17.2.17

Con Borges en Austin, entrevista inédita

Recuerdo: Hoy Jorge Luis Borges cumpliría un año más. Lo recordamos con esta entrevista inédita en español
Jorge Luis Borges, El Eterno, dátips para escribir./elcomercio.pe

Un día de primavera de 1976 se vio en Austin, Texas, a un hombre que se parecía a Jorge Luis Borges caminando por la calle. Cuando los más observadores comprobaron que el personaje del bastón, guiado por algún profesor de la Universidad de Texas era, efectivamente, Borges, corrieron la voz. Dos estudiantes, Janis Palma y quien esto escribe, solicitamos presurosas una entrevista para el Daily Texan, el diario local. Esta es, casi 40 años después, su versión en español. Se dio en el comedor de su hotel. Nos contó que había estado antes en Austin con su madre, Leonor Acevedo. Ella murió el año anterior tras un lento deterioro, y Borges la echaba de menos. Nos dijo que aquella vez salieron juntos a caminar por la ciudad y se divirtieron como dos niños. Con nostalgia, había ido entonces a tocar las paredes del edificio donde vivieron y que ya no podía ver. Con 77 años seguía muy activo, aunque le aburría hablar de política o de la situación mundial. Su mundo se concentraba en las muchas páginas que recordaba de memoria.
¿Existe la inspiración, o una obra es un esfuerzo consciente de creación?
Desde luego que existe. ¿Cómo no va a existir? ¡No se puede escribir sin ella! La inspiración es necesaria para darle sentido al esfuerzo. Es cuando uno siente que no está escribiendo sino que es el Espíritu Santo el que lo hace, o algo más allá del yo. Algo que puede ser el mismo yo, no sabemos.

Cuando usted escribe, ¿siente algo como una energía en el ambiente, algo como una densidad?
Bueno, cuando me salen bien las cosas sí, pero para llegar a ese estado tengo que escribir de un modo mecánico durante un buen tiempo, ¿no? Y luego hay un punto en el cual comienza a ocurrir algo…

¿Y comienza a entrar algo en usted?
Sí, y entonces ya mejora lo que escribo y 
generalmente tengo que modificar lo que he escrito antes. Pero yo tengo que darme cuerda, digamos, si usted me permite esa metáfora un poco grosera. Tengo que hacerlo de todas maneras. En realidad, yo no puedo sentarme a escribir y decir “bueno, estoy inspirado”. No sucede así. Es necesaria cierta inercia.

Hablemos de poesía. Rubén Darío hablaba del “ritmo interno de las palabras”. Robert Frost decía cosas muy simples: ponía doce palabras, digamos, y había algo mágico en ellas…
Es que no es fácil realmente. Frost no es un autor simple, es uno muy complejo. Lo que pasa es que tiene una superficie simple. Cuando uno no conoce a Frost (que es un gran poeta americano), puede leerlo sin paráfrasis y preguntarse “¿y esto es poesía?”. Pero la segunda vez, uno se da cuenta de que todo eso está cargado, que está lleno de connotaciones, que esas líneas sencillas tienen una magia.

¿Cuál sería su descripción de poesía?
Frost dio una, pero claro que no es suficiente. Dijo que poesía es lo que no puede traducirse. No basta. Hay cosas que no pueden traducirse y que son muy malas. Ahora, si se refería al hecho de que en toda poesía hay algo misterioso que no puede explicarse y que puede estar parcialmente en la imagen, en la prosodia, si acaso, sí, es cierto. Hay versos que a mí me parecen muy lindos y que yo no podría explicar. Por ejemplo este de [Edward] Fitzgerald que tiene un aire muy  persa: “Dreaming while dawn’s left hand is in the sky” (“Soñando mientras la mano izquierda del alba está en el cielo”). Eso es un ejemplo de poesía. Yo creo que posiblemente la palabra clave sea “izquierda”. “Soñando mientras la mano derecha del alba está en el cielo” no tendría sentido. En cambio “mano izquierda” agrega algo misterioso. Hay una fase en que uno piensa que él está soñando y la mano izquierda del alba, esa luz que se ve oriental del alba, está iluminando el cielo y él no la ve porque está soñando. También está el hecho de una luz no vista. Me doy cuenta en este momento de que eso también está insinuado. Es difícil y, sin embargo, podemos decir que es eficaz. Explicarla sería muy complicado. 

