29.5.12

Consejos para titular una novela en diez tuits

El título de una novela es la mejor puerta de entrada de la historia. Muchas veces, el novelista pasa días, semanas o meses buscando ese título perfecto


El escritor Eduardo Mendoza y otros nueve escritores te dan 10 consejos para titular una novela, sintetizados en una decena de tuits. Mendoza, por ejemplo, recomienda leer las esquelas de los periódicos. Allí, dice, se encuentran buenas ideas. foto.fuente:elaviondepapel.tv


En otras ocasiones, le llega como un fogonazo. En la Feria del Libro de Madrid, preguntamos a 10 escritores qué consejo darían para titular una novela. Sus respuestas se pueden resumir en esta decena de tuits.
Escritores como Eduardo Mendoza, Lucía Etxebarría, Rosa Montero, Agustín Fernández Mallo, Juana Salabert, Javier Reverte, Inma Chacón, Luis Goytisolo o Clara Sánchez nos dan su mejor consejo de cómo titular una novela.
Mientras firmaban en la Feria del Libro de Madrid 2012, surgió esta serie de 10 tuits que sintetizaron sus recomendaciones, que compartimos en Twitter, bajo la etiqueta #comotitularnovelas.
1.- Eduardo Mendoza: Lee las esquelas de los periódicos, que dan muchas ideas. 
2.- Agustín Fernández Mallo: ¿Si el título es tan perfecto, para qué has escrito el libro? Pule un título que tenga que ver lo menos posible con el contenido. 
3.- Lucía Etxebarría: La mayoría de los títulos son cursis. Cuando estés desesperada, usa un verso como título. 
4.- Rosa Montero: Tiene que ser un título verdadero, que nazca de dentro de la novela. Este consejo me funciona. 
5.- Leopoldo Brizuela: Cuanto más voluminosa es la novela, más corto y vago debe ser el título, como Rojo y Negro, por ejemplo. 
6.- Juana Salabert: Termina la novela, pon fin y espera tres días. El título sale como un fogonazo. 
7.- Inma Chacón: El título debe ser evocador. Sintetiza la historia y tiene que ser simbólico. 
8.- Javier Reverte: Que el título de la novela te salga del alma. 
9.- Clara Sánchez: Lo mejor es ponerle a la novela el título de alguno de los capítulos. 
10.- Luis Goytisolo: El título siempre debe salir del interior de la novela, para entenderla sin saber aún de qué va.

28.5.12

J F King

Casi como una plegaria o un conjuro, hace un tiempo que la literatura norteamericana viene escribiendo novelas que revisitan su pasado con la intención de reescribirlo, de corregirlo o de devolver al país a la conciencia de lo que fue y de lo que es

Antes y después: Jack Ruby dispara contra Lee Harvey Oswald dos días después del asesinato de Kennedy. A pesar de las conexiones de Ruby con la mafia, King no cree en la conspiración. foto.fuente: pagina12.com.ar
Stephen King, el gran intérprete del terror más profundo de los Estados Unidos, vuelve al fantástico con 22/11/63, una novela de 900 páginas tan atrapantes como la misión de su protagonista: viajar al pasado para salvar a JFK de aquella infame mañana de Dallas en la que el presidente fue asesinado y con él, la inocencia política de un país

“Dejemos de lado lo de ser best seller y los estereotipos: este hombre es un genuino escritor de nacimiento. No es Tom Clancy. Escribe oraciones y tiene un gran sentido de lo literario y su prosa desborda de historia literaria. Lo que hace no es algo sencillo, no es mero palabrerío contemporáneo, y no es una tontería. Y lo anterior tal vez sea una forma torpe de decir que algo es inteligente, pero eso es lo que quiero decir.” Quien habló así no fue un colega en lo más alto de las listas de ventas, o un periodista perfilando un fenómeno de masas que ya ronda las cuatro décadas, o un editor intentando seducir al monstruo para que se vaya con él. Quien así habló fue la sofisticada escritora y refinada intelectual y ensayista de alta gama Cynthia Ozick.

