25.4.14

La carpintería secreta de García Márquez: ¿cuál era su técnica literaria?

Gabo que estás en los cielos

 Se inventaba términos, escogía adjetivos raros, empleaba analogías sorprendentes. Tenía una profunda formación poética: por eso sus textos parecen musicales. Se sometía a una dura disciplina: a veces, no escribía sino pocas líneas al día

Manuscrito de  El otoño del patriarca.  / lainformacion.com
La voz, el estilo, los párrafos, los adjetivos, las oraciones… Muchos expertos han tratado de encontrar la fórmula de García Márquez, y muchos otros han tratado de imitarle.
Habría sido más fácil comprobar cuáles eran sus anotaciones en los originales que escribió. Pero el escritor colombiano destruyó las pruebas mecanografiadas y las anotaciones de Cien Años de Soledad, su ‘carpintería secreta’, como la llamaba.
Pero, ¿podemos conocer aun así en qué se basaba su técnica? En parte sí, pues García Márquez fue dejando pistas en sus memorias y en algunas entrevistas que concedió, así como en biografías como la de Dagmar Ploetz, la traductora al alemán de sus obras (García Márquez, editorial Edaf).
La voz. García Márquez afirmó a The Paris Review que para escribir Cien años de soledad escogió la voz de su abuela. El autor afirmaba que cuando su abuela contaba cuentos, eran fábulas irreales pero ponía ‘cara de palo’ para hacerlas creíbles. De ahí nace el realismo mágico, donde lo verosímil se funde con lo mágico, lo irreal. Pero es una voz que no se encariña con los personajes: es distante, como su abuela cuando narraba cuentos.
Las metáforas. Fue uno de los recursos mejor empleados por el autor. La metáfora sustituye una cosa por otra para acrecentar su sentido. Por ejemplo, “lloró con lágrimas de aceite ardiente que le abrasaron las entrañas”; “Tuvo que remontar los afluentes de la memoria”; "la medalla de fuego permanecía en su retina" (un eclipse).
Las analogías y símiles. Sabía retratar imágenes con comparaciones seductoras (usando el 'parece', o 'como'). “Los alcatraces inmóviles en el aire con las alas abiertas parecían muertos en pleno vuelo”. “Piedras enormes como huevos prehistóricos”.
Los adverbios. Había que rehuir de todos los adverbios terminados en ‘mente’. “Porque me parecen feos, largos y fáciles, y casi siempre que se eluden se encuentran formas bellas y originales”, dijo en una entrevista para Ciudad Seva.
Los adjetivos. Dedicaba mucho esfuerzo a sustituir los adjetivos tópicos por otros que producían un efecto inesperado en la imaginación del lector. Por ejemplo: ojos fosforescentes, respiración pedregosa, fiemo empedernido, mosquitos carniceros…
Términos inventados. En El General en su laberinto usó ‘condoliente’. Dijo más tarde: “Existen el verbo condoler y el sustantivo doliente, que es el que recibe las condolencias. Pero los que las dan no tienen nombre”. (Ciudad Seva)
Términos poco comunes. “Una hamaca colgada de dos horcones con cabrestantes de barco”.  "La laboriosa enumeración tronchó su último vahaje". Y hasta escogía las flores por sus nombres más eufónicos como “caléndulas y astromelias”.
La musicalidad. Sus cuentos y sus novelas son muy eufónicos. Se podrían leer en voz alta y reconocer su hermosa musicalidad. Se debe a la profunda formación poética del colombiano, quien aplicaba a sus oraciones una métrica calculada (pie latino o griego). “Por propia iniciativa [de adolescente] comencé entonces a leer mucho, poesía y obras literarias en general, pero sobre todo poesía. Por eso creo que mi estructura cultural es esencialmente poética...” (Entrevista para Vogue).
La abuela de García Márquez, Tranquilina Iguarán gran inspiradora. lainformacion.com
Los párrafos esculpidos. Afirmaba que le encantaba trabajar mucho los párrafos y reescribirlos. Algunos, como en Cien años de soledad, contienen párrafos largos con oraciones muy largas. También usaba mucho una técnica llamada inversión por la cual se pone el final al principio, comenzando por un verbo o por los complementos, para evitar que todas las frases sonaran igual. Esa parte de la estructura era posiblemente lo más trabajado. García Márquez lo llamaba en sus memorias 'romper párrafos'. "Ahogándose en la mare magnum de fórmulas abstractas que durante dos siglos constituyeron la justificación moral del poderío de su familia, la Mamá Grande emitió un sonoro eructo, y expiró". (Funerales de Mamá Grande)
Los diálogos fantasmales. No eran el punto fuerte de García Márquez, como reconocería siempre. No se parecen mucho a los excelentes diálogos de la novela americana del siglo XX, pero por eso mismo, los diálogos de sus personajes tienen siempre un aire fantasmal, poco natural, que aumenta el efecto mágico de sus relatos.
La disciplina. Confesaba que como periodista, era muy indisciplinado y tuvo que imponérsela. ”Me vi obligado a establecer una pauta de trabajo que iba de las nueve de la mañana a las dos de la tarde, cuando mis hijos volvían de la escuela. En ese tiempo tenía cuarenta años...Después me sentí culpable de escribir sólo por la mañana, intenté continuar por la tarde, pero caí en cuenta de que en la segunda parte del día nada me resultaba bien y debía rehacer todo a la mañana siguiente”. (Vogue). “No creo que puedas escribir un libro que valga la pena sin una extraordinaria disciplina”. (The Paris Review)
Media cuartilla al día. “He tenido que someterme a una disciplina atroz para terminar media página en ocho horas; peleo a trompadas con cada palabra y casi siempre es ella quien sale ganando”. (Vogue)
Sitios de inspiración. “Logro escribir sólo en un ambiente familiar que ya esté identificado con mi trabajo. Una pieza de hotel, una habitación puesta a mi disposición por otra persona, una máquina de escribir prestada, me bloquean, y esto es una lástima porque cuando viajo no puedo trabajar...  (Vogue).
El estado de gracia. Confesaba que no podía acometer ningún escrito sin inspiración. “Debo estar también en un estado de gracia, con el tema preciso y el tono exacto para desarrollarlo”. (Vogue). “Estoy convencido de que no es un estado de ánimo especial en el que se puede escribir con gran facilidad y las cosas fluyan… Ese momento y ese estado de ánimo parecen venir cuando has encontrado el tema adecuado y la forma correcta de tratarlo. Y tiene que ser algo que realmente te gusta también, porque no hay peor trabajo que hacer algo que no te gusta”. (The Paris Review).
El primer párrafo. “Una de las primeras dificultades es la de escribir el primer párrafo. He llegado a pasar meses para 'tomar la onda': apenas superado este escollo, el resto ha salido facilísimo. Creo que con el primer párrafo logrado se supera la mayor parte de los problemas que plantea escribir un libro; allí queda definido todo: el tema, el tono, el estilo.. (Vogue).
La exageración. Aguaceros que duran años, esponjas y cangrejos que caminan por las casas, pelos de niñas muertas que sigue creciendo, hombres con alas, mujeres con cuerpos de araña… Según el autor: “Si tú escribes que has visto volar un elefante, nadie lo creerá; pero si afirmas haber visto volar cuatrocientos veinticinco, es probable que el público lo crea". (Vogue)
Técnica cinematográfica. Algunas novelas como El coronel no tiene quien le escriba las escribió García Márquez con recursos de cine. “Cuando vuelvo a leer ahora el libro, veo la cámara”, confesó. (Dagmar Ploetz, en García Márquez) Se refiere a que las escenas son muy visuales, que hay más diálogos y que parece en algunos aspectos un guion de cine.
Las pequeñas acciones. El autor emplea el recurso (tomado de Hemingway en El Viejo y el mar), de describir un personaje por sus pequeñas acciones, como lo hace en El coronel no tiene quien le escriba. Este coronel que espera que le den una pensión, vive pobre con su mujer enferma: para ella reúne restos de café en una lata, revuelve en un arcón hasta encontrar un vestido de boda que será su mortaja, y hasta alimenta con granos de café a un gallo que es lo que le ha heredado de su hijo fallecido… (Dagmar Ploetz, García Márquez).
La atmósfera. En sus narraciones suelen repetirse palabras que envuelven la acción en una agobiante atmósfera. Abuela, sol, polvo, aguacero, fritanga, pestilencia, pájaros, gallos, mastines, patio, podrido, calor sofocante, funeral, misa, viento, siglos, bananas, cataclismo, amor víboras, sudor, criatura, selva, vapores, muerto, hamaca, arsénico…

