27.2.13

No todo lo que brilla es oro

Un escritor que deja de publicar y se dedica a componer retratos escritos es el eje de lo nuevo de Alessandro Baricco

Alessandro Baricco, escritor italiano. Trabajó en cine, televisión y teatro/Revista Ñ
En noviembre del año pasado, el eterno candidato al Nobel de literatura Philip Roth produjo un pequeño cismo en las placas tectónicas del mundo literario: anunció que dejaría de escribir. Y lo hizo, como no podía ser de otro modo, escribiendo.
Mr Gwyn, la última novela del italiano Alessandro Baricco, autor –entre otras obras premiadas– de Seda (un long seller que fue llevado al cine en el 2007 y lo convirtió en una celebridad) comienza con una nota publicada en una prestigiosa revista literaria por un escritor de gran popularidad que enumera cincuenta y cuatro cosas que no va a hacer nunca más. Las últimas dos son: escribir otra novela y publicar.
Que Philip Roth le aguara el argumento, superando con hechos reales el poder de la ficción, no constituiría un problema, si no fuera porque Baricco se encarga sólo de diluir con grandes dosis de superficialidad y lugares comunes su propia historia.
El escritor en cuestión se llama Mr. Gwyn, nombre que le da título al libro. Y salvo por las afirmaciones retóricas del autor, y de la enorme admiración que le profesa su agente literario y amigo Tom, no hay otro dato que deje claro por qué se supone que es tan brillante y reconocido. Las ideas que despliega son presentadas como grandiosas, pero no pasan de apenas ingeniosas y, en rigor, poco originales: una de ellas es escribir una guía de las mejores lavanderías de Inglaterra. La otra, la que da pie a la trama de la novela.
Mr. Gwyn, después de jurar sobre sí mismo que jamás volverá a publicar una novela, comienza a sentirse irremediable y literalmente perdido. Empieza a experimentar una especie de delirio, durante el cual conversa con una señora que conoce un día pero después resulta que está muerta, y se desorienta en la calle a tal punto que tiene que pedirle a su agente que lo rescate para conducirlo de vuelta a su casa. Tom, que está postrado en una silla de ruedas, manda a Rebeca, su secretaria, y este encuentro resultará decisivo.
Luego de pasar por casualidad por una galería de arte, Mr. Gwyn se detiene frente a la obra de un artista que fotografía personas comunes y corrientes completamente desnudas. Y es ahí cuando se le ocurre la “brillante” idea de realizar retratos. Retratos escritos. Retratos que no constituyan una descripción física de las personas, sino que reflejen algo de su esencia. Para ello, desplegará una puesta en escena que incluirá un estudio medio derruido pero pintoresco, una banda de sonido y una iluminación especial. Pero antes de poner en práctica su nuevo negocio –porque de eso se trata– necesita probar que eso que se propone es posible. Entonces contrata a Rebeca, para realizar su primer retrato.
Baricco demora la mitad del libro para llegar hasta acá y, hasta entonces, quedan esperanzas de que cumpla lo que viene prometiendo. Pero una vez que el escritor dentro de la novela comienza el experimento, que los pocos allegados consideran descabellado y terriblemente excéntrico, las ideas de Baricco empiezan a chocarse, como en un laberinto sin salida, e intentan escapar del atolladero de la peor forma: desesperada, nerviosa e incongruente. Rebeca, que hasta entonces era un personaje secundario, se convierte en la protagonista, las peripecias de ambos personajes se aceleran y concluyen en un final melodramático trillado.
Una pena: Mr Gwyn podría, si quisiera, pertenecer a esa constelación de escribas que la ficción creó para reflexionar sobre la relación entre creación y escritura, mundo y conocimiento: los enormes e insaciables Bouvard y Pecuchet de Gustave Flaubert, y el Bartleby de Melville, pero no lo logra.

23.2.13

Fiebre manuscrita

Después de treinta años años leyendo a Proust, he visto por primera vez de cerca su letra

Cahier 12, de Marcel Proust, de 1909. / BnF, Dist. RMN-Grand Palais./elpais.com
Marcel Proust tenía una letra rasgada y diminuta y escribía sobre cualquier superficie que tuviera a mano. Escribía en estrechos cuadernos verticales quizás pensados para ajustarse a los bolsillos de una chaqueta o un abrigo de su época, cuadernos diseñados con una elegancia mundana de pitilleras o petacas de licor. Escribía en baratos cuadernos escolares y en hojas a veces no más grandes que un papel de fumar, en reversos de sobres, en páginas arrancadas de agendas. Escribía en los márgenes y entre las líneas de las copias mecanografiadas de los capítulos de su novela inacabable y en el reverso en blanco de esas mismas páginas. Escribía sobre las galeradas ya compuestas y a punto de editarse. La letra inclinada y mínima se infiltraba como raíces y tentáculos de una planta trepadora entre las líneas rectas y los márgenes fijos del texto impreso, que así recobraba su condición de borrador, de obra en marcha que no puede darse nunca por terminada mientras dure la vida y la imaginación permanezca activa. Lo que había parecido definitivo ahora sucumbía a tachaduras en aspa y borrones furiosos. A lo ya terminado y corregido le brotaba la hiedra selvática de nuevas ocurrencias, de vínculos recién descubiertos y de hilos de intuiciones que era preciso seguir.
Escribiría hasta quedarse sin fuerzas, hasta que la mano ya no pudiera seguir sosteniendo la pluma, bajo la luz eléctrica de su dormitorio
Él mismo comparaba sus trances de inspiración a golpes sucesivos de olas contra una orilla en la que el mar no se apacigua nunca. En sus cuadernos verticales de anotarlo todo cabe igual una metáfora inusitada que un comentario trivial escuchado al paso por la calle o que uno de esos giros pomposos que infectan de un día para otro el habla común y el lenguaje de los periódicos. Sólo al final de su vida vivió Proust enclaustrado en su dormitorio de cortinajes echados durante el día y paredes forradas de corcho, y aun entonces aprovechó sus penúltimas fuerzas para salir a ver alguna cosa que le interesaba, para visitar de nuevo un lugar que deseaba describir con un máximo de precisión o encontrarse con alguien que le suministraría alguna dosis del material con el que modelaba un personaje. Un día de mayo de 1921, ya muy debilitado, fue al museo del Jeu de Paume para observar de cerca la Vista de Delft de Vermeer, no por amor desinteresado a la pintura sino porque ese cuadro precisamente era el preferido de su novelista inventado Bergotte, cuya muerte había contado ya. Testigos que lo veían entonces en París recordaron que tenía una palidez de ultratumba. Jean Cocteau fue a visitarlo una noche de invierno durante la guerra y al verlo envuelto en mantas y pieles, en su gran piso helado, en la penumbra del toque de queda, pensó que se parecía al capitán Nemo después de quedarse solo en su submarino.
Muy enfermo, más débil aún por la falta de ejercicio, la tarde del Jeu de Paume Proust sufrió un desvanecimiento delante de ese cuadro que era para él un emblema de la capacidad suprema del arte para apresar la belleza y el temblor de lo real y hacer duradero lo más fugitivo: esa mancha dorada del primer sol de la mañana en un muro de ladrillo. Un amigo lo sostuvo en pie. Volvió inmediatamente a casa y le pidió a Céleste Albaret, su ama de llaves y enfermera y secretaria, las páginas del manuscrito en las que estaba contada la muerte de Bergotte. Y se puso a tachar y a corregir y agregar de modo que la experiencia de su pérdida de conocimiento y su miedo a morir enriqueciera la escena de la agonía de su personaje.
Escribiría hasta quedarse sin fuerzas, hasta que la mano ya no pudiera seguir sosteniendo la pluma, bajo la luz eléctrica de su dormitorio, sin enterarse de si era de noche o de día, sobre una mesilla inestable de bambú no mucho mayor que una bandeja de desayuno, las hojas del manuscrito desplegadas sobre la cama o caídas por el suelo, la letra cada vez más rápida, más pequeña y rasgada, una línea nerviosa como de sismógrafo, como un registro de los impulsos eléctricos de la actividad cerebral.
Unas veces la letra avanza sobre las hojas a tal velocidad que acaba pareciendo una taquigrafía indescifrable
Después de treinta años de mi vida leyendo a Proust, con una emoción que el tiempo y la familiaridad hacen cada vez más intensa, he visto por primera vez de cerca su letra, los primeros borradores tentativos de À la recherche, los cuadernos verticales y estrechos con sus tapas art nouveau, las libretas escolares rayadas, con los márgenes apurados por la codicia de la escritura, con las tapas de cartón desgastadas. He empujado la puerta de una sala con iluminación tenue, para no dañar el papel, en la Morgan Library, en la primera hora del primer día de la exposición dedicada al centenario del primer tomo de la novela, Du coté de chez Swann. Algunos proustianos más resueltos que yo me habían precedido. Nos movíamos en silencio de una vitrina a otra, y lo que nos estremecía, lo que nos agrupaba en una fraternidad sigilosa, no era tanto la materialidad estática del papel como la revelación visible del proceso de la escritura. Allí estaban las primeras incertidumbres, el tesón de persistir en algo que no se sabe todavía lo que es. En algún momento Proust se pregunta, en uno de esos cuadernos primeros, si lo que ha de escribir, lo que le viene rondando la imaginación desde hace tanto tiempo, será o no una novela, o quizás un ensayo literario, o un tratado filosófico. Escribe y tacha, cuenta un episodio que no sabe a qué pertenece y años después, en otro cuaderno, lo escribe de otra manera. Unas veces la letra avanza sobre las hojas a tal velocidad que acaba pareciendo una taquigrafía indescifrable. Otras, por cada palabra, cada frase concluida, hay una tachadura.
Al cabo de un rato de observación cuidadosa hay nombres, pasajes manuscritos que puedo descifrar y reconocer: estoy viendo surgir por primera vez, delante de mí, como se vería en otro tiempo formarse una fotografía en el líquido del revelado, un fragmento de algo que ahora forma parte de mi archivo indeleble de la literatura. En una carta Proust felicita a Camile Saint-Saëns por su sonata para violín y piano: en un lugar de los manuscritos la sonata que escuchan Swann y Odette aún está identificada expresamente como la de Saint-Saëns. Poco después, en otra de las versiones sucesivas, la química de la ficción ha actuado y la música pertenece al compositor inventado Vinteuil.
La novela se extiende tanto que ya no puede caber en un solo volumen. La novela crece expandiéndose y ramificándose con una fecundidad orgánica que abarca la vida entera de su autor, y que se alimenta no sólo de su memoria sino también de lo que está ocurriendo mientras escribe. Cuando llega la guerra en 1914 y se detiene la publicación del segundo volumen, la guerra misma entra en la novela ya omnívora. En una vitrina, en el centro de la sala, en la Morgan Library, está lo que Proust nunca vio: la edición completa en siete tomos que sólo apareció en 1927, cuando llevaba muerto cinco años. No hay monumento fúnebre más noble para un escritor.
Marcel Proust and Swann’s Way: 100th Anniversary. The Morgan Library & Museum. 225 Madison Avenue. New York. Hasta el 28 de abril.
www.antoniomuñozmolina.es

