30.6.12

July: “Escribir es la cosa más libre y barata que hay”

La inquieta, polifacética y controvertida creadora estadounidense publica Te elige, su primera obra de no ficción, basada en entrevistas con personas que utilizaron un boletín gratuito de anuncios
“En el arte tienes que quedarte colgado, y de repente llega el significado y la conexión. Tienes que hacer el trabajo con una devoción que roza el rito”, afirma Miranda July. foto: Kevin Scanlon /Getty Images. fuente:elpais.com
Aún no ha cumplido los 40 y ya ha grabado discos; expuesto sus esculturas en la Bienal de Venecia; mostrado sus performances en el Whitney o el MoMA; ha escrito, dirigido y protagonizado dos películas, con la primera de las cuales ganó el Premio Cámara de Oro en Cannes; ha puesto en marcha un proyecto artístico en la web en el que participaron centenares de personas, y publicado una colección de cuentos con la que obtuvo el galardón Frank O’Connor. A Miranda July (Vermont, 1974) le gustan las listas de recados o ideas, y esta, de su trabajo, la presenta más como abeja laboriosa y exitosa que como zángana. Sin embargo, ella confiesa en Te elige (Seix Barral) que a menudo le cuesta ponerse manos a la obra, se dispersa y elude la tarea.
Ha aprendido que de este remoloneo surgen nuevas ideas. Quizá por eso no cedió completamente ante el sentimiento de culpa cuando, atascada con el guion de su segunda película, le dio por leer Pennysavers, el boletín gratuito de anuncios por palabras que se distribuye con el correo en todas las casas de Los Ángeles. Decidió no desechar la distracción sino explorarla: fue a buscar a las personas que se escondían tras esos anuncios de álbumes, renacuajos o ropa india, armada con una grabadora, acompañada por Brigitte Sinde —la fotógrafa de su boda a quien apenas conocía— y su asistente.
¿Quién vendía una chaqueta de cuero por 10 dólares y por qué? ¿Y qué esperaba ella sacar de esos encuentros? ¿Qué la movía a lanzarse sin rumbo fijo? La respuesta a la primera pregunta la encontró en Michael, un hombre de 60 años residente en un decadente edificio de apartamentos de starlets en Hollywood Boulevard, que trataba de ahorrar para pagarse una operación de cambio de sexo. July le pagó cinco veces el precio de la prenda, pero no se la llevó, se sentó a charlar y cotilleó su colección de vídeos porno. Lo demás resultó algo más complicado de contestar y la llevaría hasta Joe, un “ángel obsesivo-compulsivo”, que a sus más de ochenta años aún escribía versos verdes a su mujer y que acabaría participando en su película. Aquel fue el último de los 10 encuentros que July acabó por reunir en Te elige, un libro en el que intercala un extraño paisaje humano de Los Ángeles, con un viaje personal y creativo. “A diferencia de un periodista, no trabajo con unas reglas preestablecidas y el proyecto estaba tan abierto que era como decir ‘perdóneme, déjeme que le pague por su tiempo’. Esto era un experimento sobre mí. En los intercambios que tuve no era yo siendo Miranda July, y esto me ponía nerviosa. Soy mucho más agradable y amable en el escenario que fuera de él. Allí me siento relajada, en una fiesta me pongo más nerviosa”, explica sentada en el salón de la casa que comparte con su esposo, Michael Mills, el director de la película Beginners.
Esbelta y bella, con una melena corta y rizada y grandes ojos claros, July viste un vestido de algodón azul marino y unas sandalias planas por las que asoman las uñas de sus pies, pintadas de rosa chicle. La sala ofrece una espectacular vista de Los Ángeles. Sobre la mesa está la colección de Cuentos completos de Lydia Davis, un volumen de fotografías de William Eggleston y un ejemplar de la revista Apartamento. En las primeras páginas de su nuevo libro, July cuenta que tardó dos años en trasladarse aquí, la casa de su entonces novio y hoy marido. Se resistía a dejar su “cueva”, un pequeño apartamento en este mismo barrio liberal y bohemio, Echo Park, que aún mantiene como estudio, aunque desde el nacimiento de su hijo, hace apenas dos meses, siente que no le queda tiempo para llegar hasta allí. Fue en esa cueva, cuando aún le acechaban algunas dudas sobre la maternidad, donde escuchó las cintas de las entrevistas y descartó la idea de convertirlas en un artículo. “Recordé mi experiencia, los nervios, la sorpresa, lo que me pasaba por la mente cuando hablaba con ellos. Si transcribía y simplemente editaba no quedaba clara cuál era su importancia. Decidí ser honesta con mi parte de la historia”, dice.

“Una vez que comprendí que podía escribir sobre mí misma como si fuera un personaje, resultó fácil”
Peculiar entrevistadora, cuando aún era estudiante en el instituto Miranda creó un fanzine con una amiga, cambió su apellido Grossinger por July y realizó una serie de entrevistas con principios abstractos como la confianza, u objetos inanimados como la toalla en la que murió su gato. Más adelante, tras abandonar las aulas universitarias, y trasladarse a Portland —donde se unió al colectivo punk y feminista Riot Grrrls—, puso en marcha un proyecto en el que entrevistó a cientos de mujeres en las calles preguntándoles qué película harían si pudieran.
July tiende a meterse en el centro de las historias y Te elige no es una excepción. Pero este es su primer trabajo de no ficción. “Una vez que comprendí que podía escribir sobre mí misma como si fuera un personaje, resultó fácil”, asegura. Escrito nada más terminar la película El futuro, dice que, en cierta medida, el libro trata de mitigar la nostalgia que le producía pensar en todas las historias reales y personajes que se habían quedado fuera, la cara B de la película, su historia de gestación. “Mi trabajo hasta este momento no ha sido autobiográfico, la relación con mi vida era más libre, más simbólica. No era yo en las películas y los cuentos”.
Inquieta y prolífica, amada y odiada a partes iguales por el público de Estados Unidos, July es una de las voces de mujer más potentes del panorama actual estadounidense. Admiradora de Sophie Calle, entre sus influencias cita a Patti Smith, a Cindy Sherman y a Kathleen Hanna del movimiento Riot Grrrls, de quien aprendió que estaba bien mentir para conseguir lo que se quiere. “Me pasé mucho tiempo mintiendo sin parar, siguiendo este principio feminista. Una década después pensé que quizá ya era momento de acabar con aquello”, cuenta divertida. ¿Aún se reconoce en sus primeros trabajos? “Sé que parece loco, pero cuando miro atrás veo consistencia. Quizá ahora que ha nacido mi hijo he pulsado el botón de reprogramación. He estirado al máximo el momento chica joven, y ahora arranca un nuevo capítulo”, responde sin rodeos.
En su libro habla de la fe, un rasgo que parece recorrer el trabajo de esta artista, algo que no parece haberle faltado. “En los malos momentos te aferras a ella y tienes esta cosa casi mágica de pensar que si crees en ello, el proyecto será bueno. En el arte tienes que quedarte ahí colgado, no sabes qué estás haciendo y de repente todo da un giro y llega el significado y la conexión. Tienes que hacer el trabajo de todos modos con una devoción que roza el rito y luego algo ocurre, como en un matrimonio. Al final todo tiene que ver con el esfuerzo, así es como funcionan las cosas”, afirma. Te elige expresa también la ansiedad que la idea de la maternidad le provocaba, la anticipación del cambio. “Me he pasado bastante tiempo pensando si existiría después de tener un hijo y ahora veo que es una buena pregunta, que no está mal hacérsela, porque algo muere. Además, no es que haya habido muchas generaciones de mujeres que han podido plantearse estas cosas”, dice. Tras el nacimiento de su bebé, ella se ha volcado de lleno en la que será su primera novela, un proyecto que no le intimida. “Escribir es la cosa más libre y barata que hay, tanto que puedes fastidiarla sin que cueste dinero. Tampoco me siento demasiado apegada a lo que escribo, las películas son algo más encantador”, dice y reconoce que en el campo de las letras es en el que ha necesitado más aliento. El novelista Rick Moody, a quien conoció en un proyecto en la radio, fue el primero que la animó a dar el salto.
Criada en Oakland en el seno de una familia liberal de profesores universitarios y editores independientes, Miranda recuerda en Te elige uno de sus primeros proyectos, la correspondencia que con 14 años mantuvo durante cerca de dos años con un preso y que después transformó en una obra de teatro que dirigió. “La obra era bastante mala, una buena idea y un proyecto muy ambicioso, eso sí” apunta. A los siete había comenzado un diario que siguió hasta el rodaje de su primera película. “Entonces los cuadernos pasaron a contener ideas para proyectos de trabajo y solo si algo realmente no iba bien, intercalaba un par de páginas. Pensé que ya hay suficientes mujeres anotando sus cosas en pequeños cuadernitos, a lo mejor no pasaba nada por volcar mis sentimientos en mi trabajo”, afirma.
Desde aquel proyecto adolescente en el teatro ha saltado por un buen número de disciplinas artísticas. “Tengo un irrefrenable deseo de expresar lo que siento. El medio es algo secundario. Me gusta cambiar de terreno y sentir el hándicap de que no perteneces completamente a ningún club”, asegura. July habla de cómo muchos reconocidos escritores pintan o bailarines que escriben, aunque a menudo todo este material queda lejos del público. A ella le gusta tensar el límite. De un trabajo como consultora para el director Wayne Wang —tres sesiones de entrevistas sobre su vida sexual—, surgió el impulso de hacer su primera película. “Él me propuso hacer un guion con el material y rodar una película. Pensé que también podía hacerlo yo sola”, recuerda. “Necesité un poco de agresividad para encontrar las agallas. Había algo inherentemente lascivo en todo aquello”. El sexo es algo a lo que a menudo se refieren cuando hablan de su trabajo, ¿porque es mujer? “Bueno, creo que me interesa más el sexo que a otra gente. Hay mucho espacio para escribir sobre este tema”, reflexiona.

