20.9.13

Andahazi: "La ficción reconstruye la verdad"

El psicoanalista argentino que se convirtió en éxito de ventas con El anatomista ha sido una de las figuras en la VII Fiesta del Libro de Medellín

Federico Andahazi en la Fiesta del Libro de Medellín. / elespectador.com

La voz de Federico Andahazi es distinta a la de sus libros. Habla con el tono matizado, perfectamente controlado, de un psicoanalista.
Son las 9 a.m. Mi encuentro con el escritor tiene lugar en el lobby de un hotel: la gente lo mira, tal vez por su fama, porque luce gafas oscuras en un espacio interior o por la apariencia pintoresca que le dan su barba de mosquetero y su posición corporal, siempre erguida. Nos dedicamos a buscar lo imposible: un lugar silencioso para grabar.
¿Por qué un psicoanalista cambia el diván por la literatura?
Llego al psicoanálisis por una pasión previa por la literatura. Vengo de una familia de editores; mi abuelo materno era editor. Me crié en una biblioteca realmente fantástica, que tuvo que ser destruida durante la dictadura militar. Cuando estudié psicología me acerqué a Freud, porque como el psicoanálisis no contaba con un corpus teórico previo para hacer la construcción fantástica que él hizo, echó mano de lo que había: la literatura. Cuando uno lee a Freud lee a Goethe, Shakespeare, la mitología griega. Tuve una relación bastante traumática con el psicoanálisis. Por una parte, yo tenía en mi consultorio particular a mis neuróticos, que por lo general son bastante aburridos, y en instituciones públicas, a pacientes muy delicados. Afortunadamente, para mis pacientes sobre todo, decidí dejar el psicoanálisis y dedicarme por completo a la literatura. Fue una apuesta importante porque para un autor inédito no es fácil publicar. Me di un año para ver si podría abrir esa puerta, y ese año escribí El anatomista. Y afortunadamente las cosas funcionaron bien.
Volvamos a la biblioteca de su abuelo.
Mi abuelo era un inmigrante ruso que llegó a la Argentina siendo muy jovencito, en los albores del siglo XX, sin siquiera hablar el castellano. Venía de Ucrania. En esa época hubo una corriente migratoria muy grande hacia Buenos Aires. Ellos eran de origen judío, había muchísima persecución, estaban los pogroms; fue un anticipo muy temprano de lo que iba a desembocar en la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Eran muchísimos hermanos, llegaron con lo puesto y terminaron disgregados en distintos países. Muchos no volvieron a encontrarse nunca más. Su primer trabajo, siendo casi un niño, fue como canillita (vendedor de diarios): aprendió el español para vocear los titulares de los diarios. De vender diarios pasó a vender libros y de vender libros, ya como joven adulto, a editarlos. Llegó a ser un editor muy bueno, tenía un catálogo muy cuidado, publicaba realmente lo que le gustaba: literatura de ficción y política. Al tener una biblioteca que contenía libros políticos, era muy fácil ser rotulado: no tenían una visión muy fina de lo que significaban las distintas tendencias en política. El mismo 24 de marzo de 1976, la noche del golpe de Estado, pude presenciar cómo bajaba todos esos libros de la biblioteca, armaba unos atados y, en frente de nuestra casa (había un terreno baldío que hoy es un garaje, en el centro de Buenos Aires), pude ver cómo a la madrugada, cuando ya no había nadie en la calle, cruzó hacia ese terreno y quemó todos esos libros. Era como verlo inmolarse, era la historia de su vida. De hecho, sobrevivió pocos años a la quema de su biblioteca. Pero en ese momento descubrí el valor que tiene el libro para una persona, el valor que tiene una biblioteca, y de alguna manera en ese momento decidí ser escritor. Yo tenía trece años. Cada vez que le pongo punto final a un libro tengo la ilusión de estarle devolviendo un volumen a esa biblioteca perdida.
A los trece años, en la adolescencia, es cuando muchos nos enganchamos definitivamente con la lectura...
El golpe de Estado coincidió con mi ingreso a la secundaria, donde imperaba un régimen casi castrense: nos hacían cortar el pelo a la altura de la nuca, nos medían con los dedos a ver si el pelo tocaba el cuello de la camisa. Yo me escapaba de la clase de literatura, con un grupo de amigos, a las librerías de la calle Corrientes. Las primeras lecturas eran en las librerías de viejo, con autores como los rusos; eran libros de saldo, además, porque disponíamos de muy poco dinero. Fue en esa época cuando conocimos a García Márquez. Así se formó el escritorio: con las ofertas; no podía comprar las novedades, ni creo que me interesaran. Afortunadamente lo mejor está en los saldos, son los clásicos de la literatura.
Ya como escritor, su primera obra falló y no falló...