22.4.14

Gabriel García Márquez entrevista a Pablo Neruda

Gabo que estás en los cielos




fuente:original Televisión Nacional de Chile.telesur.tv.youtube.com

Dos o tres cosas sobre “La novela de la violencia”

Gabo que estás en los cielos

 En 1959, García Márquez publicó este ensayo sobre la novela de la violencia en Colombia

Un análisis literario que arroja luz sobre los problemas de la narrativa sobre la violencia./revistaarcadia.com

Las personas de temperamento político, y tanto más cuanto más a la izquierda se sientan situadas, consideran como un deber doctrinario presionar a los amigos escritores en el sentido de que escriban libros políticos. Algunos, tal vez no más sectarios pero si menos comprensivos, se sienten obligados a descalificar, más en privado que en público, a los escritores amigos cuyos trabajos no parecen políticamente comprometidos de manera evidente. Tal vez ninguna circunstancia de la vida colombiana ha dado más motivo a ese género de presiones, que la violencia política de los últimos años. Una pregunta oyen con frecuencia los escritores: “¿Cuándo escribe algo sobre la violencia?” O también un reproche directo: “No es justo que cuando en Colombia ha habido 300.000 muertes atroces en 10 años, los novelistas sean indiferentes a ese drama.” La literatura, suponen sin matices preguntantes y reprochadores, es un arma poderosa que no debe permanecer neutral en la contienda política.

Conozco a algunos escritores que están de acuerdo en principio con ese punto de vista. Pero en la práctica —para utilizar los mismos términos que suelen movilizarse en las tertulias sobre el tema— acaso no hayan podido resolver su más aguda contradicción: la que existe entre sus experiencias vitales y su formación teórica. Conozco escritores que envidian la facilidad con que algunos amigos se empeñan en resolver literariamente sus preocupaciones políticas, pero sé que no envidian los resultados. Acaso sea más valioso contar honestamente lo que uno se cree capaz de contar por haberlo vivido, que contar con la misma honestidad lo que nuestra posición política nos indica que debe ser contado, aunque tengamos que inventarlo.

He oído decir a algunos escritores y es preciso creerles a los escritores cuando revelan secretos de su profesión, que la invención tiene que ver muy poco con las cosas que escriben. Consideran que ninguna aventura de la imaginación tiene más valor literario que el más insignificante episodio de la vida cotidiana. Y no lo creen por principio, sino porque la práctica diaria, el esfuerzo de varios años, el haberse trasnochado frente a la máquina de escribir y haber roto mucho y publicado poco, y el haber tenido por eso mismo oportunidad de saber que escribir cuesta trabajo, los ha arrastrado —digamos por la fuerza— a ese convencimiento.

El caso de las novelas equivocadas

Cuando se les exige que aprovechen la violencia con todas sus posibilidades literarias, y también con todas sus implicaciones políticas, los escritores que no vivieron la violencia tienen derecho a preguntar por qué no se les hace la misma exigencia en su oficio a los reporteros. Y los reporteros tienen derecho a defenderse con el contragolpe de que no es honesto escribir reportajes inventados. Me atrevo a creer que un escritor consciente tiene derecho a soltar el mismo contragolpe.

Quienes han leído todas las novelas de violencia que se escribieron en Colombia, parecen de acuerdo en que todas son malas, y hay que confiar en que estén secretamente de acuerdo con ellos algunos de sus propios autores. No es asombroso que el material literario y político más desgarrador del presente siglo en Colombia, no haya producido ni un escritor ni un caudillo. Por lo menos en lo que corresponde a la literatura, la cosa parece tener sus explicaciones. En primer término, ninguno de los señores que escribieron novelas de violencia por haberla visto, tenía según parece suficiente experiencia literaria para componer su testimonio con una cierta validez, después de reponerse del atolondramiento que con razón le produjo el impacto. Otros, al parecer, se sintieron más escritores de lo que eran, y sus terribles experiencias sucumbieron en la retórica de la máquina de escribir. Otros, también, al parecer, despilfarraron sus testimonios tratando de acomodarlos a la fuerza dentro de sus fórmulas políticas. Otros, sencillamente, leyeron la violencia en los periódicos, o la oyeron contar, o se la imaginaron leyendo a Malaparte. Había que esperar que los mejores narradores de la violencia fueran sus testigos. Pero el caso parece ser que estos no se dieron cuenta de que estaban en presencia de una gran novela, y no tuvieron la serenidad ni la paciencia, pero ni siquiera la astucia de tomarse el tiempo que necesitaban para aprender a escribirla. No teniendo en Colombia una tradición que continuar, tenían que empezar por el principio, y no se empieza una tradición literaria en 24 horas. Desgraciadamente, hasta este momento, no parece que algún escritor profesional, técnicamente equipado para la vida, haya sido testigo de la violencia.

No todos los caminos conducen a la novela

Probablemente, el mayor desacierto que cometieron, quienes trataron de contar la violencia, fue el de haber agarrado —por inexperiencia o por voracidad— el rábano por las hojas. Apabullados por el material de que disponía, se los tragó la tierra en la descripción de la masacre, sin permitirse una pausa que les habría servido para preguntarse si lo más importante, humana y por tanto literariamente, eran los muertos o los vivos. El exhaustivo inventario de los decapitados, los castrados, las mujeres violadas, los sexos esparcidos y las tripas sacadas, y la descripción minuciosa de la crueldad con que se cometieron esos crímenes, no era probablemente el camino que llevaba a la novela. El drama era el ambiente de terror que provocaron esos crímenes. La novela no estaba en los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite, sabiendo que a cada latido del corazón corrían el riesgo de que les sacaran las tripas. Así, quienes vieron la violencia y tuvieron vida para contarla, no se dieron cuenta en la carrera de que la novela no quedaba atrás, en la placita arrasada, sino que la llevaban dentro de ellos mismos. El resto —los pobrecitos muertos que ya no servían sino para ser enterrados— no eran más que la justificación documental.

El arte de no poner los pelos de punta

Una novela sirve para ilustrar estas parrafadas: La peste, de Albert Camus. Quienes hayan leído las crónicas de las pestes medievales, comprenderán el rigor que debió imponerse Camus para no desbordarse en descripciones alucinantes. Basta recordar los saturnales de los pestíferos en Génova, que cavaban sus propias sepulturas y se entregaban al borde de ellas a toda clase de excesos, hasta cuando sucumbían a la peste y otros pestíferos de última hora los empujaban con un palo a las sepulturas. Hay que recordar las luchas encarnizadas en que los agonizantes se disputaban un hueco en la tierra, para darse cuenta de que Camus tenía suficiente documentación para ponernos los pelos de punta durante dos noches. Pero acaso la misión del escritor en la tierra no sea ponerles los pelos de punta a sus semejantes.

En cada página de La peste se descubre que Camus sabía todo lo que se puede saber sobre las pestes medievales, y que se había informado a fondo de sus características, de la forma y las costumbres de su microbio, y hasta de los tratamientos empleados en todos los tiempos. Casi como al descuido, esos conocimientos están aprovechados a todo lo largo del libro, inclusive con estadísticas y fechas, pero estrictamente calibrados en su función de soporte documental. Otro grande escritor de nuestro tiempo —Ernest Hemingway— explicó su método a un periodista, tratando de contarle cómo escribió El viejo y el mar. Para llegar a ese pescador temerario, el escritor había vivido media vida entre pescadores; para lograr que pescara un pez titánico, había tenido él mismo que pescar muchos peces, y había tenido que aprender mucho, durante muchos años, para escribir el cuento más sencillo de su vida. “La obra literaria —decía Hemingway— es como el ‘iceberg’: la gigantesca mole de hielo que vemos flotar, logra ser invulnerable porque debajo del agua la sostienen los siete octavos de su volumen.”