“No me siento demasiado apegada a lo que escribo,las películas son algo más encantador”
Independiente, pero muy presente, July produce la misma animosidad en Estados Unidos que el universo retratado en la película Amélie entre el público europeo. ¿Piensa que hay algo intrínsecamente americano en su trabajo? “Quizá el creerse con derecho a la autorreferencia y también la ambición. Pero para una mujer estas cosas pueden ser útiles, y al final se trata de usar las herramientas con cabeza. Esto me ayuda a superar algunas inhibiciones”. Sus detractores cargan contra lo que consideran que es un tono ñoño, carente de ironía, con Miranda siempre en el centro. Ella escribe en Te elige que atascada con el guion buscaba su nombre en Internet “como si la respuesta a mis problemas estuviera en algún post sobre cuán de insoportable soy”. Ninguno de sus entrevistados tenía Internet y en cualquier caso, ella ha sabido darle la vuelta a las críticas y parodias. El cantante Michael Idov llegó incluso a escribir una canción disco en la que la describía como una versión femenina de Roberto Benigni. Un par de años después hicieron una nueva versión juntos, titulada I heart Miranda July (yo amo a Miranda July). La artista se despide, dispuesta a almorzar una ensalada con su esposo, que la aguarda al otro extremo del salón. Con la vista de la ciudad al fondo, cabe recordar lo que escribió sobre este lugar: “… Comprendí que el mundo, y especialmente Los Ángeles, estaba diseñado para protegerme de esta gente a la que estaba visitando. Los Ángeles no es una ciudad donde se camine o se viaje en metro, así que nunca estaremos juntos, ni siquiera un momento, si alguien no entra en mi coche o en mi casa”.
Te elige. Miranda July. Traducción de Mercedes Cebrián. Seix Barral. Barcelona, 2012. 224 páginas. 20 euros (electrónico: 13,99). mirandajuly.com/.
Círculo creativo
Atlanta (1996)
En este filme de 10 minutos de duración, una pieza clásica de Miranda July, la artista encarna a una nadadora olímpica y a su madre, que por turnos van hablando a la cámara sobre su carrera hacia la medalla de oro. Con un tono televisivo y trash, por momentos histérico y tenso, July sigue la estela de Cindy Sherman, a la que guarda especial afecto. Suyo era el primer libro de arte que le regalaron.
Learning to love you more / Aprendiendo a quererte más (2002-2009)
Una lista de tareas, 70, abiertas a todo aquel que quiera participar y que incluyen propuestas tan dispares como coser un pijama de niño a tamaño adulto hasta darte un consejo a ti mismo retroactivamente o sacarles una foto a tus padres besándose. Cerca de 8.000 personas han participado en este proyecto, con vídeos, fotos, escritos, dibujos y audios, que July y el también artista Harrell Fletcher mantuvieron en marcha durante siete años. Mostrado en el Whitney de Nueva York o en el Museo de Arte de Seattle, hoy se encuentra en la colección de San Francisco MOMA. www.learningtoloveyoumore.com
Eleven heavy things / Once cosas pesadas (2009)
Las esculturas de este proyecto fueron encargadas por la Bienal de Venecia y mostradas en el Giardino delle Vergini. Construidas en fibra de vidrio y hierro, las piezas están diseñadas para que el público se suba o meta las piernas o manos por los agujeros, para que interactúe con las piezas. Más aún, July lo diseñó pensando que sería una buena oportunidad para que los visitantes se sacaran fotos y las mandaran, reactivando el círculo creativo e interactivo que alimenta su trabajo.
El futuro (2011)
Aclamada por la crítica, la segunda película de July, estrenada en salas comerciales, es la cara A de Te elige. Retrata la encrucijada de una pareja de treintañeros: Sophie es profesora de danza para niños y Jason ofrece asistencia técnica por teléfono. Deciden adoptar un gato enfermo Paw Paw, que narra la película. Saben que la llegada del gato implicará una dedicación absoluta y por eso deciden hacer todo lo que más adelante no podrán. La crisis se desencadena y uno de los elementos que les ayudará a reencauzar su historia es el verdadero Joe, uno de los entrevistados en Te elige.

26.6.12

Cuando digo Alicia Steimberg


Cultivó el humor, el costumbrismo, la ironía, la literatura femenina y el erotismo. Autora de libros recordados como Músicos y relojeros, La loca 101, Amatista y Cuando digo Magdalena, Alicia Steimberg murió el último fin de semana. Con un texto en el que, sin dejar de referirse a sí misma, trató de comunicar a los aprendices de literatura la diferencia entre escribir y ser un escritor
Alicia Steimberg escribía para que no la interrumpieran cuando hablaba. foto.fuente:pagina12.com.ar


¿Cómo sucede que alguien llega a ser escritor o escritora? Genéricamente se llama escritor a alguien que escribe cuentos y novelas. Es cierto que los historiadores y los filósofos que escriben libros también son escritores. Y los poetas y los dramaturgos son escritores, y los que escriben el texto de una historieta, guiones para cine y avisos publicitarios, pero habría que ver cuánta gente los llama escritores. Yo voy a ocuparme específicamente de lo que vengo haciendo desde hace cuarenta años, debería decir cincuenta, y aun más, si pensamos que desde muy chica ya inventaba dentro de mi cabeza historias completas con comienzo, desarrollo y final, cuando me pasaba algo malo y tenía que consolarme sola (esto no es una queja contra mis padres, también a ellos les pasaron cosas terribles). Vistas en perspectiva, aquellas historias que yo me contaba a mí misma ya revelaban algo, tal vez una habilidad innata para inventar historias, o para convertir una historia trágica en algo más potable, más digerible para la tierna edad de la autora.

Un cachorro de escritor de ficción, con su don, o su soplo divino, de todas maneras tiene que aprender muchas cosas. A caballo del soplo divino, imita a los escritores ya “establecidos”, “reconocidos” o “consagrados” (ninguna de estas palabras es suficiente en sí misma para definir al que escribe; además pareciera que las calificaciones son lapidarias: los que entran en el establishment son despreciados por los que aman a los salvajes y a los transgresores; de los profesionales se dice que se venden por dinero y que pierden la frescura; a los salvajes y a los transgresores se les tiene miedo).

Para escribir, entonces, no hay más remedio que imitar a los escritores consagrados de nuestro tiempo, sumando un ingrediente personal que, si está ausente, cava la fosa del autor a medida que éste escribe. Esta parcial imitación o reescritura de nuestros contemporáneos la hacemos todos (menos Enrique Larreta, el escritor argentino que en su novela La gloria de don Ramiro, de 1908, hizo una reconstrucción del castellano del siglo XVI, cuando en España había moros y cristianos).

En la Argentina y en otros países, los talleres literarios son una invención reciente que celebro, porque ayudan a acortar el tiempo que se necesita para aprender los resortes del oficio. Esto no significa que antes de que aparecieran los talleres los escritores, como suele decirse, aprendieran solos, como aprendemos, aun antes de nacer, a chupar para alimentarnos. El bebé ya sabe chupar cuando sale de la panza de la madre; ahora podemos comprobarlo con las ecografías, donde se ve al futuro ciudadano chupándose el dedo dentro del seno materno. Más tarde caminará, cuando la maduración le permita pararse y andar. Claro que lo ayudaremos amorosamente, pero de nada servirá la ayuda si aún no ha llegado al punto de maduración necesaria. En cambio, a los seis años hay que enseñarle, más o menos laboriosamente, a leer y a escribir. De la misma manera, durante dos milenios y medio, los escritores han aprendido a escribir literatura leyendo libros. Muchos libros. Y siguen aprendiendo de esa manera.

Después de años de ejercer por mi cuenta y en secreto una de las actividades más nobles del hombre, sin mostrarle a casi nadie el resultado de mis intentos materializados en los tipos indecisos de la máquina de escribir de papá, una Remington portátil que dejaba adorables letras en el papel y en las copias con papel carbónico, mandé un original a un concurso. No quiero asustar a aquellos que se interesen por saber cuántos años me dediqué a esta solitaria actividad, porque fueron muchos, aunque no necesariamente el mismo número de años que le dedicaron otros que, como yo, alcanzaron el título de escritor, con más o menos las mismas cualidades, o mayores, en menos tiempo.

¿Quién o quiénes confieren ese título de escritor? Muchas personas, pero también algunas instituciones. Además de los concursos literarios, las editoriales que lo aceptan, el público que lee, que es y no es lo mismo que el número de ejemplares que se venden ni es tampoco un grupo humano homogéneo; los traductores que permiten la difusión del libro en otras lenguas; el tiempo que pasa y sostiene o deja caer el éxito y la popularidad; las modas.

Escuchando con gran interés a una persona que me relataba sus actividades agropecuarias, aprendí la expresión “novillo terminado”. Entiendo que quiere decir que el animal tiene edad, peso y otros requisitos necesarios para convertirse en alimento de seres humanos. Se podría decir que un escritor es un novillo terminado cuando otros escritores de más experiencia eligen su obra en un concurso, o en dos o tres concursos, aunque sea para una mención. ¿Y no hay otra manera?, se preguntarán ustedes. Parecería que esta forma de otorgar el título de escritor, o de comenzar un proceso que terminará por otorgarlo, con todos los defectos que pueda tener, es la forma más aproximada a la ecuanimidad y a la justicia.

¿Cómo es el proceso que convierte a alguien en escritor? No se sabe. Es imposible ver crecer una planta, aunque se sepa por qué crece. Es imposible seguir el movimiento de un rayo de sol que avanza imperceptiblemente por una pared y que, un rato después, al volver a prestarle atención, encontraremos en la pared de enfrente. Tampoco se ve el don inexplicable que permite el aprendizaje del oficio, tanto al escritor como a otros artistas. Es natural que así sea, porque los escritores de ficción deben ser artistas.

