Por: Juan Gabriel Vásquez
Claro, lo que le interesa a un novelista no es siempre lo que interesa a los historiadores, y uno tiene a veces que recorrer cientos de páginas para encontrar un detalle que esté vivo, que traiga la historia a la vida. "Los detalles son la sangre de la ficción", decía Nabokov; y así uno puede leer sin la más mínima emoción tomo tras tomo de análisis históricos, sesudas interpretaciones sociales o rigurosas biografías, y luego entrar en éxtasis al enterarse, por ejemplo, de que a Lucas Caballero no le gustaban los edredones de plumas, y, al reservar por telegrama su habitación en cierto hotel boyacense, solía escribir: "Solicito pieza sin globos".
Esos detalles banales son la presa mayor, por lo menos para mí, y son muy difíciles de encontrar. He contado ya los problemas que tuve para escribir Los informantes, una novela que gira alrededor de los inmigrantes alemanes en Colombia y su vida durante los años cuarenta. Salvo la conversación que dio origen a la novela —tres días de charlas con una mujer extraordinaria de no menos extraordinaria memoria—, investigar para esa novela fue un largo tormento: los testigos de esos años, los más interesantes, no querían recordarlos. Al final, acabé haciendo lo que pude con los testimonios que logré recabar… sólo para toparme, una vez publicado el libro, con decenas de personas que lo habían leído y se ofrecían a contarme la historia de su vida, "por si quiere escribir la segunda parte". La paradoja es cruel: lo que uno necesita para escribir un libro llega después de que el libro se ha publicado. Es más: llega precisamente porque el libro se ha publicado.
Me ha pasado dos veces en los últimos días con Historia secreta de Costaguana, mi novela sobre, entre otras cosas, Joseph Conrad y el canal de Panamá. Primero, el escritor francés Olivier Rolin (busquen y lean su extraordinaria novela Meroé) me mandó las poesías completas de Blaise Cendrars, a quien yo nunca había leído con atención. Abrí el libro en la página marcada y me encontré con "Panamá o las aventuras de mis siete tíos", un largo poema cuya última parte revive las experiencias de un francés en el Istmo durante la construcción del canal. ¡Qué no hubiera dado por conocer el poema mientras escribía mi libro! Pero Olivier Rolin me lo mandó, claro, porque había leído el libro publicado.
Y ahora Ricardo Bada, columnista vecino, me reenvía el correo electrónico que acaba de recibir de un amigo suyo, Hernando Jiménez Pérez. Don Hernando está comenzando a leer mi novela, pero eso no importa; lo que importa es que Santiago Pérez Triana, un personaje imprescindible en la historia que he tratado de contar, era hermano de su bisabuelo. Echo mano otra vez de mis signos de exclamación: ¡qué no hubiera dado por conocer a Hernando Jiménez y hablar con él de la familia Pérez Triana mientras metía a don Santiago en mi ficción! Pero, si alguna vez llego a conocerlo y a importunarlo con mil preguntas, será con resignación y algo de tristeza: porque ya sus respuestas no acabarán metidas en un libro que seguramente hubieran mejorado.
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