Mi primer libro es una novela fallida que se llamó El oficio de los santos. Fueron mis primeros escritos, y realmente yo creía tener un tesoro entre mis manos: había pasajes del libro que a mí me resultaban realmente queribles y entrañables, pero no funcionaba como novela. Muchos años después lo descompuse y lo convertí en un libro de cuentos. Y te tengo que confesar que es el libro que más me gusta. El libro de esos primeros textos es audaz: uno está experimentando y no tiene ningún compromiso con nadie, ni siquiera conjetura la posibilidad de un lector, entonces uno hace lo que le place. Me parece que esa frescura, ese desenfado, está presente, y eso hace que ese libro me resulte el más querible de todos. Cuando decidí editar, lo que hice fue presentar todas mis obras a distintos concursos, y para mi sorpresa los gané, a la vez que presentaba El anatomista al concurso de la Fundación Fortabat. Me lo gané y después me lo retiraron; se consideró que el libro era pornográfico. Es curioso cómo se va perfilando un escritor por circunstancias totalmente aleatorias.
Me sorprende su respuesta, porque a diferencia de usted, algunos escritores se avergüenzan de sus primeras obras. Y también me dice algo interesante: antes hacía lo que quería porque no conjeturaba “la posibilidad de un lector…”.
Es imposible no pensar en el lector. Un libro no se diferencia mucho de una carta: está dirigido a alguien, si no, sería una actividad completamente desquiciada. ¡Claro que uno escribe para alguien! Ese lector es una conjetura, una hipótesis. No sé cuánto coincide con quien lee la novela, por eso el encuentro con el lector en las distintas ferias es tan importante para mí: ahí es donde uno descubre que por más que se esfuerce en imprimirle un sentido al libro, el que cierra el libro, el que le da el sentido último, es el lector. Y cada libro tiene un lector diferente. Yo sé quién era el lector de mis primeros cuentos: era García Márquez, yo escribía para él. ¿Qué pensaría él si leyera este texto? Cuando me encontré con él, muchos años después, lo que hizo fue felicitarme por El anatomista. ¡Había leído el libro que no estaba escrito para él! Casi me muero de vergüenza: no pude articular palabra, el tipo debió pensar que yo era medio estúpido, y no se equivocaba. Hay una novela policíaca, inédita, que decidí no publicar, y no por vergüenza, le tengo muchísimo cariño. Yo sostengo que un escritor se gradúa como tal cuando está en condiciones de escribir una novela policíaca; por más que algunos piensen que es un género menor, necesita de cierta normativa muy estricta: si no cierra, si tiene cabos sueltos, no está bien escrita. Con ese libro que se llama Las horas del mundo me propuse demostrarme que podía escribir una novela policíaca. Esa novela no tiene ningún lector, es un ejercicio para probarme a mí mismo. Mi mujer ya me prometió que no la va a publicar; por suerte mi mujer no es María Kodama. Sencillamente creo que no tiene valor para un lector.
A usted le gustan los temas polémicos, en los cuales entrecruza ficción y realidad: lo leímos desde ‘El anatomista’ hasta ‘El libro de los placeres prohibidos’.
Siempre hay algo que enlazar con la mera coincidencia. Hay un ejemplo muy ilustrativo: descubrí la existencia de Mateo Colón, el descubridor del órgano del placer femenino, y me pareció increíble, novelesco, que este órgano tuviera descubridor y que se llamara Colón. Me puse a investigar y encontré muy poco: fue el primero en establecer las leyes de circulación sanguínea y pulmonar, antes que (William) Harvey, a quien falsamente se le atribuye el descubrimiento del órgano del placer femenino. Cuando presenté El anatomista a los concursos Fortabat y Planeta, retiré el libro de Planeta porque el Fortabat falla primero y Planeta no aceptaba obras ya premiadas. Tomás Eloy Martínez era uno de los jurados de Planeta; entonces me dijo: “Yo sé de dónde sacaste el personaje de Mateo Colón”. Tomás Eloy lo vio en la misma historia del cuerpo humano que yo lo vi, lo descubrió, pero no le otorgó ninguna importancia (estaba escribiendo Santa Evita, el proceso del cadáver de Eva Perón. Consultó el libro para ver cómo se embalsama). Él se saltó ese descubrimiento, pero para mí fue completamente azaroso. Me dije: “Si no escribo esta novela, la va a escribir otra persona”. Yo creo en el valor restitutivo de la literatura: los escritores han conseguido restituirle a la historia varias páginas que los historiadores no han sabido cómo hacer. La ficción a veces sirve para reconstruir la verdad.
¿Considera que un psicoanalista podría tener una ventaja sobre otros escritores, que ha recorrido una buena parte del camino para construir un personaje?
No solamente creo que no otorga ninguna ventaja, sino que, al contrario, la prosa psicoanalítica es muy pregnante, no le hace ningún favor a la prosa literaria. Ignoro por qué en Argentina somos tantos psicoanalistas, se nota esta procedencia en cierta terminología que contamina el texto.

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