"Su prosa es una tentativa constante de crear un
estilo que fluyera como el curso del tiempo, que atrapara la fugacidad y
la velocidad de las cosas, la simultaneidad armónica de las palabras,
los estados de conciencia, las sensaciones, los sentimientos: pero ese
estilo tiene en el fondo la urgencia de una huida, la falta de sosiego
de alguien que sabe que si baja la guardia o se queda inmóvil será
atrapado por la bestia oscura que le viene a la zaga"
Virginia Woolf (1882-1941), en los años treinta./elpais.com |
A Virginia Woolf le gustaba fumar puros, jugar a los bolos y escribir
a máquina. Era feminista y era pacifista, y una vez que le ofrecieron
un doctorado honoris causa lo rechazó con tajante elegancia.
Comparaba la felicidad de escribir impulsada por el entusiasmo de la
inspiración y la perseverancia del trabajo con el ronquido de un Rolls
Royce lanzado a cien kilómetros por hora; con la fuerza de las hélices
de un avión. Un día estaba escribiendo en su diario y al levantar la
cabeza vio por la ventana de su casa de campo un zepelín que navegaba
silenciosamente en la noche, con una guirnalda de luces en la barquilla;
paseando por el campo con su marido, Leonard Woolf, una mañana de
primavera, vio en un prado, entre ovejas y vacas, un aeroplano de
fuselaje plateado y alas azules.
Cuando la abatía la negrura de la depresión podía pasarse semanas
encerrada en su dormitorio, mirando al techo, deseando morir; pero
muchas más veces disfrutaba golosamente de la vida, del amor conyugal y
tal vez del amor de aquella mujer a la que estaba tan unida, Vita
Sackville-West, de la cercanía de sus amigos, de los paseos entre las
multitudes de Londres o las caminatas solitarias por el campo; de verlo
todo y apreciarlo todo; y sobre todo de la literatura, de escribir y
leer, de recibir la intuición, la primera imagen de una novela y dejarse
llevar por ella hasta encontrar su forma; y de escribir en su diario
sobre la felicidad y la obsesión y la incertidumbre de escribir y sobre
cualquier cosa que se le pasara por la imaginación y sobre cada
impresión que le alertara los sentidos, sobre una visita a Thomas Hardy o
un encuentro a la orilla del Támesis con George Bernard Shaw o sobre un
perro que la miraba mientras trabajaba o sobre aquel aeroplano que ella
y Leonard vieron un día brillando al sol en medio del campo como una
prodigiosa libélula.
En ella hay un ansia peculiar, una inmediatez física, y además un coraje personal que los escritores varones no necesitan
Escribía el diario en volúmenes de páginas en blanco encuadernados
por su marido en la editorial que habían fundado los dos, la Hogarth
Press. Cada año empezaba un tomo distinto. Había llenado veintisiete
cuando se quitó la vida el 28 de marzo de 1941, internándose en un río
con los bolsillos llenos de piedras para que su cuerpo no flotara. En
los últimos tiempos sus anotaciones se habían ido haciendo más secas,
mucho más cortas. El miedo a la locura se correspondía con el colapso
del mundo. Hitler se había apoderado de Europa entera y cada noche las
bombas de la aviación alemana asolaban uno tras otro los barrios de
Londres. La casa en la que Leonard y ella vivían estaba en ruinas.
Virginia Woolf volvía a Londres desde su refugio en el campo y
encontraba reducidas a escombros las calles que hasta hacía muy poco
tiempo fueron los lugares usuales por los que se movía. Leonard era
judío: si como era probable los alemanes invadían Inglaterra Virginia y
él se matarían juntos.