21.2.13

Álvarez: "El realismo mágico se ha convertido en una excusa para la atrocidad"

El escritor colombiano regresa con 35 muertos, tras el éxito de La lectora, convertida en película y serie de televisión

El escritor colombiano Sergio Álvarez. / Massimiliano Minocri./elpais.com
“Botones cometió su último crimen nueve meses después de muerto”. Con este enigma y contundencia comienza 35 muertos (Alfaguara), la largamente esperada novela de Sergio Álvarez (Bogotá, 1965), conocido por La lectora, que fue traducida a varios idiomas y transformada en una película y una serie de televisión. El realismo, la brutalidad, y la ternura contenida de los personajes de Álvarez se despliegan por esta novela prismática en frases de una aparente sencillez y engañosa facilidad, como corresponde a su tesis sobre lo que es una “escritura natural”, un “escritor natural”.
¿Este libro tiene algo de manifiesto?
Un poco. Me interesa mucho recuperar el placer de narrar por sí mismo, rescatar historias de personajes sencillos y salir de ese yo permanente, esa introspección permanente, característica de la literatura de hoy.
Entiendo, pero yo me refería a ruptura con la tradición del realismo mágico.
Es que ese movimiento literario, que fue magnífico, se ha convertido en una excusa para la atrocidad. Tanto en La lectora como aquí, lo que yo más quiero es señalar que en Colombia pasan cosas horribles y no falta quien diga “ah, claro, pero es que ése es el país del realismo mágico”. Mis libros apuntan a lo contrario: ponen las cosas crudas sobre la mesa para que se vea que estas cosas terribles no se pueden justificar.
O sea que usted saluda al realismo mágico pero propone pasar página.
García Márquez marca una época, pero hay que seguir adelante con la realidad que tenemos y no con la que quisiéramos tener o la que nos inventamos.
¿A qué se dedicaba usted antes de meterse en literatura?
En la universidad aguanté un semestre, y con un inmenso esfuerzo. Después me dediqué a viajar, viví en la selva cinco años…
¿Qué hizo en esos cinco años en que vivió en la selva? Porque relacionada con esa experiencia tiene usted una veta meditativa o zen… o alguna clase de interés por la sabiduría oriental.
Me inicié con un maestro hindú y me puse a hacer yoga. Y unos amigos me dijeron que fuéramos a la selva y fundásemos una vida nueva, un mundo a partir de cero. Y yo estaba tan aburrido en la universidad que dije: sí, hagamos eso. Duramos cinco años tratando de colonizar un territorio incolonizable, por las condiciones, la tierra era estéril, estaba llena de plagas, pero aún así estábamos muy felices en la quijotada hasta que la guerrilla y los paramilitares nos sacaron de allí. Y volví a Bogotá. Allí trabajé en la televisión de Colombia, estuve en empresas de publicidad como creativo… Luego fui a Barcelona.
En Barcelona alistó a unos cuantos escritores para escribir libros por encargo.
La empresa funcionó bien, hicimos como 15 o 20 libros, sobre temas como cómo cuidar un gato, formas de preparar ensaladas... El ambiente de la ciudad me permitió escribir La lectora.
Es una novela muy poco barcelonesa y muy colombiana: una estudiante secuestrada en el campus por unos narcotraficantes, para que les lea un texto cifrado…
Lo que me dio Barcelona fue un ritmo de vida que me permitía escribir. En Colombia la vida era mucho más intensa en todos los sentidos. Aquí pude serenarme un poco.
Hace unos años me explicó que hay escritores “naturales”, y usted se contaba entre ellos. ¿Qué es ser un escritor natural?
Yo tengo una relación con la escritura consecuente con mi educación, porque mi mamá era maestra y por mi permanencia constante en la calle, que es el lugar donde me cuentan todas las historias que escribo. Después, cuando me siento a escribir, no siento que estoy haciendo un trabajo con el lenguaje, ni estoy pendiente de lo que hicieron otros escritores. Pongo sobre el papel las palabras que mejor me parece que expresan los personajes de los que quiero hablar. A mí no me cuesta tanto escribir, sino más bien sentarme a escribir. Eso es lo que llamo ser un “escritor natural”: la tranquilidad con la que cuentas, no una construcción verbal a partir de una teoría…
35 muertos tiene algo de novela picaresca española, pero con un protagonista en tránsito permanente, y en una atmósfera de violencia extrema e imprevisibilidad. ¿No es así?
Hay dos cosas importantes ahí: la primera es que en Colombia la gente de a pie está permanentemente desplazada: por la guerra y la desigualdad del país, nunca logran sentarse. Eso genera una forma de… no de vida sino de supervivencia, y la gente se dedica a toda clase de oficios, sean legales o ilegales. Esos personajes me interesan profundamente. A partir de ellos se generan otros más complejos: los delincuentes, los narcotraficantes, los paramiliatres, guerrilleros, que nacen de toda esa injusticia y desplazamientos y de esa relación constante con la violencia.
¿Y la segunda?
Es que en América Latina los escritores suelen ser de clase alta. Eso hace que haya segmentos de la población que no son objeto de relato o se cuentan con una mirada equívoca. Y como yo he tenido siempre acceso a estos personajes, me parece importante contarlos porque los conozco bien y no los miro con ningún tipo de prejuicios.
¿Por qué 35 muertos, y no 40 muertos, o cien? ¿Y por qué tanto tiempo transcurrido, doce años, entre La lectora y 35 muertos?
La cantidad de muertos en Colombia es tan incontable que no había ninguna cifra que retratase la realidad. Entonces decidí que los muertos eran los años que contaba la novela. No era muy lógico, pero sí más fiable que las estadísticas falsas con las que convivimos. En cuanto al tiempo… es un asunto del carácter, es lo que decíamos de ser “escritor natural” o no. Me gusta escribir y me fluye escribir, pero no creo que haya que estar escribiendo a toda hora ni que todo lo que se te ocurre valga la pena. En estos 12 años tuve peripecias, trabajos, y se fue pasando el tiempo. Y la verdad es que si los alemanes no me ponen un poco la pistola en la cabeza todavía no habría terminado ese libro.
La música popular es como una banda sonora de la novela.
Gran parte de la atrocidad que cuenta 35 muertos surge de la incapacidad de nuestro Continente para armonizar los elementos sociales y culturales que lo componen. Todavía no sabemos qué tan blancos y occidentales somos, qué tan indios y atávicos somos, o qué tan negros somos. Y esa incapacidad de saber quiénes somos genera injusticia, genera toda clase de violencia. Y la música es el único espacio cultural en que los elementos que nos conforman han conseguido armonizarse. Por esto, y porque detrás de la música construimos nuestra historia sentimental, la música y las canciones que escuchan los protagonistas de la novela vertebran completamente el libro.