Un artista surge de la nada y luego lo descubren en Hollywood, o en una escuela de danza donde aparece con las zapatillas rotas, bailando como los ángeles. Leyendo biografías de escritores vemos que uno fue fotógrafo de plaza, otro dictaba sentencia en un juzgado, otro colaboraba con los nazis durante la ocupación en Francia, a otro lo mantenían los amigos porque el grado de su alcoholismo no le permitía trabajar. Y esto no sucede sólo en la provincia del arte y de las letras. Un ministro de Economía argentino de quien la opinión pública puede decir lo que quiera, pero no que era un asno, fue hasta segundo grado de la escuela primaria. Así como un chico de seis años, cuando le preguntan qué quiere ser cuando sea grande, dice: “¡Quiero ser bombero!”, un número indeterminado de adultos, si se les pregunta qué les gustaría ser si no fueran lo que son, dicen, o guardan en secreto, que quieren ser escritores, y no hay que tomarlos más en serio que al chico de seis años. En cambio, los que no piensan “quiero ser bombero (escritor)”, si sienten el deseo de escribir, escriben, aunque piensen alternativamente que lo que guardan en secreto es una joya o una basura, aunque nunca se animen a compararlo con un texto de un escritor reconocido como tal.

Cualquiera puede sentarse y escribir, salvo que sea analfabeto. Aquí hablamos de escribir algo cuyo propósito sea entretener, conmover... El principiante dirá pomposamente “escribir un cuento”; alguien menos refinado dirá “hacer un cuento”, a la vez que anuncia que tiene pensado escribir una novela. Tiempo después ha aprendido a llamar “textos” a esos escritos que antes llamaba cuentos, y el cuidadoso plan que tenía para la novela será reemplazado por una pequeña historia que le contó su abuelo, del tiempo en que él, el escritor, todavía no había llegado a este mundo.

“La gente escribe por muy diversos motivos”, dijo una vez una escritora al público. “Escriben para hacerse famosos, para perdurar en el tiempo, para ganar dinero, para difundir sus ideas, para hacer la revolución social”, continuó. “Yo –dijo finalmente– escribo para que no me interrumpan cuando hablo.”

Este texto, “Escribir o ser escritor”, es el primero que figura en Aprender a escribir, publicado por Aguilar en 2006, en el que Alicia Steimberg volcó su experiencia como escritora y maestra de escritores en talleres literarios.

23.6.12

Cien mil veces Mario Bellatin

Un autor de culto, un artista de vanguardia y un monje sufí conviven en un escritor con una prótesis que solo desea escribir sin parar. El narrador mexicano, inmerso en el proyecto de editar cien obras en formato mínimo, publica ahora El libro uruguayo de los muertos y participa en la Documenta de Kassel
Mario Bellatin y su prótesis (Ciudad de México, 1960). foto: Daniel Mordzinski. fuente:elpais.com
Si el Mario Bellatin real se correspondiese con el Mario Bellatin que narra sus novelas en primera persona, esto no sería una entrevista para un suplemento cultural, sino una entrevista clínica. De acuerdo con las características que se atribuye en El libro uruguayo de los muertos, su última obra, recién editada por Sexto Piso, estaríamos ante un hombre tarado por haber crecido en una familia “malvada, funesta, miserable”, en la que su madre recogía hormigas por la mañana para dárselas a sus hijos de desayuno y donde abundaba la deformidad: por ejemplo, una hermana “que en lugar de boca tenía una especie de trompa como la de un elefante”, o un abuelo diabético, con una pierna y un brazo amputados, que a veces hablaba a solas con una foto de Mussolini colgada en el lugar principal de la casa.
Mario Bellatin sería un cleptómano de plumas Inoxcrom aquejado al mismo tiempo de “grafofobia”, y a unos metros del sofá en el que atiende esta entrevista, en su espartano hogar de Ciudad de México, habría un esqueleto llamado Agapito enterrado debajo de la plancha de cemento de la cocina.
—No pongas ahí “viene de una familia facchista” —dice con la pronunciación que debió de aprender en su familia real, de origen italiano.
—Pero es lo que pone en su libro.
—¿El libro dice así, una familia facchista, y que al abuelo lo cortaron en pedazos y todo eso? ¿Es muy fuerte, no?... Hay algo de mentira. Es verdad, pero es mentira.
A Mario Bellatin le gusta difuminar la línea entre su universo literario y el mundo cotidiano, y su propia apariencia —“mi estricto uniforme”, le llama— tiene elementos de personaje ficticio. La cabeza rapada. Una túnica negra combinada con pantalones negros y con unas aparatosas botas del mismo color que parecen más acordes a un punki londinense de los setenta que a un escritor mexicano de 52 años. Y envuelto en la manga derecha de la túnica, un antebrazo ausente desde su nacimiento que antes solía completar con una prótesis metálica con pinzas que le daba un aspecto a medio camino entre un monje y un ciborg.

"¿Tú crees que esta es Frida Kahlo o no?", pregunta Mario Bellatin sobre la mujer que fotografió para su libro Las dos Fridas.
Según cuenta en El gran vidrio (Anagrama, 2006) y en El libro uruguayo de los muertos, sea una verdad afirmada dos veces o una mentira repetida, en un viaje por la India terminó arrojando esa prótesis entre los cadáveres flotantes del río Ganges.

A Mario Bellatin le gusta difuminar la línea entre su universo literario y el mundo cotidiano, y su propia apariencia
Cuando se le pregunta por la veracidad de todas esas rarezas con que dibuja su figura en sus libros, Bellatin suele responder con un comprensivo pero indiferente “no importa, eso no importa”. Explica que todos esos elementos autorreferenciales, así como los temas recurrentes de su escritura, como la enfermedad, la deformidad de los cuerpos o la presencia de la muerte —que fabuló en una truculenta novelita de 1994 llamada Salón de belleza, una parábola implícita de la expansión del VIH en aquella época—, son pretextos para atraer al lector a un mundo diferente. “Yo quiero lograr transitar por una realidad paralela a la cotidiana”, dice, “y que el lector se salga del mundo real y entre a este universo que no es el mundo de todos los días, deslavado y aburrido”.
Mario Bellatin se levanta del sofá y vuelve con un cuadernillo titulado Las dos Fridas, una biografía de la pintora mexicana Frida Kahlo que le encargó una entidad pública para distribuir entre escolares. Lo abre y señala una fotografía. “¿Tú crees que esta es Frida Kahlo o no?”, pregunta. La mujer de la imagen, en efecto, con sus abalorios, su ropa colorida, su moño y sus dos cejas en una, se parece mucho a Frida Kahlo.
“Pero no es. Sabes que no es, ¿verdad?”. La señora de la foto es una comerciante de un pueblo rural a la que Bellatin fue a retratar para escribir su libro para estudiantes y que no tiene más que vagas referencias de quién fue su histórica compatriota. “Sí, ¿pero es Frida Kahlo, no?”, suelta a contrapié el escritor. “Todo esto es verdad. Esta mujer existe, no la disfracé, no le pagué. Esta mujer es la verdadera Frida Kahlo. Es la mujer que Frida Kahlo siempre quiso ser y nunca pudo ser. Esta es la original. Frida Kahlo se representaba a sí misma como una comerciante de pueblo que nació después de que Frida Kahlo se murió”.
El escritor sostiene que la pintora fue una impostora, y ciñéndose a su interpretación creativa de lo real se sintió legitimado para realizar un texto escolar que tal vez haya confundido un tanto a sus jóvenes lectores. “¿Has visto sus fotos? Todas estaban armadas, eran perfectas. En todo lo que hacía no había nada de cotidiano, todo estaba dentro de una parafernalia, y yo hice la parafernalia de la parafernalia. Y pienso que si un chico de 17 años de una escuela piensa que la mujer de la foto es la verdadera Frida Kahlo, da exactamente lo mismo. Ella se inventó todo, así como yo me inventé todo también”.
Pasado el mediodía, Mario Bellatin solo ha desayunado un café que ha dejado a medias, pero desarrolla su discurso con energía, mezclando el humor con un fondo conceptual que a veces resulta abstracto. Su perro Perezvón, un ejemplar blanco y negro de border collie con un collar en el que lleva grabado su nombre de andar por casa, Pérez, juguetea por la sala mientras su dueño expone sus ideas.
—Fuera, perro —le ordena.
Por la vivienda circula otra perra llamada Mona, aparentemente hiperactiva, que es propiedad del asistente personal de Bellatin. El escritor cuenta que fue arrojada por una ventana de una casa del centro de la ciudad cuando estaba recién nacida. Los canes son otro elemento común en sus tramas surreales, y ahora protagonizarán un documental que acaba de filmar en Los Ángeles “sobre cómo un grupo de obesos se dedica por diversión a hacer correr a galgos que mantienen después encerrados durante toda la jornada”.
La actividad artística de Bellatin desborda la escritura. Además de ese filme, actualmente está terminando la edición de una ópera que ha filmado con la compositora Marcela Rodríguez en Ciudad Juárez, el lugar más mortífero de México. Dice que es una obra sobre la violencia que trata la violencia a la inversa, sin mostrar una gota de sangre. Está basada en Bola negra, un cuento suyo sobre un entomólogo japonés que se come a sí mismo. Para el coro eligió a chicos y a chicas de Ciudad Juárez “en situación de extrema vulnerabilidad”. Según detalla, en el escenario se proyectan imágenes del muro fronterizo que separa Estados Unidos de México, de las nuevas urbanizaciones de la zona —“con casas abandonadas sin puertas ni ventanas y picaderos de droga”— o de la “miseria humana” que traslucen los talleres de maquiladoras, como se conoce en Latinoamérica a las mujeres que subsisten de la industria manufacturera, en muchas ocasiones sin un contrato formal. Mientras tanto, el coro entona una letra que Bellatin recita en su casa de manera acompasada: “Has-ta-har-tar-se / Con-su-mi-do-por-sí-mismo / De-glu-ti-do-por-sí-mismo...”.