¿Qué aconsejaría a los jóvenes autores?
Lo que voy a decir es muy antipático… yo creo que es necesario leer a los clásicos. Un error que se comete es el de leer demasiado a los contemporáneos. Los contemporáneos pueden enseñarnos muy poco; se parecen demasiado a nosotros. Todos somos contemporáneos. En cambio obras de otros tiempos, de otros países… allí uno encuentra continuamente cosas extrañas. Además, ¿por qué negarse esa felicidad que se llama Virgilio, Shakespeare, Cervantes? Me parece que es empobrecerse, el que pierde es uno. Para mí uno de los escritores esenciales es Robert Louis Stevenson,y él dijo: “Yo comencé imitando a De Quincey,Lambe, Coleridge, Baudelaire, Hazlett, Henry James, George Meredith”; es decir, empezó imitando. Uno debe empezar imitando, haciendo ejercicios. Lugones dijo que nadie podía empezar siendo un revolucionario, “es una cuestión de probidad”, decía. Yo, para modificar algo, tengo que conocerlo. Él dijo en su libro Lunario sentimental —que fue un experimento—: “Yo hago esto porque he demostrado ya que puedo manejar el verso clásico, entonces tengo derecho a innovar”. Generalmente, la gente cree que se empieza innovando, y es por ignorancia. Si me obligaran a ser un músico o un pintor, ¿qué cosa me quedaría si no innovar, ya que no sé nada? ¡Sería un revolucionario!

¿Qué lo llevó a empezar a escribir con dedicación?
Bueno, yo creo que el hecho de haberme criado en una biblioteca, la de mi padre, y de que en esa casa había un ambiente propicio: se hablaba todo el tiempo de literatura. Mi padre me hizo sentir, yo creo que conscientemente, que el mío sería un destino literario, y efectivamente lo fue.

¿Cuándo empezó a tomarse en serio como escritor? Habrá escrito cosas previas a sus primeras publicaciones.
Sí, pero como dijo Alfonso Reyes: “Realmente uno publica para no pasarse la vida corrigiendo los manuscritos” [risas]. Uno publica para librarse de ello. Claro que suena raro, pero un escritor argentino que yo no admiro ciertamente, Enrique Larreta, publicó una novela y puso “edición definitiva”. ¿Cómo puede saber un autor que una edición es definitiva? Lo más probable es que al día siguiente de haber salido la edición recorra las páginas y encuentre cosas: “Caramba, este adjetivo es un poco absurdo”, o “Aquí quedaría mejor suprimir esta línea”. ¿Cómo puede haber una ‘edición definitiva’? Eso se hace después de muerto el autor. Pero que un autor crea que lo que ha hecho es definitivo, muestra, yo no sé, una extraña vanidad o una extraña indiferencia. Yo he alterado muchos poemas, y recuerdo que William Butler Yeats hizo lo mismo y le dijeron que no tenía derecho a modificar su obra pasada. Entonces él escribió un poema que concluye con esta línea: “It is myself that I remake” (“Es a mí mismo al cual rehago”). Cuando él estaba corrigiendo algo, estaba modificando su pasado. Yo creo que tenía pleno derecho. Si no, ¿cuándo pierde uno su derecho? Si yo escribo un poema hoy y lo corrijo dentro de diez días, ¿por qué no dentro de diez años?, ¿en qué momento dejo de tener derecho? Pero mucha gente dice que no.

En "El hacedor" hay un argumento ornitológico de la existencia de Dios…
Ese argumento a favor de Dios es una especie de broma. Como hay el argumento ontológico y teológico, yo hice un argumento ornitológico, que es una forma de juego 
lógico, nada más.