20.2.13

Mitchell: "Toda novela tiene un número. Es arquitectónico"

El escritor británico habla sobre la relación de los humanos con el poder en El atlas de las nubes. La adaptación al cine de la novela, de los hermanos Wachowski

 El escritor David Mitchell. / Bernardo Pérez./elpais.com
En su libro de notas, el novelista David Mitchell (Southport, 1969) se escribe cartas a sí mismo firmadas por sus personajes. En ellas, cada protagonista se presenta y le explica cuál es su edad, su estado civil, sus deseos, anhelos y temores, su relación con el dinero, el sexo, la política o el trabajo. Son perfiles en los que los personajes definen cómo hablan y cómo se expresan y con los que el autor monta novelas como El atlas de las nubes (preseleccionada para el premio Broker) o El bosque del cisne negro, ambas publicadas por Duomo Ediciones. La primera acaba de llegar a su tercera edición y su adaptación cinematográfica, escrita, producida y dirigida por los hermanos Wachowski (Matrix) y Tom Tykwer (Corre Lola, corre), se estrena este viernes en España. La segunda, una exploración a su niñez y a las dificultades que se encontró por su tartamudez, saldrá a la venta el 18 de marzo.
Lo que más seguridad le da a Mitchell, que hace un par de años publicó la exitosa Mil otoños, es escribir en primera persona, un estilo que manda en casi toda su obra. Y por eso escribe esas cartas. “Es la voz y el lenguaje lo que te persuade si el personaje es real o no. Luego, de esa carta a una novela en primera persona es una traducción sencilla”, explica en conversación telefónica desde su casa de Clonakilty, al sur de Irlanda, donde se ha establecido tras vivir en Italia y Japón –donde decidió que quería ser escritor profesional y se disciplinó en ello-. A Mitchell le apasionan el lenguaje y las palabras. “Como escritor desarrollas una relación con el lenguaje que va evolucionando, como si fuera con otra persona. Es un menage a troi, porque también está la imaginación y necesitas que tu lenguaje trabaje con ella también”. “Todos los escritores son traductores. Trasladas a texto las imágenes que hay en tu cabeza, lo haces desde un mundo que no existe. Leer es otra forma de traducción para los lectores. Todo es un arte misterioso”, dice. Escribir es también un proceso de elección continua para este escritor: “Siempre estás valorando cuál es la mejor palabra, la mejor frase, la mejor forma de hacerlo”.
En El atlas de las nubes, Mitchell se lanza a la aventura de contar seis relatos diferentes ambientados en distintos momentos de la historia. Dos en el pasado, en el siglo XIX y principios del XX. Dos contemporáneos, en los años 70 y en la actualidad. Y dos en un futuro en el que ha desaparecido la tecnología y la humanidad retorna a su esencia más primitiva. Cada relato, excepto el central, tiene dos capítulos, uno en la primera mitad, y otro en la segunda, que están estructurados como si el autor hubiese puesto un espejo a la mitad. “Quería ver cómo se vería un libro con una estructura como una extraña muñeca rusa”, explica. Cada relato –un diario, una serie de cartas, una novela de misterio, una película, una confesión y una narración oral junto a una hoguera- está relacionado respecto al anterior de forma sutil.
"Como escritor desarrollas una relación con el lenguaje que va evolucionando, como si fuera con otra persona. Es un menage a trois, porque también está la imaginación y necesitas que tu lenguaje trabaje con ella también"
La figura del narrador oral, que está en el centro de la novela y sirve de cúspide de las seis historias, es la que parece apasionar a Mitchell. “Cuando desaparezca la tecnología usaremos esta forma de narración otra vez, la más básica y la menos artificial. Está bien leer y obtener información en Internet y de los periódicos, pero no creo que sea tan bueno como escuchar una historia de un amigo, o algún cotilleo o una broma”. El pegamento que lo une todo es la estructura piramidal en forma de sexteto: “Toda novela tiene un número. No es misticismo, es más arquitectónico. Quizá estético también. Es como la firma de tiempo en la música”. Y también la temática: “Cada una de las secciones es como un ensayo de ficción sobre cómo funciona el poder, cómo una persona se sobrepone a otra, el poder entre tribus o entre individuos con un estado, o un estado con una compañía depredadora”.
¿Piensa que todo está dirigido hacia un futuro apocalíptico como expone en su novela? “Los lunes, miércoles y viernes lo creo, los martes, jueves, sábados y domingos, no”, bromea Mitchell. Su verdadera preocupación a largo plazo es la energía: “Con las renovables podemos crear luz y generar suficiente energía para escuchar la radio o utilizar ordenadores, pero sin petróleo no podemos mover los aviones, los buques de carga, los ejércitos, los camiones que nos traen los alimentos a los supermercados que comemos todos los días…”.
Hace cuatros años, los hermanos Wachowski se quedaron encandilados con su novela y compraron los derechos para trasladarla a imágenes, algo que Mitchell nunca pensó que fuera posible. “Ya con el guion escrito, estuvimos todo un día hablando. Fue una visita de cortesía, pero querían mi aprobación, lo cual les honra, y me encantaron sus ideas”. Y niega que haya algo que no le satisficiera: “Hay muchas cosas que me encantan del libro que no están en la película, pero son formas de arte diferentes. La clave no es cómo de diferente es respecto al libro sino qué tal funciona la película como una película. Tiene su propio espíritu”.
"Hay un elemento de esquizofrenia en escribir, un elemento de desorden de la personalidad, de agresión pasiva y de megalomanía. Y todas estas cosas son necesarias"
David Mitchell podría estar hablando horas y horas de forma apasionada. Y en cuanto puede, aprovecha para preguntar al entrevistador por el mundo del periodismo. Es un curioso nato y sus respuestas y preguntas se pueden alargar minutos. Durante la conversación, los únicos silencios se producen antes de arrancarse a pronunciar palabras que empiezan por determinadas consonantes. A la edad de 13 años, comenzó a tartamudear. Una discapacidad que con el tiempo ha llegado a dominar y convertir en su aliada y que trasladó a papel en El bosque del cisne negro, su próxima novela en España. “No tuve que investigar mucho, lo tenía todo en mi cabeza”, cuenta el escritor. “Fue una forma de exploración interior. Fue muy saludable mirar hacia mi tartamudeo y mi fluidez al hablar, ver qué forma toma y cómo moldea mi psique y mi futuro”. Fue en esa edad cuando empezó a soñar con los cuentos, historias, lugares lejanos, mapas y atlas que hoy en día aparecen en sus novelas. Mitchell reconoce que los mapas le atraen, le cautivan, y que podría estar examinándolos eternamente: “Es una puerta a la narrativa. Veo en un mapa las montañas y ciudades e inmediatamente me pongo a pensar quién vive ahí, cuál es la relación con sus vecinos, qué pasaría si uno de esta ciudad se enamora de una de esa otra, dónde podrían encontrarse…”.
El mapa que tiene ahora en la cabeza para su nueva novela es el de Brighton, en un hotel donde se celebra una boda a la vez que una convención de ciencia ficción. Mitchell, que no suele hablar sobre lo que está escribiendo, regala detalles: “Hay una niña de seis años que desaparece. Su padre la busca en este gran hotel, y reza por que no haya salido fuera y que no haya sido raptada. Y trata de encontrarla en este hotel de pesadilla de Darth Vaders, Chewbaccas, Spocks, Capitanes Kirks y monstruos”.
Tras hablar de sus libros, su amor por la escritura, el cine, Japón, los mapas, su afición a las historias de ciencia ficción con máquinas del tiempo (“Me encanta el hecho de que los regímenes totalitarios como China tengan miedo de la ficción de viajes en el tiempo y las prohíban”, dice en un momento dado, como tomando nota para una posible historia) y su tartamudez, Mitchell se despide con una sentencia para escritores: “Hay un elemento de esquizofrenia en escribir, un elemento de desorden de la personalidad, de agresión pasiva y de megalomanía. Y todas estas cosas son necesarias”.

15.2.13

Literatura, idelogía y compromiso

Preguntarse por las posibles relaciones entre literatura e ideología o compromiso no parece un asunto insignificante. En nombre de ideologías se han elaborado novelas pudibundas. También ciertas perspectivas moralistas han dado como resultado obras literariamente intragables.Si bien la literatura puede contribuir a la ampliación de miras de los individuos y elevar su nivel de conciencia, cuando no quebrar la visión unidireccional del pensamiento,  carece de propósito para cambiar el mundo

Portada Alfabetos de Claudio Magris/revistadeletras.net

 

Claudio Magris habla en Alfabetos, libro de ensayos de literatura, de la voz imparcial que dan los escritores a las más diversas cuerdas y a las más antitéticas pasiones. En la literatura existen muchas habitaciones, dice, y no se necesita elegir ideológicamente entre voces contrastantes. Escribe:
Se puede -se debe- creer a la vez en la fe de Tólstoi y en la inercia de Oblómov; los grandísimos escritores son aquellos cuya perspectiva abarca 360 grados. A veces me pregunto de qué lado estoy, si mi historia es la contada por Guerra y paz, por la Metamorfosis de Kafka o por el Auto de fe de Canetti.
 
De la voz no tendenciosa de los escritores escribe también Robert Walser en La habitación del poeta. Dice que el escritor vive todo para sus adentros y añade:
Es carretillero, restaurador y camorrista, cantante, zapatero y dama de salón, mendigo, general, aprendiz de banca y bailarina, madre, hijo, padre, estafador, amante y creador. Él es el claro de luna y el murmullo de la fuente, la lluvia y el calor de las calles, la playa y el barco de vela. Es quien pasa hambre y quien se empacha, el fanfarrón y el predicador, el viento y el dinero. (…) En suma, él es y debe serlo todo. Para él existe una sola religión, un solo sentimiento, una sola manera de concebir el mundo: refugiarse cual amante, con cuidado, en la forma de pensar, en los sentimientos y en la religión de otras personas, si no de todas.
 