Y se refería a Stephen King.
GRANDES DESESPERANZAS
De acuerdo en todo. Y Ozick no es la única que piensa lo mismo y la Historia –a pesar de más de un histérico que sigue arrimándolo a la categoría de Burger King, de alimento trash a consumir más o menos a escondidas– ha aprendido a reconocer al Rey King no sólo como el terrorista literario más consistente de nuestros tiempos sino, también, como el autor más cerca de emular el efecto radiactivo más allá del tiempo y del espacio de un tal Charles Dickens. Es decir, el influjo sin fecha de vencimiento de un gran escritor popular, haciendo hincapié en gran. Influjo acompañado por una vida con ribetes legendarios, dickensianos. A saber: pobreza extrema, repentino y duradero éxito cósmico, adicciones varias a casi todo durante buena parte de la década de los ochenta, accidente casi mortal al ser atropellado por un irresponsable conductor que pareció salido de uno de sus libros (leer sobre todo esto en sus autobiografías de lector y trabajador Danza macabra y Mientras escribo), pionero del libro electrónico con su Riding the Bullet (Plaza & Janés acaba de publicar en español su primer título sólo para descargar: Area 81), titiritero diabólico detrás del alias del aún más siniestro que él Richard Bachman, miembro de la rock-band de escritores The Rock Bottom Remainders, inevitable turista invitado a la Springfield de Los Simpson y –otra vez, como Dickens– hombre amado por millones de seguidores en todo el mundo que ya han adquirido, sin protestar y con agradecimiento, más de 350.000.000 de sus libros y a seguir sumando..Además, los últimos tiempos han sido más que generosos con King en lo que hace a medallas y honores. Más allá de todo trofeo disponible para un escritor de su raza y género, King (Portland, 1947) ganó un codiciado premio O. Henry, es colaborador habitual de The New Yorker, The Paris Review le dedicó su consagradora entrevista y –para horror sin atenuantes de puristas y de académicos y de Harold Bloom– en el 2003 la National Book Foundation, hogar del National Book Award, le concedió su canonizadora medalla a toda una carrera por su “distinguida contribución a las letras norteamericanas” recibida, entre otros, por William Faulkner, Saul Bellow, John Cheever, Philip Roth, Susan Sontag, Don DeLillo, Thomas Pynchon y John Updike..Pero –digámoslo– una prolífica carrera que ya supera ampliamente el medio centenar de títulos ha tenido, inevitablemente, altibajos y claroscuros. Y apunte personal: no hace mucho, un tanto preocupado por el relativo entusiasmo que me producían sus recientes novelones La historia de Lisey, Duma Key y La cúpula (siendo este último el primer libro de King que dejé sin terminar, inquieto porque, en todos ellos, las partes realistas me parecían tanto más interesantes que las partes de “dar miedo”) volví a los libros de King que me hicieron fan incondicional desde 1974. Tenía curiosidad por comprobar si, en realidad, serían tan buenos o, simplemente, placeres pasajeros en la vida de un adolescente que yo ya nunca volvería ser. Sorpresa y alivio: seguían pareciéndome excelentes y –ahora con los ojos CSI de un escritor, además de las pupilas deslumbradas de alguien al que le sigue gustando temblar con un libro en las manos– se me revelaban como didácticos y perfectos y admirables mecanismos de relojería narrativa..Sépanlo: entre 1974 y 1979, King disfrutó e hizo disfrutar con la más triunfal y, seguramente, irrepetible de las buenas rachas. A saber: Carrie, esa Drácula en pueblo chico que es El misterio de Salem’s Lot (que leí por primera vez como La hora del vampiro), El resplandor (para mí muy por encima de muchas de las supuestas “Grandes Novelas Americanas” de la actualidad), la colección de relatos El umbral de la noche, ese El señor de los anillos en país grande que es Apocalipsis (en la que me sumergí por primera vez cuando se llamaba La danza de la muerte) y La zona muerta (una de sus/mis favoritas, con un protagonista trágico y entrañable). Un año después, en 1980, empezaron los problemas y mi primer ligero desencanto con Ojos de fuego. Pero seguí leyéndolo con placer y disciplina y, claro, abundaron las nuevas alegrías –Christine, la maravillosa colección de nouvelles reunida en Las cuatro estaciones, Cementerio de animales (para King su libro más monstruoso en todo sentido), Misery, El pasillo de la muerte y Corazones en la Atlántida– y buenos momentos y malos finales en It, Los Tommynockers, La mitad oscura, Un saco de huesos y Cell. Pero lo cierto es que ya nada había vuelto a ser como el primer temor..VOLVERBuenas noticias: con 22/11/63 –número uno de ventas en su país, uno de los mejores cinco libros del 2011 para el influyente y prestigioso suplemento de libros de The New York Times y “la obra de un maestro del oficio” para Time–, Stephen King vuelve a sus inicios, a lo más alto. A dar –nunca mejor dicho– en el blanco.
Y, de nuevo, la astucia de una fórmula (que no es otra cosa que la constante reformulación de uno de los Grandes Miedos Americanos) al servicio de un individuo que cuenta como pocos. Aquí y ahora –y desde entonces– el magnicidio de John Fitzgerald Kennedy como el fin del Sueño Americano, el comienzo de la Pesadilla Made in USA y el Big Bang-Bang de la conciencia paranoide-conspirativa de todo un país que ya no cree ni volverá a creer en lo que le dicen sus autoridades. Así, esa soleada mañana de Dallas como los disparos de largada para una carrera oscura y sin retorno, como el momento definitivo en que todo se arruinó sin remedio. Y hacia allí –rumbo al pasado y regreso al futuro– viaja el maestro de literatura de treinta y cinco años y paradigmático everyman kinguiano Jake Epping para intentar más corregir que cambiar la historia y poner las cosas no en su sitio sino en un sitio mejor. Como Al Templeton le dice a Epping: “Si alguna vez quisiste cambiar el mundo, ésta es tu oportunidad. Salva a Kennedy, salva a su hermano. Salva a Martin Luther King. Evita los choques raciales. Tal vez pon fin a Vietnam.
Podrías salvar las vidas de millones”...22/11/63. Stephen King Plaza & Janés 864 págs.Y la idea no es nueva: pocas cosas más atractivas que buscarle opciones a lo histórico. Philip Roth y Michael Chabon no hace mucho se dieron una vuelta por ahí con La conjura contra América y El sindicato de la policía yiddish. Y JFK –como Jesucristo, Hitler y Elvis– es un eterno favorito de las ficciones de historia alternativa y/o reescrita y de agujeros espacio-temporales. Allí están clásicos como Cronopaisaje de Gregory Benford, secretos para entendidos como Resurrection Day de Brendan DuBois, logrados thrillers como A tiro de Philip Kerr, o pesados pesos de pesos pesado como Norman Mailer en El fantasma de Harlot y Don DeLillo en Libra y James Ellroy en América. Pero lo que hace de 22/11/63 algo nuevo y digno de todos los elogios es el modo en que (solucionando casi de entrada y sin demasiadas explicaciones el cómo nuestro héroe viaja al pasado, cortesía de su agonizante amigo Al Templeton, descubridor, en los fondos de su restaurante, de un portal más cerca de la magia de Lewis Carroll que de la ciencia de H. G. Wells), King organiza alrededor de un núcleo sobrenatural un verdadero tratado acerca del tiempo perdido y recuperado. Y los temas que toca son varios. La manera en que cambia una sociedad (el agujero del tiempo conduce a Epping a septiembre de 1958, por lo que debe pasar varios años marcha atrás a la espera de ese oscuro día de injusticia para hacer justicia –y, de acuerdo, tal vez Epping podría haber aterrizado en 1962, pero se sabe que a King le gusta mucho escribir mucho) y el modo en que la cultura popular de una determinada época forma o deforma a sus habitantes (gran parte de la gracia de la novela pasa por cómo Epping puede anticipar cambios y modas y tendencias rindiendo, de paso, tributos a J. D. Salinger, Shirley Jackson y Paul Bowles y John Irving y Ray Bradbury y los Rolling Stones y productos y marcas que ya no existen salvo en eBay). Sumarle a lo anterior el método con que King digiere y pone al servicio de la trama toneladas de documentación. Y, sí, King piensa que Oswald actuó solo y punto; nada de compleja conspiración sino algo más terrible y primitivo: el Mal Puro y Duro en acción. Pero, por encima de todo y de todos y más allá de tics y taras como la repetición casi mántrica de ciertas frases y el abuso de itálicas que ya son parte indivisible de su estilo, 22/11/63 es muy divertida y adictiva. Y se nos vuelve irresistible por el sentimiento de King a la hora de construir una sólida historia de amor: la de Epping –devenido George Amberson en el pasado– y la bibliotecaria Saddie. Romance muy reminiscente de aquel del también maestro de escuela Johnny Smith y su colega Sarah Bracknell en La zona muerta. De hecho, no sería impertinente rebautizar a 22/11/63 como La zona viva, porque, a su manera, funciona casi como un espejo deformante de aquella temprana y magistral novela. Epping sabe lo que va a ocurrir y Smith tiene el don de anticipar el futuro. Y –luego de que ambos calienten motores y mejoren puntería con casos menores y neutralicen a un par de psicópatas no tan trascendentales mientras llega la hora del gran duelo– el primero debe salvar a un presidente para mejorar el mundo y el segundo debe acabar con un futuro presidente que destruirá el planeta. Pero, se sabe, nada es tan simple como parece y –en 22/11/63, con Epping cada vez más cercado por ominosas fuerzas cronolíticas poco interesadas en que se altere el flujo establecido de los acontecimientos– muchas veces hacer historia equivale a deshacerla. No les corresponde a los hombres entrometerse con los engranajes del destino, parece decirnos King. Y, al final, sólo queda el consuelo de bailar con la persona que más amas..De esta manera, salimos al otro lado de las casi 900 páginas de 22/11/63 –proyecto que King tenía pensado desde 1971 pero demoraba hasta saberse a la altura de su ambición, futura adaptación cinematográfica a cargo de Jonathan Demme– como quien regresa de un largo y tremendo y enriquecedor viaje. Como quien vuelve de una novela que, por pertenecer al género fantástico, no deja de ser una gran novela.
QUE MONSTRUOS
Lo que nos lleva –tratándose aquí de pasados y de presentes y futuros– del estado de las cosas en lo que hace al terror y horror escrito. Y me temo –y me atemoriza– que el asunto no pasa por su mejor momento. Así como en su momento el éxito e impacto sociológico de la novela y film El exorcista llevó a un muy joven King a probar si le salía bien eso de asustar porque, de pronto, había un buen mercado para el escalofrío; ahora el huracán George (R. R. Martin) ha empujado a nuevos escritores a los terrenos de espadas y brujerías del fantasy del mismo modo que hace años Thomas Harris convirtió y obligó a muchos narradores al culto del asesino en serie. Y, ah, abunda la carne podrida de tanto zombi descerebrado. Por lo demás, los monstruos ya no son lo que eran y, como bien dijo King, las novelas de la saga Crepúsculo no tratan de vampiros sino “de la importancia de tener novio”..Más allá de lo anterior, caben detectarse y celebrarse “brotes negros” y el éxito de la muy claramente influida por King –pero acaso un tanto extrema y descontrolada en su constante proliferación de espantos– serie televisiva American Horror Story quizá clave una estaca en esa tontería que es True Blood y posea a toda una nueva generación de futuros terroristas. De ser así, espero que tengan presentes las enseñanzas de King. A saber: “Terror es ese calculado crescendo camino de ver al monstruo. Horror es ver al monstruo”. Es decir: 90 por ciento de terror y 10 por ciento de horror..Mientras tanto y hasta entonces, algunas recomendaciones.
El nórdico John Ajvide Lindquist, quien se hizo merecidamente célebre con Déjame entrar y continúa firme y seguro con Descansa en paz y El puerto. Los horrores latiendo en el espanto de la Gran Depresión de Robert Jackson Bennet en Mr. Shivers, The Company Man y The Troupe. Glen Duncan muestra los dientes con la atendible El último hombre lobo. Los policiales diabólicos de John Connolly protagonizados por el sufrido detective Charlie Parker o los demonios étnicos de Lawrence Gruber a ser derrotados por el detective cubano Jimmy Paz. Las variaciones sobre el aria de lo siniestro de Kelly Link. Joe Hill –seudónimo del hijo de Stephen King– como el un tanto derivativo pero aun así encomiable heredero de los trucos y magias de su padre. Y el prolífico Michael Koryta –en sabático de sus thrillers– también tras los pasos del papá de Hill en –hasta la fecha– tres casos sobrenaturales: So Cold the River (Aguas gélidas), The Cypress House y The Ledge. Y Dean Koontz siempre nos dará una alegría y nunca dejaremos de rezar porque Anne Rice –aunque parece difícil, teniendo en cuenta sus recientes novelizaciones jesuíticas y su recién publicada y poco afortunada revisión del mito licantrópico– vuelva a la buena senda. Y cabe pensar que Jonathan Mayberry –quien arrancó muy arriba y muy fuerte con la monumental trilogía Pine Deep: Ghost Road Blues, Dead Man’s Song y Bad Moon Rising– alguna noche día se cansará de tanto masivo muerto viviente en sus últimas entregas y regresará a criaturas más inquietantes y singulares. Y Sarah Langan, autora del inquietante díptico fantasmagórico The Beeper/The Missing..Y hay muchos otros, claro. Hay tantos ojos en el bosque como árboles. Y, se sabe, en ocasiones los árboles no dejan ver al bosque. Por lo que quizá lo mejor sea seguir el mapa de un especialista a la vez que maestro de la cuestión que nos evite tantos enanitos y nos lleve directamente a las fauces de los mejores y más felices hombres-lobo..El inmenso Peter Straub –autor de Fantasmas y de la Trilogía de la Rosa Azul, socio de King a la hora de firmar El talismán y Casa negra, y en más de una ocasión maliciosamente definido como “un Stephen King para seres pensantes”– ha ido elaborando a lo largo del tiempo varias antologías decisivas y esclarecedoras: sus American Fantastic Tales para The Library of America (divididos en dos volúmenes: Poe to the Pulps y 1940s to Now e incluyendo dosis de Richard Soy Leyenda Matheson, a quien King considera máxima influencia) ofrecen un buen y amplio y sólido espectro de la especie en Estados Unidos; The New Fabulists (encargo de la revista/libro Conjunctions para su número 39, en 2003) propone un listado de firmas consagradas que incluyen a John Crowley, M. John Harrison, Jonathan Lethem, Joe Haldeman, China Miéville, Gene Wolfe y Neil Gaiman, entre otros, y Poe’s Children: The New Horror (2008) combina contraseñas para exquisitos como el turbulento Brian Evenson y el casi realista Dan Chaon con próceres escondidos como Thomas Ligotti y patriotas omnipresentes como, sí, Stephen King, quien sigue insistiendo en que “la clave de todo pasa por dedicar seis horas al día a leer y escribir” y continúa siendo el ayer y el hoy y el mañana de casas embrujadas y amenazas fantasmas.
(Continuara... Y continuara...) 
Aunque el futuro inmediato de King esté perfumado de pasado, ya se sabe cuáles serán sus próximos dos libros: por un lado, Dr. Sleep, tan esperada como arriesgada continuación de El resplandor con el ahora adulto Danny Torrance luchando contra nosferatus-mentales, y más le vale a King que le salga bien la cosa. Por otro, The Wind Through the Keyhole, inminente nueva aproximación y octava entrega de lo que él entiende como su magnum opus. Ese centro y núcleo de lo que todo sale y a lo que todo regresa en múltiples guiños y alusiones a lo largo y ancho del resto de su obra: la saga de La torre oscura. Esa curiosa mutación de spaghetti-western de Sergio Leone con dragones y laberintos espolvoreados con versos de Robert Browning y acaso culpable de muchos de los vicios y taras de J. J. Lost/Fringe Abrams. Allí, el melancólico pistolero Roland Deschain (Javier Bardem ha sido elegido para protagonizar una adaptación en largo trámite al cine y a la televisión con la Warner y la HBO asociadas: tres largometrajes y dos temporadas para funcionar como nexo entre los films) cruza dimensiones y, cerca del final, en un pliegue metaficcional, se encuentra, en 1977, con un escritor llamado Stephen King. Un Stephen King que no es exactamente el King Stephen que todos conocemos pero que, aun así, ya es deus ex machina y divinidad indisoluble de su creación. Alguien tan todopoderoso que así se regala un capricho y nos obsequia una alegría. El comprobar y probarnos que Stephen King (seguramente, junto a Henry James, el estadounidense que más y mejores tramas ha invocado acerca de la práctica de su profesión como arriesgado acercamiento a la “locura del arte”) puede ser, también, un gran personaje de ese gran creador de personajes que es Stephen King.
Se lo tiene bien –muy bien– merecido.