¿Cuál es entonces su idea de Dios?
Yo digo lo que Bernard Shaw: “God is in the making” (“Dios está en pleno proceso de creación”). Dios no es algo anterior al universo. Todos nosotros estamos creando a Dios. Cuando pensamos, cuando escribimos, cuando sentimos, estamos sencillamente creando a ese ser. Pero no creo que haya existido un Señor anterior al mundo que haya creado todo. Si lo hizo, lo hizo bastante mal, ¿no?

¿Usted ha tenido alguna vez una experiencia mística?
Sí, dos veces en Buenos Aires, en años diferentes, pero hace mucho tiempo ya. Yo estaba cruzando un puente las dos veces, pero puentes distintos. Y de pronto me salí del tiempo como lo conocemos. Fue algo 
muy extraño.

¿Cuál es su idea del tiempo?
Repito lo de santo Tomás de Aquino: “El tiempo es algo que, si no me lo preguntan, sé qué es; pero si me lo preguntan, no lo sé”.

Una última curiosidad: en su poema “Elogio de la sombra” hay una línea que dice “...pronto sabré quién soy”. ¿Qué quiso decir con esto?
[Risas]. Yo me estoy quedando ciego. De pronto me he visto obligado a estar más conmigo mismo, dentro de mí mismo. Las cosas externas van perdiendo importancia y creo que gracias a esto estoy llegando hacia el centro de mí mismo: a lo que es Jorge Luis Borges.

10.2.17

“La literatura siempre será enemiga de la tiranía”

El escritor Hisham Matar viajó al Hay Festival de Cartagena para presentar su libro El regreso, un conmovedor relato en el que narra su regreso a Libia tras la caída del régimen de Gadafi. Hablamos con él sobre literatura, arte y su país

