veces en profundidad, y llega a ver todas las coordenadas de su vida, y de pronto no las ves nunca más. Esa clase de experiencia la tuve muchas veces.

En "Crímenes imperceptibles" narraba un mundo académico de ciencias duras, y en esta novela un mundo de ciencas humanísticas. ¿Le parece que esos mundos piden ser narrados de manera distinta?

Me parece que sí. Por lo menos yo conté cosas muy diferentes. Aquí aparecen confesiones de los alumnos, la fiesta de medio término, hay un romance; hay algo aparentemente más calido con los alumnos. Conté otra clase de relaciones, se podría decir.

¿Y qué le interesó del sur de los Estados Unidos, que es donde sucede la trama?

Yo antes de ir no me hubiera imaginado que subsistieran algunas de las tensiones raciales que pude ver. Más que tensiones en cuanto a manifestaciones políticas concretas, ciertos cuidados en la forma de hablar, una especie de sobreatención a la forma de usar las palabras, la forma de referirse a los negros. Yo hubiera imaginado que el tema racial estaba más zanjado de lo que finalmente vi. Si bien es cierto que el sur fue uno de los últimos lugares en superar la segregación en las escuelas, culturalmente todavía se percibe una división fuerte. Otra cuestión es la que hace a cómo son las casas, los lugares, la vegetación. Me llamó la atención la forma en que se repiten de ciudad en ciudad los mismos negocios, la misma decoración; es como si se calcaran las ciudades. Con la excepción de Savanah, que aparece en la novela, que es una ciudad que no parece norteamericana, en la que quedó un rezago de lo francés, como en New Orleans. Son mundos también en los que no todo se dice. Hay una clase de understatement muy diferente del británico, pero también ocurren cosas por lo bajo.

Otra cuestión que aparece en el libro es una idea sobre la crítica literaria, que aparece con el nombre de "Teoría de los refinamientos dicotómicos". ¿Cómo surgió la idea?

Esa es una idea que pienso hace tiempo. Encontré una especie de resonancia a esas ideas en el libro de Todorov Crítica de la crítica . Quería que eso entre en la novela de un modo narrativo, no como un ensayo. Se me ocurrió entonces la idea de narrar cómo es la preparación mental de una conferencia. En vez de contar el texto duro del ensayo ya cristalizado, cuáles son las ideas que se le disparan a una persona que tiene que explicar algo relativamente especializado para un público que es afin pero no sabe nada de eso. En el medio tuve la suerte de encontrarme a almorzar cuando vino Todorov y le pregunté como para tener cierta seguridad de que no estaba escrita ya con esos términos antes, y de que tenía sentido lo que estaba diciendo.

¿De qué se trata la teoría?

Es reemplazar la crítica como toma de posiciones por algo así como un sistema de indagación perpetua sobre qué es lo que a uno le gusta y cómo deben refinarse las categorías que uno utiliza para aprobar un texto cuando surgen contraejemplos. Un texto que vos dirías en principio que no te gusta por alguna de las características que tiene y de pronto le encontrás un sentido. Eso lo tenés que incorporar a tu sistema. Entonces, para volver a pensar de nuevo algo que ya había pensado, tenés que refinar el criterio anterior, que era insuficiente, porque no logra asimilar al nuevo ejemplo. Por ejemplo, si vos pensas que solo te gustan las novelas que son ligeras, como diría Calvino, y de pronto tenés un ladrillo que es fascinante, no era solamente la levedad el término, sino que hay que pensar qué había en la levedad y qué hay en este peso que de todos modos lo hace interesante. Reemplazar entonces la crítica que elige unos términos contra otros por una crítica que se proponga una serie de refinamientos sucesivos. En ese caso, ya no mirás o leés a un crítico por aquello en lo que se afirma o niega, sino por la manera en la que logra devanar distintos ejemplos y construye su teoría en la medida que enfrenta unos ejemplos con otros. Es reemplazar la crítica del que eligió sus bandos y lo aplica a todos los textos por igual, como una maquinaria, por el que es capaz de dar lecturas que son parcialmente contradictorias pero coherentes en el sentido de que va incorporando esos términos con sus refinamientos.

Para cambiar de tema e ir cerrando, le quería preguntar cuál es su relación hoy con Bahía Blanca, su ciudad natal

Vuelvo un par de veces por año para visitar a toda mi familia que quedó allí. Pero vine a Buenos Aires a los 22 años, y ya no podría decir que mi lugar es Bahía Blanca. Aunque siento que mi lugar es Buenos Aires, uno siempre vuelve también a través de las novelas. Hay lugares de mis libros donde la primera intuición de esos lugares los tuve en Bahía Blanca. Es el país de la infancia, y ése es mi mayor vínculo con la ciudad.

