24.9.14

La elegante mitad de Bustos Domecq

Fantástico, cómico, surreal: al escritor argentino lo definen de esta manera por ser deudor de la ciencia ficción. Sin embargo, por su cercanía con Borges, ha sido puesto a un lado. ¿Quién era y qué había en su ficción? 

Adolfo Bioy Casares nació el 15 de septiembre de 1914 y falleció en 1999. Esta fotografía, tomada en Francia, es de mayo de 1996./elespectador.com

¿Por qué escribió?
Adolfo Bioy Casares tenía todo en su vida: una familia con residencias y haciendas, que recorría a caballo, extensas tierras que administraban y los proveían de una robusta fortuna. Tuvo una niñez privilegiada, estudió cuanto quiso, se retiró de la universidad por mero tedio. Cuando no había más que hacer, y era menester el ocio, Bioy Casares leía mañanas y tardes a Kipling, Goethe, Hegel, Kant, Shaw, Chesterton. Su vida era, en términos del siglo pasado, burguesa; la palabra carestía no estaba en su lengua.
¿Por qué, entonces, escribió?
Quizá, y sólo quizá, buscaba una verdad. La verdad que de pequeño se le había escapado cuando ganó un perro en una feria, Gabriel, y al día siguiente ya lo había perdido. Sus padres nunca le dijeron qué pasó. Quizá, y sólo quizá, buscaba en la fantasía una hipótesis y una forma de contrarrestar la incertidumbre. El modo de la resistencia: imaginarse, por ejemplo, que es un caballo y comer pasto y darse cuenta de que sus padres lo envían al médico para recetarle alguna medicina.
Su forma de la resistencia viene de arriba, de una clase social adinerada y con ventajas. Esa posición parece contradictoria, pero no lo es en ningún sentido: también desde dentro es posible (y más efectivo) luchar. Cualquiera vería a Bioy Casares, entonces, como un hombre entre los matorrales, atacando a destiempo. La imagen, sin embargo, es errada. Bioy Casares, como todos los hombres, bien podía ser dos cosas al mismo tiempo: elegante y directo, de élite y de pueblo.
Su literatura es tomada en ocasiones, por su cercanía a la ciencia ficción, como un llamado a una tierra nueva y desconocida, un aterrizaje en las costas de una realidad poco probable. La invención de Morel, una de sus obras principales, sería juzgada de ese modo en primer lugar. Pero hay un detalle, que el escritor Patricio Pron indicó en una conversación con Rodrigo Fresán para la revista Letras Libres: “Bioy parece un buen ejemplo de lo que sucede cuando escribes para adherirte a una serie de valores en vez de para transformarlos: cuando murió, los valores de sus personajes se remontaban a un siglo atrás y sólo podían provocar en los lectores una curiosidad, digamos, antropológica
Quizás eso suceda todavía con muchos de sus libros. ¿El futuro de Bioy no es algo del pasado?”.
Esa división de contrarios, que podría resultar inocua, tiene mucho sentido más allá de su propia vida. Bioy Casares encontró que la literatura no se formaba de otro modo más que en una constante pelea de las formas, los tiempos, las personas, los amores. Debían existir un punto de choque y una secuencia temblorosa antes de la explosión. Lo supo en sus libros tempranos, que nunca quiso editar de nuevo, y también en sus obras siguientes: Plan de evasión, El sueño de los héroes, Diario de la guerra del cerdo.
Lo supo cuando escribía en su diario sobre Jorge Luis Borges, a quien conoció en la Villa Ocampo, con quien tuvo paseos nocturnos en los que hablaban de literatura y de posibles argumentos para novelas, cuentos, para su fantasía. Fue su gran amigo y también su gran contradictor: de otro modo no hubieran podido escribir todo cuanto escribieron juntos (bajo los seudónimos de H. Bustos Domecq y Benito Suárez Lynch), ni siquiera su primera colaboración, un folleto sobre leche cuajada.
Bioy Casares pudo ser un hombre de buena vida, entregado a placeres más hedonistas (la literatura es, a su modo, un placer más que hedonista). Fue escritor, sin embargo, porque la tesis de la vida le sabía insuficiente. Y fue así, insuficiente y llevadero, en todo, incluso en el amor: “Cuando llegó el amor yo descarté muchas cosas porque me la pasaba preocupadísimo y muy triste. Tardé en comprender la enseñanza de esos amores hasta que un día comprendí que me convenía tener más de una mujer, engañarlas para que ellas supieran que su situación no era tan segura y se esforzaran por ganarme para ellas. Tenía doce o trece años. Mis intenciones eran un tanto precoces pero las intenciones, no así los actos, siempre son precoces”.

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