 Del ’63

Dragnic: "La primera reacción al acabar de escribir la novela fue llorar"

Cada día, cada hora, una ópera prima que ha conseguido ser la historia del año en veintiocho países, llega a la península

Natasa Dragnic, en su casa de Berlín. foto: Mirko Waltermann. fuente:hoy.es
Una novela comparada con superventas como 'Contra el viento del norte', de Daniel Glattauer, o 'La soledad de los números primos', de Paolo Giordano y una historia de amor convertida en fenómeno editorial tras su publicación en 28 países. Esas son las primeras credenciales de 'Cada día, cada hora', el debut de la escritora croata Natasa Dragnic.
Afincada en Alemania desde 1994, el nombre de esta autora titulada en Diplomacia en Zagreb y Berlín ya estaba en boca de algunos expertos en la anterior Feria del Libro de Madrid. No se equivocaron al augurar su éxito, que viene de la mano de Luka y Dora, dos amantes que, desde niños, saben que lo son todo el uno para el otro. Pero el destino se empeñará en separarles y unirles en diferentes encuentros fugaces a lo largo de sus vidas.
Ahora, y tras dos años de andadura, 'Cada día, cada noche' llega por fin a las librerías españolas. Una historia que, en palabras de su autora, 'es la de todos y cada uno de nosotros'.
-¿Cómo le hace sentir su más que sorprendente debut?
-Hace casi dos años que todo comenzó y desde entonces busco una palabra para definir cómo me siento. Es un poco como estar enamorado, y a veces incluso mejor.
-Nunca es fácil llegar tan alto, ¿cómo fueron sus comienzos?
-Es una historia muy larga... En los años en los que viví en Croacia escribí mucho, pero solamente para mí. Nadie leyó mis textos, que fueron como un diario literario y se quedaron en un cajón. Después me mudé a Alemania y comencé a escribir, pero tras un intento aficionado de publicar una novela sin éxito abandoné la idea.
-Hasta que llegaron Dora y Luka, los protagonistas de 'Cada día, cada hora'.
-Efectivamente, cuando inicié la historia de esta pareja tomé una decisión: esta vez lo haría bien. Así que me informé sobre las editoriales, sus programas, etcétera. Empecé a desarrollar mi 'net-working', encontré a mi agente literario y...¡el resto se parece ya a una película de Hollywood!
-Asistimos en su novela a todo un homenaje a Pablo Neruda. Algo significará, ¿no?
-Eso tiene mucho de autobiográfico porque sus 'Cien sonetos de amor' fue el primer libro que yo compré con la paga que me daban mis padres cada mes. Sentí entonces como si él los hubiera escrito para mí: una chica siempre enamorada y nunca correspondida. Sus versos fueron un bálsamo para mi corazón herido.
-¿También vivió la guerra, como le sucede a Luka?
-Sí, pero tuve mucha suerte porque no perdí nada ni a nadie. Viví los bombardeos en Zagreb trabajando en una escuela. Era difícil a veces por los niños, pero todo el tiempo tuve la sensación de que era algo irreal. Creo que quizá por eso no lo siento como parte de mi vida.
-Casi tres años 'conviviendo' con unos personajes creados por usted, ¿cómo se sintió al acabar la novela?
-La primera reacción después del punto final fue llorar. Me sentí vacía y desorientada. Es como perder a tus mejores amigos, a tus hijos. No fue un sentimiento agradable, pero imagino que es normal. ¡Tanta energía compartida y de repente tan sola!
-Al menos, siempre le quedará ese amor. ¿Imagino que para usted es importante?
-El amor es la vida misma y sin él no hay vida. El que viven Dora y Luka es el eterno, sin barreras ni fronteras temporales o espaciales. Ese amor es un anhelo, el más primitivo y el más natural, el que todo ser humano busca a lo largo de su vida.

22.5.12

Pamuk: "La literatura me ha hecho feliz"

El escritor turco, ganador del Nobel, ha inaugurado a orillas del Bósforo el Museo de la Inocencia, inspirado en su novela homónima

En esta entrevista habla de esa aventura y de su pasión constante por la escritura y la pintura.foto:Coorbis.fuente:adncultura.com
 