Hisham Matar, nació en Libia en 1970./León Darío Peláez./revistaarcadia.com

Matar cristalizó su experiencia en el libro El regreso, a medio camino entre la pesquisa detectivesca y la crónica familiar. La obra, elegida por el New York Times como uno de los 10 mejores libros del año pasado, es un hermosa meditación sobre la ambivalencia que conlleva la desaparición de un amado. Es, a su vez, un ejercicio de contemplación: un lienzo donde Matar esboza los principales acontecimientos de su vida y la de Libia, pero donde también surgen, como flores, una infinidad de detalles menores, de observaciones. 
Autor de las novelas Solo en el mundo (2006) –en la que relata la vicisitudes de la vida política y familiar en Libia desde la mirada de un niño de nueve años- y Historia de una desaparición (2011) –un relato de amor y confusión protagonizada por un adolescente que busca a su padre desaparecido por el régimen de su país-, Matar llegó al Hay Festival de Cartagena para presentar El regreso. Sin duda uno de los narradores más potentes en años recientes, se sentó con nosotros en la ciudad amurallada para hablar sobre literatura, arte y la figura que lo arrojó por una senda narrativa específica: la de su padre. 
En El Regreso usted describe a su padre como un hombre que a veces se encerraba a devorar novelas y a menudo componía poemas. ¿Cuáles fueron sus primeros pasos como lector y como escritor?
Más allá de las novelas que tenía que leer para el colegio, yo no leí una por cuenta propia hasta los 19 años. Antes de esa edad, solo leía poesía porque pensaba que solo la poesía era la verdadera literatura. No me interesaba el resto. Creo que ese énfasis fue por culpa de mi padre. El leía muchas novelas pero en realidad solo hablaba de poesía. Curiosamente, mis primeras lecturas de novelas, a los 19, coincidieron con su desaparición. No sé si eso fue un factor, pero me acuerdo que en esos primeros días sin él pasé muchas horas a solas leyendo. Y solo novelas.
¿Cómo lo influenció como escritor solo leer poesía durante tantos años?
Me influenció mucho. Mis tres pasiones de niño, lo que realmente me interesaba, era la poesía, la música y los edificios. Estudié música de niño, pero no era muy bueno. En cuanto a la poesía, no existían en mi entorno ejemplos de personas que vivieran de la escritura. Pero podía dibujar, así que decidí estudiar arquitectura, y ya más adelante pasé a ser escritor. Lo que me interesa de todo esto es que mis novelas, o por lo menos los libros que me intersan escribir, contienen esos tres intereses: la poesía, la música y la arquitectura. Hoy los veo como señales de lo que terminaría haciendo más adelante. 
Usted publicó su primer libro a los 36 años, cuando muchos publican su ópera prima en sus veintes. ¿Por qué se demoró tanto? 
Para mí, la pregunta que me fascina es cómo puede uno escribir una novela a los 24 o 25 años. Claro, hay ejemplos impresionantes de gente que lo hace. Pero en mi caso siento que necesitaba más tiempo para escribir lo que me interesaba. Necesitaba tiempo para aprender más, vivir más, experimentar más. Para mi la escritura es casi como implicarse a uno mismo. Así lo pienso porque no me interesa la idea de la escritura como una actividad que se puede profesionalizar. No me interesa tener una mentalidad de “carrera”, escribir por escribir. Hoy estoy escribiendo un cuarto libro porque siento que lo tengo que escribir. Pero no quiero asumir que soy un escritor, y que voy a seguir escribiendo libros, porque como lector he leído libros escritos así, y no me interesan. Esas obras están al servicio del escritor, y a mí me interesa estar al servicio del libro.
¿Diría entonces que su literatura surge más de la necesidad que de una oportunidad de abordar un tema desde la creatividad? 
No, sin duda la segunda opción. Escribir es una oportunidad de abordar una serie de ideas, preocupaciones y fantasías. Para mí, los libros me permiten hacer una curación de mi propia vida. Cura mis días: lo que pienso, lo que me interesa. Afila mis lentes. Hay algo existencial ahí, en la cotidianidad, hay algo que disfruto de la vida del escritor. No solo lo disfruto, también creo que encaja con mi naturaleza. 
Tampoco escribo porque me interese convencer a alguien de algo, o por presentar una experiencia esencialista o una perspectiva única. Puede que esto suene extraño, si se toma en cuenta que he escrito mucho sobre mi familia, mi país y mi mismo. Pero la paradoja es que esos temas no me interesan particularmente. Lo que me interesa es ver cómo esos temas me han abierto puertas para abordar ideas y preocupaciones que nos afectan a todos. Mi interés en lo particular siempre está relacionado con cómo puedo llevarlo a lo universal. 