Algo semejante ocurre en La peste. Apenas estalla el dramatismo cuando salen las ratas a morir en la calle, o en el vómito negro y los ganglios supurados de un portero, mientras la invisible población de Orán está siendo exterminada por la peste, Camus —al contrario de nuestros novelistas de la violencia— no se equivocó de novela. Comprendió que el drama no eran los viejos tranvías que pasaban abarrotados de cadáveres al anochecer, sino los vivos que les lanzaban flores, desde las azoteas, sabiendo que ellos mismos podían tener un puesto reservado en el tranvía de mañana. El drama no eran los que escapaban por la puerta falsa del cementerio —y para quienes la amenaza de la peste había por fin terminado— sino los vivos que sudaban hielo en sus dormitorios sofocantes sin poder escapar de la ciudad sitiada. Sin duda, Camus no vio la peste. Pero debió sudar hielo en las terribles noches de la ocupación, escribiendo editoriales clandestinos en su escondite de París, mientras sonaban en el horizonte los disparos de los nazis cazando resistentes.

La alternativa del escritor, en ese momento, era la misma de los habitantes de Orán en las interminables noches de la peste, y era la misma de los campesinos colombianos en la pesadilla de la violencia.

Hay otro drama detrás del fusil

Como modelo de la terrible novela que aún no se ha escrito en Colombia, tal vez ninguno sea mejor que la apacible novela de Camus. Un breve episodio del género humano en el cual ni siquiera los microbios de la peste son definitivamente malos, ni sus víctimas necesariamente buenas. Quienes vuelvan sobre el tema de la violencia en Colombia, tendrán que reconocer que el drama de ese tiempo no era sólo el del perseguido, sino también el del perseguidor. Que por lo menos una vez, frente al cadáver destrozado del pobre campesino, debió coincidir el pobre policía de a ochenta pesos, sintiendo miedo de matar, pero matando para evitar que lo mataran. Porque no hay drama humano que pueda ser definitivamente unilateral.

Con todo, un valioso servicio nos han prestado los testigos de la violencia, al imprimir sus testimonios en bruto. Hay que confiar en que ellos prestarán buena ayuda a quienes sobrevivieron a la violencia y se están tomando el tiempo para aprender a escribirla, y en todo caso a los numerosos niños que la padecieron como una pesadilla de la infancia y ahora están creciendo en silencio sin olvidarla. La aparición de esa gran novela es inevitable en una segunda vuelta de ganadores. Aunque ciertos amigos impacientes consideren que entonces será demasiado tarde para que sirva de algo el contenido político que tendrá sin remedio, en cualquier tiempo.
La Calle, Bogotá, Año 2, No. 103, pgs. 12-13, 9 de octubre de 1959

Tomado de “De Europa y América” (1955-1960), Obra periodística Vol. 4.

Gabriel García Márquez, pags. 763-767. Barcelona: Brugera, 1983.

“De Europa y América” (1955–1960), Obra periodística 3, Barcelona: Mondadori, 1992, pp

18.4.14

Gabo: Piedra y Cielo me hizo escritor

Gabo que estás en los cielos

Esta fue la entrevista que Juan Gustavo Cobo Borda le hizo a Gabriel García Márquez, publicada el 28 de abril de 1981, donde el Nobel recuerda sus inicios como escritor