Su carrera se desarrolló fuera de los carriles normales de la escritura, orientación que aplicó para los demás en la Escuela Dinámica de Escritores de Ciudad de México
Bola negra es parte del material que mostrará Bellatin en julio en la Documenta de Kassel (Alemania), la exposición quinquenal de arte contemporáneo. Él enfoca el musical como un cuestionamiento del rol social del autor. Bellatin está en contra del esquema “binario” del escritor como un individuo con dos opciones, usar su obra como un medio para denunciar injusticias o ser un ente puro que crea de espaldas al mundo. “Estoy de acuerdo en que la literatura es un mecanismo de cambio, pero no en el sentido de una inmediatez coyuntural, como si el texto fuese un instrumento que no se puede sostener por sí mismo, sin su contexto”.
Ya en sus inicios, según cuenta, su heterodoxia se dio de frente con otra división de categorías en la que sus propuestas no encontraban acomodo: la separación de los escritores latinoamericanos entre autores internacionales como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa o Carlos Fuentes y otra corriente de compromiso social regionalista. “Para las cosas que yo trataba de hacer usaban términos envenenados, como kafkiano”, recuerda. “Y yo con 18 años pensaba, guau, puta madre, kafkiano, pero en realidad me estaban diciendo ‘Muy bien, hijito; ahora, si quieres ser escritor, haz algo indígena o algo urbano que hable de lo que se tiene que hablar: del dictador, del realismo mágico o del exotismo de Latinoamérica”.
Su carrera se desarrolló fuera de los carriles normales de la escritura, orientación que aplicó para los demás en la Escuela Dinámica de Escritores de Ciudad de México, que fundó a principios de los 2000 y dirigió desde entonces hasta que la cerró hace tres años —aunque piensa reabrirla en septiembre—. La primera regla para los aspirantes a escritores era que en la escuela estaba prohibido escribir. Él hizo algo similar cuando comenzó. Estudió Filosofía en Lima (Perú), donde vivió desde los cuatro años, y a mediados de los ochenta se pasó dos años en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, en Cuba. En ambos periodos se dedicó simplemente a “observar”, con el propósito transversal de hacerse con herramientas para la escritura. Finalmente regresó al país de donde nunca quiso salir, México, y completó el triple salto con tirabuzón: hacerse adepto a una comunidad sufí, una rama mística del islam.
Después de unas tres horas de conversación sobre la mentira, la verdad, el arte y los entomólogos japoneses que se engullen a sí mismos, con la media taza de café ya en el recuerdo, Bellatin, agotado y hambriento, hace un esfuerzo no del todo exitoso por dar a entender su relación con el sufismo a un periodista con una capacidad de comprensión cada vez más obtusa: “El sufismo me enseñó que todo es un todo”, arranca el escritor; “que todo forma parte de lo mismo”, repite; “que vivimos en tiempos paralelos”, dice escalando grados ontológicos; “que no hay avance, que hay circularidad, paralelismos”, continúa hasta hacer una afirmación terminante: “Que todo el tiempo, los vivos y los muertos vivimos en tiempos simultáneos, en el instante”. Se detiene un momento, se disculpa por estar “un poco descerebrado” por el cansancio y finaliza con unas palabras que tampoco cuadran en la cabeza del interlocutor: “Y ese mismo instante es lo que busca el derviche girador”.
Bellatin se considera sufí y cumple con su estética austera. El mobiliario de su hogar es tan esquemático que la casa parece casi deshabitada, o habitada por un fantasma, como dice el escritor que se siente en ocasiones. Siempre lleva su uniforme negro, y conduce un coche negro sin cambio automático ni dirección asistida, cosa meritoria teniendo en cuenta que solo dispone de un brazo. El principal foco decorativo de la sala es un minúsculo cuadro con un derviche —un bailarín sufí— congelado en un instante del giro permanente en que consiste la danza ritual de esta religión.
Esa pared, como todas las demás de la sala y del estudio, estarán cubiertas pronto por enormes estanterías en las que piensa distribuir Los cien mil libros de Mario Bellatin, una obra que también presentará en la Documenta. Se trata de otro proyecto a medio camino entre la literatura y el arte conceptual, consistente en la edición de cien libros suyos en un formato mínimo y con una tirada de 1.000 ejemplares cada uno. Los comercializará por su cuenta, sin pasar por las librerías, intercambiándolos directamente con los compradores “por un cigarro o por 1.000 pesos, dependiendo de mi estado de ánimo”. De momento ha publicado seis, y calcula que con todo lo que ha escrito durante su carrera ya tiene material para 52. “A partir de ahora quiero seguir escribiendo para llegar a 100. Pero igual me muero antes, no importa. Lo importante es que el hecho de que aquí haya 100.000 libros o no haya nada solamente depende de un deseo, y nada objetivo, externo a ti mismo, se puede interponer a ese deseo”.
Como el derviche que gira en un movimiento eterno, lo único que desean el hermano de la chica elefante, el ladrón de bolígrafos, el hijo de la cocinera de hormigas y el dueño del perro Perezvón es que Mario Bellatin permanezca siempre escribiendo.
El libro uruguayo de los muertos
Mario Bellatin
Sexto Piso
Madrid. 2012
280 páginas
16 euros

Hannah : "'Todos estamos un poquito locos, por eso nos atraen este tipo de historias"

Novelas, películas, series... El género negro sigue siendo una apuesta de éxito
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Sophie Hannah, escritora inglesa de novela negra presenta Los muertos se tumban. foto.fuente:elmundo.es
"Pienso que, probablemente, todos estamos un poquito locos y por eso nos atraen tanto este tipo de historias", confiesa Sophie Hannah. La escritora inglesa recala en España por cuarto año consecutivo para presentar 'Los muertos se tumban' (Duomo ediciones), la nueva entrega de su saga 'noir'. En su opinión, "nos gusta leer cosas más morbosas porque nos tranquilizamos pensando 'no soy el unico que tiene este lado oscuro'".
Conocer cómo funciona la mente humana es algo que siempre le ha apasionado a la novelista. Por eso, decidió especializarse en el 'thriller' psicológico, algo que muchas veces es incluso más terrorífico que los crímenes estándar o el miedo tangible: "El misterio es una gran motivación para el lector, para que sea él quien se ponga el reto de averiguar qué y por qué ha ocurrido", explica.

La realidad escondida en la ficción

Sophie Hannah, hija de una escritora, asegura que aprendió a amar los libros porque creció rodeada de ellos desde bien pequeñita. Y eso fue lo que le motivó a seguir los pasos de su progenitora. Entregada con cada una de sus obras, como si de uno de sus hijos se tratara, sus emociones y sentimientos se pueden palpar en el papel: "Creo que es importante tener un compromiso real con los lectores, ya que a todos nos gusta leer sobre la realidad... y nada mejor para eso que mostrar lo que me sale del corazón", opina.
Esta implicación emocional tan fuerte es lo que hace que necesite un descanso de unos seis meses entre un libro y otro: "Hay escritores que me dicen que a los dos días de terminar una novela, comienzan con la siguiente. Yo sería incapaz, porque acabo agotada". Y es que volcar en una obra todos sus traumas y problemas, enmascarándolos al atribuírselos a personajes inventados, remueve demasiadas cosas en su interior.
Éste es el caso de 'Los muertos se tumban', donde Hannah muestra la obsesión romántica de querer estar con alguien por encima del bien y del mal, "algo que yo y más de uno hemos sentido alguna vez". La idea de esta novela, que se publicó en España el pasado 21 de mayo, surgió mientras la escritora veía una serie policiaca donde una persona confesaba un crimen que no había cometido para salvar a su hijo: "Este 'cliché' tan manido me hizo pensar en darle una vuelta al tema y añadir a la falsa confesión un falso crimen", declara.
En cuanto a si la realidad supera a la ficción, Sophie Hannah opina que eso no debe de ser un impedimento para escribir sobre lo que ocurre realmente en el mundo, que es la misión del escritor según ella: "Los novelistas tenemos que escribir siempre con toda la oscuridad, retorcimiento y casualidad de la vida. A veces me dicen que mis personajes tienen comportamientos extraños y no se dan cuentan de que solo son realistas, ya que la gente en el mundo real es así de drástica", sentencia.

Los inicios que marcan el camino

Mientras en España está el cuarto libro de su saga misteriosa-criminal-psicológica, Sophie Hannah acaba de terminar de escribir el octavo, que llegará a las librerías británicas el próximo año. En todos los libros, los elementos comunes son Charlie Zailer y Simon Waterhouse, los dos detectives encargados de resolver los misterios que se desarrollan en cada una de las novelas. Y una figura constante: la heroína en peligro que se ve envuelta en un crimen y que no consigue, en un principio, mucho crédito por parte de la policía.
Novelas de crímenes exclusivamente, una comedia romántica, una serie de televisión relacionada con el mundo sobrenatural de los fantasmas... muchos son los proyectos que tiene en la cabeza, además de continuar con la saga: "¡Lo malo es que no tengo tiempo para todos!".

16.6.12

¿Qué define al policial argentino?