12.7.11

Pauls:"Escribir una novela es algo parecido a picar piedra"

El escritor argentino, autor de El pasado, da los últimos retoques a la La historia del dinero que próximamente publicará Anagrama

Alan Pauls, escritor argentino, autor de El pasado.foto.fuente:elcultural.es

Se autodefine como un tipo poco tratable y un tanto ermitaño, y es que a este porteño de ascendencia alemana (Buenos Aires, 1959) lo que más le gusta es estar solo, en su estudio, rodeado de libros y escribiendo o tomando notas sobre lo que tiene cocinado en su cabeza. Su primera novela, El pudor del pornógrafo (1984) fue aclamada por la crítica más exigente. Después siguieron El coloquio (1990) y Wasabi (1994). Pero su consagración internacional llegó con la publicación de la monumental El pasado, que escribió obsesivamente durante diez años y por la que obtuvo el Premio Herralde de Novela 2003. Ahora, en su estudio del barrio de Palermo, en el centro de Buenos Aires, da los últimos toques a La historia del dinero, la tercera parte de su trilogía sobre los años 70 que aparecerá próximamente publicada en Anagrama.
¿Por qué empezó a escribir?
En casa no había ninguna tradición literaria pero yo me aficioné a la lectura desde muy temprano y disfrutaba de ese placer solitario. En el aislamiento necesario para la escritura, encontré esa misma satisfacción y nunca me he desprendido de ella. Ese coto cerrado en el que yo era el amo se convirtió en mi refugio favorito. Empecé con unos relatos que mi madre fechó y guardó cuidadosamente. En ellos reconstruía episodios familiares muy cercanos, en los que extrapolaba escenas domésticas más o menos truculentas que acababan en un desenlace brutal. Todo ello procesado a través de la ciencia ficción y con unos personajes totalmente reconocibles.

¿Recuerda sus primeras lecturas?
Mi abuela paterna, que era alemana, me leía en voz alta y con mucha pasión las aventuras de Max y Moritz, los protagonistas de los cuentos de Wilhelm Busch. Luego, cuando aprendí a leer, devoraba la enciclopedia argentina Lo sé todo, que era malísima pero tenía una sección de Mitología Griega apasionante. Después vino la ciencia ficción y a los diez años descubrí a Cortázar y a Onetti y con ellos conocí la dimensión seria y profunda de la literatura. Más tarde me adentré en los que fueron y siguen siendo mis referentes literarios: Roland Barthes, Stendhal, Borges, Proust, Musil, Kafka y Manuel Puig.

Novelista, ensayista, profesor universitario, articulista, guionista y crítico cinematográfico, ¿con qué se queda?
Me siento escritor, tanto de ensayo como de novela. Lo que más me interesa es escribir y creo que es lo que hago mejor. Es verdad que toco muchas teclas, pero con el tiempo me las he ingeniado para que todo haya ido confluyendo hacia el oficio de escribir. Di clases de Introducción a la Literatura y Teoría Literaria entre 1983 y 1989, y ahora solo doy seminarios puntualmente. La escritura de guiones cinematográficos es un ejercicio interesante porque te obliga a dejar de lado el estilo y a escribir de modo muy seco y muy descarnado, pero también lo dejé, igual que la crítica cinematográfica.

¿Anárquico o disciplinado?
Muy disciplinado, trabajo cada día seis o siete horas, lo que no significa que escriba diariamente. Pero si que paso ese tiempo solo, en mi estudio, releyendo, tomando notas y elaborando, aunque sea mentalmente, lo que tenga entre manos en ese momento. Hay quién habla de lo dura que puede llegar a ser la soledad del escritor, pero para mí es enormemente agradable.

¿Alguna manía a la hora de sentarse ante el papel en blanco?
Necesito estar completamente solo y en silencio, en un ambiente más o menos monacal, no puedo concentrarme en un entorno demasiado agradable porque me dispersaría. Mi estudio es muy austero, consta de una mesa, mi ordenador Mac e infinidad de libros que forran las paredes y poco más. Yo trabajo mucho por acumulación, es decir que dejo que elementos dispersos se agolpen en mi cabeza hasta que de repente siento que ha llegado el momento de sacarlo todo a la luz. Es cuestión de tiempo.

¿Corrector compulsivo?
No, corrijo muy poco. En realidad corrijo en la cabeza, antes de volcarlo a la pantalla. Hago una elaboración mental muy larga y muy escrupulosa, de manera que cuando esas frases llegan al ordenador sufren pocas manipulaciones. Lo que más puedo cambiar es el orden de algunos párrafos o la estructura de algún capítulo, pero la corrección de estilo la hago mentalmente.