"Todavía pensaba en Mauricio Babilonia, en su olor de aceite y su ámbito de mariposas amarillas" Cien años de soledad./cromos.com.co
El lunes 23 de marzo almorcé con Gabriel García Márquez en su blanco apartamento enclavado en los cerros, desde los cuales se divisa todo Bogotá. Comimos pollo con verduras, pepinos y un bizcocho. Esa noche el presidente hablaría por televisión y anunciaría la ruptura de relaciones con Cuba.
Luego, en la sala, tomó café, leyó poemas inéditos de su amigo Álvaro Mutis y lanzó, una vez más, delirantes declaraciones de entusiasmo ante al autorretrato, previamente abaleado, que le había regalado el maestro Alejandro Obregón. Sólo entonces fuimos capaces ambos de sacar fuerzas de flaqueza y meternos en su estudio, "a trabajar".
Se trataba de un viejo proyecto sobre el cual siempre hacíamos chistes –"la entrevista del cachaco sapo al costeño corroncho"– y que consistía, simplemente, en que Gabo ya estaba harto de tantas entrevistas como le hacían, y en las cuales sólo le preguntaban de política, casi nunca de literatura y menos aún de poesía. Así que ahora, hundidos en confortables sillones de cuero, él, maniático de los aparatos –su verdadera pasión es la música–, desenfundó su diminuta grabadora japonesa –"no tanto para que no me adultere, sino porque esta charla me va a servir para mis memorias"– y yo la mía, un voluminoso armatoste que al parecer me habían enseñado a manejar el día anterior, y nos lanzamos a un comadreo literario de cuatro horas. Él atento a todo, se preocupaba de si mi grabadora grababa y, al final, extenuado, me rogaba que por amor a Dios desgrabara esa vaina en compañía de alguien que supiera, porque de otro modo iba a borrar todo. Yo, atortolado ante los misterios de la técnica, apenas si alcanzaba a introducir preguntas superfluas ante ese cuento perfecto que él iba deshilvanando delante de mí, y que no era otro que el de su formación literaria. Ya que esta, ustedes perdonen, era la primera entrevista con grabadora que yo hacía en mi vida.
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Foto: Archivo Cromos
"Costeño corroncho", a veces se encorbataba como todo un "cachaco sapo"
Con el brazo caliente
¿Cuál era el cuento de Dickens que el doctor Galindo y su mujer leen en La mala hora?
El cuento de Navidad. Las referencias literarias que hay en mis libros, y que son muchas, son siempre de las cosas que estoy leyendo en el momento en que escribo.
La hojarasca parte de la imagen de un niño sentado en una silla; El coronel, de un hombre que espera, en un muelle de Barranquilla; El otoño del patriarca, de un anciano que deambula por un palacio lleno de vacas. Tu nueva novela, Crónica de una muerte anunciada, ¿de dónde proviene?
De un hecho real. De la muerte de un amigo. Es, sencillamente, un reportaje sobre un crimen, no presenciado directamente por mí, pero sobre el cual estaba recibiendo una avalancha de información permanente. El episodio que sirvió de base –una noticia de periódico– ya está muy lejos. No sólo han pasado 28 años, sino que se ha transformado por el tratamiento literario a que lo sometí.
¿Cómo hiciste, entonces, para desarmar toda esa compleja arquitectura literaria de El otoño y llegar a la aparente sencillez de esa crónica?
Entre cada una de mis novelas siempre hay un libro de cuentos. Cuando escribía, en París, La mala hora, esta se trabó y no salía nada. El coronel estaba adentro, estorbando. Después de La mala hora, igual me pasó con Los funerales. La cándida Eréndira es el libro de cuentos de después del Otoño y antes de embarcarme en mis falsas memorias. Yo ya llevó 5 años haciendo periodismo político, como una forma de no perder contacto con la realidad. Reportajes sobre Cuba, Angola, Viet Nam, y por ello mismo, cuando terminé esta Crónica, como quedé con el brazo caliente, seguí con mi columna periodística. Allí uso, si te fijas bien, el mismo estilo de la novela: testimonios de la gente, recuerdos míos.
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Foto: Archivo Cromos
Los cachacos también ven bien.
Siempre me he preguntado qué significó para ti la lectura de Cuatro años a bordo de mí mismo, la novela de Eduardo Zalamea; una novela cuyo tema –La Guajira– es un tema tan tuyo.
Mira, yo conocí a Eduardo antes de leer Cuatro años, que era, alrededor del 50, una gran referencia literaria en Colombia, pero que resultaba inconseguible. Luego, cuando lo conseguí, descubrir La Guajira allí fue una maravilla.
Pero es una Guajira vista por un cachaco.
Pero si los cachacos también ven bien. Yo tengo la impresión de que Eduardo tenía una Guajira imaginaria cuando se fue; llegó y contrastó dicha imagen con La Guajira real, y sacó un promedio: una Guajira a la vez muy lírica y muy cruda. Pero ya antes de mí, La Guajira había entrado en la literatura colombiana: acuérdate de Luna de arena, de Arturo Camacho. Lo que sí creo es que esta experiencia de La Guajira cambió totalmente a Eduardo: el Eduardo que regresó de allí traía una noción de la vida completamente diferente. Dejó atrás una bohemia desatada y tormentosa –tú sabes que en su viaje a La Guajira se pegó un tiro en el Café Roma, de Barranquilla, el café de los refugiados españoles, queriendo suicidarse, y falló– y cuando trabajaba en El Espectador era un hombre con un sentido de la puntualidad y de la responsabilidad tan estricto, que no se necesitaba reloj: uno podía saber la hora por el momento que Eduardo subía las escaleras del periódico. Además, era un mecanógrafo de primera. Escribía con diez dedos, a gran velocidad, y el texto salía como si fuera un tercer o cuarto borrador. De una perfección absoluta. Yo pienso, también, que Eduardo estuvo tanteando, y buscando, una novela que nunca pudo encontrar. Esa que él llamaba la 4ª batería, y que quizá su asombrosa capacidad para estar al día en materia literaria frustró, creándole perplejidades y desconciertos en el proyecto que llevaba adelante, y que a juzgar por los capítulos aparecidos nunca se concretó.
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Foto: Archivo Cromos
De sonrisa tan alegre como su camisa, mamó literatura desde la cuna. Su abuela no decía llorar sino requebrar.
El escándalo descomunal
Creo que nos estamos adelantando. Tratemos de reconstruir tu formación literaria desde el comienzo. ¿Cómo empezó?
Yo llagué a Bogotá en 1943, cuando tenía 13 años. Bogotá era entonces una ciudad remota y lúgubre, donde estaba cayendo una llovizna inclemente desde comienzos del siglo XVI. Estudiaba bachillerato en el colegio oficial de Zipaquirá. Para mí, la literatura es la poesía, y ya entonces, cuando llegué al colegio, me sabía de memoria todos los poetas clásicos españoles. No sólo me los sabía y recitaba, sino que los cantaba eternamente. También me sabía toda la poesía colombiana anterior a "Piedra y Cielo". Yo debía estar en tercer año cuando me llegó la noticia: el escándalo descomunal de unos tipos que estaban haciendo una poesía que no se entendía. El alboroto se armó en este país por alguien que se atrevía a levantar la mano contra su padre. Contra Guillermo Valencia. ¿Y quién era el promotor de este desorden, el introductor de la subversión poética? Nada menos que Pablo Neruda.