"En el policial argentino están las dos grandes corrientes del género, el policial de enigma y el policial negro, los dos estilos están muy presentes en la historia", sintetiza De Santis
DE SANTIS: "Una buena novela policial es una buena novela a secas".foto.fuente: Revista Ñ
Una buena novela policial es una buena novela a secas”, lanza Pablo de Santis y ese “a secas” queda vibrando en el largo silencio en el que se sume el escritor. “El policial ha invadido totalmente la literatura. Está presente en la mayoría de los libros. Hay novelas que no son específicamente del género, ya no hay colecciones de policiales, pero el policial atrapó a todos los géneros. La idea de contar una historia que tiene relación con otro relato oculto es algo que está en nuestro inconsciente narrativo”, había dicho poco antes.
Con eso acuerda Guillermo Martínez y se mete de lleno en el policial argentino: “En la literatura argentina el policial tiene un rango curioso porque no está condenado a priori , como ocurre en otras literaturas en las que los títulos del género van directamente a los anaqueles de la subliteratura. Creo que gracias al trabajo de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, a la gran selección de novelas que hicieron en la colección del Séptimo Círculo entre el gran cúmulo de policiales de la época, muchos autores argentinos, si no todos, han escrito alguna novela que toca lo policial o es estrictamente policial. Es un género muy estudiado, frecuentado y con un prestigio literario construido a partir de relatos canónicos como ‘La muerte y la brújula’, de Borges, o Rosaura a las diez, de Marco Denevi. Estos autores mostraron que se puede hacer gran literatura con un pie, casi una excusa, en lo policial”, sopesa el autor de Crímenes imperceptibles y apunta nombres a esa nutrida lista de autores que se aventuraron en el género a lo largo las generaciones. “Siempre hubo un costado plebeyo pero con cierto prestigio académico ligado a lo policial en la literatura argentina”, comenta.
Para De Santis ese atravesamiento explica no sólo la vitalidad del policial, sino otros muchos fenómenos que desbordan lo literario. “Una marca, en general, de toda la cultura argentina es la sofisticación de lo popular, hay elementos populares, pero siempre se llega a un nivel de sofisticación que tiene que ver con los cruces de nuestra sociedad entre lo que se considera alta cultura y cultura popular. Ocurre, por ejemplo en la historieta, y en la novela policial que tiene los elementos populares del género pero a la vez siempre alimenta ciertos debates de ideas, cierta reflexión sobre el género”, señala.
La larga historia del policial, interviene Vicente Battista, comienza sobre el final del siglo XIX con la aparición de Las huellas de crimen, de Raúl Waleis, aquel primer texto que, dice, “da a la Argentina el orgullo de ser el primer país en lengua española que publica una novela policial”. Una llama encendida en 1877 que permanecería ardiendo en las antorchas de Borges, Bioy Casares, Leonardo Castellani, María Angélica Bosco y Rodolfo Walsh, acaso un pequeño puñado de los que cultivaron aquel género con rasgos clásicos; y, aunque con una impronta más marcada del policial negro norteamericano, en autores como Juan Sasturain, Juan Carlos Martini, Ricardo Piglia, Carlos Balmaceda, Rubén Tizziani, Ernesto Mallo y el propio Battista, entre muchos, muchísimos otros. Porque, como coinciden los autores consultados, son pocos los escritores que no han incursionado con mayor o menos énfasis en el policial.
“En el policial argentino están las dos grandes corrientes del género, el policial de enigma y el policial negro, los dos estilos están muy presentes en la historia”, sintetiza De Santis y confiesa su cercanía con el policial de intriga. Ese que, en palabras de Martínez, ha sido dejado un poco de lado en las obras contemporáneas. “Se lo considera casi un acertijo y hay una especie de menosprecio por este subgénero que en la jerga se llama el ‘ Who done it ’ (quién lo hizo) con el que hay un fuerte malentendido porque se piensa que la gracia de estas novelas se extingue cuando aparece el nombre del criminal. Eso, para mí, es una manera muy reduccionista y vulgar de mirar al género, me parece que si el policial clásico perdura es porque los hechos se presentan de cierta manera, con un cierto orden, una cierta lógica que parece la lógica verdadera que rige esos hechos y en el final, junto con el nombre del criminal, aparece un ordenamiento diferente de los mismos hechos y se revela una verdad escondida y oculta que está por detrás. Se revela mucho más que el responsable de un crimen –considera el autor de La muerte lenta de Luciana B–. En ‘Las leyes de la narración policial’ –un ensayo muy lindo de 1933, recogido en Textos recobrados– Borges propone leyes para la narración policial y escribe explícitamente siete u ocho y si uno lee con cuidado aparecen otras siete u ocho que están implícitas. Pero, entre las que menciona, la última habla de la necesidad y maravilla de la solución. Es decir, que el que lee novela policial lo hace: por un lado como un desafío intelectual, y por otro con la esperanza de ser maravillado, sorprendido y maravillado por la solución. Hay algo del orden del acto de ilusionismo en la novela policial y, para mí, ese es el mecanismo que todavía funciona cuando las ideas son lo suficientemente astutas”, cierra Martínez en una suerte de alegato a favor del policial de enigma, con el que trabajó en su más célebre novela Crímenes imperceptibles , llevada al cine en 2008 por Alex de la Iglesia.
Cierto es que en un momento, la arena del policial enigma en nuestro país fue arrasada por el auge del policial negro, en la visión de De Santis, porque “hubo una generación, la anterior a la nuestra, que idolatró a Raymond Chandler y Dashiell Hammett. Les atraían mucho todos estos escritores y, en general, desechaban al policial clásico, creo que por el artificio, por esa figura del detective que es una especie de aficionado, amateur que no se sabe de qué vive”. Puesto a hablar de las dos corrientes del género, Battista se arriesga y afirma que el policial negro salvó del olvido al policial clásico: “El policial, esto nadie lo discute, nace como género con Edgar Allan Poe. A cincuenta años de la muerte de Poe nace Hammett. Muere el fundador del policial enigma y nace el del policial negro. Si no hubiese existido el policial negro, hoy no estaríamos hablando del policial, hubiera muerto por sí solo, porque hay un momento en el que no hay más enigmas que resolver. En el policial negro, al no haber enigma, sólo se cuentan como son las cosas. Si no hubiera existido el policial negro, el policial enigma se hubiera apagado”.
Para Martínez esa idea se basa en un equívoco: “Algunas categorizaciones se hacen, a veces, con demasiada liviandad. Se supone que la novela de enigma es puramente acertijo y juego intelectual pero basta leer con un poco de cuidado las novelas de Agatha Christie para ver también que a través de ellas se puede hacer un estudio de la sociedad inglesa de la época”, dice. Por el mismo lado avanza De Santis y afirma que para él, la ciudad de Los Angeles de Chandler no es más real que las casas de campo inglesas de Agatha Christie. “Yo creo que ningún valor literario logra sobrevivir por su relación directa con una determinada realidad social, siempre sobreviven por valores autónomos a la misma obra”, expone el autor de El enigma de París (Premio Planeta-Casamérica 2007) y afirma que desde su punto de vista en la novela policial de intriga está el atractivo de que a la verdad se llega por indicios, y aunque sean relatos fantasiosos sirven a las personas reales para pensarse en la realidad y en la búsqueda de la verdad. Asimismo considera que a las novelas negras se las exaltan, a menudo, por motivos equivocados. “Para mí son maravillosas, pero no porque reflejen la sociedad mejor que la novela de enigma, sino porque han inventado otra mitología del detective, tan convencional como la anterior”.
Investigadores que se camuflan tras los anteojos de ver de cerca de un juez de paz, en la informalidad de algún periodista, la serenidad de algún bibliotecario, la curiosidad del librero. El policial argentino ha tenido que buscarle la vuelta a la figura del detective para no caer en perfiles forzados y artificiosos, tal vez por ese manto de oscuridad, tragedia, dolor y miedo que se asocia inevitablemente a la institución policial en nuestro país. Y en esa búsqueda por abrirse a los posibles avatares del detective clásico, se construye una de las principales innovaciones del policial más actual. Pero hay más, bastante más.
El editor y crítico literario Jorge Lafforgue, autor de Asesinos de papel y de una fundamental antología de cuentos policiales argentinos, advierte que estamos ante un momento particular para el género. “Hoy, aquí en la Argentina, hay un fuerte movimiento dentro del relato policial, pero no es un hecho aislado, en el mundo, como bien sabemos, hay grandes escritores del policial, ha habido una especie de resurgimiento del policial sin que este haya muerto nunca. Pero en esta época hay algunos signos distintivos respecto de las anteriores”.
Si décadas atrás había colecciones renombradas y claramente establecidas de policial, si las revistas difundían relatos fundamentales a precios accesibles, si autores como Chandler y Hammett se vendían en los kioscos de revistas y había concursos que hoy no encuentran equivalentes, cierto es que por entonces no existían encuentros como los que propone el Festival Azabache, de Mar del Plata, y el BAN! (Buenos Aires Negra) a realizarse en los próximos días. La cosa está en movimiento y con el ruido del andar sólo parece posible hacer algunos apuntes.
“Yo distinguiría un par de cuestiones –explica Lafforgue– por un lado hay un grupo de narradores que se asumen como escritores de policiales, y en cuyas obras los signos del policial son claros, y otro sector de escritores que me interesan porque marcan un camino tal vez distinto. Los primeros son los más conocidos: Pablo de Santis, Claudia Piñeiro, Guillermo Martínez, Leandro Oyola…, etc. Ahí puedo decir que encuentro textos muy buenos pero que me remiten al pasado. Vamos a poner un caso clave: hay un escritor, Diego Grillo Trubba, que tiene unos volúmenes de novela policial histórica Crímenes coloniales. A mí me parece que son construcciones que denotan una muy fuerte investigación histórica, una recreación de época y una trama policial interesante y bien resuelta. Pero no me parece que sean novedosos, salvo en el sentido de que sí establecen un relato policial que tiene que ver con el pasado histórico, cosa que no tiene precedentes. Pero eso es sólo en términos temáticos y no términos de procedimientos”, sentencia el editor y señala también las novelas de Claudia Piñeiro, Las viudas de los jueves, Betibu que, dice, introducen una temática que es nueva, la de los barrios cerrados, pero que en términos generales se inscriben claramente en la historia del policial. “Descubren nuevos ámbitos narrativos e introducen algunos procedimientos novedosos pero son claramente clasificables”, dice Lafforgue.
Ahora, los otros, los que abren una nueva vertiente, dice el editor, son los narradores que sin inscribirse o embanderarse en el género policial marcan caminos distintos, alternativos. “Me parecen muy atendibles e interesantes casos como el de Carlos Gamerro, sobre todo con Las islas. Esto remite a algo que alguna vez trabajó Ricardo Piglia. El observó la manera en que el policial atraviesa la historia de la literatura argentina, no solamente como subgénero específico, sino en la manera en que lateralmente se cuela y aparece en otros géneros que no son estrictamente policiales. Esa observación me parece pertinente para hablar de lo que sucede en estos momentos con la literatura en la Argentina”, resume Lafforgue.
Con nuevos lenguajes y en la incorporación de nuevos sectores y actores sociales, los relatos policiales transitan caminos ya andados y van tiñendo las páginas de la narrativa en términos más amplios. En esa niebla en que navegan los géneros, sin las amarras de las colecciones que los confinaban a ciertos anaqueles, el enigma, el misterio y las muertes siguen siendo detonadores de todo tipo de oleajes en las sociedades. De Santis alude al modo en que Graham Green dividía su obra entre las novelas serias y las novelas de entretenimiento hasta que descubrió que esa distinción no tenía sentido alguno. “Para mi –dice De Santis– el policial es una manera de conducir el relato. La novela no es la historia, la historia es un modo ordenado de mostrar un mundo narrativo autónomo”.
En ese universo narrativo ciertos artilugios del policial condimentan el relato y obligan al lector a comprometer todos sus sentidos, tal vez por eso, como han machacado cada uno de los consultados, una buena novela policial es, a secas, una buena novela.