¿Qué es lo más difícil a la hora de trabajar en una novela?
En mi caso, escribir una novela siempre es un proceso muy largo, como mínimo de dos años. Es algo parecido a picar piedra. Por eso lo más complicado para mí es mantener vivo el deseo de seguir ahí y hacer crecer esa pulsión para continuar interesado en la historia y en cómo contarla. Si esa llama desaparece la novela, aunque llegue a término, será un fracaso.

¿Escribe para ser leído?
No pienso en el lector como en alguien a quién quiera agradar, o que me motiva de verdad es el intercambio, el diálogo y la conversación profunda que puede mantener el lector con un libro.

¿Y su propia vida es material literario o se nutre de elementos ajenos?
Hay elementos autobiográficos pero también historias que han vivido otros, o que he leído y yo reinterpreto, o retazos de vidas que he tenido cerca... En general siento mucha afinidad con las historias de relaciones amorosas complicadas y tortuosas.

Su trilogía sobre los años 70, de la que ya publicó La historia del llanto y La historia del pelo, está a punto de ser concluida.
Sí, tengo prácticamente acabada La historia del dinero, que espero esté publicada a finales de 2011. En esta última entrega tomo el dinero como elemento central para explicar los sucesos de la década de los setenta en Argentina. El protagonista es un niño-adolescente sin nombre que se mueve dentro de una historia empañada por el dinero y sus efectos. Se habla mucho de la experiencia política en los años 70, pero también ahí tuvieron gran importancia las economías clandestinas y los mercados paralelos. Tienen una fuerte relación con la doble vida que había que adoptar en ese periodo de represión política. Fue una década pasional y desmesurada, en la que yo me constituí como persona adulta.

Pauls:"Escribir una novela es algo parecido a picar piedra"

El escritor argentino, autor de El pasado, da los últimos retoques a la La historia del dinero que próximamente publicará Anagrama

Alan Pauls, escritor argentino, autor de El pasado.foto.fuente:elcultural.es

Se autodefine como un tipo poco tratable y un tanto ermitaño, y es que a este porteño de ascendencia alemana (Buenos Aires, 1959) lo que más le gusta es estar solo, en su estudio, rodeado de libros y escribiendo o tomando notas sobre lo que tiene cocinado en su cabeza. Su primera novela, El pudor del pornógrafo (1984) fue aclamada por la crítica más exigente. Después siguieron El coloquio (1990) y Wasabi (1994). Pero su consagración internacional llegó con la publicación de la monumental El pasado, que escribió obsesivamente durante diez años y por la que obtuvo el Premio Herralde de Novela 2003. Ahora, en su estudio del barrio de Palermo, en el centro de Buenos Aires, da los últimos toques a La historia del dinero, la tercera parte de su trilogía sobre los años 70 que aparecerá próximamente publicada en Anagrama.
¿Por qué empezó a escribir?
En casa no había ninguna tradición literaria pero yo me aficioné a la lectura desde muy temprano y disfrutaba de ese placer solitario. En el aislamiento necesario para la escritura, encontré esa misma satisfacción y nunca me he desprendido de ella. Ese coto cerrado en el que yo era el amo se convirtió en mi refugio favorito. Empecé con unos relatos que mi madre fechó y guardó cuidadosamente. En ellos reconstruía episodios familiares muy cercanos, en los que extrapolaba escenas domésticas más o menos truculentas que acababan en un desenlace brutal. Todo ello procesado a través de la ciencia ficción y con unos personajes totalmente reconocibles.

¿Recuerda sus primeras lecturas?
Mi abuela paterna, que era alemana, me leía en voz alta y con mucha pasión las aventuras de Max y Moritz, los protagonistas de los cuentos de Wilhelm Busch. Luego, cuando aprendí a leer, devoraba la enciclopedia argentina Lo sé todo, que era malísima pero tenía una sección de Mitología Griega apasionante. Después vino la ciencia ficción y a los diez años descubrí a Cortázar y a Onetti y con ellos conocí la dimensión seria y profunda de la literatura. Más tarde me adentré en los que fueron y siguen siendo mis referentes literarios: Roland Barthes, Stendhal, Borges, Proust, Musil, Kafka y Manuel Puig.

Novelista, ensayista, profesor universitario, articulista, guionista y crítico cinematográfico, ¿con qué se queda?
Me siento escritor, tanto de ensayo como de novela. Lo que más me interesa es escribir y creo que es lo que hago mejor. Es verdad que toco muchas teclas, pero con el tiempo me las he ingeniado para que todo haya ido confluyendo hacia el oficio de escribir. Di clases de Introducción a la Literatura y Teoría Literaria entre 1983 y 1989, y ahora solo doy seminarios puntualmente. La escritura de guiones cinematográficos es un ejercicio interesante porque te obliga a dejar de lado el estilo y a escribir de modo muy seco y muy descarnado, pero también lo dejé, igual que la crítica cinematográfica.