Para mí esa fue una revelación. Me di golpes de pecho y caí en cuenta de que con los románticos, parnasianos y neoclásicos me habían engañado por completo. Me puse a seguir entonces, con mucho interés, las presentaciones líricas que Eduardo Carranza, en el suplemento de Sábado, hacía de otros poetas. Allí recalcaba que el gran faro de ellos era Juan Ramón Jiménez, pero la impresión que yo siempre tuve (quizá porque nunca leí los libros de Juan Ramón que tocaba leer) fue la de que estos muchachos de "Piedra y Cielo", Carranza, Jorge Rojas, Camacho Ramírez, a mediados de los años cuarenta, eran mejores que él. En medio de la emoción de ese descubrimiento, un día, imagínate eso, me llegó la noticia de que uno de los miembros del grupo, Carlos Martín, iba de rector a Zipaquirá. Dio varias conferencias y me prestó dos libros fundamentales: La vida maravillosa de los libros, de Jorge Zalamea, y La experiencia literaria, de Alfonso Reyes.
¿Pero tú ya escribías?
Claro, hacía pastiches piedracielistas. Pero como tarea de clase. La verdad es que si no hubiera sido por "Piedra y Cielo", no estoy muy seguro de haberme convertido en escritor. Gracias a esta herejía pude dejar atrás una retórica acartonada, tan típicamente colombiana. Al releer, años después, a Guillermo Valencia, comprendí que era una figura completamente inflada, una vergüenza pública de la cual no se salva ni un solo verso.
¿Así que gracias a "Piedra y Cielo" descubriste la verdadera poesía, es decir, el lenguaje?
Cierto, porque fíjate, más tarde, cuando yo empecé a estudiar literatura en serio, comprendí el valor de ese viejo modo de hablar de mis abuelos, también típicamente colombiano, porque lo corregían a uno todo el tiempo. Pero había allí, en su anacronismo, una carga poética muy válida. Mi abuela, por ejemplo, no decía llorar sino requebrar; y cantaba una canción en la cual aparecían dos amantes dándose quejas. Yo creo que uno respira, naturalmente, en alejandrinos y endecasílabos, y por eso los dejo así en mis libros. Igualmente, si la época literaria en que transcurre El otoño del patriarca exige una presencia como la de Rubén Darío, éste aparece citado miles de veces. Además, Rubén Darío fue simplemente exaltado por "Piedra y Cielo" como su gran capitán. Así no es raro que cuando corrijo las pruebas de cualquier novela mía, el primer repaso esté dedicado a decapitar metáforas piedracielistas: todavía quedan.
Creo que la importancia histórica de "Piedra y Cielo" es muy grande y no suficientemente reconocida. Para mí fue fundamental. Allí no sólo aprendí un sistema de metaforizar, sino lo que es más decisivo, un entusiasmo y una novelería por la poesía que añoro cada día más y que me produce una inmensa nostalgia. Piensa tú en un país revuelto por unos loquitos que hacían versos. Unos orates contagiosos. En ese entonces la agitación que había con la poesía es la misma que hay hoy con el M-19.
Las lecturas del internado
¿Y Aurelio Arturo?
Yo conocí a Aurelio a través de "Piedra y Cielo", pero nunca lo consideré como del grupo: siempre lo tuve como alguien que venía de antes y cuya ruptura, ya entonces, era mucho más decantada que la de "Piedra y Cielo". Eso era lo lindo de Arturo: traía un refinamiento, una filtración de poesía a la cual no habían llegado los piedracielistas. Él ya había dado el salto que los piedracielistas no dieron nunca. Mientras ellos se quedaban de piedracielistas, Aurelio continuaba volando, aparentemente más bajo, pero para llegar más lejos.
¿Y Álvaro Mutis?
Soy amigo suyo hace treinta años y nunca he hablado de su poesía. Pero yo también recuerdo esas experiencias de Mutis como si yo las hubiese vivido. Yo también he pasado vacaciones en Coello; también he sentido el estruendo del río sobre las piedras, he oído esos pájaros extraños y sufrido idéntica desolación. Creo que el tono suyo es el tono de la poesía. Gracias a él yo también he vivido lo mismo.
Así que con "Piedra y Cielo" se da en cierto modo tu ingreso a la poesía, y a la vez al límite: te topas contra una pared. ¿Cómo pasas de ahí al cuento?
En ese mismo internado, en Zipaquirá, se tenía la costumbre de leer un libro en voz alta antes de dormirnos. Como a mí ya me gustaban los libros, y eso se sabía, casi que por fuerza de gravedad me fui apoderando de la función de sugerir qué libros deberían leerse, con lo cual el profesor se desentendía de escogerlos y yo oía los que no alcanzaba a leer por mi cuenta, en clase. Allí se leyó, íntegra, La montaña mágica. Nosotros pedíamos que no se interrumpiese la lectura hasta que acabáramos el capítulo y había luego unas discusiones eternas para saber si Hans Castorp se acostaba con Claudia Chauchat o no. Y, claro está, también leímos Los tres mosqueteros (El conde de Montecristo lo había leído antes) y El jorobado de Nuestra Señora, Nostradamus, Cruz diablo: un montón de cosas.
Pero yo seguía con la obsesión de la poesía. Por eso, cuando terminé mi bachillerato y me fui para Bogotá, a la universidad, mi diversión más salaz era meterme en los tranvías de vidrios azules que por cinco centavos giraban sin cesar desde la Plaza de Bolívar hasta la Avenida Chile, y pasar en ellos esas tardes de desolación que parecían arrastrar una cola interminable de muchos otros domingos vacíos. Lo único que hacía durante los viajes de círculos viciosos era leer libros de versos y versos y versos, a razón quizá de una cuadra de versos por cada cuadra de la ciudad, hasta que se encendían las primeras luces en la lluvia eterna y entonces recorría los cafés taciturnos de la ciudad vieja en busca de alguien que me hiciera la caridad de conversar conmigo sobre los versos y versos y versos que acababa de leer. A veces encontraba alguien, que era casi siempre un hombre, y nos quedábamos hasta pasada la medianoche tomando café y fumando las colillas de los cigarrillos que nosotros mismos habíamos consumido y hablando de versos y versos y versos mientras el resto del mundo la humanidad entera hacía el amor.
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Foto: Archivo Cromos
Los costeños: la gente mas triste del mundo
Parece un poco triste, ¿no?
Sí, pero no te olvides que los costeños somos la gente más triste del mundo. Había, además, unos bailes de costeños del carajo en aquella época, y yo recuerdo que en medio de la rumba abandonábamos a la novia y nos sentábamos en un rincón a soltarle a un tipo cualquiera el rollo infinito de la literatura, para acabar, taca-taca-taca-taca, recitando poesía. Eso no se cura nunca, es un vicio.