Enrique Vila-Matas se pronuncia igualmente en defensa de la autonomía de la literatura frente a la ideología. En un texto de El viento ligero en Parma se lee:
La condición existencial del hombre es superior a cualesquiera teorías o especulaciones sobre la vida.
La literatura contempla de forma universal las realidades, los conflictos y las posibilidades de la existencia humana. Como amplio abanico que es de las manifestaciones de lo universal-humano, ningún tema le supone una prohibición o un impedimento.
No hay ideología alguna que imponga desde fuera sus imperativos. La literatura es autónoma y se desmarca de todo funcionalismo político.
Vila-Matas distingue entre literatura y compromiso. Concibe la voz del escritor como la voz de un pájaro solitario, expresión de alguien que no se erige en portavoz del pueblo ni es un himno o representante de una clase social o de un movimiento artístico. Dice que, de lo contrario, la literatura deja de ser literatura para convertirse en un simple instrumento de poder.
Un escritor se representa solo a sí mismo, y su voz, según Vila-Matas, es obviamente débil. Pero es precisamente esa voz personal, su voz de pájaro solitario, la que considera más auténtica. En su debilidad reside su fuerza, ya que se despliega en un espacio de libertad sin cortapisa alguna.
¿Significa ello que los escritores le dan la espalda al mundo? Vila-Matas responde que las voces de los buenos escritores no se desentienden del rumbo del mundo, pero no se comportan respecto a este como si quisieran aportarle respuestas. Señala:
Lo suyo es un asfalto mojado por la lluvia, mirar cómo pasan los trenes y sentir el viento de sus voces no serviles.
Las palabras de Vila-Matas me remiten al revuelo que produjeron unas declaraciones del poeta Antonio Gamoneda con motivo de la muerte de Mario Benedetti. Preguntado por los periodistas, expresó su profunda pesadumbre por este fallecimiento. Dijo literalmente:
Su muerte me ha entristecido. Era un hombre necesario que destacó por su honradez intelectual y capacidad crítica. Lo que intentó hacer lo hizo bien. Cumplió su propósito ampliamente.
Después de enaltecer la figura de Benedetti, se atrevió a mostrar sus discrepancias con él en el terreno de la poesía, cuestión que desató injustamente una oleada de insultos en su contra.
Sus palabras podrían hacerse extensivas a la literatura en general y a la necesaria autonomía de esta. Declaró:
Respeto su manera de entender la poesía pero no la comparto. Para mí, la palabra meramente informativa y la crítica moral tienen su lugar en los periódicos, en la televisión, en los púlpitos si se quiere, pero la modalidad esencial del pensamiento poético no es ni reflexiva ni crítica, sino un tipo de otra naturaleza, y determina un lenguaje que también es de otra naturaleza.
 
También Milan Kundera dedica un espacio considerable en su libro El telón a desmantelar las ideas sobre la literatura como crítica moral y como ejercicio didáctico. En un capítulo contrapone las opiniones de George Sand a las de Gustave Flaubert. La primera lo critica en una carta por no mostrar en Madame Bovary su “doctrina personal” y porque él brinda a los lectores “desolación”, mientras que ella, Sand, prefiere “consolarlos”. Escribe Kundera:
Flaubert le contesta que él “no escribe sus novelas para manifestar sus opiniones a los lectores. Algo muy distinto lo alienta: “Siempre me he esforzado por llegar al alma de las cosas…”. Su respuesta lo muestra con claridad: el verdadero tema de este malentendido no es el carácter de Flaubert (¿será bueno o malo, frío o compasivo?), sino la pregunta acerca de qué es la novela.
Más adelante agrega:
La única moral de la novela es el conocimiento; es inmoral aquella novela que no descubre parcela alguna de la existencia hasta entonces desconocida; así pues: “llegar al alma de las cosas” y dar buen ejemplo son dos intenciones distintas e irreconciliables.

Flaubert escribe en una carta, esta vez a Louise Colet, que en literatura su creencia es no tener ninguna.
Para este escritor no hay temas viles o hermosos y considera que en la literatura el estilo es la manera absoluta de ver las cosas. Este se encuentra bajo las palabras y en el interior de las palabras. Es tanto el alma como la carne de una obra.
En consonancia con las ideas sobre la literatura de Magris, Walser, Vila-Matas y Kundera, se lee en otra carta suya a Colet:
El Arte es una representación, solo debemos pensar en representar. Es necesario que el espíritu del artista sea como el mar, lo bastante amplio para que no se vean sus límites, y lo bastante puro para que las estrellas del cielo se reflejen hasta el fondo.
Claudio Magris escribe que la literatura no es juicio moral, sino identificación con un personaje, con su modo de ser, generoso o malvado, con su fe, su pasión, su violencia o delirio. En su opinión, la literatura no juzga ni pone notas de conducta a la vida, que discurre más allá o más acá del bien y del mal. Si el arte es belleza, esta última no siempre implica la aparición del Bien y de la Verdad.
 
En una de las cartas de J. M. Coetzee a Paul Auster, contenida en Aquí y ahora, se lamenta el primero de haber recibido una misiva de una lectora inglesa acusándolo de forma gratuita. La lectora le dice que para ella se ha echado a perder Hombre lento por la referencia despectiva a los judíos que aparece en dos páginas de esta novela.
En la respuesta de Paul Auster a Coetzee se encierra una defensa de la autonomía de la literatura. Le dice a su interlocutor que si desea responder a la lectora inglesa le diga que
has escrito una novela, no un panfleto sobre comportamiento ético, y que los comentarios desdeñosos sobre los judíos, por no hablar de antisemitismo declarado, forman parte del mundo que vivimos, y que solo porque tu personaje dice lo que dice no significa que tú apruebes sus manifestaciones (…) ¿Aprueban el asesinato los autores de novela criminal? Y tú, como vegetariano militante, ¿te revelas como un hipócrita si uno de tus personajes se come una hamburguesa?
En favor de la novela como arte autónomo escribe Kundera:
¿Y la novela? Ella también se niega a aparecer como ilustración de un período histórico, como descripción de una sociedad, como defensa de una ideología, y se pone al servicio exclusivo de lo que solo la novela puede decir.
Seguidamente alude a un pasaje de la novela corta Tribu balante de Kenzaburo Oé que transcurre en un autobús lleno de japoneses. Es de noche y un grupo de soldados borrachos, que pertenece a un ejército extranjero y ha subido al autobús, empieza a acorralar a un pasajero, un estudiante. Le obligan a quitarse los pantalones y enseñar el trasero. El estudiante percibe a su alrededor una risa contenida. No contentos con esa única víctima, los soldados obligan a la mitad de los pasajeros a quitarse los pantalones. A partir de ese momento, una vez que los soldados han bajado del autobús, todo termina en un estallido de odio entre los pasajeros y en una magnífica historia de cobardía, vergüenza, sádica indiscreción que quiere pasar por amor a la justicia.
Se pregunta entonces Kundera quiénes son esos soldados extranjeros y escribe:
Son sin duda estadounidenses que después de la guerra ocupaban Japón. Si el autor menciona, explícitamente, a los pasajeros “japoneses”, ¿por qué no señala la nacionalidad de los soldados? ¿Censura política? ¿Efecto de estilo? No. ¡Imaginen que, a lo largo de todo el relato, los viajeros japoneses se enfrentaran a soldados norteamericanos! Hipnotizado por esta única palabra, claramente pronunciada, el relato se reduciría a un texto político de acusación dirigido a los ocupantes. Basta con renunciar a este adjetivo para que el aspecto político se cubra de una ligera penumbra y el foco ilumine el principal enigma que interesa al novelista, el enigma existencial.
 