¿Anárquico o disciplinado?
Muy disciplinado, trabajo cada día seis o siete horas, lo que no significa que escriba diariamente. Pero si que paso ese tiempo solo, en mi estudio, releyendo, tomando notas y elaborando, aunque sea mentalmente, lo que tenga entre manos en ese momento. Hay quién habla de lo dura que puede llegar a ser la soledad del escritor, pero para mí es enormemente agradable.

¿Alguna manía a la hora de sentarse ante el papel en blanco?
Necesito estar completamente solo y en silencio, en un ambiente más o menos monacal, no puedo concentrarme en un entorno demasiado agradable porque me dispersaría. Mi estudio es muy austero, consta de una mesa, mi ordenador Mac e infinidad de libros que forran las paredes y poco más. Yo trabajo mucho por acumulación, es decir que dejo que elementos dispersos se agolpen en mi cabeza hasta que de repente siento que ha llegado el momento de sacarlo todo a la luz. Es cuestión de tiempo.

¿Corrector compulsivo?
No, corrijo muy poco. En realidad corrijo en la cabeza, antes de volcarlo a la pantalla. Hago una elaboración mental muy larga y muy escrupulosa, de manera que cuando esas frases llegan al ordenador sufren pocas manipulaciones. Lo que más puedo cambiar es el orden de algunos párrafos o la estructura de algún capítulo, pero la corrección de estilo la hago mentalmente.

¿Qué es lo más difícil a la hora de trabajar en una novela?
En mi caso, escribir una novela siempre es un proceso muy largo, como mínimo de dos años. Es algo parecido a picar piedra. Por eso lo más complicado para mí es mantener vivo el deseo de seguir ahí y hacer crecer esa pulsión para continuar interesado en la historia y en cómo contarla. Si esa llama desaparece la novela, aunque llegue a término, será un fracaso.

¿Escribe para ser leído?
No pienso en el lector como en alguien a quién quiera agradar, o que me motiva de verdad es el intercambio, el diálogo y la conversación profunda que puede mantener el lector con un libro.

¿Y su propia vida es material literario o se nutre de elementos ajenos?
Hay elementos autobiográficos pero también historias que han vivido otros, o que he leído y yo reinterpreto, o retazos de vidas que he tenido cerca... En general siento mucha afinidad con las historias de relaciones amorosas complicadas y tortuosas.

Su trilogía sobre los años 70, de la que ya publicó La historia del llanto y La historia del pelo, está a punto de ser concluida.
Sí, tengo prácticamente acabada La historia del dinero, que espero esté publicada a finales de 2011. En esta última entrega tomo el dinero como elemento central para explicar los sucesos de la década de los setenta en Argentina. El protagonista es un niño-adolescente sin nombre que se mueve dentro de una historia empañada por el dinero y sus efectos. Se habla mucho de la experiencia política en los años 70, pero también ahí tuvieron gran importancia las economías clandestinas y los mercados paralelos. Tienen una fuerte relación con la doble vida que había que adoptar en ese periodo de represión política. Fue una década pasional y desmesurada, en la que yo me constituí como persona adulta.

11.7.11

Siempre tenemos París

Los años '20 en París fueron, además de una fiesta, una ciudad que hospedó en sus bares, sus departamentos y sus librerías a una generación de artistas geniales en sus comienzos de pobreza y búsqueda
Se recorrió libros en mano la París de entonces que todavía se esconde en la actual.foto.fuente:pagina12.com.ar

Desde París

Fitzgerald emprendía sus borracheras míticas, Picasso pintaba a su ristra de amantes, Ezra Pound empezaba a revolucionar la poesía, Sylvia Beach les prestaba libros en Shakespeare & Co. y Gertrude Stein se erigía como el faro intelectual de los inmigrantes, mientras un joven llamado Ernest Hemingway abandonaba el periodismo y se entregaba en días espartanos y noches dionisíacas a gestar esa "prosa tan pura que no se corrompa". Mientras en los cines la última película de Woody Allen (Medianoche en París) rinde homenaje a esa época de un modo magistral.