Es curioso. A primera vista, un lector suyo podría decir que la figura de su padre es el motor de su literatura. ¿Usted rechazaría eso?
No lo rechazaría, pero también diría que él es solo una parte del todo. Lo que le pasó a mi padre y la manera en que eso me ha afectado me ha llevado a tener una serie de ideas y de temas. Pero hay mucho más. Para mí, escribir es una actitud hacia la vida. Es un gesto hacia la vida, es una manera de considerar las cosas desde cierta mirada, desde cierta paciencia y curiosidad. Y eso es lo que me fascina.
Recuerdo mi primera clase de arquitectura en la universidad. No sabía qué iba a pasar, ni siquiera había llevado un lápiz. Entonces el profesor nos entregó un pedazo de papel, unos lápices, y nos pidió que saliéramos a pintar durante tres horas el árbol que estaba en el jardín. ¡Tres horas! Nunca había hecho algo así, nunca había mirado algo por tanto tiempo. Y fue realmente interesante: cuando uno pasa tres horas mirando lo mismo, sobre todo un objeto tan cotidiano como un árbol, cuando uno mira cada detalle, intenta pintar cada parte, uno entiende que mirar es un asunto muy interesante y también muy complejo. Para mí, escribir es tan simple y tan complejo como ese ejercicio: es una manera de atender algo. Parte del material que atiendo en El regreso es muy oscuro, pero lo que más me interesó es que entre más miraba con ese nivel de atención –que viene de la paciencia, pero que también está motivado por la curiosidad genuina y no por el deseo de solucionar algo o encontrar una resolución-, entre más hacía eso, más cosas aparecían. Hay algo en esa atención literaria que permite que las cosas surjan a la superficie, tanto cuando se lee como cuando se escribe.
Usted ha hablado en otras ocasiones de la literatura como una fuerza expansiva…
Sí, es algo que permite introducir complejidades. La literatura, y por esto creo que siempre será una enemiga natural de cualquier proyecto opresivo, está interesada en empatías contradictorias, en hombres y mujeres que corren en contravía de sus corazones, en qué nos podría pasar si fuéramos el otro. No le interesa las conclusiones inamovibles. Le interesa crear resonancia, fluidez, dinamismo. Cuando pensamos en los personajes que nos han marcado, nunca son estáticos. En cambio, se mueven, cambian.
Uno personaje memorable suyo es Solimán, el protagonista de Solo en el mundo, que tiene todo tipo de matices y contradicciones. ¿Cómo es su proceso a la hora de escribir personajes, de distanciarse de ellos y de darles vida propia?
Lo interesante para mí de escribir es que no es una actividad objetiva. Como lector, tengo cierto nivel de objetividad. Pero como escritor la cosa cambia y eso lo aprendí cuando escribí Solo en el mundo. La primera vez que leí Los hermanos Karamazov pensé: ‘¿cómo encaja esto? ¿cómo lo logró Dostoievski?’ Dibujé todo tipo de diagramas para entender cómo se había construido. Me dije, en mi fantasía, que quería acercarme lo más posible al escritor, porque él tenía que saber cómo se hizo el libro. Él conocía mejor que nadie el libro. Pero eso no es verdad. Uno como escritor conoce sus propios libros de cierta manera, pero nunca como el lector. No tienes las claves que tiene el lector. Mi relación con mis libros es la de un trabajador: soy como la hormiga y el lector, como el pájaro que lo ve todo desde arriba. El escritor es la hormiga, ocupado en la inmediatez de la próxima frase. Luego ya se puede editar, pero cuando se escribe, uno está en el nivel de los hilos finos. 
¿Cuándo sabe entonces el escritor que terminó el libro?
Todos mis libros terminaron con escenarios que me sorprendieron. No tenía pensado dejarlos ahí. Me resistía, me preguntaba si debía avanzar más. Pero, de hecho, no es tanto un proceso intelectual. Está más en el cuerpo. Yo siento, con ese último gesto, una reverberación que va hacía atrás, hacia el comienzo del libro. Es un poco como el viaje de un objeto que se estrella contra un muro y regresa a su punto de partida. Uno lo siente. Ese momento, por cualquier razón, hace un eco que suena en todo el libro. Ahí acabo.
Volvamos un segundo a lo de la contemplación, a lo del dibujo del árbol. En El regreso usted habla de su costumbre de ir al National Gallery en Londres para sentarse frente a un cuadro a veces durante una hora. ¿Qué le ha dado ese ejercicio de contemplación?