En igual dirección discurre el pensamiento de Vila-Matas en un pasaje de Aire de Dylan en el que, desde otra perspectiva, defiende la autonomía de la literatura y la conciencia como el ámbito de la creación literaria. De espaldas al ruido mediático y a la salvaje competencia en el mundo de lo real.
Escribe Vila-Matas:
Me entretuve en el bar con un colega muy pesado (…) que no paró de hablarme de la cantidad de cosas con las que tenemos que competir los novelistas en el mundo actual, tantas – me decía desesperado ese horrible colega- que se planteaba tirar la toalla, porque hoy en día obtener la atención para una novela es mucho más difícil de lo que antes solía serlo, pues cada vez los escritores debemos convivir con más atracciones y diversiones, crisis económicas, invasiones de países árabes, rivalidades futbolísticas, amenazas para la supervivencia, hambrunas y crímenes horrorosos, podridas bodas reales, terremotos devastadores, trenes que descarrilan y no precisamente en la India…
Rearmándome de una sensatez que siempre he detestado, pero que a veces he de rescatar de lo más hondo de mi espíritu para corregir a los idiotas, le expliqué que era monstruoso y absurdo ver como “rivales” a todas esas cosas que me había estado nombrando.
A continuación le citó una caricatura que había hecho de un intelectual el dibujante Daumier. En ella se veía a una dama de aspecto severo que hojeaba enfadada el periódico en la mesa de un café. “No hay más que deportes, caza y disparos. ¡Y nada de mi novela!“, se quejaba.
Ahí estaba, bien evidente, el gran error, según escribe Vila-Matas: creer que un libro tenía que competir con el último asesino en serie o con el último caudillo árabe destronado. Por el contrario, los escritores le hablan a un lector indefinido, alguien que, como ellos, no se deja ahogar del todo por los cien mil atractivos de Oklahoma. Entre otros motivos, porque el interés de los escritores se centra en el esfuerzo grandioso que hay que hacer para poner en orden la confundida conciencia. Un esfuerzo a menudo secreto y más escondido.
Termina Vila-Matas este fragmento con las siguientes palabras:
Ese trabajo secreto con la conciencia, traté de explicarle al odioso colega, que miraba cada vez más hacia otro lado, se desarrolla en perímetros alejados del gran espectáculo del mundo. (…)
Ese trabajo secreto con la conciencia no se ve jamás en la televisión, no es mediático, habita en las viejas casas de la vieja literatura de siempre.
¿Insinúan las palabras de Vila-Matas que los escritores han de desentenderse del mundo? En absoluto. De igual modo que se diferencia entre ideología de los escritores y sus obras, el compromiso no atañe a los escritores o a los artistas solo en cuanto tales, ni tampoco les incumbe a ellos más que a otras personas con otros oficios. Los deberes elementales hacia los otros conciernen por igual a todo el mundo.
Escribe Claudio Magris:
Ser leales, solidarios, sinceros, fieles, debe ser fundamento de toda existencia (…). La responsabilidad hacia el mundo concierne a todas las personas, a su relación con los demás, afecta a su vida y a su trabajo, y no importa que sea abogado, escritor o barbero.
Elisa Rodríguez Court
. Alfabetos. Ensayos de literatura. Claudio Magris. Traducción de Pilar González Rodríguez. Anagrama (Barcelona, 2010)
. La habitación del poeta. “El escritor”. Robert Walser. Traducción de Juan de Sola Llovet. Edición y epílogo de Bernhard Echte. Siruela (Madrid, 2005)
. El viento ligero en Parma. Enrique Vila-Matas.  Sexto Piso (Madrid, 2008)
. Aire de Dylan. Enrique Vila-Matas. Seix Barral (Barcelona, 2012)
. El telón. Ensayo en siete partes. Milan Kundera. Traducción Beatriz de Moura. Tusquets (Barcelona, 2005)
. Cartas a Louise Colet. Gustave Flaubert. Traducción, prólogo y notas de Ignacio Malaxecheverría. Siruela (Madrid, 2003)
. Aquí y ahora. Cartas 2008-2011. Paul Auster y J. M. Coetzee. Traducción Benito Gómez y Javier Calvo. Anagrama & Mondadori (Barcelona, 2012)

12.2.13

Herrera: "No tenemos que permitir que los políticos nos expropien la lengua"

El autor mexicano ratifica su prestigio con La transmigración de los cuerpos A su paso por Madrid dio sus claves: "Creo más en la precisión de las palabras que en la originalidad"

El escritor mexicano Yuri Herrera. / Carlos Rosillo/elpais.com
No cree en la página en blanco. No cree en el bloqueo del escritor. No cree en la angustia a la hora de escribir. No cree en la experimentación por la experimentación.
¿En qué cree, entonces, Yuri Herrera?
Cree en la concentración, la dedicación y el trabajo constante. Cree en aprender de los errores propios. Cree en la lectura y en la cultura. Cree en la intuición del autor.
Pero, sobre todo, cree en las palabras.
Ellas son su dios. Su reino a conquistar, a rescatar para él y la literatura. Eso es en lo que cree el escritor mexicano Yuri Herrera (Actopan, 1970), en las palabras, en su significado, en la biografía que las moldea y vivifica en las diferentes bocas, en su sonido y en los ecos que llegan hasta sus lectores. Y las suyas para referirse a ellas, en un rincón de una librería madrileña, son meditadas y hacen énfasis en lo esencial de recuperar el patrimonio lingüístico —“debemos asumir ese derecho”—, reclama un autor que cuando empieza a escribir tiene claro algunas de las palabras que formarán parte de su libro.
La transmigración de los cuerpos (Periférica), su última novela, da fe de sus creencias creativas, personales y sociales. En ella laten, cuenta, “Dashiell Hammett, algo de la Divina Comedia, el Éxodo y algunos contemporáneos, en especial Jorge Cuesta, a quien estuve releyendo mientras escribía el libro”.
Yuri Herrera está contento. Apenas se le nota. Es discreto. Tenía confianza en que con su proyecto literario iniciado hace una década ganaría lectores, poco a poco. Es su tercera novela editada en España. Con ella ha aumentado su prestigio inaugurado con Trabajos del reino y ratificado con Señales que precederán al fin del mundo (ambas en Periférica).
"He ido descubriendo mis obsesiones y uno saca cosas que tiene dentro y no sabe que tiene allí. Esa es una de las maneras que tiene el arte. No creo que el arte consista solo en sacar emociones; para mí es importante la intuición."
En sus novelas sus protagonistas son formas distintas de la fuerza de la palabra. Tres personajes que con su habla van despejando el mundo, contando el mundo y creándolo, también, a medida que lo verbalizan. Si en Trabajos del reino, el Lobo es un compositor y cantante de corridos (poder y narcotráfico, Arte y poder); y en Señales que precederán al fin del mundo, Makina es una traductora de lenguas que conecta el presente con leyendas y mitos precolombinos, en La transmigración de los cuerpos, el Alfaqueque es un hombre cuyo verbo busca amansar la violencia entre los bandos. La palabra frente a las violencias. Aquí en una ciudad sin nombre cercada por una epidemia que obliga a la gente a recluirse en sus casas.
Herrera acaba de llegar de Lyon, donde fue invitado por la Ecole Normale Supérieure, porque este año han incluido Trabajos del reino en las listas de la Aggregation, un examen para obtener posición docente. Pero antes de que su nombre empezara en 2004 a ir de boca en boca, había escrito una novela que está enterrada, pero no olvidada. “Era muy mala”, reconoce con pudor, “aprendes mucho más de los errores”. Y entre medias algún libro infantil.
Cuando en 2009 publicó Señales que precederán al fin del mundo acogida fue tal que en 2011 quedó finalista del Rómulo Gallegos. “Entonces aprendí que a veces se dedica mucho tiempo al mundillo literario en lugar de dárselo a la literatura”.
Era la época en que le rondaba la idea de su nueva novela y llegaba a México la epidemia de la fiebre porcina. Durante días la capital fue una ciudad fantasma. Pensó que no iba a poder escribir sobre una epidemia, pero luego se dijo: “La epidemia va a ser parte de la historia”. Y siguió adelante, y no con una epidemia cualquiera, con esta novela de resonancias shakesperianas y bíblicas, con aires fabuladores y alegóricos despojados de adornos. “Creo más en la precisión de las palabras que en la originalidad”.
"Los medios tienen que aprender a respirar de nuevo, parece que están hiperventilando todo el tiempo. Incluso los temas más urgentes merecen una reflexión, eso implica respeto a los hechos y a la lengua."
Si en la anterior el núcleo era el viaje de Makina, en esta es la atmósfera. “Tenía cierta preocupación por la palabra justa, por la precisión para reconstruir la realidad”.
Una constante en sus libros es lo fronterizo y el viaje. El viaje como rescate, búsqueda del personaje tanto hacia fuera, en su misión, como hacía sí mismo. Se sorprende ante esta idea: “No es casual, pero tampoco programada. He ido descubriendo mis obsesiones y uno saca cosas que tiene dentro y no sabe que tiene allí. Esa es una de las maneras que tiene el arte. No creo que el arte consista solo en sacar emociones; para mí es importante la intuición. Uno escribe siguiendo intuiciones, pero no es suficiente y necesita un continente, y eso es la cultura que todos tenemos, los valores, la ética… La cultura es el continente de la intuición”.
"No solo es importante la evolución física del personaje, sino lo que sucede dentro de él, su epifanía o cambio. Supongo que tiene que ver con que para mí ha sido un aprendizaje salir de mí mismo porque soy tímido, temeroso…".
Un amante de las palabras crítico con los políticos: “No tenemos que permitir que nos expropien la lengua”. Y preocupado por los medios de comunicación: “Deben dejar de ser rehenes de las tecnologías emergentes. Tienen que aprender a respirar de nuevo, parece que están hiperventilando todo el tiempo. Incluso los temas más urgentes merecen una reflexión, eso implica respeto a los hechos y a la lengua. Si recuperamos la manera de respirar será posible asumir una mejor manera de ver el mundo”.