Hoy también llueve. Una garúa empeñada y fría cubre los adoquines de la Place de la Contrescarpe y remite instantáneamente del bullicio moderno y frívolo al París de los años '20 del siglo pasado. Las frases de Ernest Hemingway resucitan el aura ya vencida de este lugar que hoy congrega a una jauría de turistas, estudiantes, patoteros y un sinfín de comercios de ropa, de restaurantes griegos y japoneses y boutiques de chucherías fashion que le arrebataron el reino al romanticismo humilde y popular que Hemingway conoció en este barrio cuando llegó a París a principios de los años '20. Con su libro emblemático en la mano, París era una fiesta, la prosa exacta y descarnada del novelista norteamericano les saca a las piedras la memoria que aún llevan en sus entrañas. Entonces de pronto la lluvia es casi igual a ese otoño en que "el viento arrancaba las hojas de los árboles de la Place de la Contrescarpe" y el Café des Amateurs se insinúa entre el decorado moderno y anónimo del Café Delmas, que lo reemplazó. Ya no es un "café tristón y mala sombra" donde "se agolpaban los borrachos del barrio y yo me cuidaba de entrar porque olía a cuerpo sucio y la borrachera olía a acre". Todo es hoy falsamente feliz y numérico y la única forma de sentir en la piel trazos de ese París que se desgrana en la prosa de Hemingway es acceder a la Plaza desde la Rue Monge subiendo las escaleras de la Rue Rollin, hasta toparse con la primera casa que Hemingway ocupó gracias al escritor Sherwood Anderson. Hemingway se instaló en el 74 de la Rue Cardinal Lemoine, a 20 metros de la Place de la Contrescarpe y a unos 50 de la casa donde James Joyce terminó de escribir su obra mayor, Ulises. Frente al edificio de la Rue Cardinal Lemoine, a la izquierda de la Rue Rollin, muchos siglos antes había vivido el filósofo Réné Descartes.

En enero de 1922 había un "bal musette" en la planta baja de la casa de Hemingway. El vivía en el tercer piso, escribía sus cuentos bebiendo ron Saint James en los cafés del barrio, tenía frío y ni siquiera le alcanzaba la plata para comprar libros. Pero aquel París valía el sacrifico. El París actual es un encanto escénico, y un desencanto real. Una ciudad ocupada por las marcas mundiales de ropa, un inmenso shopping center al aire libre. Pero a ciertas horas de la noche y la madrugada aquel perímetro primerizo donde vivió el autor de El viejo y el mar respira por instantes la nobleza de los años bohemios. El París hemingwaiano tiene tres topografías distintas. El distrito cinco de París, con la Place de la Contrescarpe, el Panteón, el Boulevard Saint Germain, el Boulevard Saint Michel, el seis, con Montparnasse como escenario y el cuadrilátero virtuoso compuesto por los Restaurantes Le Dôme y La Coupole y los bares La Rotonde y Le Select. Más abajo, donde termina el Boulevard Port Royal y empieza el de Montparnasse, están Le Bal Bullier y la Closerie des Lilas, en cuya terraza Hemingway escribió varios de sus grandes relatos. La tercera topografía es más estrecha, se limita a la Place Vendôme y el Hotel Ritz. "Cuando pienso en el Paraíso cierro los ojos y estoy en el Ritz de París", escribió Hemingway.

Esas topografías tienen un pedigrí único en el mundo: el París de Montparnasse y Saint Germain des Prés fue, en el desorden de la cronología, el París de Diderot, Guillaume Apollinaire, Antonin Artaud, Charles Baudelaire, Jean Paul Sartre, Marguerite Duras, Scott Fitzgerald, Robert Desnos, James Joyce, Georges Sand, Victor Hugo, Oscar Wilde, Artur Rimbaud, Verlaine, Boris Vian, Ezra Pound, Henry Miller, Getrude Stein. Seguir a un hombre como Hemingway a través de París es adentrarse en el nacimiento de un talento, en la historia y las interacciones de quienes lo alentaron a ser escritor, es deambular por las mesas de los cafés de una ciudad donde se escribieron las obras más acabadas del siglo XX. Entre 1921 y 1929, en sus distintas estancias en París –hubo tres en total–, Hemingway escribió en la capital francesa varias de las obras más importantes de la literatura del siglo XX. Algunos cafés aún están en pie, otros desaparecieron o se transformaron en una indigesta mezcla de señoritas con minifalda y amplios escotes, decorados de buen gusto artificial y música para multitudes y precios para millonarios de las nuevas tecnologías. Nadie podría escribir una línea en los adefesios normalizados de hoy. Los bohemios salvajes como Hemingway estarían presos o habrían sido expulsados por borrachos y ruidosos. Con todo, la ciudad literaria conserva sus reductos, zonas inspirantes que sobrevivieron al barrido de la modernidad o abrieron después con la idea estética que forjó la celebridad de París. Paris-by Hemingway es un puñado de mesas de cafés, los senderos del Jardín de Luxemburgo con las estatuas que tanto lo fascinaban, los combates de boxeo en los bares o en el Cirque d'Hiver, las páginas de esas libretas negras o azules con tapas de tela donde escribía sus cuentos.