Como ahora, ¿no?
Ahí seguimos. Además, tú sabes: se luce uno mucho en las visitas. Pero en serio: lo que yo quería entonces hacer en poesía es lo que he hecho en novela. Encontrar una solución poética.
¿Y cómo seguiste manteniendo el vicio?
Yo nunca tenía plata para comprar libros, pero siempre aparecían amigos que me los prestaban. Uno de ellos, Jorge Álvaro Espinosa, rosarista, hoy asesor económico de grandes empresas, y que no tenía nada que ver con el mundo intelectual, poseía una de las culturas literarias más grandes que yo conozco. El me prestó La metamorfosis, de Kafka. Yo llegué a la pensión de estudiante en que entonces vivía, me quité el saco, los zapatos, me acosté en la cama, abrí el libro, así, y comencé: "Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto". Cerré el libro y dije: Ahhh carajo, yo no sabía que eso se podía. Si la vaina es así, yo también puedo. Al día siguiente escribí mi primer cuento. Esas cosas que están en Ojos de perro azul y que son kafkianas.
No hacer quedar mal a Zalamea
¿Los que aparecieron en el suplemento Fin de semana de El Espectador?
Sí, porque fíjate cómo son las cosas: en esos mismos días Eduardo Zalamea Borda, quien dirigía ese suplemento, quien hablaba allí de Faulkner, de Hemingway, de Caldwell, quien era la persona mejor formada del mundo –el libro que por la mañana aparecía reseñado en Time, por la tarde ya estaba sobre su escritorio– y quien años más tarde cuando volví a Bogotá y entré a trabajar en El Espectador, sería mi jefe y uno de mis mejores amigos, en verdad un excelente compañero de tragos, había escrito la eterna nota de respuesta a la eterna nota de protesta a nuestro joven de entonces que mandaba la eterna queja de siempre: que a los jóvenes no los publicaban. Entonces Eduardo dijo que la joven generación literaria no parecía muy convincente pero que de todos modos las puertas estaban abiertas. Yo, por solidaridad generacional. mandé mi cuento y al domingo siguiente apareció nada menos que con una nota de Eduardo rectificando su anterior juicio pesimista y diciendo que sí había promesas valiosas, como este García Márquez. Cuando leí esto, me dije: Ahora sí me jodí. No me queda más remedio que volverme un buen escritor, para no hacer quedar mal a Eduardo Zalamea.
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Foto: Archivo Cromos
Griegos y latines
Luego del 9 de abril del 48, en que se te quemaron los pocos libros que tenías y, según dicen, algún manuscrito, ¿qué pasó?
Me fui para Cartagena a trabajar en el periódico El Universal. Yo llegaba, escribía mi nota, cerraban el periódico a la una de la tarde y nos íbamos otra vez, a hablar mierda y a recitar poesía con Héctor Rojas Herazo, Donaldo Bossa y Gustavo Ibarra Merlano. Este último un ser adorable y hoy gran abogado de aduanas, llegó un día y me dijo: "Todas esas cosas que lees están muy bien, pero no tienen piso. Te hace falta una base", y durante dos años me dio una mano de griegos y de latines por la cual le estaré agradecido toda la vida. No es que me prestara a Sófocles; es que me obligaba a estudiarlo, punto por punto, y luego me hacía examen. Y como él era un filósofo católico, me hizo leer a Kierkegaard y el teatro de Paul Claudel… Es que a mí siempre me tocó ir de monstruo en monstruo.
Y los amigos de Barranquilla, los que aparecen al final de Cien años de soledad: Álvaro (Cepeda Samudio), Germán (Vargas) y Alfonso (Fuenmayor), ¿cuándo los conociste?
Estando en Cartagena supe, a través de los periódicos, que en Barranquilla la cosa estaba más movida literariamente, más sabrosona. Y ahora, cuando te digo esto y cuento por primera vez todas estas cosas, soy consciente que lo que yo andaba era detrás del desorden literario. Ellos ya habían escrito sobre mis cuentos; esa cosa mafiosa de meterlo a uno en un grupo: costeños versus cachacos. Y allá me fui y empezaron las grandes borracheras y, dele, a hablar de literatura. Alguno de ellos donde las putas hacía una cita de un libro que yo no conocía y al día siguiente me lo prestaba, y yo lo leía, todavía borracho, y por la tarde ya podía hablar de él: era el cuento de nunca acabar. Con Gustavo había estudiado tres tipos claves: Hawthorne, Melville y Poe, pero Álvaro Cepeda, que se conocía muy bien sus clásicos, me dijo: "Todo eso es una mierda. Lo que tienes es que leer a los ingleses y a los norteamericanos". Jorge Rondón, de la librería Mundo en Barranquilla, nos pedía que le ayudáramos a marcar los catálogos y, claro, pedíamos lo que a nosotros nos interesaba. Así, cada vez que llegaba una caja, hacíamos fiesta. Eran los libros de Sudamericana, de Lozada, de SUR, aquellas cosas magníficas que traducía el grupo de Borges. Y estaban también esos libros que traducía Lino Novas Calvo –Contrapunto, Faulkner–, que era jefe de redacción de Bohemia, en La Habana, y que aparecían editados en la Argentina. Pero estando en Cartagena me dio pulmonía y los médicos me aconsejaron que me fuera para la casa de mis padres, en Sucre. Tenía que quedarme tres meses y entonces yo le mandé un papelito a la gente de Barranquilla pidiéndoles algo que leer. Llegaron tres cajas. Allí estaba todo. Faulkner, Virginia Woolf, Sherwood Anderson, Dos Passos, Teodoro Dreisser. A los tres meses, cuando les devolví los libros, tenía el problema de la novela resuelto.
Historia de La hojarasca
Pero no habías escrito ninguna todavía.
Ahhh, esa es otra historia: la historia de cuando mi madre volvió a Aracataca desde Barranquilla a vender la vieja casa de los abuelos, ya en ruinas, y yo la acompañé. Yo había salido de Aracataca a la edad de 8 años y no había vuelto nunca. Cuando llegamos a ese pueblo acabado, con un calor terrible, lo primero que hicimos fue entrar en una botica. Allí una señora estaba cosiendo a máquina; mi madre le dijo: "Comadre", ella hizo un gesto así, se levantó, la abrazó, le dijo: "Comadre" y estuvieron llorando media hora, abrazadas, sin decirse nada. Al regresar en el tren, esa misma tarde, empecé a preguntarle a mi madre por la historia de mi abuelo, de la familia de donde habían venido, y sentí que todo eso era un material literario que yo tenía allí dentro y que no sabía muy bien por dónde iba a reventar. Así que regresé de ese viaje y me puse a escribir, muy rápidamente, en Barranquilla, La hojarasca, con un método completamente woolfiano: su técnica es la de la Señora Dalloway, aunque los críticos, que son tan brutos, no se hayan dado cuenta.
Y a Hemingway, ¿cuándo lo leíste?
Cuando salí del periódico El Heraldo, de Barranquilla, me fui por La Guajira un tiempo, con maletín, a vender libros de medicina y la enciclopedia UTEHA. Así andaba por los pueblos, Aracataca, Fundación, El Copey, Valledupar, La Paz, Villanueva, San Juan del Cesar, Fonseca, Barranca, Riohacha, La Guajira adentro, no vendiendo nada y leyendo de noche la enciclopedia. Estando un día en Valledupar, con un calor espantoso, en un hotel, me llegó la revista Life, enviada por esos locos de Barranquilla. Allí estaba El viejo y el mar, que fue como un taco de dinamita. Porque lo que pasa, Cobo, es que los novelistas son unos lectores diferentes al resto de los humanos. Sólo leen para saber cómo están hechos los libros. Se trata de una lectura puramente técnica, para desarmar el libro y ver cómo está cosido por dentro. Yo siempre he pensado que Hemingway, al cual le debo varias de las recetas técnicas para escribir, no tenía suficiente aliento para la novela. Su aliento le alcanzaba apenas para el cuento. El viejo y el mar está alargado y se le nota el relleno: todas esas reflexiones sobre Di Maggio y la pelota. Pero lo curioso es que lo más bello de Hemingway es esa novela frustrada, Al otro lado del río y entre los árboles, donde tú, que ya lo sabes leer, saltas por encima de esos diálogos artificiales, donde dice cosas extraordinarias y captas lo que el viejo te quiere contar. Pero esta también es un cuento alargado.
El mejor cuento de Hemingway es La corta y feliz vida de Francis Macomber, y es quizás uno de los mejores cuentos del mundo, pero es un cuento que tiene un error imperdonable en un principiante: Hemingway nos dice qué piensa Macomber, qué piensa Wilson, qué piensa la mujer, qué piensa el león, qué piensa el búfalo, y al final nos hace una trampa: dice que no sabe si la mujer lo mató deliberadamente o por accidente. La literatura es un tablero de ajedrez en que uno le explica al lector, desde el comienzo, cómo va a mover las fichas. Una vez que empieza el juego, no se pueden cambiar las reglas que uno mismo impuso.
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Foto: Archivo Cromos
Su casa de México, donde no puede disfrutar el olor a guayaba o la llovizna bogotana.
Estrellas de la muerte, en húngaro
¿Fue en Bogotá, o en Barranquilla, donde conociste a Hernando Téllez?
Lo conocí en Barranquilla, y lo leía, siempre, todos los domingos, en su columna. Pero donde más lo disfruté, porque era un ser entrañable, fue luego en Bogotá. Aquí nos pasábamos domingos enteros recitando versitos pendejos, hasta cuando la mujer de Téllez se encabronaba y se iba diciendo: ya no soporto más versitos pendejos. Versos como aquel de los fieros caballos.
¿Cuál?
"Había una vez un rey muy ducho
Que maltrataba a sus vasallos,
Los hacía montar fieros caballos
Y los caballos los tumbaban mucho".
Y después de Barranquilla, ¿qué pasó?
Que llegó Álvaro Mutis a vaciarme, y a decirme que me estaba oxidando en la provincia. Entonces me vine a trabajar a El Espectador en Bogotá, y a leer a Conrad, ambas vainas por culpa de Mutis. Yo creo que Conrad es el autor que leo con más placer: hay unas ganas de irse para esos libros, y de vivir en esas páginas, que no siento ningún otro autor. Así que ya están dados los elementos de mi formación literaria. Lo que importaba, de ahí en adelante, era mantener el motor caliente, y andando. Pero creo que nunca, como entonces, se leía con tanto fervor y se vivía, tan furiosamente, lo que era la verdad; es decir: la literatura.
Una última pregunta: ¿qué significa Halacsillag, el nombre que le das al buque fantasma, en uno de los cuentos de La cándida Eréndira?
Estrella de la muerte, en húngaro. Yo quería ponerle a ese barco el nombre en un idioma que no tuviese mar. Estaba en Barcelona, pensando en eso, cuando llegó mi traductor al húngaro, y se lo pregunté.
Nunca había visto a García Márquez tan sereno, tan cálido; tan centrado en su mundo; tan feliz de volver a vivir en Colombia; incluso, lo cual ya era el colmo, disfrutando la llovizna gris de Bogotá. Ahora, desgrabando los malditos casetes, pienso que el resumen de esta charla ya lo había hecho Faulkner, años antes, en su entrevista de Paris Review: "yo soy un poeta fallido", decía Faulkner. "Tal vez todo novelista quiere escribir poesía primero, descubre que no puede y a continuación intenta el cuento, que es el género más exigente después de la poesía. Y, al fracasar también en el cuento, y sólo entonces, se pone a escribir novelas". Lo grave de García Márquez es que fundió los tres, y acertó.