14.6.12

China, el nuevo horizonte literario

Una veintena de escritores chinos contemporáneos copan las librerías españolas y del mundo. Hay dos grupos: los exiliados, desde el Nobel Gao Xingjian hasta Mo Yan, hasta los que viven allí. La obsesión por la búsqueda del triunfo, poco sexo y la política son tres de los temas principales
Obra del Nobel de Literatura Gao Xingjian.foto.fuente:elpais.com, youtube.com
“Los descansos para ir al lavabo estaban limitados a diez minutos y requerían apuntarse en una lista”, cuenta Lu Qingmin, una de las protagonistas de la reciente Chicas de fábrica (RBA). Esta opera prima de Leslie T. Chang no es una novela sino un magnífico reportaje de la China actual, de las decenas de millones de adolescentes que escaparon del campo a la ciudad y quedaron atrapadas en sus luces de neón, en su engañosa libertad, en sus oportunidades y en las redes de mafiosos que engrasan la llamada Fábrica del Mundo.
El relato de Chang, en el que se entremezclan detalles de su experiencia personal y familiar, está emparentado con la nueva corriente literaria china, centrada en la narración de la vida laboral de los protagonistas, de sus lugares de trabajo y, sobre todo, en la transformación de hombres y oficinas desde la insignificancia a la opulencia. Cambios promovidos por empeño de convertirse en millonarios y en redecorar los despachos para que lo parezca. Son novelas con un trasfondo económico y financiero, cuyas tramas discurren siempre por la pendiente del triunfo, sin apenas dejar tiempo al sexo o al romance; historias donde la pasión se vuelca en las guerras comerciales o en la consecución de los objetivos financieros.
Este género es el único que cuenta con millones de adeptos, en un país donde hasta la Academia de Ciencias Sociales se ha quejado de lo poco que se lee. Diario del funcionario Hou Weidong, una serie que va por el noveno libro ha vendido más de tres millones de ejemplares, cuando la tirada de la mayoría de los títulos ha quedado reducida a unos 2.000 ejemplares en un país de 1.350 millones de habitantes.

Cada vez son más los autores chinos que ven traducidas sus obras. Entre estos se incluyen no solo los de la República Popular sino también los de Taiwan y, sobre todo, a los de la diáspora
Sin embargo, al igual que sucede con otros aspectos de la penetración del Imperio del Centro en Occidente, cada vez son más los autores chinos que ven traducidas sus obras. Entre estos se incluyen no solo los de la República Popular sino también los de Taiwan y, sobre todo, a los de la diáspora. Son muchos los que han optado por no librar más batallas contra la censura y se han instalado en otros países para escapar de la represión y dar rienda suelta a su imaginación. Algunos escriben ya en la lengua del país de acogida, como Gao Xingjian, que escribe en francés y cuya concesión del Nobel, en 2000, descubrió a muchos occidentales que existía una literatura china moderna de calidad. Precisamente del autor de La montaña del alma, se acaba de publicar El libro de un hombre solo (Debolsillo).
En los últimos años, los escritores chinos han comenzado a ocupar un lugar destacado en las editoriales españolas. Algunos de sus títulos recientes, como Triste vida, de Chi Li (Belacqva), fueron escritos en la década de los 80, muy rica literariamente porque fue toda una eclosión de creatividad tras la represión sufrida durante la Revolución Cultural (1966-1976). Nace entonces la llamada literatura de cicatrices, corriente que se prolonga hasta nuestros días y en la que se cuentan historias, desde el punto de vista de las víctimas –la mayoría intelectuales-, de los terribles tiempos pasados. Como Vientos amargos, de Harry Wu (Libros del Asteroide), que relata su propia experiencia en un campo de reeducación por el trabajo.
El éxito más rotundo de Dai Sijie, Balzac y la joven costurera china (Salamandra), pertenece a esa tendencia, pero no los siguientes: El complejo de Di, con el que obtuvo el premio Fémina 2003 y Una noche sin luna. También el último libro de Qiu Xialong, principal autor de novela negra china, El caso Mao (Tusquets), desarrolla las investigaciones de su epicúreo y gourmet policía Chen Cao en la década final del maoísmo. Hay seis novelas de Qiu traducidas al español -escribe en inglés- y se han hecho nuevas reediciones de tres de ellas, incluida la primera, Muerte de una heroína roja.

En los años noventa llegó el destape a la República Popular. Aparecieron las primeras novelas eróticas, como Shanghai Baby, de Wei Hui (Planeta), prohibida por los censores, lo que de inmediato le granjeó el éxito en el extranjero y en el mercado negro local
El género policiaco también lo cultiva con éxito Diane Wei Liang, en cuyos libros –el último es La casa del espíritu dorado (Siruela)- se percibe el contraste entre la China tradicional y la actual y la corrupción rampante en un país que se transforma a velocidad de vértigo. Ha Jin, otro autor nacionalizado estadounidense cuenta, con varios títulos traducidos al castellano y reeditados. El más reciente, Despojos de guerra (Tusquets). Al igual que Lisa See, que recrea con todo lujo de detalles el Shanghai de hace casi un siglo en Dos chicas de Shanghai (Salamandra) y, como en sus anteriores novelas, describe con riqueza el complejo mundo interior de las chinas.
En los años noventa llegó el destape a la República Popular. Aparecieron las primeras novelas eróticas, como Shanghai Baby, de Wei Hui (Planeta), prohibida por los censores, lo que de inmediato le granjeó el éxito en el extranjero y en el mercado negro local. El rastro de esta literatura preocupada por las aventuras y desventuras sexuales de los jóvenes se encuentra hoy en día en Mian Mian y en numerosos blogs, como el de Mu Zimei, que tratan de sortear los controles de la policía ciberespacial.
La crítica política es muy importante en la literatura china actual. Tal vez la novela más mordaz e hilarante sea Haz el favor de no llamarme humano (Lengua de Trapo), de Wang Shuo, quien sigue viviendo en China pese a que toda su obra está prohibida desde 1996. Escritores como Mo Yan, cuyo libro Grandes pechos amplias caderas (Kailas) fue prohibido en China, denuncian sin reparos las injusticias que se cometen contra los más débiles e ignorantes en nombre de la rápida transformación del país, como Las baladas del ajo (Kailas). Mo Yan es el autor del Sorgo rojo (El Aleph) que Zhang Yimou llevó con gran éxito al cine. Existe también otra novela titulada Sorgo rojo (Planeta), cuyo autor, Ya Ding, también muy crítico, se exilió en Francia tras la matanza de Tiananmen. Otros escritores comprometidos aún no han sido traducidos al castellano, como Yan Lianke, pese a ser una de las mentes más lúcidas de China.

Se enfrentan por un lado a la globalización, el consumismo, el empeño en enriquecerse y la rápida transformación del país y por otro a la censura y la represión que les impone el sistema, de ahí sus enormes dificultades para salir adelante sin degradar el oficio de escritor
Ma Jian, refugiado en Reino Unido, inicia su novela Pekín en coma (Mondadori) en los sucesos de Tiananmen (1989), que siguen siendo tabú en el interior de China, y arremete con furia contra esa atrocidad y las cometidas contra los intelectuales y artistas después de 1956.
Los escritores chinos se enfrentan por un lado a la globalización, el consumismo, el empeño en enriquecerse y la rápida transformación del país y por otro a la censura y la represión que les impone el sistema, de ahí sus enormes dificultades para salir adelante sin degradar el oficio de escritor. Uno de sus mayores alicientes es traspasar con sus libros las fronteras chinas y lo están consiguiendo. Y este presente vital y comprometido con la realidad enlaza con la edición hace dos años de dos pilares de la literatura china: Jin Ping Mei o El erudito de las carcajadas, Anónimo (Atalanta) y Sueño en el Pabellón Rojo, de Cao Xuequin (Galaxia Gutenberg). Dos historias de poder, pasión y lujuria que muestran la condición humana desde Oriente. Las dos obras se traducen directamente del chino por primera vez.

7.6.12

Consejos de Ray Bradbury para escribir novelas y gozar

Ray Bradbury exige en su ensayo Zen el Arte de Escribir emprender una actividad creativa que entierre la tristeza y apueste por el goce de lo lúdico
El escritor Ray Bradbury en una foto incluida en su ensayo Zen el Arte de Escribir, tomada por el fotógrafo Thomas Victor. fuente:aviondepapel.tv
Leamos la frase. Es de Ray Bradbury (Illinois, Estados Unidos, 1920), autor de Crónicas Marcianas. Dice así: “Si uno escribe sin garra, sin entusiasmos, sin amor, sin divertirse, únicamente es escritor a medias”.

Con esta sentencia, Bradbury entierra la imagen romántica del escritor triste, bohemio y que sufre mientras pare su novela, relato o poema. El creador de Fahrenheit 451 así lo narra en su ensayo Zen en el Arte de Escribir, libro en el que aconseja no estar tan ocupado “en el mercado comercial” o en las tendencias “de vanguardia” y sí inmerso en nuestra experiencia vital, recuerdos o anécdotas cotidianas.

Sentimientos del personaje
En este libro, el escritor estadounidense apuesta por una escritura similar a un parte meteorológico. Su metáfora explicaría así que la narración debe informar de un tiempo “caluroso hoy” y “refrescante mañana”, aludiendo a los distintos estadios de ánimo que atraviesa el personaje literario.

“Para rescribir ya habrá tiempo. Hoy, ¡estalle, hágase pedazos, desintégrese! ¿Por qué no disfrutar de la primera [versión], con la esperanza de que su gozo busque y encuentre otros que al leer su relato también se incendien?”, nos pregunta Bradbury.