Ernest Hemingway vino a la capital francesa por primera vez cuando tenía 18 años (1918). En diciembre de 1921 viajó con su primera mujer, Hadley. Ambos se instalaron en el hotel Jacob (44 Rue Jacob), hoy Hôtel d'Angleterre, en pleno Saint Germain des Prés. Frecuentaban la Brasserie Le Pré aux Clercs, que aún existe (Rue Jacob y Rue Bonaparte), y el Restaurant Michaud, donde iba James Joyce y que ahora se llama Le Comptoir des Saints Pères (ángulo Rue Jacob y Rue Saint Pères). A partir de allí se teje su historia, la que lo llevará del periodismo a la literatura. En enero de 1922 los Hemingway se mudaron al departamento de la Place de la Contrescarpe. Es, a su manera histórica, el barrio de la paternidad literaria de Hemingway.

Sentado en un bar del Panteón con su libreta en la mano, Hemingway advierte una mujer mientras escribe y bebe su ron Saint James. La mujer lo atrae, pero ella mira hacia fuera porque espera a alguien. En París era una fiesta Hemingway escribe: "Te vi, hermosura, y ya eres mía, por más que esperes a quien se te antoje y nunca vuelva a verte, pensé. Eres mía y todo París es mío y yo soy de este cuaderno y de este lápiz".

En esos tiempos en que Hemingway trabajaba como periodista y concebía su escritura de ficción, alquiló una habitación a la vuelta de su casa para estar tranquilo. El edificio, situado en el 39 Rue Descartes, recuerda su paso con una placa. Una para Hemingway y otra dedicada al poeta Verlaine, que murió en ese lugar. Las puertas del barrio y la ciudad y las casas de la gente que iba conociendo se las abrió el escritor Sherwood Anderson. El novelista norteamericano, defensor de una teoría literaria revolucionaria que planteaba el principio de austeridad en el estilo, le consiguió el departamento de la Rue Cardinal Lemoine y lo puso en contacto con quienes serían decisivos en su vida: Ezra Pound, Gertrude Stein, Sylvia Beach, James Joyce, Max Eastman, Miró y Picasso. Pound, Stein y Beach ejercieron una influencia determinante en su vida de escritor. Stein estimuló a Hemingway para que dejara el periodismo y se consagrara por entero a la literatura; Sylvia Beach, fundadora de la librería Shakespeare & Co., le prestaba los libros que Hemingway no podía comprar. Pound le brindó una amistad sin límites, de una lealtad fuera de lo común. No sólo fue el primer auténtico lector corrector de sus textos sino que, además, le despejó el camino para que publicara sus libros. En 1924 Hemingway dejó el departamento de la Place de la Contrescarpe por un espacio más amplio, en pleno Montparnasse. Se mudó al 113 Rue Notre Dame des Champs. Ezra Pound vivía en el Nº 70 de la misma calle. Pound le corregía los textos a Hemingway y a cambio recibía lecciones de boxeo. Hemingway tenía una confianza ciega en Pound, a quien llamaba "el santo". El poeta le enseñó una de las características esenciales de la escritura de Hemingway: la exactitud y la desconfianza hacia toda forma de adjetivo. También influyó para que Ford Maddox Ford publicara los textos de Hemingway en la revista Transatlantic. "Este gran poeta pasa la quinta parte de su tiempo escribiendo y el resto lo consagra a ayudar a sus amigos, desde el punto de vista material y artístico", escribió Hemingway. Sus dos primeros libros fueron publicados en París gracias a la mediación de Pound: Tres historias y 12 poemas, y In our Time, publicado en 1923 por Three Mountain Press, donde Pound era consejero literario. En una carta a Sherwood Anderson fechada en París el 9 de marzo de 1922, Hemingway le cuenta a su protector: "Sin mucho éxito le doy clases de boxeo a Ezra Pound. Tiene una tendencia habitual a atacar con el mentón hacia adelante y es en general tan gracioso como un cangrejo de río. Tiene voluntad, pero se cansa rápido. Voy esta tarde a su casa para una nueva sesión, pero no es muy excitante porque para calentarme tengo que boxear en el vacío".

La segunda amistad parisina decisiva fue con la escritora Gertrude Stein, en cuyo domicilio del 27 Rue des Fleurs se daban cita los grandes escritores de esos años. Stein era la madrina del cenáculo de escritores anglosajones que habían elegido París por sus bares y su libertad. La escritora, poeta y lesbiana posesiva, llegó a hipnotizar a Hemingway. En su casa no se podía pronunciar dos veces el nombre de James Joyce. El novelista norteamericano cuenta que a quien lo hacía "no se lo invitaba nunca más". Stein tenía una opinión severa sobre el agitado mundillo de escritores que quemaban su talento y sus días en las terrazas de los bares de París: los llamaba "la generación perdida". Sin embargo, aunque el retrato que hace Hemingway de ella sea un poco cruel y hasta burlón, fue Stein quien enseñó a Hemingway el arte de sacarse de encima la psicología y ese otro arte mayor, delicado e inmenso, que consiste en captar la música de las palabras en el flujo de la descripción. "Nada más fácil que adquirir el hábito de pasar por el 27 Rue des Fleurs al caer la tarde, por amor a la lumbre y los cuadros magníficos y la conversación" (París era una fiesta).