14.4.14

Coetzee: la pasión de un lector

Cuando faltan pocos días para que el Nobel sudafricano se presente en la Feria del Libro de Buenos Aires, publicamos un breve ensayo sobre Robert Walser, uno de los autores que eligió para la colección Biblioteca Personal, editada por El hilo de Ariadna. Además, anticipamos su agenda porteña

J M Coetzee, describe aquí su pasión de lector./adncultura.com
Robert Walser, el séptimo de ocho hermanos, nació en 1878, en el cantón germanoparlante de Berna, Suiza. Su padre era encuadernador y dirigía una tienda de papelería. A los catorce años, a Robert lo sacaron de la escuela y lo pusieron como aprendiz en un banco, donde cumplió sus funciones de empleado de manera ejemplar hasta que, impulsado por el sueño de volverse actor, súbitamente dejó todo y huyó a Stuttgart. Su audición para el teatro fue un fracaso humillante: lo rechazaron porque era demasiado rígido, demasiado inexpresivo. Abandonó sus ambiciones teatrales y pasó de un empleo a otro, escribiendo, en su tiempo libre, poemas, esbozos de prosa y pequeñas piezas en verso (dramoltes) para la prensa. Sus esfuerzos no carecieron de éxito: fue aceptado por Insel Verlag, editor de Rilke y Hofmannsthal, quien publicó su primer libro.
En 1905, con la meta de progresar en su carrera literaria, siguió a su hermano mayor, un exitoso ilustrador de libros y escenógrafo, a Berlín. Por prudencia, también se inscribió en una escuela que entrenaba personal doméstico y durante breve tiempo lo emplearon como mayordomo en una casa de campo, donde llevaba librea y respondía al nombre de "Monsieur Robert". No mucho tiempo después, logró sostenerse a sí mismo con el producto de sus libros. Su obra empezó a aparecer en prestigiosas revistas literarias y fue bien recibido en círculos artísticos serios. Pero el papel de intelectual metropolitano no le resultaba fácil. Tras unos pocos tragos, tendía a volverse grosero y agresivamente provinciano. Poco a poco se fue retirando de la sociedad, para llevar una vida solitaria y frugal en departamentitos de un ambiente. En ese entorno escribió sus cuatro primeras novelas, tres de las cuales sobrevivieron: Der Geschwistern Tanner (Los hermanos Tanner, 1906), Der Gehülfe (El ayudante, 1908) y Jakob von Gunten (1909).Todas ella toman como material su propia experiencia vital.
En 1913 Walser dejó Berlín y volvió a Suiza como "un autor ridiculizado y sin éxito" (según sus propias palabras, llenas de desprecio por sí mismo). En la ciudad industrial de Biel, cerca de donde vivía su hermana, alquiló un cuarto en un hotel en el que no se permitía tomar alcohol y, durante los siete años siguientes, se ganó precariamente la vida como colaborador de los suplementos literarios de diversos diarios. Aparte de eso, hacía largos paseos por el campo y cumplía sus obligaciones en la Guardia Nacional. En las recopilaciones de su poesía y su prosa breve que siguieron apareciendo, se centró cada vez más en el paisaje social y natural de Suiza. Escribió otras dos novelas: el manuscrito de una, Theodor, lo perdieron sus editores; el otro, Tobold, lo destruyó el propio Walser.
Después de la Primera Guerra Mundial, decayó el gusto del público por el tipo de escritura en la que Walser confiaba para sobrevivir, una escritura que con facilidad se desestimaba como caprichosa y excesivamente literaria. Estaba demasiado separado de la sociedad alemana más amplia para mantenerse al día respecto de las nuevas corrientes de pensamiento; en cuanto a Suiza, el público lector de ese país era demasiado pequeño para sostener a un batallón de escritores. Si bien se enorgullecía de su frugalidad, Walser tuvo que cerrar lo que llamaba su "pequeño taller de fragmentos en prosa". Su precario equilibrio mental comenzó a vacilar. Se sentía cada vez más oprimido por la mirada censora de sus vecinos, por su exigencia de respetabilidad. Dejó Biel por Berna, donde consiguió un puesto en los archivos nacionales, pero unos meses más tarde lo despidieron por insubordinación. Cambiaba constantemente de domicilio. Bebía mucho, sufría de insomnio, oía voces imaginarias, tenías pesadillas y ataques de ansiedad. Intentó suicidarse pero fracasó, porque, como aceptaba con palabras conmovedoras: "Ni siquiera pude hacer un nudo adecuado".
Era evidente que no podía seguir viviendo solo. Venía de una familia con un historial de enfermedades mentales: su madre había sido una depresiva crónica, un hermano se había suicidado, otro murió en un hospital para enfermos mentales. Como sus hermanos no estaban dispuestos a recibirlo, aceptó que lo internaran en una clínica psiquiátrica. "Marcadamente deprimido y gravemente inhibido", decía el informe médico inicial. "Respondió con evasivas cuando se le preguntó si estaba harto de la vida."
En posteriores evaluaciones, los médicos de Walser no lograron coincidir en qué mal lo aquejaba, si es que ese mal existía, e incluso lo instaron a tratar de vivir solo nuevamente. Sin embargo, la rutina institucional se había vuelto indispensable para él y eligió quedarse. En 1933 su familia hizo que lo trasladaran a la clínica psiquiátrica de Herisau, en el este de Suiza, donde tenía derecho a internarse por el sistema de bienestar social. Allí ocupaba su tiempo en tareas como pegar bolsas de papel y seleccionar porotos. Estaba en plena posesión de sus facultades, seguía leyendo diarios y revistas, pero, a partir de 1932, dejó de escribir. "No estoy aquí para escribir, estoy aquí para ser loco", le dijo a un visitante. Además, decía, el apogeo de la literatura había terminado.
El día de Navidad de 1956, la policía de Herisau recibió una llamada: unos niños habían tropezado con un anciano de sobretodo y botas que yacía despatarrado en un campo cubierto de nieve, con los ojos abiertos y muerto por congelación. El cuerpo fue identificado como el de Robert Walser, quien, como se informó en el diario local, había tenido cierta reputación como escritor, no sólo en Suiza sino también en Alemania.
Ser escritor era algo que Walser encontraba difícil en los niveles más elementales: el nivel de usar las manos para convertir sus pensamientos en marcas sobre el papel. Los manuscritos que sobreviven de sus primeros años son un modelo de hermosa caligrafía. La caligrafía, sin embargo, fue uno de los ámbitos donde primero se manifestó su perturbación psíquica. A partir de los treinta años, comenzó a sufrir calambres psicosomáticos en la mano derecha. Los atribuyó a una inquina inconsciente hacia la lapicera como herramienta, que superó al reemplazar la lapicera por el lápiz.
Escribir con lápiz era lo bastante importante para Walser como para denominarlo su "sistema de escritura a lápiz" o "método de escritura a lápiz". El método de escritura a lápiz no sólo implicó el uso de un lápiz sino también un cambio radical en su forma de escribir. A su muerte, dejó unas quinientas hojas de papel cubiertas de un borde al otro por filas de signos caligráficos delicados y minuciosos escritos a lápiz, una escritura tan difícil de leer que al principio su albacea la tomó por un código secreto. Pero bajo la lupa, la escritura se reveló como alemán común, aunque con tantas abreviaturas caprichosas que incluso los mejores especialistas en Walser son incapaces de descifrarla más allá de toda ambigüedad. La totalidad de sus obras tardías, incluida su última novela Der Rauber (El bandido, 1925) -veinticuatro hojas de microgramas, unas ciento cincuenta páginas impresas-, ha llegado hasta nosotros a través del método de escritura a lápiz.
Más interesante que el desciframiento de la escritura misma es la pregunta acerca de qué hizo posible el método de escritura a lápiz que la lapicera ya no podía lograr (Walser siguió usando lapicera para escribir cartas). La respuesta parece ser que, al igual que un dibujante con una carbonilla en la mano, Walser necesitaba darle cierto tipo de ritmo a la mano antes de poder entrar en un estado mental en el cual el ensueño, la composición y el movimiento del instrumento de escritura se convirtieran, en gran medida, en lo mismo. En un texto titulado "Esbozo a lápiz" que data de 1926/27 menciona la "dicha excepcional" que el método de escritura a lápiz le brindaba: "Me calma y me alegra". El método se adecuaba a su modalidad de composición, que avanza menos por la lógica o la narrativa que por el estado de ánimo, el capricho y la asociación. El lápiz y la escritura estenográfica que el propio Walser inventó permitían un avance resuelto, ininterrumpido pero impulsado por el sueño.
Walser escribía en alto alemán (Hochdeutsch), una lengua que los suizo-alemanes, quienes constituyen las tres cuartas partes de la población nacional, aprenden en la escuela pero no hablan en su casa. El alto alemán difiere del alemán suizo no sólo por una multitud de detalles lingüísticos sino también por su temperamento. Usar alto alemán -que, si se quería ganar la vida con la pluma, era la única opción disponible para Walser- entrañaba, inevitablemente, adoptar una actitud educada, socialmente refinada, una actitud con la cual nunca se sintió cómodo. Aunque tenía poco tiempo para la literatura regional suiza (Heimatliteratur), dedicada como estaba a reproducir el folklore helvético y a celebrar las obsoletas tradiciones populares, después de su vuelta a Suiza en 1913, Walser deliberadamente empezó a usar expresiones suizo-alemanas en su escritura y, en general, a sonar como un suizo.
La coexistencia de dos versiones diferentes de una sola lengua en el mismo espacio social es un fenómeno poco familiar tanto para el mundo hispanohablante como para el angloparlante. Al traductor le crea problemas que a veces son insolubles. En el caso de los textos de Walser, algunos traductores responden al problema ignorando la presencia del supuesto dialecto, que se manifiesta no sólo en la presencia de palabras y frases suizas, sino también en un colorido general de la prosa. Otros emplean uno u otro dialecto regional o social de su propia lengua. Ninguna de las dos soluciones es satisfactoria.
Aunque el proyecto de reunir los escritos de Walser se inició antes de su muerte, sólo después de que aparecieran los primeros volúmenes de sus obras completas en edición académica en 1966, y de que se lo comenzara a leer en Inglaterra y Francia, se le prestó una amplia atención en Alemania. En la actualidad, Walser es más conocido por sus cuatro novelas, a pesar de que constituyen sólo una fracción de su producción literaria y a pesar de que consideraba que el género novelístico no era su fuerte. Su propia vida, carente de acontecimientos pero desgarradora a su manera, era su único tema verdadero. Todos sus textos en prosa, como sugería el autor retrospectivamente, podían leerse como capítulos de "una larga historia realista sin argumento", un "libro del yo [Ich-Buch] cortajeado o descoyuntado".