9.2.13

Siete consejos de Stephen King sobre escritura

Pero,  ¿qué hacer cuando no tengo ganas de escribir? Desde luego, aguardar la inspiración puede llegar a ser una larga espera

Stephen King  desgrana consejos muy válidos sobre el oficio de escritor./sinjania.es
1) Ve al grano.
No pierdas el tiempo de tus lectores con explicaciones sobre el trasfondo de la historia, largas introducciones o más largas anécdotas. Reducir el ruido. Reducir los balbuceos.Vete al grano antes de que el lector pierda la paciencia.
2) Escribe el borrador. Después déjalo descansar.
Escribe un borrador y a continuación déjalo reposar en un cajón durante unos meses antes de volver a leerlo. Después de esa lectura, todavía debes dejar reposar el manuscrito un par de días antes de empezar a corregirlo.
Este modo de trabajar  te permitirá alejarte de las ideas que tenías cuando empezaste a trabajar en la historia, lo que te dará una perspectiva más clara y objetiva del texto. Eso te facilitará corregir, añadir o cortar (incluso ser implacable) y dará como resultado un texto mejor.
3) Reduce el texto.
Al revisar el texto es el momento de eliminar todas las palabras y frases superfluas. De este modo el mensaje ganará en claridad y seguramente en fuerza emotiva.
Eso sí, no elimines demasiado texto o puedes lograr el efecto contrario en su lugar. Lo ideal, como aprendí gracias a una carta de rechazo, es reducir el texto en torno a un 10%.
4) Que tu historia y personajes sean honestos y atraigan.
Por extraña que pueda ser la trama que presentes, no olvides que tus personajes tienen que ser creíbles, normales, reales.
Una de las claves para lograrlo es tener una voz y unos personajes honestos, con lado bueno y lado malo. Esto crea una fuerte conexión con el lector que puede identificarse con sus defectos, pasiones, miedos, debilidades y buenos momentos. Haz que tus personajes sean humanos.
Otra de las claves es mantener un estilo coloquial. Mantén la sencillez y usa un lenguaje que no sea innecesariamente complicado. Usa las palabras que primero te vengan a la mente.
5) No te preocupes demasiado por lo que puedan pensar los demás.
No debe importarte lo que digan tus conocidos, tu familia, tus lectores, los editores que rechazan tus obras o la crítica. Siéntate a tu escritorio cada día y escribe.
6) Lee mucho.
Cuando se lee siempre se cosecha algo. A veces puede ser un recordatorio de lo que sabes que deberías estar haciendo mientras escribes. A veces es una idea genial o simplemente la manera en que el escritor que lees construye la atmósfera de su historia. A veces es algo totalmente nuevo que te deja con la boca abierta. Y a veces se aprende lo que se debe evitar hacer. Casi siempre hay lecciones que podemos aprender.
Si quieres ser un mejor escritor tienes que leer mucho para obtener nuevas ideas, ampliar tus horizontes y profundizar en el conocimiento. Además, para evolucionar como escritor es necesario que mezcles influencias para ver qué pasa.
¿Cómo encontrar tiempo para leer más? Apaga la televisión. Aprovecha cada instante. Lleva siempre un libro encima.
7) Escribe mucho.
He dejado el consejo más importante para el final. Para llegar a ser un mejor escritor seguramente —aunque no suponga una sorpresa— necesitas escribir más. Muchos de los mejores en los diferentes campos —Bruce Springsteen, Michael Jordan o Tiger Woods— han ido más allá de los límites normales de la práctica. Y así han logrado resultados extraordinarios.
Pero  ¿qué hacer cuando no tengo ganas de escribir? Desde luego, aguardar la inspiración puede llegar a ser una larga espera.
Una buena manera de evitar esa falta de ganas es encontrar una solución eficaz para reducir la procrastinación. Es posible que tengas que probar varias antes de encontrar una que funcione contigo. Otra manera es, simplemente, ponerte a escribir. Cuando te acostumbres a hacerlo descubrirás que esa resistencia inicial se convierte en entusiasmo.

8.2.13

La mejor novela de Ramón

No sé yo si puede decirse de algún otro escritor con mucha influencia en los que le siguieron que su mejor obra la haya firmado otro. De Proust no se puede decir, ni de Borges, desde luego, ni de Nabokov: los proustianos, los borgianos y los nabokovianos tienen que inventar otras sendas porque sus maestros eran los peores maestros, es decir, aquellos que no permiten que los discípulos puedan ir un paso más allá

Ramón Gómez de la Serna, autor español, que abrió senderos como las gregerías./elmundo.com
 La mejor novela de Ramón Gómez de la Serna se titula 'Roque Six'. Su único defecto es que no la escribió Gómez de la Serna, sino José López Rubio, que luego de publicada a finales de los años 20, no volvió a incurrir en la narrativa, se dedicó al cine en Hollywood y al teatro en España y entró en la Academia con un famoso discurso titulado La otra generación del 27, reivindicando a los humoristas, considerados escritores menores, de tan seria generación.
Como bien se sabe, Ramón era un desastre como novelista. Su necesidad de hacer ramonismo en todo lo que hacía, de no poder quitarse de en medio nunca, le impedía explorar nada con la suficiente sustancia narrativa como para llegar a alguna parte que no fuera, precisamente, el punto del que partía: el ramonismo. Por eso sus cuentos son mejores que sus novelas, y sus microrelatos mejores que sus cuentos y sus aforismos mejores que sus microrelatos. El propio Ramón no supo explotar -narrativamente- su descubrimiento (él llamaba invento a la greguería, y le buscó un árbol genealógico y rastreó greguerías en la Antigüedad, pero en realidad fue un descubrimiento: quiero decir, la greguería ya estaba allí, y lo que venía a decir fundamentalmente es: todo es poético, hay poesía en todas partes, no hay otra cosa en el mundo que poesía, aplicad una lente de aumento sobre la superficie de las cosas y veréis que las cosas dicen cosas distintas y maravillosas). Cada vez que lo intentó, y lo intentó a menudo, se le iba la mano: 'El doctor inverosímil', 'El incongruente', 'La nardo', 'El torero Caracho' son grandes cementerios donde quedan muchos párrafos vivos, pero cansa pasearlos para encontrar unas cuantas flores frescas.
Fue Gerald Brenan quien, en su Historia de la Literatura Española, intuyó que alguien alguna vez podría sacarle mucho partido narrativo al descubrimiento de Ramón. Poético se lo habían sacado los ultraístas y casi todos los del 27, y luego es inexplicable buena parte de la obra de Luis Rosales sin la presencia de Ramón. Rosales es quizá quien mejor condujo a Ramón a pozos más oscuros que los que Ramón habituaba a utilizar. Pero ¿y narrativamente? Entre los jóvenes prosistas de los años 20 estaba Samuel Ros, y cuando reseñaron su primer libro de relatos en 'La Gaceta Literaria', el crítico dijo: "Empezar diciendo que este libro es ramoniano es no decir nada, porque todos los libros de los jóvenes escritores hoy son ramonianos". Hasta ese punto llegaba su influencia, y es fácil buscar a Ramón en cosas de entonces, más allá de Ramón. Por ejemplo, en Pedro Salinas, un narrador mucho más cuidadoso que Ramón, en su primer libro de relatos, 'Víspera del gozo', basta pasear la mirada aquí y allá y encontrarse con un Ramón más estilizado, "el sol trata de escapar de su propio fuego y se esconde en los portales y los patios para refrescarse un poco", o cuando describe el rostro de la amada y no puede porque sobre él se han ido acumulando capas de miradas y caricias que se hacen de repente visible a ojos del amante ocultando los rasgos de la muchacha. Por ejemplo, Benjamín Jarnés, 'El profesor inútil', todo él ramoniano. Por ejemplo 'Hermes en la vía pública', de Antonio de Obregón, la última novela de la algarabía vanguardista, con esa muchacha de pelo corto a la que sólo enamoran los golpes de estado, asaeteada de greguerías.
Hay en Ramón, obviamente, un punto de infantilismo que se contagió a toda la vanguardia, pero qué remedio: su descubrimiento parte de la certeza de que hay que mirar el mundo con ojos nuevos, que se irán ensuciando ellos solos con el paso del tiempo. Puede llegar a resultar molesto ese infantilismo, ni que decir tiene, sobre todo porque es difícil vehicular desde ese tono cualquier escena dramática. Para dramas, ya tenemos a Blasco Ibáñez, debieron pensar los jóvenes escritores de los años 20, que se entregaron a la euforia ramoniana sin el descuido que tantas veces practicaba Ramón para cantar el mundo y también sin su abundancia: un niño puede decir dos o tres cosas memorables, pero si se le da cancha y no para de hablar, de querer tener gracia ?gracia en el sentido más alto del término- pasa a ser un incordio. Que es lo que a menudo pasa con Ramón.
No sé yo si puede decirse de algún otro escritor con mucha influencia en los que le siguieron que su mejor obra la haya firmado otro. De Proust no se puede decir, ni de Borges, desde luego, ni de Nabokov: los proustianos, los borgianos y los nabokovianos tienen que inventar otras sendas porque sus maestros eran los peores maestros, es decir, aquellos que no permiten que los discípulos puedan ir un paso más allá. Necesitan hacer grandes esfuerzos para tapar las voces de los maestros. Si embargo Ramón era el maestro perfecto: abrió sendas que no exploró. Y en esas llegó López Rubio y escribió esta joya titulada 'Roque Six', escrita como en estado de gracia, tan moderna -al funcionar como libro de cuentos y como novela, como relatos ligados en una narración-, tan equilibrada y elegante. 'Roque Six' es un tipo que muere y resucita seis veces, sin darse cuenta de cómo lo hace. Sabe que en un momento dado se muere, pero al rato está en otro sitio, con otro nombre y otra conciencia.  
Después de publicarse por vez primera, hubo de padecer un largo silencio, a pesar del reconocimiento que aupó al escritor como autor teatral. En los años 80 la redescubrió Gimferrer que la publicó en Seix Barral. Ni por esas entró en el canon. Luego se hizo otra edición, y si bien es verdad que no hay  muchas novelas nuestras de los años 20 de las que pueda decirse que se han editado tres veces, también lo es que 'Roque Six' sigue considerándose una más del pelotón de novelas humorísticas de la época, cuando es mucho más que eso: en primer lugar, nada más y nada menos que la mejor novela o la única novela realmente buena que escribió uno de los escritores más personales y radiantes de nuestra literatura, el gran Ramón. Su único defecto es que no la escribió él.