La vida de Hemingway en París fue una serpentina de bares, combates de box, borracheras memorables, amistades profundas y claves como las de Joyce y Pound. Su primera esposa, Hadley, que le regaló una máquina de escribir portátil Corona, pinta muy bien esos años de aprendizaje y lujuria: "Hemingway era el sparring de los boxeadores cuando se entrenaban, el amigo de los mozos de café y el confidente de las prostitutas". Sin embargo, por encima de las andanzas y los insomnios estaba su voluntad de ser escritor, su empeño por expresar una forma de verdad: "No te preocupes. Hasta ahora has escrito y seguirás escribiendo. Lo único que tienes que hacer es escribir una frase verídica". No le hacían falta más artificios que su voluntad. En la habitación que había alquilado en la Rue Descartes, Hemingway tomó la decisión de escribir "un cuento sobre cada cosa que me fuera familiar". Allí aprendió, dice, "a no pensar en lo que tenía a medio escribir". En París, en esa habitación de hotel de la Rue Descartes apretada entre la Place de la Contrescarpe y la bajada hacia el Sena, se fijó un rumbo y un método de trabajo cuya recompensa era la libertad en París: "Bajar la escalera cuando el trabajo me salía bien, en lo cual había tanta suerte como disciplina, era una sensación maravillosa, y luego estaba libre para pasear por todo París". Sus instrumentos ni siquiera comprendían la máquina de escribir Corona. "El instrumento necesario se reducía a las libretas de lomo azul, a los lápices y el sacapuntas (afinando el lápiz con un cortaplumas se desperdiciaba demasiada madera), a los veladores de mármol y al olor a mañana temprana y a barrido y trapo de piso y buena suerte". En un diálogo con el poeta Evan Shipman, Hemingway define así su estética (perfectamente retratada en su primer libro, In Our Time): "Yo quiero escribir de manera que tenga efecto sin que el que lee se dé cuenta de ello, y así, cuando más lea, más efecto le hará". En algunos pasajes de su obra que hablan de París, Hemingway deja explícito que el hambre puede ser un aporte para percibir mejor el arte, y el Jardín de Luxemburgo el mejor lugar del mundo porque nada huele a comida: "Si uno vive en París y no come lo suficiente, y les aseguro que el hambre pega fuerte porque todas las panaderías presentan cosas ricas en las vitrinas y la gente come al aire libre, y si uno renunció al periodismo y escribía cosas por las que en Estados Unidos nadie pagaba un peso, el mejor sitio para matar las horas de la comida era el Jardín de Luxemburgo. Y se podía ir siempre al museo de Luxemburgo y todos los cuadros eran más netos, más claros y más bellos si el estómago estaba vacío y se sentía la opresión del hambre en el estómago".

El otro encuentro fundamental del escritor fue con Sylvia Beach, la fundadora de la librería Shakespeare & Co. y editora, en 1922, del Ulises de Joyce. Ernest Hemingway había llegado a París en el mejor momento. Alcohol libre (la prohibición fue decretada en Estados Unidos en 1919), libertad de expresión, bohemia, precios accesibles gracias a la relación entre el dólar y el franco, y un ballet de genios que giraban a su alrededor, la mayor de las veces como sus protectores. París fue un don y Hemingway así lo reconoce: "Llegar a todo aquel nuevo mundo de la literatura, con tiempo para leer en una ciudad como París donde había manera de vivir bien y trabajar por más pobre que uno fuera, era como si a uno le regalaran un gran tesoro. Y uno podía llevarse consigo el tesoro cuando salía de viaje". Sylvia Beach se lo puso en las manos bajo la forma de libros. El destino de Hemingway se pactó en una calle, la Rue de L'Odéon. En esa calle había dos librerías en las que se cruzaban todos los escritores: La Maison des Amis des Livres, de Adrienne Monnier, y Shakespeare & Co., de Sylvia Beach. De la segunda Hemingway sacaba obras maestras prestadas para leer: "En esa época no tenía dinero para comprar libros, entonces los tomaba prestados de Shakespeare & Co.". Turgueniev, Tolstoi, D. H. Lawrence, Dostovieski, Chejov, el naciente escritor tuvo al alcance una amiga y lo más denso de la literatura universal. El ambiente de la Rue de L'Odéon era extraordinario. Sylvia Beach y Valéry Larbaud (el intelectual que introdujo a Borges en Francia) ponían toda su energía para publicar el Ulises. El movimiento literario de la Rue de L'Odéon llegó hasta tener un apodo, la "Odeonia". Para poder financiar la costosa edición del Ulises los libreros de la Rue de L'Odéon organizaron una campaña publicitaria a lo largo de la calle a fin de obtener suscriptores para la primera publicación integral del libro de Joyce, prohibido en Gran Bretaña y en los Estados Unidos (1919) por la Sociedad Norteamericana Para la Supresión del Vicio.