El ayudante que da título a la novela de Walser de 1908, Joseph Marti, es contratado como empleado y factótum general por el inventor Herr Carl Tobler, tras despedir a su predecesor por alcoholismo. Durante el año en que ocupa el puesto, Joseph está en una posición privilegiada para hacer la crónica de la lenta declinación de la empresa de Tobler y la pérdida de su espléndida casa.
Pero Walser no está interesado en el aspecto trágico de tales acontecimientos, en este caso, la tragedia burguesa de la caída de la casa Tobler. Tampoco está interesado en convertir a Tobler en la típica figura cómica del inventor distraído. Sus inventos -el reloj propagandista, la máquina expendedora de balas, la silla inválida, la máquina de perforación profunda- no son más absurdos que los artilugios de la vida real que capturan la fantasía del público y les procuran fortunas a sus inventores: la bicicleta, el rifle de aire comprimido. Por fin, tampoco le interesa a Walser describir el momento histórico en que el inventor como hombre de ideas da paso al inventor-empresario, quien a su vez dará paso al inventor como empleado asalariado del gran capital. El papel de Joseph en el establecimiento Tobler puede ser secundario, pero es Joseph, no Tobler, el héroe del libro, y la evolución (Bildung) de Joseph es el tema del autor.
El lugar de trabajo de Joseph es también su lugar de residencia: si bien nunca le pagan su salario, recibe, como parte del acuerdo, un confortable cuarto propio y todas sus comidas. Así, inevitablemente, Joseph tiene que vivir muy cerca de Frau Tobler.
Un hombre joven, vigoroso y sin ataduras lanzado en brazos de una mujer mayor, atractiva e insatisfecha es una situación rica en posibilidades narrativas: al joven se le pueden hacer sufrir las punzadas de un amor insatisfecho, por ejemplo; como alternativa, puede tener una relación culpable con su amante. Pero aunque Joseph es indudablemente sensible a los encantos de Frau Tobler y aunque Frau Tobler a veces parece invitarlo a avanzar, cuando le llega a Joseph el momento de revelar sus sentimientos, no es amor lo que expresa sino desaprobación: desaprobación por la frialdad con la que Frau Tobler trata a su hijita Silvi.
Joseph es demasiado infantil como para tener sentimientos paternales. De los cuatro niños Tobler, no son los varones con quienes se identifica, tampoco con la frívola Dora de cabellos dorados, sino con Silvi, la niña perturbada que moja la cama con regularidad y luego es duramente castigada por el ama de llaves, con la aprobación de su madre. Sería erróneo decir que Joseph quiere a Silvi: como Frau Tobler declara en defensa propia, es difícil querer a una criatura que es como un animal y, además, tan poco agraciada. Más bien, lo que perturba a Joseph es que, por no cumplir con las expectativas de los Tobler, Silvi ha sido expulsada del seno de la familia y entregada al implacable régimen de los sirvientes. En el destino de Silvi, teme ver el propio.
Los sentimientos de Joseph hacia el matrimonio Tobler son profundamente ambivalentes. Por un lado, apenas puede creer en la buena suerte que lo hizo aterrizar en una situación tan cómoda, la cual lo saca concretamente de la clase obrera en la que nació y le ofrece el hogar que nunca ha tenido. Por el otro, le molesta su posición subalterna en la casa y las indignidades a las que está expuesto sin cesar. Porque si bien los Tobler han rescatado a Joseph del trabajo manual, no lo han elevado a su propio nivel social. Al igual que otro de los héroes de Walser, Jakob von Gunten, Joseph se ha convertido en miembro de la mal definida clase intermedia de los mayordomos, escribientes e institutrices, ubicados uno o dos escalones más arriba en la escala social que los campesinos o los sirvientes, pero con mala paga y de quienes se espera que observen las normas propias de la clase media en el vestuario y la conducta. Al igual que Jakob, Joseph está lleno de un resentimiento incipiente y apenas oculto hacia la gente que le da órdenes y cuyos modales imita.
La ambivalencia de Joseph se expresa de diversas formas: en los alternativos ataques de diligencia e indiferencia con los que desempeña sus tareas; en su conducta hacia Tobler, a veces obsequiosa, a veces insubordinada. Nada de eso está calculado. Joseph es una criatura de impulsos y estados de ánimo cambiantes. Puede hablar con frases bien formadas, pero lo que dice a duras penas está bajo su control. Cuando se dirige a Tobler, en el mismo parlamento le reprocha a su patrón que se atreva a recordarle las comodidades de su situación, desdiciéndose de inmediato y disculpándose por su tono insubordinado, para después retirar su apología y defender su insubordinación como algo vital para su respeto por sí mismo. Tobler le responde con un estallido de risa y dándole una orden sumaria. Transformado al instante en el tímido de todos los días, Joseph obedece.
La corriente de sentimientos entre Joseph y Frau Tobler es igualmente volátil. La conducta de ella oscila entre la seducción y la altanería; Joseph a veces queda cautivado por la mujer, a veces es fríamente crítico.
Los Tobler, sometidos a incesantes tensiones por los acreedores, enfrentados cara a cara con la ruina y la humillación social, tienen estados de ánimo tan inestables como Joseph. Vivir en casa de los Tobler es como estar metido en una ópera italiana. Joseph es lo suficientemente suizo-alemán como para que la experiencia le resulte incómoda. Sin embargo, los Tobler le ofrecen un estilo de vida familiar más satisfactorio que todo lo que haya conocido (su propia familia sólo tiene una presencia nebulosa en el libro: una madre psicológicamente dañada, un padre esclavo de la rutina). La mansión de los Tobler, con su costoso techo de cobre, se ha vuelto no sólo su residencia sino también su hogar. Por lo tanto, el paso que da al final de la novela es enorme, cuando -afirmando su retorno a la clase obrera- exige sus sueldos impagos y le dice adiós a la sede del orden y la pasión, del confort y el tumulto, donde ha pasado el último año y, en compañía del borracho Wirisch, sale a enfrentar el futuro.
Durante su año con los Tobler, Joseph evoluciona y madura en un sentido importante: aprende a ser parte de una familia, aunque se trate de una familia que por cierto dista mucho de ser perfecta, en la que se le exige que dé más amor del que recibe y donde su lugar siempre es precario. Pero, en otro sentido, Joseph permanece constante. El rasgo constante de su carácter es lo más profundo y misterioso de él, lo que convierte a su costado innoble -su ceguera, su vanidad, su satisfacción consigo mismo- en algo irrelevante. El rasgo constante emerge en sus relaciones con el mundo natural y sobre todo con el paisaje suizo a lo largo del ciclo de las estaciones. Joseph no es religioso en ninguno de los sentidos habituales, tampoco tiene pensamientos interesantes (su diario es banal), pero es capaz de una profunda inmersión, casi animal, en la naturaleza y, a través de él, Walser puede expresar lo que constituye el corazón de este libro: la celebración de la maravilla de estar vivo.
¡Qué días aquellos! Húmedos y tormentosos, aunque con cierto encanto. Las hojas rojas y amarillas brillaban febrilmente, ardiendo entre las brumas grises del paisaje. Las hojas de los cerezos eran de un rojo incandescente, herido, doloroso, pero a la vez bello, que reconciliaba y alegraba. Los prados y arboledas parecían a menudo envueltos en velos y paños mojados; arriba y abajo, de lejos y de cerca, todo se veía gris y húmedo. Uno recorría aquel paisaje como un sueño turbio. Y, no obstante, ese clima y ese mundo expresaban también una secreta alegría. Se olían los árboles al caminar bajo ellos, se oía caer la fruta madura sobre los prados y senderos. Todo parecía doble o triplemente silencioso. Se hubiera dicho que los ruidos dormían o temían dejarse oír. Temprano por la mañana y tarde por la noche, las sirenas de niebla enviaban sus asmáticas señales sobre el lago, anunciando el paso de algún barco en la lejanía. Sonaban como quejas de animales indefensos. Sí, la niebla abundaba. Y de vez en cuando: buen tiempo. Eran días auténticamente otoñales, ni buenos ni malos, ni particularmente agradables ni muy sombríos que digamos, ni soleados ni cubiertos, sino de esos que permanecen uniformemente claros y turbios de la mañana a la noche, que a las cuatro de la tarde ofrecen la misma imagen del mundo que a las once de la mañana, días en los que todo yacía bajo el velo de una placidez dorada y un tanto opaca, en que los colores se replegaban silenciosamente sobre sí mismos, como soñando por su cuenta, preocupados. ¡Cómo amaba Joseph esos días! Todo se le antojaba hermoso, ligero y familiar. Esa leve tristeza en la naturaleza lo volvía despreocupado, casi irreflexivo... Había que mirar el mundo con calma, ecuanimidad, bondad y reflexión. Dondequiera que fuera, veía siempre la misma imagen pálida y llena, el mismo rostro, y ese rostro lo miraba con ternura y seriedad.
Walser escribió mucha poesía en el curso de su vida -ocupa cientos de páginas en sus Obras Completas-, pero ningún poema tiene la resonancia de un pasaje como el anterior, incorporado como está en la historia de un sujeto expuesto a la experiencia. Vemos y olemos lo que Joseph ve y huele, pero también sabemos lo que significan las estaciones en su vida y cuáles son las preocupaciones y ansiedades que a tal punto compensan. Pasajes como éste, de éxtasis y celebración, nos permiten entrar en la mente de un hombre para quien el paisaje suizo, con sus estados de ánimo cambiantes, es una figura benigna siempre presente, pero que es capaz de sentir la misma gratitud ante la comodidad de una cama caliente.
Traducción: Cristina Piña

Coetzee en Buenos Aires y Montevideo

  • 26 de abril. A las 19 horas, el escritor sudafricano leerá extractos de su última novela, La infancia de Jesús, en la librería Eterna Cadencia (Honduras 5574).
  • 27 de abril. Junto con el novelista Paul Auster, Coetzee dará lectura a algunas de las cartas que intercambiaron y fueron reunidas en Aquí y ahora. El encuentro es a las 18. Después, ambos autores firmarán ejemplares en el estand de Mondadori.
  • 29 de abril. Conferencia en el Malba (Figueroa Alcorta 3415) sobre "La idea de una biblioteca personal", a las 19 horas. Luego, el escritor responderá preguntas de la novelista Anna Kazumi Stahl.
  • 30 de abril. Firma de ejemplares en el estand de Grupal, en la Feria del Libro.
  • 5 de mayo. Dará una conferencia en el Teatro Solís de Montevideo.