Ahora cumple 60 años Orhan Pamuk y habla tanto del tiempo y de la edad (en sus libros, en sus ensayos) que podría parecer que esa estatura que le han dado los años lo ha terminado preocupando. Nada más lejos de la realidad. Es, todavía, el niño reconcentrado que quería ser pintor y habla del tiempo, y de la edad, tan sólo porque es la circunstancia principal de sus libros, incluido, sobre todo El Museo de la Inocencia , que acaba de convertir en Estambul en el museo más extraordinario e insólito del mundo.
Ha cuidado ese museo como cuida los libros: con mimo, con dedicación y con la decisión testaruda con la que aborda todo lo que toca. Al final, el museo se alza como un monumento raro a la decisión que alienta su novela más sentimental y poética: es una crónica del tiempo, con sus usos y costumbres, en un período determinado de la vida en Estambul. Ya se ha contado, pero no me canso de resumirlo, como él no se ha cansado con su propio proyecto: en esa novela, que en español publicó Mondadori en 2008, dos años después de que ganara el Nobel, Pamuk sitúa a un personaje obsesionado con la belleza de una prima suya, de la que se ha enamorado perdidamente. Como quiere tenerla siempre cerca (sus olores, sus vestidos, sus objetos) cada día que va a la casa de la amada el enamorado se lleva un objeto cualquiera, incluidas las colillas de los cigarrillos que ella consume.
La novela se lee como fue escrita, como una ficción en la que se puede vislumbrar al propio Pamuk, pero también, sobre todo, la imaginación de este novelista sentimental recorriendo los asuntos principales de su patria desde 1975 hasta 1999, de la mano de una pareja que le permite indagar lo que pasó sin tener que explicar, sólo mostrando objetos, tiempos, actitudes. En la novela El Museo de la Inocencia se cuenta con palabras (y con objetos, con referencias a los objetos, desde los trajes hasta las colillas) la historia de Estambul en ese tiempo, el sueño de Europa en las clases altas, la represión sexual de la mujer, el poder del Ejército? Él fue escribiendo esa historia con los materiales de la ficción. Cuando, en 2008, en su apartamento tranquilo y luminoso que da al Bósforo, me contó que además había comprado y tenía a mano, mientras escribía, muchos de los objetos que nombraba pensé que bromeaba o estaba loco.
Estaba loco, y era, como la de su personaje, una locura de amor. Ahora esa locura es un museo, el Museo de la Inocencia. Está cerca de aquella casa ante el Bósforo, en una casa de tres pisos que él compró para que también se pareciera a la casa que describe en el libro. Hace unas semanas reunió a la prensa internacional, y a muchos de sus editores, entre ellos su agente, Andrew Wylie, para contarles cómo lo había hecho. Esa mañana de viernes, después de haber contemplado la realidad en la que había convertido su historia flaubertiana, a este hombre habitualmente feliz lo vi abrumado, sudoroso, y acaso temeroso de mirar a los ojos de la multitud que iba a escucharlo contar que el museo tampoco era para tanto? Pero él superó el instante, se secó el sudor, y empezó a hablar como escribe en los libros. Explicando con fruición, y con energía, hasta envolverlos a todos con una magia muy especial que ya es el estilo de Pamuk, ese que convierte a Estambul (en Estambul , su autobiografía) en un lugar en el que también hemos vivido.
Unos meses antes había publicado en español el conjunto de una serie de clases que dio en Harvard (como Italo Calvino, pero Calvino murió, dicen, agotado de su esfuerzo) sobre su modo de entender las novelas. Entonces me contó, en un despacho prestado de la Universidad de Columbia, cómo arrancó esta vocación suya de contar historias, después de haberlas querido contar en pintura. "Hace 35 años", me dijo, "yo tenía 23 o 24 años y les dije a mi familia y a mis amigos que no iba a ser arquitecto o pintor, que era lo que ellos querían, sino un novelista". La que se armó. "Todos me dijeron que estaba loco, que no lo hiciera, que yo no tenía ni idea de la vida, y que para escribir novelas tenías que saber de la vida."
Los parientes creyeron que iba a escribir una sola novela. "Y yo iba a escribir muchas novelas, ésa era mi idea. Les dije, además, que Kafka y Borges escribieron y que cuando empezaron a hacerlo tampoco tenían idea de qué iba la vida. Las novelas, pienso, son una forma inédita de ver la vida. Y ahora que han pasado tantos años y que incluso he hecho un museo para contar la vida que he contado en un libro, confieso que cuando mi familia y mis amigos me decían que yo no sabía nada de la vida, tenían razón. En ese momento no sabía nada."
Pero la vida es una vez que la escribes, y la vida son los detalles que la hacen. En ese libro, El novelista ingenuo y el sentimental , Pamuk se detiene en un elemento que forma parte de sus obsesiones de lector: qué están haciendo los personajes, qué deja el escritor como señuelo que no forma parte de la novela en sí pero es un objeto que entra en la vida mental del lector. ¿Qué está leyendo Ana Karenina cuando viaja en tren en la novela de Tolstoi? Con esa misma filosofía escribe El Museo de la Inocencia para hacerlo tangible, como si quisiera devolver al lector que fue (y que sigue siendo) de la novela que más ama el detalle que acaso el novelista ruso dejó ahí para que la imaginación navegara. "Hay tantas razones por las que amo esa novela", me dijo Pamuk. "Pero esencialmente me encanta porque lo que viene a decir la novela es: ?Sí, sí, la vida es así'. Básicamente, Tolstoi hace en ese libro las preguntas que todas las novelas deberían hacer: ¿en qué consiste la vida?, ¿qué debo hacer en esta vida?, ¿cuál es el significado de la familia, la amistad, el matrimonio, la sexualidad, la lealtad?? Éstas son las grandes preguntas y Tolstoi, de manera generosa, hace que el lector se haga estas preguntas."
Así que lo que hace Pamuk, desde El libro negro hasta El Museo de la Inocencia , es escribir Ana Karenina por otros medios. La novela, para él, "es un espejo en el paisaje". Pero no sólo: "La espina dorsal de la novela está basada en una característica humana, algo que sólo tiene la humanidad. Y esa característica es la compasión hacia los demás. La necesidad de entender a los demás. Eso es lo que nos hace humanos y solamente existe en nosotros. Creo que una novela funciona cuando muestra el mundo desde el punto de vista del personaje. Entendemos cómo se siente Ana Karenina en el tren. Está confusa, se siente melancólica mientras ve cómo nieva al otro lado de la ventanilla. Esa nieve no está allí porque sí. Es una observación psicológica del personaje".
La novela funciona, sostiene Pamuk, "cuando el novelista se pone en la piel de los personajes, ya sean éstos del sexo contrario o pertenecientes a otra época histórica o cultural? Para mí, la nieve es una manera que tengo de aproximarme a las personas más pobres de Turquía. Hacer esto, ponerse en la piel de los demás, no sólo es un ejercicio respetable sino ético. La humanidad se basa en eso, en la compasión, en entender a los demás".
Ésa sería una teoría filantrópica si no fuera, sobre todo, una teoría literaria, que Pamuk ha seguido como un discípulo férreamente atado a las enseñanzas de Tolstoi y de tantos novelistas clásicos, entre ellos los grandes novelistas del siglo XX, entre los cuales hay algunos de lengua española que él ha leído en inglés. En El novelista ingenuo y el sentimental , la memoria de Pamuk desliza algunos de esos nombres propios, y los desgranó en aquella conversación que tuvimos al atardecer en Columbia University, cerca de los paisajes que le son tan gratos a él como a su colega Antonio Muñoz Molina. "Cabrera Infante, Vargas Llosa, Julio Cortázar, Juan Goytisolo, Gabriel García Márquez, Javier Marías?"
De entre ellos, en nuestra conversación Pamuk singularizó a Goytisolo, que fue el primero en ocuparse de su literatura en nuestra lengua. Y no es fortuito. Pamuk dice: "Su manera de escribir y mezclar cosas es parecida a la mía. Sus imágenes son distintas, pero me siento cercano a él?" A esos escritores de lengua española los leyó en inglés, muy tempranamente. "Hablo en inglés y leo en inglés? A Borges lo empecé leyendo en inglés. Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa, Cabrera Infante, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Javier Marías? A todos los he leído en inglés. El boom latinoamericano me inspiró. Creía que si ellos lo habían conseguido los turcos también teníamos esa posibilidad."
Y él, como diría Cabrera Infante, es un turco terco. Le dije que esos escritores del boom y aledaños rompieron los esquemas tradicionales del tiempo. Jugaban mucho con el tiempo, como él? El pasado, el futuro, el presente intercambiándose, como si no existiera un código fijo, como si el tiempo estuviera manejado por el sueño.
Pamuk cree, con razón, que gran parte de esos escritores "se inspiraron en Conrad y en Faulkner. Faulkner nos enseñó a todos que el entorno del escritor, ya sea secundario, pobre o lejano, es interesante, importante, y también nos enseñó a no tener miedo a experimentar. Creo, además, que los escritores españoles y latinoamericanos tuvieron el privilegio de estar cerca del surrealismo de la mano de Buñuel, Picasso, Dalí, Lorca? Ellos venían de la periferia, podían atreverse a no ser formales, a no ser académicos".
En la nómina de los escritores que hacen compañía a Tolstoi entre sus afectos está, por ejemplo, Julian Barnes, cuya manera de levantar la piel de sus personajes tanto se le asemeja? "En mi libro menciono a personas de ese grupo de escritores por su inventiva y por su mirada. Ellos fueron los que influenciaron mi posmodernidad. Pero mis escritores clásicos, mis héroes, son Tolstoi y Proust? Sin embargo, creo que Ana Karenina es la mejor novela jamás escrita. La he leído tantas veces?; esta misma semana he tenido que volver a leerla para preparar una clase en Columbia."
Ese libro de ensayos es como una lectura de Pamuk hacia adentro, hacia el mundo de sus afectos literarios. Pero es sobre todo una reivindicación del tiempo (y por tanto del ritmo) como material esencial de las novelas. Y su monumento personal es El Museo de la Inocencia . Ahí el tiempo es el instrumento del alma, la medida de todas las cosas. Y en el museo propiamente dicho, el tiempo es lo que mide al hombre y lo que por tanto mide la época. "En la novela hay ocho objetos que personifican el tiempo, que lo contextualizan. Es como si el escritor estuviera pensando en unos objetos que más tarde se exhiben en un museo. Lo escribí así. Sabía de antemano qué objetos iba a utilizar. Cada objeto que guardamos está ligado a un tiempo, a un momento, y si colocáramos cada uno en fila podríamos ver nuestra biografía, nuestra vida."
Y él ha abordado como propia la obsesiva manía de su personaje Kemal, que roba objetos de su amada Füsun para apropiarse de su espíritu; como el relato es tan vívido como ahora lo es el museo que ha creado en Estambul con esos trozos de memorias, muchos han creído que Pamuk es Kemal. En algún momento de su volumen de ensayos El novelista ingenuo y el sentimental , él se hace eco de esa pregunta perenne (¿es usted el personaje de sus novelas?) que se ha acrecentado dadas las peculiaridades de realidad y ficción que hacen tan compleja su novela ahora más famosa. Así que le hice esa pregunta, pero llegando al fondo del absurdo:
-¿Es usted Pamuk?
Y él me respondió, con esos ojos que hurgan en el otro, con su sonrisa siempre a punto de convertirse en una mueca seria, de muchacho que no se ha perdido ni un día de clase en el instituto:
-Sí, lo soy, pero no lo tengo en mente al escribir. No escribo pensando "voy a escribir una novela ?a lo Pamuk'". Para mí, la mejor forma de ser novelista es olvidarse de uno mismo. Tampoco pienso en un estilo al escribir, aunque es inevitable que eso surja de manera natural. Cuando escribo sobre alguien que no es como yo, me esfuerzo en ser otro, en ser el personaje. Lo interesante es escribir sobre los demás, desde su punto de vista y escribir sobre uno como si fuese otro. Volviendo a la pregunta de si soy Pamuk? La respuesta es sí y no.
La reflexión que siguió a esa respuesta es la continuación de su diálogo sobre la novela por otros medios; del mismo modo que les explicó a los estudiantes de Harvard lo que le iba suscitando la lectura de sus clásicos (sobre la memoria, sobre el tiempo), me explicó su teoría de Dios y la literatura. "Coincido con Schiller", me dijo, "en que existen algunos escritores que escriben como si Dios les estuviera susurrando las palabras. Existen escritores que son un mero vehículo. Simplemente escriben, sin preocuparse de lo ético o de lo estético, ni de los poderes comunicativos de sus textos? Hay muchos escritores que son así."
Él no es así. En esta conversación en Columbia, Pamuk, que ha adelgazado unos cuantos kilos, que ahora peina más canas que cuando deambulaba solo por Madrid en 2000, cuando nadie le hacía caso a un escritor turco en España, es como mucho más juvenil, más cercano; se levanta, se sienta, mira por la ventana a la que se le acaba el último sol de Nueva York, y rebusca como si improvisara en su memoria literaria, un artilugio implacable que viene y va a medida que achica los ojos para recordar. Él no es uno de esos escritores que no se preocupan de la ética y de la estética? "También existen escritores como yo, a los que nos preocupa si el texto está bien, si es creíble, si tiene calidad, si es demasiado político, si hay demasiados detalles? Escritores como yo, que son demasiado conscientes de sí mismos."
-¿Y qué es preferible, Pamuk?
-Creo que no es bueno tener demasiada conciencia ni demasiada candidez. Un escritor debería ser ambas cosas. Por un lado debería dejarse llevar y por otro debería controlar. Es como un conductor que ha de saber las reglas de conducción pero también olvidarlas.
Ese libro, que ha corrido el riesgo de perderse entre novedades que no pesan, tiene el peso de Pamuk, su impronta, su mirada, y sin él no se podría entender ni El Museo de la Inocencia (la novela) ni el Museo de la Inocencia (el museo propiamente dicho). Pues es aquí, más que en su literatura de ficción, donde, como Borges, es él y es otro, donde se desnuda como escritor y como persona. Se lo dije; y le recordé que en el párrafo final le agradece a quien le llevó a Harvard la oportunidad de mostrarse como Pamuk creador de ficciones, pero también, sobre todo, como Orhan lector. Me dijo:
-Debo decir que los profesores y académicos de Harvard me acogieron. Mis prejuicios sobre ese mundo académico convencional se desvanecieron por completo. Estando allí me dijeron que la esposa de Calvino acusó a Harvard de la muerte de su esposo. Según ella, Calvino murió de un ataque de corazón debido al estrés que le producía tener que ir a Harvard a dar unas conferencias. ¡Pero yo sobreviví! Cuando impartí mis conferencias en Harvard fui muy feliz. Fueron muy generosos conmigo. Pude escribir, expresar mis pensamientos sobre la novela, sobre cómo escribo? Pero aun así confieso que estaba nervioso.