Hemingway cayó en ese círculo. Unidad geográfica y temporal única que citó a un puñado de seres extraordinarios en un mismo barrio y en un sinfín de bares semejantes. Pero el escritor no tenía suficiente dinero para vivir, acababa de renunciar a su única fuente de trabajo, el periodismo, y sus cuentos no se vendían lo suficientemente bien. Sylvia Beach le decía: "Pero vamos, Hemingway, no piense en lo que sus cuentos rinden ahora. Lo importante es que usted es capaz de escribirlos".

En la vida nada es simple, ni siquiera París: "París era una ciudad muy vieja y nosotros éramos muy jóvenes, y allí nada era sencillo, ni siquiera ser pobres, ni el dinero ganado de pronto, ni la luz de la luna, ni el bien ni el mal". Hemingway tuvo talento y suerte y coraje para narrar el mundo en que vivía y una ciudad que atravesaba su propio idilio y también la valentía de seguir su instinto de escritor. Es un hombre colosal, polifacético, inmerso en una ciudad dócil a todas las experiencias y a las corrientes artísticas. Su París es un recuerdo, aunque a veces surge, calma y majestuosa, entre las callejuelas a salvo de los lupanares numéricos, del asedio de los carteles publicitarios y de la cultura fashion que todo lo devora. Son zonas con puertas hacia otro tiempo, como esa esquina del Boulevard de Montparnasse, el Boulevard Saint Michel y l'Avenue de L'observatoire donde está siempre, intacto y distinguido, el que fue su restaurant-bar preferido, La Closerie des Lilas. Cualquiera que entre ahí puede imaginar las noches de encendida y delicada bohemia, cualquiera que se siente en la terraza de la Closerie al abrigo de las miradas puede adivinarlo aún escribiendo sus cuentos, construyendo esas frases de piel y hueso tan suyas y tan profundas a fuerza de no contener ni la más lejana brisa de una metáfora o una digresión. Después de que su mujer perdiera en un viaje en tren una valija con su primer gran manuscrito, Hemingway escribió en las mesas de la Closerie des Lilas su primera novela, The sun also rises (Fiesta). En ese mismo lugar Hemingway leyó la novela El Gran Gatsby que Scott Fitzgerald le entregó en la Closerie y allí plasmó parte de Adiós a las armas. Fitzgerald y Hemingway se encontraron en París en 1925, en el hoy desaparecido Bar Dingo de Montparnasse. Luego se volvieron a ver en la Closerie y allí sellaron su amistad, de bar en bar, en un cruce que siempre tenía como final el último reducto, el Bar del hotel Ritz. Hoy, ese lugar es uno de los más hermosos de la Tierra. Casi al fin de la Segunda Guerra Mundial, Hemingway participó en las escaramuzas para liberar el hotel y el bar de la presencia alemana. El tiempo le devolvió un homenaje: al fondo del Hotel Ritz, al final de un extenso pasillo en línea recta, el barman Colin Field perpetúa la leyenda del escritor en el Bar Hemingway. Pequeño, aristocrático, entre mágico y soñado, lleno de objetos emblemáticos que representan al Hemingway periodista, pescador, cazador de fieras, boxeador, soldado, siempre corriendo detrás de una nueva aventura. En 1956, un empleado del Ritz encontró en los sótanos del hotel dos valijas de Hemingway olvidadas en 1928. Allí estaban los carnets y las notas que le ayudarían a escribir su libro póstumo, París era una fiesta. Su biografía parisina podría perderse exclusivamente en el entrevero de bares, mesas de cafés, borracheras y aventuras de todo tipo. Sería injusto e inexacto. Hemingway construyó en París la piedra angular del estilo con la cual haría su obra. Hemingway vivió en los tres planos con igual intensidad: el de la frenética frivolidad, el del compromiso con el mundo que le tocó vivir –la Primera Guerra Mundial, la Guerra de España, que cubrió como periodista, y la Segunda Guerra Mundial– y la escritura. Hemingway parisino es el nacimiento de un escritor, el hierro de la escritura, el trabajo empeñado, la idea esencial que lo llevó a "escribir una prosa tan pura que no se corrompa". Igual al París que va resucitando en su pluma, esa ciudad ideal, anhelada, bohemia y culta, abierta y protectora, universal y nuestra que sólo existe ahora en las impecables frases de Hemingway y en algún rincón todavía luminoso de nuestros sueños.