5.2.13

El escritor galo Frantz Delplanque desmitifica los tópicos de la novela negra

El escritor francés Frantz Delplanque, avalado por la excéntrica Amélie Nothomb en su primera novela, Un gramo de odio,  explica  que pretendía "desmitificar algunos de los tópicos de la novela negra"

Frantz Delplanque desmitifica los tópicos de la novela negra./lainformación.com
En una entrevista concedida, Delplanque, que participa en la Semana de Novela Negra de Barcelona BCNegra, ha confesado que su objetivo era desacralizar el género, "burlarme de ciertos estereotipos, pero también burlarme de mí mismo como escritor de novela negra, porque tampoco estaba seguro de ser suficientemente competente".
El resultado final fue una "total sorpresa" para el propio escritor, que vio que había conseguido "una novela negra con una trama exigente y una buena investigación detrás".
El autor ha confesado que desde su infancia ya quería dedicarse a la escritura, una actividad que realiza por "puro placer" y habitualmente en sus períodos de asueto, fines de semana y vacaciones.
"No me había planteado que mi primera novela fuera negra ni policíaca, pero, cuando me puse a escribir este tipo de literatura, fue por razones tan poco serias como que el placer de la escritura me lleva a abandonarme a mis propios personajes", señala.
El protagonista de "Un gramo de odio" (Alfaguara) es Jon Ayaramandi, un asesino profesional ya "jubilado" tras dejar atrás una carrera con una treintena de asesinatos no esclarecidos.
Ayaramandi, por quien algunos lectores y el propio autor sienten una cierta simpatía, vive en una pequeña ciudad del País Vasco francés, lee novelas sobre samuráis, come ostras, escucha "rock" y hace el amor en busca de la eternidad.
Esa tranquilidad se ve interrumpida cuando el novio de Perle, amante frustrada y ahora casi su hija adoptiva, desaparece misteriosamente, y ella insiste para que lo encuentre.
"No estoy a favor de uno de los principios de la novela negra, la creación de unos personajes abominables que al ser asesinados por los buenos provoca el aplauso del lector", indica Delplanque, para quien "es inmoral justificar el crimen, sea por autodefensa o en aplicación de la pena de muerte".
Por esa razón, su protagonista es pretendidamente atípico: "No quería que fuera ni policía ni detective privado, sino un asesino, con competencia en su trabajo como experto en el crimen y que ya está jubilado".
Delplanque es también un escritor atípico, no escribe con un guión preconcebido ni plan previo, pero trabaja de forma muy prolija: "Cuando escribo, es como si me colocaran un cadáver en mitad del camino e intentara descubrir de dónde viene y quién es".
Al final, añade, le ha salido "un libro muy alejado de lo que me había propuesto al principio", porque ni siquiera en las primeras páginas tenía claro que el protagonista sería un asesino a sueldo.
De hecho, comenta el autor, tenía intención de comenzar la novela con la historia de un pescador que aparece ahogado en una playa, una imagen que se instala a menudo en su retina en sus continuos paseos por la playa observando a los solitarios pescadores.
Sus escarceos en su juventud con el movimiento "punk" y el nihilismo han dejado un poso en la mente del Delplanque, que tiene "voluntad de destruir todos los valores que representen dominio" y, por contraste, prefiere insistir en "ensalzar valores como la amistad, el disfrute de la vida, la buena comida, los niños, el sexo, los animales".
Situar su novela en el País Vasco francés es también una rareza en el contexto del género en el país vecino, donde, lamenta Delplanque, muchos escritores centran sus novelas en las ciudades, sobre todo en París, y otra mayoría con voluntad americana las sitúan en el extranjero.
De todos sus escritores favoritos, entre los que se cuentan Lobo Antunes, Nick Hornby, Flaubert, Quim Monzó, Bret Easton Ellis o Bradley Daton, Delplanque se detiene especialmente en el irlandés Ken Bruen, que le ayudó a eliminar complejos.
"Leer a Bruen y su policía Taylor te invita a burlarte de la intriga policial. Bruen insiste en los personajes, en el ambiente, en el estilo y tiene mucha ironía".
El escritor francés ya está trabajando en la que será su segunda novela, nuevamente con Jon Ayaramandi como protagonista.

2.2.13

Padura: "No se puede pedir a otro que piense distinto"

En su casa de La Habana, el escritor cubano recientemente galardonado con la Orden de las Artes y las Letras de Francia habló de sus rutinas de escritor, del "gran fracaso de la utopía" que representó el siglo XX y de la condición del disidente

"Creo que es muy importante que exista esa diversidad de pensamiento", dice Padura./Revista Ñ
La obra de Leonardo Padura es tan diversa como compacta. La novela, así como el cuento, el ensayo, los guiones para cine y teatro, como también el trabajo periodístico, son parte de su legado. Recientemente, el escritor de 57 años ha obtenido varias distinciones: ya comenzado 2013, el gobierno francés le otorgó la Orden de las Artes y las Letras que recibirá en febrero; y en 2012 ganó el Premio Nacional de Literatura de Cuba, el más importante de su país. Respecto al régimen cubano, su sentido más bien es el de un creador que habla y dice lo que ve y vive. Su pluma es entretenida y profunda, se comprueba en El hombre que amaba a los perros (Tusquets), la novela histórico-policial sobre el asesino de León Trotsky publicada en 2009.
Mario Conde, el detective protagonista de sus novelas policiales, es uno de sus personajes más memorables; con él acercó la realidad cubana a lectores de todo el mundo, ya que su obra fue traducida a más de 10 idiomas, y también realzó los valores del género en el siglo XXI. En esta entrevista, en su casa de Mantilla, el barrio humilde donde vive y los vecinos lo quieren por su carisma y sencillez, habló con Ñ Digital sobre su vida como escritor profesional, la manera particular en que vive como ciudadano en Cuba, y la utopía en Latinoamérica.

-¿Por qué hacer hoy literatura policial?

-Mira, hay que contextualizar siempre las cosas para que tengan su plena explicación, hacer literatura en mi caso significa hacer literatura en Cuba y sobre Cuba. Es un elemento que tal vez complique un poquito más las cosas, pero de alguna manera también las ayuda, en el sentido que en Cuba la literatura tiene una función, que en muchos otros lugares ha ido desapareciendo. Porque por supuesto, no cuenta con una función, social, comunicativa, informativa, de memoria, de lo que no aparece en los medios oficiales, no existe una prensa, una televisión, un medio, que pertenecen al Estado; por tanto una visión desde el Estado, desde el gobierno, de la realidad y de la vida actual.
A partir de los años 90 la literatura narrativa, fundamentalmente, comienza a suplir una función de información, de análisis, de toda una serie de factores de la realidad que no aparecía en esa prensa; eso le da un carácter ancilar a la literatura mucho mayor, y yo como escritor cuando me siento a escribir, nunca dejo de hacerme una pregunta: ¿para qué sirve lo que estoy escribiendo?, ¿a dónde quiero llegar con lo que estoy escribiendo? Y no hago una pregunta de carácter estético sino más bien social y, esa respuesta social que está en la literatura es la que yo trato de que tenga además un valor estético, que tenga una calidad en cuanto al lenguaje, a la estructura, una complejidad en la construcción de los personajes, en la manera de entender y de expresar una realidad determinada. Por lo tanto, para mí, la literatura es una manera de reflexionar sobre una realidad.
Dentro de esa narrativa está la novela negra. Al principio de los años 90, yo decidí escribir una novela policíaca, quería que fuera muy cubana, que no se pareciera a las novelas policíacas cubanas y que no pudiera ser de ningún otro lado. Con esa relación se construyó la novela, eso determinó su carácter. Porque la novela policíaca que se había escrito en Cuba hasta ese momento –incluso en los casos de mayor calidad–, tenía una visión muy sesgada de la realidad, una visión desde una perspectiva digamos que oficial de la realidad.

-Ha trabajado de profesor, se desenvuelve en el mundo cultural, escribe guiones, ensayos sobre escritores cubanos, ¿qué más hace Leonardo Padura?
-Mira, desde que terminé la universidad y comencé una vida laboral profesional, fundamentalmente he sido dos cosas: un periodista cultural y un escritor, y he alternado entre una y otra. Desde mi actividad como escritor, he sido guionista o ensayista y narrador y, desde mi actividad como periodista me he acercado a otras diversas facetas, no solo al periodismo cultural. Primero trabajé tres años en la revista El Caimán Barbudo;  después, en un periódico vespertino durante seis o siete años, hasta el 89-90, Juventud Rebelde. Después pasé a La Gaceta de Cuba como jefe de redacción y estuve cinco años, hasta que comencé a dedicarme profesionalmente a la literatura, en 1995, pero a partir de ahí establecí una relación con la agencia de prensa IPS y colaboro con ellos para una pequeña revista que se llama Cultura y Sociedad, y todos los meses escribo uno o dos artículos sobre temas que me interesan, los escribo para la revista o para el servicio mundialista que tienen ellos y eso me mantiene en una relación muy dinámica con la realidad, porque me obliga constantemente a estar tratando de acercarme a interpretar la realidad cubana desde el punto de vista social y cultural.