Salió conociéndose mejor, habiendo aprendido mucho más de la materia de sus sueños, de sí mismo y de los otros. "Lo más importante que aprendí fue que es mucho más placentero escribir una novela que escribir un libro teórico." Un libro teórico en el que él está, con sus obsesiones, el tiempo y la vocación, que en primer lugar fue la pintura. "En este libro argumento que las novelas son como dibujos o pintura en el sentido de que comunican ideas que el lector después transforma en imágenes. El novelista imagina una escena antes de convertirla en palabras para que el lector las lea y las transforme en imágenes. Hay una sola excepción, y es Dostoievski. En sus novelas no hay imágenes, no hay objetos. Su caso contradice mi teoría."
Pamuk ha roto una membrana que parecía de acero: la distancia entre la realidad y la ficción. La ficción es Kemal soñando con Füsun, pero él le quiso dar encarnadura, e hizo un museo que ahora constituye la rara consecuencia de su terquedad: no quería hacer sólo una novela, y no pretendía hacer sociología, pero ha logrado hacer un museo que agarra, como un poema de Eliot o un cuento de Chejov, el mundo real en un instante que ya es pasado, y que huele, es tangible, se parece a lo que la ficción cuenta y sin embargo es real, "real como la vida misma".
En el libro en el que está su teoría (y su práctica) de la ficción (y de la lectura de ficción), Pamuk dedica un capítulo entero a buscar el centro mismo de la novela. En pocas palabras, me dijo, es difícil resumir lo que quiere decir. Pero lo intentó:
-Creo que mientras leemos nos damos cuenta de que hay algo que va más allá de la historia en sí. Al leer, el lector se convierte en detective y busca un sentido más profundo en lo que está leyendo. Borges habla de esto, tomando a Moby Dick como ejemplo. En la primera lectura parece que Moby Dick trata sobre unos cazadores de ballenas. En una segunda lectura la historia parece que trata sobre un capitán enloquecido. Pero Borges dice que la historia en realidad trata sobre algo cósmico, algo más profundo. Y tiene razón. Todas las grandes novelas van más allá. En el caso de las novelas de Agatha Christie, una vez que se sabe quién es el asesino no volvemos a leer el mismo libro. Pero en las grandes novelas literarias, sí ocurre. Las lees una y otra vez para descubrir su verdad, su corazón. Los verdaderos lectores de Moby Dick saben que trata sobre la vida misma. ¿Cuál es el sentido de la vida? Ésta es la pregunta que toda gran novela debe transmitir. Ulises o Finnegan's Wake , de James Joyce, también buscan el centro. La mente humana está hecha para ello, para buscar el significado de las cosas. Las novelas son simples modelos para encontrar el significado de la vida.
En todas las visitas que le he hecho a Pamuk, desde la primera, tras el Nobel, en 2006, hasta esta última, con motivo de la inauguración de su museo, a finales de abril, por el escritor turco surcaban ramalazos de preocupación; entonces, la terrible persecución judicial que sufrió por aventar sus opiniones con respecto al conservadurismo de su país y sobre el poder de los militares para manipular la historia, y ahora porque el museo físico se le enredó en el alma como una serpiente venenosa, y no se acababa nunca la tarea. El día en que presentó el museo ante una multitud de periodistas sudaba a mares, y no era sólo por el calor y las escaleras de Estambul, esta ciudad de calor con escaleras. Pero nunca dejé de subrayar su modo de estar con el término feliz, que tanto lo define. En el caso de su relación con la literatura, de la que hace crónica en El novelista ingenuo y el sentimental , a ese término, feliz, hay que añadir la expresión entusiasmo. Entusiasmo literario, entusiasmo vital.
-Ha escrito usted un libro muy entusiasta sobre la novela en un momento en que algunos vaticinan que el género tiene los días contados. Dicen que el periodismo y las experiencias personales reemplazarán a la novela y la ficción desaparecerá o acabará siendo una mezcla de ambas cosas.
-Estadística o sociológicamente hablando, el arte de la novela no está en vías de extinción. Al contrario. Tengo un amigo editor en Shanghái que dice que pareciera que las novelas están cayendo del cielo. Allí todos están escribiendo, tengan libertad de expresión o no. Y eso pasa en muchos lugares del mundo. En los últimos cincuenta años todo aquel que ha demostrado interés en la literatura y quiere expresarse lo está haciendo mediante la novela.
-Pamuk, ¿la literatura lo ha hecho feliz?
-La literatura me ha hecho feliz. Pero no es la razón por la que empecé a escribir. Para mí fue algo inevitable. Yo quería ser pintor y fracasé. Pero seguía necesitando la soledad del artista y me gustaba tanto leer que quise ser escritor. Confieso que escribir una novela es un proceso deliciosamente solitario. Hace poco pasé una temporada sin escribir y me dediqué a la vida social y a pintar. Honestamente, fui muy feliz. Quizá porque estaba haciendo algo que siempre quise hacer. Pero ya se acabó y he retomado la literatura. Las novelas dan significado a la vida. Sin texto, la vida no tiene sentido. Siempre me siento más cercano a los árboles que al bosque. Y aunque me preocupa el árbol, a veces siento la necesidad de ver el paisaje completo.
Cinco meses después, tras el sudor que le dio el museo, ante su mesa larga de madera rústica, frente al Bósforo, le hice una pregunta similar a Orhan Pamuk.
-Leonardo Sciascia me dijo un día: "La felicidad es un instante". En El Museo de la Inocencia , desde la primera línea, usted indaga la felicidad, y su personaje llega a la conclusión de Sciascia, aunque ahí se afirma que la felicidad es la suma de instantes. Me gustaría conocer su idea de felicidad tras haber escrito esta novela y tras haber creado el museo que ahora la conlleva. ¿Cómo se siente?
-OK, entiendo la pregunta como: "Orhan, ¿cómo es tu felicidad cuando estás trabajando en un museo o en el campo de las artes y cómo es tu felicidad cuando escribes?" Es un tema que me preocupa profundamente. Sé que soy infinitamente feliz cuando pinto. Pero cuando escribo me siento más inteligente, comprometido de una forma más profunda con el mundo, me siento parte del mundo y extrañamente, moralmente, responsable? La satisfacción que me da la pintura, y hablo de ello en mis últimos libros, es más ingenua, es menos composición y más superficie. El placer de los colores, de crear imágenes con la punta de un pincel, comprobar cómo tu mano ve cosas de las que ni siquiera te habías percatado, cómo tu mano crea efectos visuales sin que tu mente se lo ordene, de forma automática?, ése es un trabajo increíble. Me gusta eso. Cuando pinto así es como estar debajo de la ducha por la mañana cantando. Cuando pinto de esa forma canto, pero nunca canto cuando escribo. Escribir es como jugar al ajedrez: dar la vuelta a las frases. Es más cerebral. Cuando escribo estoy más serio, estoy enfadado conmigo mismo y con el mundo, porque el hecho es que no puedes variar la realidad del mundo con palabras. Y te enfadas, les das la vuelta a las palabras, piensas en las consecuencias, piensas en la totalidad del mundo que quieres penetrar. Mientras que pintar constituye una felicidad instantánea.
-Por eso le gusta escribir novelas, que le proporcionan una felicidad muy seria?
-Por supuesto que me gusta escribir novelas, llevo 36 años haciéndolo. La felicidad de escribir es ver, a largo plazo, la creación de todo un universo. En este aspecto soy mucho más calculador. Por eso el Museo de la Inocencia (el museo físico) es más una novela que un cuadro. Es todo un depósito de relaciones, de cosas calculadas. El pintor que hay en mí hizo cosas en él con mucha alegría, pero al final la composición que tenía en la mente era obra del novelista.
-Su trabajo es sobre el tiempo, y el museo también lo es? Ha logrado usted, agregando, tanta simplicidad y tanta belleza como la que logran, despojando, Borges o Cy Twombly, o Fontana?
-El criterio para juzgar la belleza y la seriedad de una novela para mí es cuán precisa es a la hora de representar la vida. Una novela, como te dije en Nueva York, debe responder a esas preguntas: ¿qué es la vida?, ¿cuáles son los valores que determinan y explican la vida? Esos valores son devoción, felicidad, apego a las personas, continuidad, seguridad, risa, formar una familia, creatividad, disfrutar las consecuencias de tu individualidad, intentar ser más como los otros o intentar ser único?, la amistad, la soledad. Éstas son las cuestiones que debería contener una novela explícitamente o de una forma escondida, latente. Y en este sentido una novela es una cuestión moral, ya que te estás preguntando por estas cosas. Un museo, por su parte, no puede entrar en esos temas, pero puede presentar cosas que implican una atmósfera. Y el museo presta su aura a los objetos. Por ejemplo, un salero, que puedes encontrar en un mercado de pulgas o en la casa de mi tía, dentro de un museo sugiere algo distinto: habla de la historia, del barrio, de la pobreza de Estambul en los años 70? Cierta melancolía brilla a través de los objetos. El museo, en vez de entrar en asuntos morales, aunque también tiene algunas reflexiones sobre el feminismo, se centra principalmente en crear una atmósfera que se corresponde con la vida en Estambul en los años 70 y 80 combinada con la desgarradora historia de nuestros amantes, una suerte de Romeo y Julieta juntos.
-De este museo tan literario salí con un bolero en la cabeza, "Locura de amor". Dijo usted en la presentación que el amor es algo que le ocurre a casi todo el mundo. La locura está relacionada con el amor, como muestra en su museo presentando todos esos objetos que la amada tocó y que la reviven para el enamorado obsesivo. ¿Es la locura, Pamuk, también el motor de la literatura?
-No. Como los personajes de una novela, podemos estar enamorados o locamente encaprichados, pero no estamos locos. Es posible que una parte de nosotros esté loca por perseguir la idea de un museo que exhibe objetos que están descritos en una novela. Esto puede ser algo raro. Pero por otro lado fue una búsqueda razonada, planeada, con muchas preguntas, con una insistencia razonada en vez de una insistencia obsesiva. Algunos pensaban que estábamos navegando hacia una tierra de niebla, pero sabíamos que había una isla ahí. Igual que en literatura debe haber momentos poéticos a la hora de escribir, debe haber momentos de inspiración en los que no sabes lo que estás haciendo y esto puede estar relacionado con la locura. Pero también existía un diseñador calculador, un planificador de la arquitectura que pensaba en cómo debían reunirse los objetos. En este sentido trabajamos como paisajistas, como productores de una película. En el museo hay mucha ingenuidad, un retorno a la infancia con figuritas de futbolistas, fotografías de niños. Tal vez porque en cierta forma el amor de Kemal y de Füsun está basado en una especie de vieja juventud dantesca? Pero por otro lado hay mucha organización, planificación, pensamientos. En resumen, el museo es una mezcla de entusiasmo sentido desde el corazón y una puesta en práctica organizada y artística.
-Así se comporta cuando escribe una novela?
-Sí. Hay partes en El libro negro , Mi nombre es Rojo y Nieve en donde soy muy poético. No sé lo que estoy haciendo y no me interesa. Ha habido muchos momentos, mientras hacíamos el museo, en que no sabíamos qué estábamos haciendo y tampoco queríamos saberlo, pero sabíamos hacia dónde queríamos dirigirnos. Por supuesto, estábamos protegidos por la originalidad de nuestra idea. Pero cuando nos embargaba el sentimiento de que no estábamos haciendo las cosas bien, yo les contaba a mis amigos la historia del escritor francés Edouard Dujardin, que fue el que inventó el monólogo interior. Pero no supo ejecutar su idea. James Joyce fue el que exploró esa idea de una manera tan formidable que ahora asociamos el monólogo interior con Ulises . Sí, tenemos una buena idea, pero eso no es suficiente, también tiene que ser bella. Por ello le dedicamos tanto tiempo. Hubo momentos en los que me arrepentía de invertir tanto tiempo en el museo en vez de estar escribiendo novela, pero ahora no me arrepiento. Estoy contento de haberlo hecho.
-Pero el museo es como haber escrito una novela?
-Sí, me siento así. Me recuerda sobre todo cuando acabé El libro negro : una atmósfera extraña, todo está hablando con todo. Un mundo semifantástico y semirreal donde los objetos del pasado y del presente están dentro de una vitrina. De hecho, la energía que desprende el museo arrebata al objeto de su familiaridad y lo convierte en un objeto no familiar. Al final, un museo es como una novela, una catapulta que hace que las cosas más familiares se conviertan en objetos extraños.
-Sería bueno -le digo al Pamuk satisfecho de haber pintado un cuadro y de haber escrito una novela a la vez, de haber creado una obra de arte total que parece una locura y es a la vez una declaración de amor a la ficción- que este museo pudiera ser el banco de pruebas para jóvenes novelistas que quisieran desentrañar, como él hace en El novelista ingenuo ?, qué tiene dentro una novela, cuál es su centro?
-Sí, lo cual me lleva al asunto de que el museo también se puede visitar sin haber leído la novela. Llegué a esta conclusión mientras trabajaba en el museo en la primavera y el verano. Alguien llegaba, llamaba a la puerta creyendo que el museo estaba abierto? Yo los dejaba pasar sólo para ver la reacción en sus caras, porque yo también trato el museo como una obra de arte. Durante esas visitas pude comprobar que cuando alguien había leído la novela al principio se mostraba muy curioso: "Oh, el zapato de Füsun", pero después de siete u ocho vitrinas la persona que había leído la novela perdía el interés en identificar los objetos del texto y se dejaba llevar por la atmósfera o por el aura que aportan los objetos al museo. Entonces esta persona se aproximaba a aquellas que no habían leído el libro. Y se daba cuenta de lo que sucede: una novela cuenta una historia por medio de las palabras que convertimos en imágenes a través de nuestra imaginación, pero un museo, cuando quiere contar una historia, lo hace a través de la visualidad. Y la visualidad no es una historia: miramos cosas, sabemos que hay un texto detrás pero no sacamos el texto de las imágenes? Se parece a la contemplación de las imágenes bíblicas. Vemos a Jesucristo, nos recuerda ciertas partes del texto, pero nuestros ojos están más ocupados con el paisaje de atrás. Sabemos que el texto es ilustrativo de una gran historia, pero nuestros ojos están buscando algo más.
Guillermo Cabrera Infante, que tanto significa para Pamuk, dejó escrito en el frontispicio de Tres tristes tigres , esta frase de Lewis Carroll: "Quería saber de qué color es la luz de una vela cuando está apagada". Orhan Pamuk se ha metido tercamente en la luz de la vela y ha salido de ahí alumbrado y feliz, y todavía sentimental e ingenuo. Un novelista capaz de ver la ficción como una realidad de mil dimensiones. Se puede ver el resultado en un barrio de Estambul.