Narrar desde el recuerdo 
En Zen en el Arte de Escribir, el autor también nos confiesa cuál es el modus operandi de su inventiva. Desde adolescente, Bradbury anotaba en un cuaderno escolar varias listas de sustantivos, títulos de relatos o provocaciones, como así les llama, para luego trasladarlas a alguno de sus relatos. La lista era como un detonante.

Emergían de estas enumeraciones recuerdos, como su miedo infantil a un tiovivo que años después se transformó en La Feria de las Tinieblas. Su arte de escribir es bucear en uno mismo, parece decir.

Lecturas como gimnasia 
No en vano, además de las listas, también nos sugiere seguir una serie de rutinas diarias para que nos visiten las musas. En este sentido, se postula por leer todos los días: y no sólo narrativa.

“La poesía ejercita los músculos que se usan poco. Conserva la conciencia de la nariz, el ojo, la oreja, la lengua y la mano. La poesía es metáfora o símil condensado”, añade.

La dieta lúdica de la lectura tendría en el ensayo otro ingrediente. Ensayo y poesía, sí nos dice Bradbury, pero también nos invita a leer las obras literarias de aquellos escritores que narran como quisiéramos narrar nosotros.

“Sin duda mi tiempo es teatral. Está lleno de chifladura, desenfreno, brillantez, inventiva (…) Yo no quiero ser conferenciante esnob, ni reformador aburrido. Quiero correr, gozar (…), persiguiendo ideas”, escribe Bradbury.

Zen el Arte de Escribir es así un ensayo que, si bien el autor publicó en 1994, mantiene hoy su espíritu lúdico, su filosofía alegre, su pulso ejecutor contra ese cliché del escritor triste y atormentado, cualidad que, antes del libro de Bradbury, parecía suficiente y necesaria para pergeñar una buena novela o un excelente relato.

Nunca sufrir
Terminemos, por tanto, como empezamos, con una respuesta a una pregunta que se convierte en aforismo cuando es Ray Bradbury quien la contesta. El interrogante que se plantea el escritor americano y es cómo es posible crear sin ser “un despojo de nervios”.

“Todos los días de todas las semanas de todos los años hay alguien que lo hace. Atletas. Pintores. Budistas zen con arcos y flechas. Hasta yo puedo”, finaliza Bradbury.

Cuando terminamos de leer una frase así, nos imaginamos a su autor tal y como está retratado en la fotografía de Thomas Victor, que precede a los primeros párrafos de Zen el Arte de Escribir. La foto nos muestra a un escritor cano desplegando una amplia sonrisa, mientras casi acaricia el pelaje de un gato negro.