-Hacer periodismo cultural en Cuba lo lleva a caminar las calles, hablar con otros escritores. Además del contexto general, ¿cuáles son las marcas que lo influencian?
-En la época en la que ejercía el periodismo de manera profesional tenía esa relación con la realidad más dinámica, mucho más activa, porque dependía de esa relación las semillas de las cuales iban a crecer determinadas preocupaciones, con las cuales yo iba a trabajar en esos años. Fue una época en la que, por ejemplo, estuve muy relacionado con el mundo de los músicos populares y eso me llevó a que fuera encontrando por distintas coyunturas a muchos músicos del movimiento de la salsa, y de ahí salió un libro de entrevistas que se llama Los Rostros de la Salsa.
Siempre he tenido una relación con los escritores, pero también hemos mantenido una relación con la realidad, muy dinámica. En una época escribí de asuntos de historia de Cuba, de la historia no oficial, de la historia pérdida de Cuba. Y todo eso va creando como unos sedimentos, como una configuración… la literatura, la música, la historia, la sociedad cubana.
A partir del año 95, esa vinculación ha sido un poco más distante, realmente. Porque me he dedicado fundamentalmente a escribir. Vivo en un barrio de La Habana en donde me es fácil tener una comunicación con lo que la gente piensa, siente, respira, anhela. Es muy fácil, porque enseguida que salgo a la calle lo puedo percibir pero, a la vez, ha significado un cierto alejamiento de los medios culturales, porque sobre todo, lo que me interesa a mí es escribir. Siempre digo que en Cuba hay más personas que dicen que escriben que personas que escriben y yo quiero ser de los que escriben aunque no lo digan. Trabajo todos los días, en esta casa en la que me he creado toda una serie de condiciones para poder trabajar y trato de aprovechar mucho el tiempo, lo que significa que voluntariamente me he ido alejando de otras actividades en las cuales uno a veces se pierde un poco, porque hay que concentrarse, sobre todo en un momento determinado de la carrera, para trabajar.
En estos últimos cinco años, esa vocación profesional, esa necesidad profesional, ha sido mucho más fuerte porque he trabajado en una novela de carácter histórico, durante cinco años, que salió en septiembre del 2009. Me obligó a leer toda una literatura ensayística y narrativa, histórica y filosófica que no tiene que ver con la vida cotidiana cubana, más que por una vía esencial, en cuanto a lo que toca por la parte política, porque esta es una novela que tiene como personajes centrales a León Trotski y a su asesino Ramón Mercader y, por lo tanto, tiene que ver con todos esos órganos del estalinismo, de la utopía comunista y que trato de verla un poco a través de la historia del exilio, del asesinato de Trotski, y a través de la preparación de Ramón Mercader como su posible asesino. Todo esto está vinculado con una historia cubana y la trae a la mirada cubana y a este famoso personaje. No es otra para mí, no es posible ver los personajes desde otra mirada que la cubana, pues partimos desde la perspectiva cubana.
Por lo tanto, en su significado, he tenido que trabajar muchísimo en ese universo: la guerra civil española, la revolución rusa, los procesos de Moscú, en fin, y eso me ha alejado aún más de determinado conocimiento, en concreto, de la literatura cubana. Por ejemplo, he leído muy poco en los últimos años, lamentablemente y, siempre voy leyendo algo y tratando de ponerme al día; lo que pasa es que uno tiene la ventaja de que cuando te paras un poco desde lo alto de la montaña, van quedando las rocas más sólidas y entonces ya es más fácil escoger qué libro leer y no quedarte desinformado, pero leyendo solamente lo esencial.

-Ha ido un poco atrás en la historia de Cuba, en "La novela de mi vida" viajó unas décadas al pasado igual con la novela sobre Trotsky, pero también se encuentra el siglo XX. ¿Cómo dialogan pasado y presente?
-La novela de mi vida es una novela que tiene un momento muy importante, se desarrolla a principios del siglo XIX, alrededor de la vida de José María Heredia, poeta romántico cubano; y en ésta que he escrito ahora, la historia cubana se desarrolla entre los años 70 y el presente. Pero hay toda una reflexión que, de alguna manera, a través del exilio de Trotski y de la preparación de Ramón Mercader, tiene que ver con toda la historia del siglo XX, desde la revolución Rusa hasta la desaparición de la Unión Soviética; creo que en ese periodo ocurren los acontecimientos más importantes del siglo. En ese período se define lo que fue el siglo: se puede decir que fue el gran fracaso de la utopía, porque si bien quedan experiencias que el hombre puede utilizar en el futuro, en la práctica lo que ocurrió fue que la utopía se pervirtió, la utopía se perdió, desapareció y eso es un poco el espíritu que trata de narrar esta novela. Por eso tengo que ir atrás necesariamente, tengo que ver todo ese proceso cómo ocurrió.
Ahora, hablo del siglo XX, sin que sea una historia del siglo XX, por supuesto, esto es una novela, y lo mantengo como novela, por lo tanto, voy a determinados aspectos que me resultan simbólicos, representativos del siglo XX, de esa historia, de ese fracaso que fue el siglo XX.

-Después del fracaso de la utopía, ¿qué cree que sigue para Latinoamérica?
-La realidad latinoamericana está viviendo un momento especialmente definitivo, en su crecimiento, en su formación y en su definición final. Y creo que ese momento definitivo, sobre todo nos obligaría, realmente a todos, a los líderes, a las personas, a los intelectuales, a cada uno de los miembros de la sociedad a hacer algo, que creo es lo más importante, porque es algo que nunca hemos tenido, que es hacer, un verdadero y real ejercicio de la democracia.
Como creo que nadie tiene la razón, como creo que ningún partido, que ningún hombre, que ningún líder tiene la razón, como tampoco creo que ninguna persona de uno u otro bando político, la tenga. Sino que creo, que la razón, es una suma de miradas sobre una realidad, de sentimientos de la realidad, de posibilidades por concretar en una sociedad determinada. Por lo tanto, creo que todos deben tener ese espacio, por lo tanto, creo que América Latina, en estos momentos, si hace una práctica real y profunda del ejercicio democrático, en todos los sentidos, no solamente en el sentido político, en todos los sentidos, creo que salvaría este momento con una perspectiva de un futuro mucho más factible, mucho más posible, para las necesidades de un continente como este, que ha tenido, entre otras desgracias, justamente la de la falta de democracia durante sus 200 años de vida independiente.
Por lo tanto, creo que ese aspecto es un poco posible, ese futuro mejor, pero tenemos que buscarlo entre todos y con todos. Yo creo que está clarísimo en el pensamiento de Martí cómo debe ser esa República, porque Martí decía "todo para el bien de todos". No se puede pedir a otro que piense de una manera distinta, creo que esta época está llena de fundamentalismos que hay que superar, así como las disidencias, en el sentido de que nadie es disidente porque piensa diferente, sino que tiene su pensamiento. Por lo tanto, creo que esa es una gran posibilidad que se le da hoy a América Latina y debe aprovecharla.

-Nos sentimos muy inseguros porque quizás esta es una época en la que todo está cambiando, no en el sentido estructural sino que antes teníamos referentes fuertes y ahora los jóvenes se sienten más inestables que en cualquier otra época.

-No, sin duda. Y no creo que la falta de referentes sea un problema tan grave, tal vez incluso sea una facultad: no tener que pensar que la sociedad del futuro va a ser de determinada manera. Va a ser cómo va a ser y, sobretodo, como te digo más limpio, como te decía democráticamente limpia, para que esa sociedad, a la que se arribe de la manera como sea que se arribe, sea una sociedad mejor.

-Se piensa que Leonardo Padura en un país como Cuba puede llegar a tener problemas. Sin embargo, vives en un barrio humilde, con la gente del común, haces tus conferencias y te invitan  a muchos eventos, también es un poco la muestra de esa necesidad de no llamar al otro –como ha dicho– un disidente.

-Yo hago mi literatura, mi trabajo, mi periodismo, desde mi perspectiva y desde mi punto de vista, que no es el oficial, incluso a veces bastante distante del punto de vista oficial, y afortunadamente mis libros se han publicado en Cuba, muchos de ellos han ganado premios, han tenido reconocimientos.
Mi periodismo cuesta más trabajo publicarlo en Cuba, porque no hay espacios propicios para hacerlo, pero sigo haciéndolo y realmente no he tenido mayores problemas. Uno siempre tiene cierta sensación de que a veces ha ido demasiado lejos y que esto puede ser peligroso, que se ha adentrado demasiado en un camino un poco oscuro, que puede la vida darnos sorpresas… Pero, bueno, afortunadamente hasta ahora no he tenido problemas y la sociedad cubana ya de alguna una forma con eso demuestra la posibilidad de que haya una diversidad. Y creo que es muy importante que exista esa diversidad de pensamiento, porque no todos tienen que pensar igual sobre las mismas cosas, porque cada vez el mundo es más diverso, es menos homogéneo.
Como tú lo dices, hace falta unos determinados referentes, pero tal vez eso le haya dado una cierta coherencia al universo, hasta hace 20 años el mundo se veía muy fácil, entre un polo y el otro y existían tres mundos: primer mundo, segundo mundo, tercer mundo. Todo estaba muy definido, y hoy el tercer mundo está dentro el primero, el primer mundo está dentro del tercero, el segundo desapareció. Y esa falta de referentes hace que haya una diversidad mucho mayor y creo que en cualquier sociedad, incluida la cubana, debe respetar esa diversidad.