18.5.12

El secreto de Aquiles

El autor australiano visita la Ilíada, de Homero, para tratar de desvelar lo no contado por el poeta

Príamo suplica a Aquiles que le devuelva el cadáver de su hijo Héctor. foto:A.Ivanov.fuente:elpais.com

 “Canta la cólera, oh diosa, de Aquiles Pelida,Cólera funesta, que causó incontables dolores a los aqueosY precipitó al Hades tantas almas valerosasDe héroes, a quienes convirtió en pasto de los perrosY de las aves todas. Y se cumplía así la voluntad de Zeus.Desde que por primera vez se enemistaron tras una disputa El Atrida, soberano de hombres, y el divino Aquiles".

Fragmento de Ilíada, de Homero
A los 9 años David Malouf descubrió la eternidad en un héroe. ¿Y dónde está el misterio de quien posee esa perpetuidad? La sola mención de su legendario nombre lo ilumina todo: Aquiles. Un hijo del tiempo que ha seducido a lectores y escritores que confirman que el mundo creado por Homero en Ilíada es un territorio que, aunque transitado muchas veces, cada nueva visita es como la primera. El penúltimo en volver a él ha sido David Malouf, uno de los escritores australianos más relevantes de la literatura contemporánea, que lo conoció siendo un niño en 1943, en medio de la Segunda Guerra Mundial que vivía Brisbane como cuartel general de la campaña del Pacífico del general MacArthur.



David Malouf reescribe en Rescate, de manera extraordinaria, el encuentro entre Aquiles y Príamo
Descubrir la eternidad del arquetipo de héroe guerrero cuando vivía una guerra de verdad lo ha acompañado siempre. Épica, dolor, nobleza, orgullo y humanidad que ha vivificado en la novela Rescate (Libros del Asteroide) para mostrar el corazón del ser humano. En esas páginas rinde homenaje a las historias, al arte de contar y al hechizo que nos atrapa. Allí cobra vida un Aquiles contado, cantado, escrito y pintado más allá que como el caudillo y héroe de los mirmidones que mató a Héctor y conquistó Troya; y más acá, más adentro, de su divina figura que acoge su verdadera y humana esencia. Si Homero se detiene en los últimos 51 días del último de los diez años de la guerra de Troya, David Malouf lo hace en el mismo palpitar de esa epopeya: el encuentro entre Aquiles y Príamo, padre de Héctor y rey de Troya. Una bella y emotiva recreación literaria asemillada de filosofía y profundo conocimiento de los secretos humanos y los pliegues de su sensibilidad.
Hijo de padre libanés cristiano y madre inglesa judía, Malouf (Brisbane, 1934) trata de descifrar, por correo electrónico, el intacto poder de atracción que aún ejerce Aquiles. Y si, con voz sonora y embaucadora, él escribe en Rescate lo no contado en Ilíada, aquí y ahora, cuenta lo no contado en Rescate
“Está en el comienzo de nuestra cultura literaria. La Ilíada es una serie de emociones ricas en detalles y complejidad desde varios puntos de vista. Ella es el punto de referencia para todas las obras que siguen desde los clásicos griegos, Cervantes, Lope de Vega, Shakespeare, Corneille y Racine hasta Tolstoi y los que vienen después. Lo que parece ser el trabajo y el honor de una cultura de guerra se convierte en lo contrario. Los protagonistas y los grandes héroes de Grecia estaban la mayoría del tiempo de mal humor en su tienda de campaña y no querían ser héroes, además de que eran indiferentes a la idea de que podían perder la guerra y sufrir con sus compañeros”.

Si Homero se detiene en los últimos 51 días del último de los diez años de la guerra de Troya, David Malouf lo hace en el mismo palpitar de esa epopeya: el encuentro entre Aquiles y Príamo, padre de Héctor y rey de Troya
“Aquiles es el hombre dividido, el guerrero, pero también el que piensa y está obsesionado con su propio destino. Su historia un día será contada. Cuando él pelée otra vez será por razones personales para vengar a su amigo y tener contacto con el cuerpo de Héctor que rompe los códigos heroicos. Este poema de la Ilíada, en vez de glorificar al héroe ideal es extraordinariamente ecuánime. A los griegos y a los troyanos, vencedores y vencidos, a la humanidad”.
El rapto o huida de Helena con París se convierte en Rescate en el pretexto para narrar la historia de Aquiles, Patroclo y Héctor, pero en una versión diferente: todas las palabras de Malouf van encaminadas a cumplir el destino de revelar lo no sabido del encuentro entre Aquiles y Príamo y, así, su escrito pasa como antorcha por el mundo homérico…
“Es el centro del poema, es la escena clásica de un drama, es otra clase de encuentro entre los antagonistas; es una batalla diferente. Aquiles es forzado a escoger entre ser un guerrero o ser un hombre como Príamo, un hombre que también sufre pérdidas. Y Príamo juega un rol especial, no solo como rey, sino que lo ve como el padre que quiere hacer el funeral del hijo. Príamo está muy viejo para hacer el último acto de su vida en el campo de batalla. Escoge actuar en privado, con coraje, y una vez fuera del código, recuerda qué es ser un hombre. He querido usar este punto de la escena del poema como una pieza que puede estar sola, pero antes voy creando a Aquiles y Priamo con suficientes detalles para que el lector moderno pueda ver de dónde vienen ellos.
"El viaje de Príamo al campo griego con Somax, como Sancho Panza, es un interludio cómico con diferentes recursos y estilos. Yo quiero, como todos los escritores en el pasado, usar todos los recursos de forma que revele que ellos están vivos y cómo estos argumentos se reflejan en nosotros, y cómo nos vemos y cómo otros nos ven para dar forma a nuestros actos y continuar adelante”.
Él, David Malouf, venido de una infancia australiana cercada por los miedos y rumores de heroísmo de la Segunda Guerra Mundial, escribió su primera novela con tintes autobiográficos, Johnno (1975), y luego otras como El gran mundo (Libros del Asteroide) donde narra la relación de dos soldados en esa conflagración bélica, por la que obtuvo los premios Commonwealth y en Francia el Femina a la novela extranjera. Sabe lo que es capaz de hacer la guerra a las personas y no encuentra respuesta al por qué insisten en ella…