2.6.12

El sueño de una utopía estética

La publicación de Papeles de trabajo, el primer volumen de los cuadernos de Juan José Saer, permite analizar sus borradores, la construcción de su universo literario y también el proceso de escritura de un autor decisivo para la literatura argentina del siglo XX
UNIDAD DE LUGAR. Juan José Saer al regresar a su pueblo de Santa Fe, Serodino, en el año 2003. foto.fuente: Revista Ñ
Varios comienzos diferentes de El limonero real , un cuento que podría integrar En la zona , la llegada de una joven a un prostíbulo de provincia, episodios de la vida de Tomatis, Angel Leto, Barco, una reunión donde no pasa nada, dos jugadores que buscan plata para una última parada, declaraciones de la hija de Fiore, el asesino de Cicatrices , el campo santafesino bajo la tormenta: materias saerianas en estado puro. Y también frases de Tomatis que ya son el modelo verbal, temprano pero casi definitivo, del personaje; experimentación con adverbios, con frases largas, muy elaboradas, minuciosa notación de colores y luces.
Los Cuadernos iniciales, de fin de los cincuenta hasta 1961, fueron escritos por un hombre que, a los veinte años o poco más, ya había pisado el suelo de su originalidad. Quien haya leído En la zona , su primer libro, sabe que esto es así, que, en menos de 200 páginas, entre 1957 y 1960, Juan José Saer pasó de un Borges de las orillas santafesinas al relato de un asado donde está el futuro de su literatura. Ya lo dijo María Teresa Gramuglio refiriéndose a “Algo se aproxima”.
Lo sabíamos. Sin embargo, la publicación de estos Cuadernos trae esas pruebas suplementarias que no necesitábamos por incredulidad, sino porque del gran escritor muerto nada parece suficiente. Por otra parte, como lo señala Julio Premat sin exageraciones, privándose de hacer un teatral gesto de descubrimiento con el cual abriría una escena desconocida, son textos “fragmentarios, a menudo incompletos y heterogéneos, textos en movimiento que cambian a veces la percepción de los libros que conocemos y nos conducen a descifrar indicios, a imaginar causas, reacciones, momentos de inspiración y a postular etapas en el proceso de creación”.
Los primeros Cuadernos, digamos hasta 1966, hasta el que incluye el manuscrito de “Sombras sobre un vidrio esmerilado”, traen las páginas de comienzo, el modo y el momento en que Saer (que se piensa siempre y sin vacilaciones como escritor) se establece dentro de una lengua y una literatura. Tiene que hacer sus cuentas con Borges y con nadie más dentro de la Argentina. Va a medirse con Borges, no con Cortázar ni con Arlt. Mira cara a cara a Rimbaud, al que traduce en el primer Cuaderno, o a Faulkner. Por si hacía falta volver a demostrarlo, Saer comienza desde Borges, se aparta de él porque lo ha entendido, pero ése es su Escritor. Saer, de algún modo, sabe que, si se admira a Borges, no se lo imita.
En una fecha desconocida escribió un sarcástico ensayo-ficción sobre Borges. Cuando lo conocí a Saer en 1979, me dijo que estaba terminando una novela policial (que casi dos años después se publicó en México como Nadie nada nunca ) y algo sobre Borges. Nos reímos mucho, caminando por el Boulevard Voltaire, mientras me contaba la hipótesis: Borges había sido secuestrado o asesinado por los comunistas, quienes se habían apropiado de su nombre para publicar textos incomparablemente menores. El informe de Brodie sería “el producto apresurado de un imitador grosero”; los secuestradores comunistas también se las ingeniaron para “introducir una serie lamentable de correcciones” en las reediciones de sus mejores poemas; además le adjudicaban declaraciones que probaban “una supuesta ignorancia de la realidad política argentina y chilena”. Ese ensayo está completo en el Cuaderno Núcleo I, con el título “Un complot comunista”. Nunca fue publicado. Parece una disquisición de Tomatis, cuya ironía puede ser malévola. Cuando Saer escribió esa sátira sobre Borges, estaba indignado; su manera de criticarlo fue cruenta y muy borgeana. Procedimiento interesante, sin embargo no quiso que el texto se conociera. De todos los escritores argentinos (como lo dice en uno de los Cuadernos) los verdaderamente grandes son Borges y Juan L. Ortiz.
Los Cuadernos que rodean el año 1966 preparan el mundo de Cicatrices (publicada en 1969, escrita en Santa Fe dos años antes), y el de “Sombras sobre un vidrio esmerilado”. Premat afirma que la escritura saeriana se constituye en El limonero real . Pero hay algo que está allí casi desde el principio: la agudeza de la percepción que se detiene en los colores y las luces, los olores, los movimientos, los reflejos, los tiempos en que se descompone una acción. Eso es la materia misma de la escritura de Saer hasta el final. No es un procedimiento, sino el trabajo con una sustancia.
Si hay un punto en que Saer es diferente de Borges desde el comienzo, es en esta sensibilidad hacia lo material. Lo representa de maneras que van cambiando con el paso de los libros, pero la materialidad del mundo es una concepción que podría llamarse filosófica. En estos borradores se ensayan adjetivos, combinaciones de cualidades, refracciones, ecos, contornos que se precisan y se esfuman.
La otra cualidad constitucional de la ficción, que estos borradores confirman desde los años sesenta, es la “sociedad de personajes”. Para precisar en qué hotel se suicidó Higinio Gómez, Tomatis recorre las fuentes previsibles: diarios, archivos policiales. En ninguna parte encuentra el dato, hasta que se le ocurre llamar a Adelina Flores, la poeta de “Sombras sobre un vidrio esmerilado”. Ese personaje es apenas una mención en el borrador de un relato que Saer no retomó. Pero, un año después, será el foco del cuento incluido de Unidad de lugar . Y también en “El fin de Higinio Gómez”, de El arte de narrar , un poema calmo y estremecedor, donde el círculo de amigos que acompaña al muerto al cementerio integra a Tomatis y a Adelina, a los mellizos Garay y a Washington Noriega. De nuevo: las diferentes formas en que se junta y se dispersa la “sociedad” saeriana, que finalmente será arrastrada por la tormenta y perforada por las balas de la historia.
Los personajes van y vienen de uno a otro de estos Cuadernos. Su persistencia confirma la idea de que Saer, casi desde el comienzo, tuvo un mundo que sobrevivió los cambios de su escritura. Quizá los dos más persistentes sean Tomatis y Angel Leto (cada uno de ellos tiene su propia novela). En los Cuadernos, Saer los “ensaya”. En uno de los relatos inconclusos, al comienzo, da la impresión de que el narrador es Tomatis y, páginas después, ese mismo narrador ve a Tomatis. El lector queda desconcertado. Saer estaba experimentando una primera persona de Tomatis, que luego desechó.
Sería preciso conocer la totalidad de los Cuadernos (los textos que reposan en Princeton) para ver hasta qué punto estos “ensayos de personajes” se repiten. Con los materiales incluidos en este volumen, podría defenderse la tesis de una “sociedad” completa. Con su novela final, La grande , Saer volvió a este proyecto de comienzo. En el prólogo, Premat indica que, en Cuadernos posteriores a los editados ahora, Saer ya anunciaba una novela que tuviera más de cien personajes.
Los Cuadernos permiten pensar hasta qué punto es proustiano el proyecto inicial de Saer. Cuando en “La mayor” se dice: “Otros, antes, podían...”, se está indicando no sólo la reminiscencia proustiana, sino un mundo de personajes que pasan de un tomo a otro de La recherche . Y bien, lo que otros podían, hoy es una especie de mapa subterráneo, que permanece desconocido para el lector de una sola obra. Pero que persiste fuera del tiempo: “otros, antes podían...” apunta a un pasado, no sólo a otra lengua y otra pertenencia de la literatura. Escribiendo a partir de 1960, la “sociedad de personajes” es un desafío a la opinión pública de la república literaria a la moda. Escritor crecientemente experimental hasta Nadie nada nunca , al mismo tiempo Saer desea y evoca un país de personajes. Esta es una de sus grandes originalidades.
En el Cuaderno de 1965-66, leemos la primera versión de la frase, famosa, de “La mayor”: “Estas no son mis ‘Confesiones’. No tengo nada que confesar. Antes los tipos se creían importantes y se ponían a confesar, pero eran puras macanas”. Otros, antes, podían. Esta forma de inscribir el límite de la literatura en su texto más extremo (como llama David Oubiña a “La mayor”) es irónica. Hoy, nos dice Saer, la ironía es la única forma de la tragicidad. El escribe cuando ya no se puede. Pero insiste en eso, en contar, sin rellenar el texto de guiños para profesores y estudiantes. Cuenta de manera muy compleja, entreverada, pero la narración está allí, resistiendo.
En los Cuadernos, el recorrido hacia Cicatrices es esencial. Los aforismos, los chistes (“He escrito una obra maestra, pero es necesario pasarla a máquina primero para que alcance todo su esplendor”, dice Tomatis), las ironías, las menciones de libros o de autores ( Tonio Kröger , Las palmeras salvajes ) son las señales de un camino. Ensayo general de materiales, que luego aparecieron en ficciones publicadas, o desaparecieron sin llegar a “prender”, como diría Barhes. Pero, en todo caso, han sido un entrenamiento discursivo, un álbum de ocurrencias, un banco de pruebas. Muchas páginas exploratorias rodean Cicatrices , por ejemplo los relatos urbanos de ese Cuaderno de 1965-66: partidas de billar y punto y banca, diálogos sin “desarrollo”, idas y vueltas por la ciudad, estados del cielo o el transcurrir de una noche. Otros textos quedan en los Cuadernos como lo que vendrá. Especialmente, en el Cuaderno utilizado entre 1963 y 1967, un fragmento de “A medio borrar”, que deja ver lo que será ese texto, publicado diez años después. También relatos inconclusos, con el clima de los cuentos de Palo y hueso , escenarios de orillas rurales, que Saer, desde esos comienzos, representó con dureza, sin tics naturalistas. Eso lo tuvo claro: con los pobres, ni miserabilismo ni sentimentalismo.
Las ficciones de los Cuadernos no son los ejercicios de un principiante. Saer era básicamente un narrador, inventor y perfecto, desde muy joven. Escribía ficción a partir de la poesía y, en algunos libros, como Nadie nada nunca o el final de Glosa , hay páginas que piden una lectura en voz alta. Muy temprano, explica claramente lo que muchas veces repitió después. Escribir una novela en verso: “El ritmo de la poesía empleada debe diferir muy ligeramente del de la prosa narrativa común, pero debe, antes que nada, representar una oposición fuertemente demarcada en lo que se refiere a la organización del lenguaje”. Eso hizo, bordear, morder, acariciar, soñar una utopía estética.
Entre enero de 1964 y noviembre de ese mismo año, Saer anotó cuatro comienzos de El limonero real , que se publicó diez años después. Todos conciernen al amanecer de Wenceslao, que es la escena inicial de la novela, pero uno de ellos tiene el interés de estar escrito en primera persona. Es Wenceslao el que cuenta: “Sabe amanecer, y ya estoy con los ojos abiertos”. ¿Cómo habría sido una novela en primera persona? ¿Cómo habrían funcionado a lo largo de todo el texto expresiones como ese “sabe amanecer”, campesinas, llegadas directamente de la oralidad? La última versión es la que hoy leemos. Pero deja prever la temprana insistencia de una idea. Antes de ella, Saer anotó un comienzo en verso libre. Nuevamente, la prosa con el ritmo de la poesía, la prueba de que podía acercarse a su deseo. Y, de verdad, esos pocos versos persuaden.
Lector desprejuiciado de literatura, Saer leía a Thomas Mann en la época en que era de buen tono decir que no interesaba. Una anotación al pasar, sobre José y sus hermanos, define la ironía de Mann con una brevedad tan inteligente como libre de pretensiones. Pero la poesía fue su suelo. Recuerdo una larga caminata por un pueblo universitario inglés, en la primavera de 1992, cuyo objetivo declarado y cumplido era comprar vino. De mil maneras diferentes, Saer recitó haikus y variaciones que inventaba sobre la marcha. Su devoción por Juan L. fue tan fiel como su amistad con Hugo Gola. Diez años antes, sin que Saer ni yo lo supiéramos entonces, Roland Barthes había dictado sus seminarios del Collège de France sobre novela y también leía haikus: el haiku como semilla de la narración.
En su prólogo, honradamente, Premat transcribe una cita del Cuaderno que Saer destinaba, hasta 1978, no a borradores o esbozos preliminares, sino para anotar ideas sueltas, aparentemente sin otro destino que su registro. El párrafo es el siguiente: “No permitiré que nadie penetre en mis cuadernos, como han hecho con Kafka y con Pavese. No me moriré. Yo elegiré con el tiempo cuál es la palabra justa y necesaria que debo decir, y el resto lo echaré al fuego. Sé que tengo madera de escritor de los grandes y mi deber consiste en no permitir que celebren como verdades mis equivocaciones, o como genialidades mis torpezas”. Saer murió escribiendo La grande , enfrentado con un tiempo demasiado breve, con una enfermedad demasiado veloz. No cumplió el propósito (probablemente abandonado) de destruir sus Cuadernos y no indicó que se destruyeran. Ya los había mostrado y quienes conocemos a su mujer, Laurence Guéguen, tenemos la certeza de que ella habría seguido sus instrucciones si las hubiera recibido. Algunos de los ensayos que Saer escribió en los Cuadernos no fueron incluidos en esta edición. Los conoceremos cuando Planeta decida publicar un libro nuevo, póstumo, en el que Saer no había pensado ya que no sumó esos ensayos inéditos a los libros aparecidos en vida.
Todavía no estoy segura si estos Cuadernos dan un Saer que no hubiera conocido sin ellos. Quizás, cuando vuelva a recorrerlos, encuentre algo imprevisto, contradictorio. Pero en una primera lectura, el efecto es precisamente el contrario. Los Cuadernos muestran un escritor extraordinariamente seguro desde el principio. Hay proyectos dejados de lado, sin duda. Pero se trata, en todo caso, de libros que habrían sido familiares a los que efectivamente escribió (como una Vida de Tomatis, por ejemplo). Es inconmovible la seguridad con la que avanza Saer desde los veinte años. Emociona su indiferencia a las ondas críticas, como si supiera cuál iba a ser, para siempre, el recorrido de sus lecturas.
Saer nunca quiso ser un escritor del momento. Es imposible decir si estaba seguro en términos subjetivos, psicológicos. Pero, frente a los Cuadernos, es imposible negar que estaba seguro en términos estéticos. Esa seguridad asombra. Los Cuadernos no son borradores imperfectos de obras futuras, escritos imprecisos de un hombre demasiado joven para sus ambiciones, pastiches de escritores admirados donde las influencias estallan como fuegos artificiales. Por el contrario, lo que no retomó, los fragmentos que quedan habrían podido pasar a sus libros y no serían en ellos piezas preliminares. Se descartaron, porque hubo otras alternativas, pero no caminos demasiados diferentes.
El gesto de comienzo de Saer no consiste ni en soportar una herencia ni en romper con ella. Ha leído a quienes continuará leyendo (Kafka, Borges, Faulkner, Pavese, Juan L. Ortiz) de manera que su “biblioteca” de comienzos es la que conservaba en la casa de París en los años ochenta. Sus Cuadernos confirman que no le importaba Puig ni la literatura del realismo mágico, que nunca cita. Cuando ya no estaba a la moda Sartre, seguía admirándolo.
Es raro comprobar el modo en que está constituido desde el comienzo, como si ya conociera toda la literatura que debía interesarle, como si, a partir de los veinte años, la cuestión era el difícil perfeccionamiento de algo que ya tenía. Sin duda, hay momentos distintos de la escritura saeriana. Un punto de giro que Premat sitúa en El limonero ; el riesgo máximo de “La mayor”. Pero, por debajo de esas transformaciones que en La grande aparecen como trabajos juveniles por su vitalidad, Saer muestra desde los primeros Cuadernos una misma sensibilidad estética frente a la sustancia del mundo. La materialidad y la percepción definen a un escritor y, en eso, Saer es poético y original. La otra nota que recorre toda su obra, como eco y tema filosófico, es la idea de la inevitable disolución de la subjetividad y de la experiencia. Esta es la perspectiva ya en textos tempranos como Responso . En los Cuadernos se comprueba que el desasosiego está desde el comienzo. Por eso, la ironía. Tomatis, con poco más de veinte años, es un desencantado.
Los Cuadernos confirman lo que, de algún modo, sabíamos. La literatura de Saer responde a una estética de la resistencia. Sin embargo, no es contorsionada. Es bella y serena, aunque casi siempre desesperada. La misma textura tienen estas páginas preliminares o desechadas, que no son filosóficamente diferentes a las que se publicaron. Las obras “juveniles” de Saer lo son por su cronología, no por torpezas o indecisiones. Hubo cambios, sin duda, y esos cambios tienen su historia. Pero el gran escritor, el escritor decisivo de la segunda mitad del siglo XX, estaba allí desde el principio.

Saer básico
Serodino, 1937- París, 2005.
Por su potencia narrativa y su proyecto estético no sería descabellado afirmar que Juan José Saer fue, después de Borges, uno de los mayores escritores de la literatura argentina. Profesor en la Universidad Nacional del Litoral, en 1968 se radicó en París y enseñó en la Facultad de Letras de la Universidad de Rennes. Escribió cuento, novela, ensayo y poesía, y entre alguno de sus títulos podemos mencionar “Cicatrices” (1969), “El limonero real” (1974), “Glosa” (1985) o su novela póstuma “La grande” (2005).
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