Hay un gran escritor, no me acuerdo su nombre, que dice que ‘los trabajos malos surgen de conversaciones con la gente equivocada’. En algún sentido, cuando miro una pintura, o cuando leo o simplemente observo, se trata para mí de una especie de relación, de conversación. Los cuadros funcionan como el iniciador de una serie de ideas, también generan placer y regocijo. Pero, fundamentalmente, lo que me ocurre con los cuadros es que no estoy del todo seguro de cómo se deben mirar. Por eso regreso a ellos. Me parecen engañosos. Quizá eso también pasa con los libros y las sinfonías. Creemos que sabemos cómo leer un libro, de la primera página a la última, pero eso no es leer un libro. Es mucho más: es un encuentro en un momento particular en la vida de una persona y en la vida de un libro. Los cuadros son incluso más engañosos porque simplemente están ahí. Por otro lado, miro cuadros porque carezco de rituales. Mis rituales son muy personales. No pertenezco a una sociedad, mi familia no me rodea, no tengo una rutina. Y ver cuadros me ofrece una rutina.
Usted menciona a su familia. ¿Cuando usted regresó a Libia, sentía que estaba regresando a casa? ¿Albergaba la esperanza de encontrar ese lugar al que antes había pertenecido? 
Sin duda. En el libro intento revelar mi estado de ansiedad y confusión. Todas esas cosas estaban ahí. Sentía como si dos partes de mi vida se fueran a conocer por primera vez. Como dos gemelos que fueron separados a los nueve años y que ahora, a los 45 años, se vuelven a encontrar. Era una situación muy tensa, porque no sabía qué iba a pasar. No sabía si una de las partes iba a rechazar a la otra. Esos eran mis pensamientos conscientes. Yo funcionaba en el mundo como si fuera un polizón. Pensaba que estaba en el mar y que una isla, llamada Libia, aparecería en la distancia. Sentía que, cuando llegara a ella, todo se resolvería. Y, claro, eso no fue lo que pasó. Surgieron más preguntas, pero también la satisfacción de la tierra, de algo sólido, a pesar de todas sus complejidades. Sentí que se focalizó la distancia que hasta el momento había recorrido.
En el libro usted entretiene la idea de regresar a vivir a Libia, particularmente a Bengasi. ¿Eso todavía le llama la atención?
La palabra regreso funciona en el libro en muchos niveles. Está el regreso físico, pero también había un regreso a mí mismo: a la vida que he cultivado en otras ciudades. En cuanto a volver a Bengasi, puede que algún día, pero ahora sentiría que estaría dejando algo, dejando la vida que he construido en otras partes.
En una parte del libro usted escribe: “Mi padre está vivo y muerto al mismo tiempo. No tengo una gramática para él. Está en el pasado, el presente y el futuro”. ¿Cómo lo ha afectado la ambigüedad de ese duelo, cuando una persona que se ama no muere, sino que desaparece?
Para mí es muy difícil responder esa pregunta. Hay ciertas cosas de las que yo puedo escribir y luego hay ciertas cosas de las que uno puedo hablar. Pero diría lo siguiente: sostener la posibilidad de que una persona tan cercana a uno, y con quien uno tiene una relación muy poderosa, esté al tiempo viva y muerta tiene casi una textura, una reverberación que lo atraviesa todo. Esto ha alterado mi mundo en maneras que yo quería explorar escribiendo. Cuando alguien muere, hay un hecho básico: nuestra imaginación se detiene en ese momento, nos cuesta trabajo pensar que esa persona va a tener otra vida, otra realidad, pero cuando desaparece, eso complica nuestra memoria de ellos.
Durante años, usted vivió obsesionado con encontrar a su padre, luego viajó a Libia en parte a buscarlo y finalmente publicó este libro. Si bien usted ha rechazado en el pasado la idea de la escritura como un ejercicio catártico, ¿hoy siente que está más en paz con lo que ocurrió?
Creo que la paz no es la palabra correcta. Lo que encontré escribiendo fue el opuesto de la pasividad. Creo que hay un placer en trabajar, en cualquier tipo de trabajo. Particularmente en hacer un objeto que luego se relaciona con otras personas. Hay algo de eso que es muy poderoso y resonante. Si uno puede hacer eso con una temática que lo ha llevado a uno al límite, entonces sí hay un sabor de consolación o de victoria. La historia de mi padre me llevó al borde, literalmente, así que haber podido mirar esa historia de manera sostenida a través del libro fue el contrario del confinamiento. Fue expansión. Eso no quiere decir que haya encontrado la paz. En Estados Unidos hablan del “cierre”. Creo que ese es el ángulo equivocado. Yo vivo en paz, en paz relativa, como todos, pero lo que me interesa es que nada nunca se “cierra” del todo. Todo, en cambio, está siempre abierto. Todo lo que te ha pasado está contigo todo el tiempo. Y eso es lo que me interesa.