"Yo quiero, como todos los escritores en el pasado, usar todos los recursos de forma que revele que ellos están vivos y cómo estos argumentos se reflejan en nosotros”
“Guerra, tribus, naciones, estados, imperios ideológicos, religiones en conflicto con otras, continúa siendo gran parte de lo que sigue ocurriendo en el mundo, y civiles y soldados son las principales víctimas. Considerando que en las últimas décadas están las guerras de Líbano, los Balcanes, Ruanda, el Congo, Liberia, Irán , Afganistán, Chechenia, Somalia, Colombia...
"Yo crecí en el tiempo de la guerra de Brisbane, una ciudad en la primera línea de la guerra con inminente peligro donde nuestros pensamientos eran de invasión. Creciendo en Australia fui muy consciente de que la generación previa de jóvenes, desde 1870, les habían preguntado si querían ir a la guerra. Como recuerdo de mi vida en Australia, como cualquier escritor de este siglo, mis libros estaban embrujados por la guerra y sus perdidas".
 Ausencias presentes que habitan en sus libros. Y lo hacen, especialmente, por un motivo, la complicidad entre guerreros, los diferentes hilos que trenzan los lazos de amistad. En Rescate se acerca a esos vínculos entre Aquiles y Patroclo. A las ideas y a los estragos del orgullo ante el desafío de los dioses o la vida misma que hacen extraviar a las personas o las empujan al precipicio…
“Dolor, alivio, las perdidas tarde o temprano llegan a nuestras vidas. Yo estoy interesado en los personajes que tienen un momento crucial en sus vidas y esto, frecuentemente, envuelve alguna pérdida que los puede destruir o llevar a encontrar el camino de regreso, a un nuevo punto de vista y a un nuevo comienzo. Me dan pena todos aquellos que se pierden y sorpresa y coraje por los que no se pierden. Por un lado, esencialmente, es una tragedia, pero, por otro, es una comedia por que es la forma como nosotros manejamos en la literatura estos hechos de la existencia humana”.
Creadores y escritores que, como las Moiras de los griegos, tejen los hilos del destino de sus criaturas y, como David Malouf, espolvorean el azar y las dudas sobre las historias y vidas que crean…
“Estas preguntas sobre nuestras vidas determinan qué mentiras están fuera de nuestro control (accidentes o destino, temperamento, familia y condiciones sociales) y cuándo pertenecen a la voluntad o a la capacidad de escoger. Esto es algo viejo: también Aquiles está atrapado entre la certeza de que si continúa en la batalla morirá muy joven, pero lo celebrará. En cambio, si él escoge tener larga vida y vivir no será nadie. La parte diferente, en cualquier existencia, está entre la determinación, la elección o lo accidental. Esto es lo que hace a la vida interesante porque es única, y esto es verdad y real para los hombres y las mujeres, o los personajes como nosotros los llamamos en los libros. Tenemos que administrar lo que se nos ha dado y hacer lo que podemos con ello. En nuestro temperamento y las condiciones dadas encontramos nuestro 'destino'; pero también es algo imprevisible, oportunidad o accidente, nosotros tenemos que aceptarlo si vienen”.
En su caso, David Malouf, lo espera escribiendo todas las mañanas desde muy temprano. Luego descansa un poco, entre diez y once, mientras va a correr. Durante el resto del día suspende la escritura y deja el libro para que haga su propio camino hasta el día siguiente; aunque toma notas o, incluso, algún párrafo si lo sorprende en ese compás de espera. Y el de Rescate ha sido una espera de casi siete décadas, desde aquella tarde lluviosa de un viernes de 1943 cuando su profesora de primaria, la señorita Finlay, les leyó en clase una historia... La de una guerra y el desembarco de los guerreros en una playa, como la que vivían ellos en Brisbane, y contaba la historia de un hombre amado y temido, hecho de valentía, miseria y mezquindades por las que se sentía orgulloso, y que otro hombre desmoronó con su sola dignidad.

15.5.12

La astucia de la pasión

Días de infancia es un libro que retoma la pasión de José Pablo Feinmann por la novela negra, las rubias de película y el lenguaje como una materia plástica que se adapta a lo que se quiere contar

José Pablo Feinmann, creador de Joe Carter con el que va para la tercera entrega.foto:Nora Lezano. fuente:pagina12.com.ar

 

Pero Feinmann no para: mientras proyecta los próximos pasos de su personaje en Alemania y no descarta un Carter por Buenos Aires, en esta entrevista habla de cómo fue evolucionando su obra desde los últimos años de la dictadura a la actualidad, del pasado y presente de la literatura argentina y defiende la concepción de un escritor integral. Como Sartre, como Viñas, como él mismo.

 Milcíades Peña. Extiende la mano y de la punta de uno de los estantes de una biblioteca que se extiende por todo su departamento va sacando una pila de libros de Milcíades Peña. Allí está, entre otros, Alberdi, Sarmiento, El 90, y con sólo mirar una página se descubren notas a lápiz, bloques de texto encuadrados, cuadros sinópticos, escrituras marginales de estudiante que, desde la distancia, despiertan cierta añoranza, cierta melancolía. “Me devoraba estos libros a los 26 años”, comenta algunos pasos antes de entrar a su estudio, el “bunker”, como lo llama. No es sólo una previa: para hablar con José Pablo Feinmann, para conversar acerca de Días de infancia, necesariamente hay que pasar por la historia y por el comentario filosófico. Ninguna de estas disciplinas puede considerarse separada del todo, y escindida de la ficción, la pasión de la ficción. Y Carter, claro, que a golpe de vista no tiene nada de reflexivo, al menos no es un personaje preocupado por pensar o analizar, eso es para los impotentes que no pueden satisfacer a una mujer como corresponde, que no pueden manejar armas, que dudan. Pero si el lector se hunde en las páginas de esta serie, la historia y la filosofía, como siempre en Feinmann, se vuelven ineludibles.