Quiere lograr una forma fluida y abierta que
contenga la vida sin falsificarla. Quiere la eliminación de los premioso
o lo superfluo
Un síntoma de la depresión es que la realidad exterior parece
confirmar las impresiones más sombrías de quien sufre su influjo. En los
últimos años, según los síntomas de la guerra inminente se hacían más
visibles, según caían Checoslovaquia y Austria y se hundía la República
española, Virginia Woolf había sentido cada vez con más frecuencia la
mordedura del trastorno mental, y cada vez le era menos útil el remedio
que siempre le había ayudado a salvarse de él: el trabajo, la escritura
constante, la entrega a aquella adicción que un amigo suyo comparaba con
la adicción al opio. Su prosa es una tentativa constante de crear un
estilo que fluyera como el curso del tiempo, que atrapara la fugacidad y
la velocidad de las cosas, la simultaneidad armónica de las palabras,
los estados de conciencia, las sensaciones, los sentimientos: pero ese
estilo tiene en el fondo la urgencia de una huida, la falta de sosiego
de alguien que sabe que si baja la guardia o se queda inmóvil será
atrapado por la bestia oscura que le viene a la zaga.
En esa pulsación rítmica y entrecortada de la escritura Virginia
Woolf no se parece a nadie. Aprendió de Proust la ambición de atrapar
como un flujo de ondas y partículas la textura del tiempo, la
simultaneidad del presente y de la memoria; y aunque Joyce le provocaba
mucho recelo y bastante desagrado aprendió de Ulises la manera
en la que la conciencia observadora, la yuxtaposición de las
perspectivas y el caos visual y sonoro de la ciudad moderna pueden
entretejerse casi musicalmente en un solo relato. Pero en ella hay un
ansia peculiar, una inmediatez física, y además un coraje personal que
los escritores varones no necesitaban. No imaginamos a Joyce ni a Proust
confesando tan abiertamente las propias debilidades en un diario;
reconociendo que los hieren y los humillan las críticas negativas y que
no son insensibles a ningún elogio; llevando la cuenta de los ejemplares
vendidos de una novela. Virginia Woolf tenía miedo de no ser tomada en
serio y anotaba siempre con incredulidad las señales del éxito. Se
reprochaba a sí misma el daño que le hacía una reseña cruel y vencía el
pudor para copiar palabra por palabra el elogio que le había hecho
alguien.
No descansaba nunca. Lo que más asombra del diario es su laboriosidad
incesante. Anota con alivio el final de la primera escritura de una
novela y a continuación la pasa a máquina y la corrige y se la da a leer
a Leonard, la presencia benéfica que apuntala su vida. Al empezar a
escribir se había dejado llevar por su propio entusiasmo, por la
embriaguez de inventar y escribir: apenas publicado el libro ya se aleja
de él y no es capaz de recordarlo sin remordimiento. Quiere lograr una
forma fluida y abierta que contenga la vida sin falsificarla. Quiere el
despojamiento de la poesía y la eliminación de lo premioso o lo
superfluo. Aspira a que la novela terminada conserve la libertad de un
borrador. Cada libro empieza siendo una promesa y termina parcialmente
en una claudicación. Así que en seguida hay que empezar otro, no porque
ella se lo proponga, sino porque surge una imagen, un hilo que habrá que
seguir, y porque la inactividad desemboca rápidamente en abatimiento.
De modo que no hay más remedio que escribir siempre. Cada año empieza
con un tomo encuadernado y en blanco y concluye con él lleno hasta el
final de escritura. El de 1941 queda inconcluso, más de la tercera parte
de las hojas en blanco. Años después, Leonard Woolf repasa los 27
cuadernos y va extrayendo de ellos los pasajes relacionados con el
oficio de la literatura. Uno de los mejores libros de Virginia Woolf ha
llegado a existir cuando ella ya estaba muerta. Leonard Woolf, tan
atento en la muerte como en la vida, lo tituló A Writer’s Diary.
No conozco otro testimonio mejor sobre la felicidad y la incertidumbre
de escribir. No hay confesión de un escritor en la que haya tanta verdad
como en este diario de Virginia Woolf.
antoniomuñozmolina.es
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