Desde Carter en New York y Carter en Vietnam sabíamos a qué nos enfrentábamos: las dos novelas se encargan de contar, desde el punto de vista de un contract killer, la vida en la Gran Manzana después del 11 de septiembre o situados ya en la guerra de Vietnam. Enamorado de su oficio, misógino, xenófobo, Carter aparecía en esas novelas como el imperialismo norteamericano encarnado en uno de sus más salvajes asesinos a sueldo. Días de infancia, en sus primeras páginas, aparece como el relato de un joven Carter contando los sufrimientos de la vida familiar, situado en una perdida gasolinera del desierto de California. En un lenguaje particular, mezcla de mala traducción de novela policial con las “pijas” y “conchas” más ásperas del lunfardo local, lo que aparecía como el relato de la génesis del monstruo se convierte, avanzada la lectura, en otra novela: en la historia de su seductora madre postiza, Calamity Jennifer.
La novela respeta el lenguaje de lo que podría ser una historia originalmente ambientada y publicada en inglés. ¿Por qué un escritor argentino toma esa decisión?
–Yo no quería trabajar con el “vos”, con el “andate”, me parecía que tenía que hacer algo distinto, porque esos personajes hablan en inglés. Estuve en Cuba, Puerto Rico y allí me decían que nosotros somos muy imperativos, “traeme”, “andate”. Los puertorriqueños me comentaban que ellos dicen “vete”, no “andate”, como nosotros, o “ven” y no “vení”, una cosa más dulce, más invitadora, nosotros tenemos una forma más imperativa de dirigirnos al otro y tienen razón. Una frase como “quita de ahí tus manos”, propia de cualquier película centroamericana o mexicana, sería para nosotros “sacá las manos de ahí”. El lenguaje de la novela es una mezcla de argentinismos y de traducciones de novelas policiales de los años cincuenta, como las de Séptimo Círculo, de Borges y Bioy. Una mezcla de palabras muy cercanas al inglés norteamericano. Después sí: todas las palabras duras están, está “concha”, pero después está “caverna arbolada”, un invento total. O, por ejemplo, cuando pongo “pija” nunca dejo esa palabra sola, pongo “sorprendida pija”, atenúa el efecto fuerte de la palabra porque le da una cualidad. Por ejemplo, cuando Carter tiene su iniciación sexual habla de su “sorprendida pija”, o cuando lo quieren violar dice mi “asombrado culo”.
Días de infancia empieza con Joe Carter, de cómo se construyó ese monstruo, pero promediando la lectura Jennifer, su madre, personaje marginal, se apodera del texto. ¿Cómo fue este proceso?
–Fue sorpresivo para mí, totalmente, como va a ser sorpresivo para el lector. La idea era contar la infancia de Joe Carter, pero el propósito era mucho más trabajado, mucho más ambicioso. El mundo es ese mundo totalmente loco, extraño, en el que vive Joe con el abuelo Sam, el padre, Theo Carter y la madre, totalmente misteriosa, alcohólica, depresiva, una mujer que él no conoce y que sale sólo para buscar bebida y volver a la habitación, a la que el padre le pega porque él está buscando una fortuna que sabe que ella tiene y que escondió en algún lugar de ese “medio de la nada” en el que viven. El vive fascinado por esa madre que dice que no conoce, que baja como una bruja, porque baja con todo el pelo sobre la cara y apenas se la puede entrever a la madre. Yo iba tranquilo, sabía que era la novela de Joe pero tenía en cuenta que la madre iba a aparecer y que iba a tener una gran importancia en la trama.
¿Cómo ubicaría su producción literaria entre los ensayos y los textos filosóficos, los libros y géneros con los que está más identificado a los ojos del público?
–Mi obra literaria tiene un problema en la recepción que se debe a un problema de corte positivista, de filosofía analítica, digamos, de separar ficción y no ficción. Si ves mi libro sobre el peronismo, adentro del libro vas a encontrar un cuento o una obra de teatro. Del peronismo me interesa la gran narración de la historia peronista. Bueno, 1600 páginas tienen mis dos tomos. Y en realidad tiene 1600 páginas porque me propuse hacer el Facundo del siglo XXI desde la barbarie, porque el libro tiene de todo como tiene de todo Facundo. Facundo es un libro revolucionario porque rompe con todas las tonterías que se manejan ahora: ficción, no ficción. Eso me altera los nervios porque, en principio, me cercena a mí. Como yo he escrito muchos ensayos se me considera ensayista. Yo soy un escritor integral. Fraccionado, nunca se me va a entender. Creo que es un doble juego perverso: los ensayistas usan mis recursos narrativos para desvalorizar mis ensayos, y los novelistas me ignoran porque soy un ensayista. Los que me leen bien, me leen bien: una obra es una obra. Cuando se inicia la universidad alfonsinista, las novelas que son estudiadas como novelas de la dictadura son Respiración artificial y Flores robadas en los jardines de Quilmes, que también entró pero como la cara maligna de la literatura. Yo no entré como nada, y tenía Ultimos días de la víctima y Ni el tiro del final. En Ni el tiro del final, el cuento del primo Matías que está ahí metido es Videla, y el que no lo quiera ver es un descerebrado, para decirlo suavemente. Es un cuento gótico, una metáfora de la serialidad asesina de la Junta. Hay muchos profesores que decidieron no darme pelota, y yo creo que la base está en la tachadura del peronismo que implicó la universidad alfonsinista, dirigida por Punto de vista, La Ciudad futura, opinión que después impacta en los suplementos literarios. Esas novelas habían sido escritas acá, era absurdo negarlas. Yo no escribo ensayos y novelas como dos cosas separadas: yo escribo. Todavía creo que puede existir el escritor integral. El ejemplo más a mano del siglo XX es Jean Paul Sartre, o Camus, tipos que se metían con todo, con el ensayo, el teatro, la novela y no se preocupaban por las divisiones. Un ejemplo de acá: David Viñas, él era un escritor integral.
¿Cómo integrar entonces, esta admiración confesa con respecto a la literatura de Viñas y las novelas de Carter? Porque es muy difícil imaginarlo a Viñas escribiendo esas historias.
–Es difícil, pero es un error que no lo haya hecho. No lo hizo porque su cultura habrá sido distinta, o sus pasiones: su odio a Estados Unidos le impedía ver a Estados Unidos, a mí no me pasa eso. Además, las novelas de Carter son novelas de género todo lo que quieras, pero además son novelas políticas. Vos leés una novela de Carter y te das cuenta de que Estados Unidos es una mierda. Algunos me decían: “son panfletos antiimperialistas”. Sí, son panfletos antiimperialistas, porque vos leés que Carter es una basura de tipo y todo lo que lo rodea es ese fascismo norteamericano imperialista y torturador, racista, que invade países y se considera el dueño del mundo. Las cosas que dice Carter son horrorosas como personaje político.
¿Nunca pensó en un Carter en Argentina?
–Carter en Argentina va a pasar, claro, un Carter en Buenos Aires, está clavado eso. Todavía no imaginé ninguna trama sobre eso. Tengo un plan de Carter en Alemania que no se va a llamar así, se va a llamar La hermandad de los pastores del ser, que viene de la frase de Heidegger en Carta sobre el humanismo que dice: “El lenguaje es la morada del ser y el hombre es su pastor”. En la novela, surge un grupo neonazi poderoso en Alemania que se llama “La Hermandad de los Pastores del Ser”, lectores neonazis de Heidegger que empiezan a matar a líderes europeos.
¿Un posible modelo de Carter en Buenos Aires sería la historia de Raúl Mendizábal en Ultimos días de la víctima?
Días de infancia. José Pablo Feinmann Planeta 496 páginas
–Claro, estoy de acuerdo. Cuando escribí Ultimos días de la víctima la palabra contract killer no existía o yo no la conocía. El era un asesino a sueldo, y mi propósito era totalmente otro. Yo escribí esa novela en 1978, en medio del maldito mundial de fútbol. Mendizábal, escrito en 1978, tiene que ser una novela cautelosa: yo no quería desaparecer, porque implicaba asomar de nuevo la cabeza, por mi pasado en la Facultad de Filosofía, ideólogo de la Juventud Universitaria Peronista, yo era para estos tipos lo que ellos llamaban un “ideólogo de la subversión”, porque estaban locos, digamos. Al contrario, yo siempre había sido un tipo que estuvo en contra de la política de los fierros, que había discutido mucho con los Montoneros, sobre todo después del asesinato de Rucci, que me pareció una atrocidad. Pero, bueno, qué les iba a explicar esto; estos tipos agarraban una bibliografía o programa mío de la Facultad y encontraban textos de Marx, Hegel. Tenía que ser cuidadoso, aparecer con mucho cuidado. Ultimos días de la víctima aparece en diciembre de 1979. Mendizábal era un asesino a sueldo pero era la metáfora de un parapolicial, porque cuando le encargan el crimen lo llevan a un lugar lleno de archivos, sacan una ficha, se la dan, y Peña le dice “éste es su hombre, tiene que matarlo”. Es un asesino a sueldo, pero la simbología es totalmente distinta: pretende decir que la Junta es una banda de asesinos a sueldo y el mensaje final es que van a terminar en su propia ley, como Mendizábal. Mendizábal está tan seco por haber matado tanto que quiere tener una vida, y a este tipo que supuestamente va a ser su última víctima quiere quitarle todo el entorno, matarlo e instalarse existencialmente en su lugar. Y tener una vida, no estar tan solo. El final era un mensaje que la Junta no iba a entender, por lo menos, que no entendió.
Muchos escritores de su generación recurren al policial negro como una forma para hablar de la política argentina, sobre todo de los años ’70. ¿Cómo ve este vínculo en su obra?
–Con respecto a mi generación, en Juan Martini, en El cerco, que es de 1977, está muy bien tomado el policial negro, porque es un tipo al que le demuestran que no está seguro por más cerco que tenga. Está basado en algo que hicieron los Tupamaros, que le sacaron una foto al dictador Bordaberry mientras se afeitaba: lo aterrorizaron con eso. Pero está publicada afuera del país. De las novelas publicadas acá tenés a Ultimos días de la víctima. Respiración artificial no sé si tiene algo de policial, lo que Piglia tiene de policial quizá se pueda ver más en Blanco nocturno ahora, y en Plata quemada. En Respiración artificial todos encuentran lo que quieren, si quieren encontrar el policial se las van a ingeniar para hacerlo. El policial no está en Jorge Asís, en Flores robadas... de entrada, apenas lo abrís, dice “a Haroldo Conti, ¿in memoriam?”; eso era jugarse, después se habrá hecho lo que quieras, pero ahí sí que se juega. La novela, después, no: es una sucesión de cositas, no me interesó mucho, salvo el título que es muy lindo. Pero Ultimos días de la víctima es claramente una novela que señala la gratuidad del poder y el clima que se vivía, porque toda la novela es kafkiana en el sentido en que vos estás metido en un clima opresivo donde no sabés bien quiénes son los que gobiernan todo eso, quién es el “hombre importante”, a qué intereses responde, pero se le llama “el hombre importante”, después desaparece, no sabés bien por qué, y lo reemplaza Peña, que es su mano derecha. Yo no sé si me propuse escribir una novela de género. El policial negro, el film noir, sobre todo, Chandler, Hammett, todo eso, siempre me gustó, pero también me gustó Dostoievsky, Contrapunto de Aldous Huxley, el monólogo de Molly Bloom, varias fuentes de la literatura. Creo que en Ultimos días... convergen varios planos metafísicos, Borges también, la relación de espejo entre los personajes: al comienzo de la novela hay una cita de Borges y otra de Hammett, algo que es ya una declaración de principios.
¿Considera que las cuestiones políticas que esa misma generación no pudo resolver se vuelcan a la literatura?
–Sí, no hay resolución, yo creo que se encuentra la resolución en la literatura. La literatura dice lo que quiere decir, lo dice soterradamente porque el autor está viviendo en el antro del infierno, está viviendo en la casa de los asesinos, entonces no puede escribir como Osvaldo Soriano desde París que escribía todo clarito, ponía los parapoliciales, la Triple A, todo. Eso se podía escribir desde París: No habrá más penas ni olvido, por ejemplo, que es una novela que me gusta mucho. Acá no lo podías escribir porque desaparecías a los tres días. Acá había que jugar con climas, metáforas, simbologías para decir lo que la literatura quería decir. Creo que Ultimos días... dice todo lo que se podía decir en ese momento. Pero, políticamente, no tengo ninguna influencia, por los militares, desafortunadamente. No había contexto, no tenía ningún lado donde llevarla a leer, ningún grupo en las catacumbas, no, estaba solo, muy enfermo, algo que está en La crítica de las armas y La astucia de la razón. Estaba muy loco, con el terror a la metástasis del cáncer y el terror a los milicos, la doble muerte, las células internas y las células externas. Pablo Epstein es casi yo. Fue una experiencia espantosa, todavía no puedo creer haber tenido cáncer cuatro meses antes del golpe militar, es como un chiste muy macabro. Políticamente, entonces, no tenía ningún contexto donde leer la novela: fui, se la llevé a Vaca Narvaja de Colihue porque lo conocía de antes, ellos habían publicado mi primer libro, El peronismo y la primacía de la política, de 1974, libro que empecé a escribir en 1972. Está escrito al calor de la militancia: aparte del rigor universitario –yo era profesor de la UBA en ese momento– vas a encontrar todas las muletillas de la JP. Lo pensaba reeditar, pero siempre tengo un poco de cosa, porque este libro me hizo sufrir mucho, me aisló, directamente, haber escrito este libro y seguir siendo peronista en la universidad alfonsinista del ’84. Recuerdo que, después de que editaron Ultimos días... en Colihue, en una edición de tapas azules, tuvo mucho suceso entre los sectores que supieron leerla. Hasta Beatriz Sarlo me dijo una vez “sí, esa novela de tapas azules que llevábamos todos”.
¿Qué libros de otros autores argentinos le hubiera gustado escribir?
–Facundo, sin duda, es un milagro ese libro. Conflictos y armonías es un texto positivista, Argirópolis es un delirio, La vida de Chacho es el testimonio de un asesino, Recuerdos de provincia es una cosita suave, local. Pero un libro como Facundo, poderoso, no volvió a surgir, ni entre los que lo quisieron imitar, como Martínez Estrada en Radiografía de la pampa. Después, me hubiera gustado escribir Los lanzallamas, El juguete rabioso, ésa es una novela bárbara. Más hacia acá: alguno de los libros de Belgrano Rawson, El amigo de Baudelaire de Andrés Rivera, jamás Sobre héroes y tumbas, por favor, es un libro kitsch, nosotros nos reíamos de las reflexiones de Bruno, de un nivel filosófico lamentable, son reflexiones del sentido común. El fantasma imperfecto de Martini me parece una novela notable, alguna de Dal Massetto, Triste, solitario y final o No habrá más penas ni olvido me hubiese gustado escribir, lo único de Soriano, después a mí no me atraen sus novelas, aunque era un periodista notable. Con respecto a escritores que estoy leyendo ahora: Cuentas pendientes de Martín Kohan, que es muy sórdido pero no tiene una prosa que me atraiga, algunas novelas de Alan Pauls, que están bien, la última novela de Paula Pérez Alonso, Frágil, una novela que me interesó mucho, y pasó las suyas, Paula, realmente. Leí algunas cosas de Aira, Cumpleaños, me gustó mucho, lo llamé para decírselo y todo. Aira tiene un sistema muy extraño de escribir, pero bueno, eligió ése. Fogwill: para mí Los Pichiciegos está recontra sobrevalorada, me gusta Vivir afuera. Guillermo Saccomanno, El buen dolor, Saccomanno es un escritor fuerte de nuestra literatura, ése sí que se toma la literatura seriamente. No hay filosofía a la altura de la literatura argentina, y eso es algo que a los europeos les debe encantar, como esa América de García Márquez, esa América de nadie, mágica, sin dolor, eso a los europeos les viene bien: ustedes escriban ficción, nosotros pensamos, ustedes quédense con la imaginación, nosotros, con la razón. Ningún filósofo argentino se puede comparar a Borges, hasta lo toman como filósofo pensadores como Foucault o Deleuze. El es nuestro escritor universal, pero también es el que nos cagó la vida.