Y es una lástima: porque en España, donde todo el mundo se queja de la literatura actual, hay sin embargo un montón de novelistas trabajando con las mismas preocupaciones que agobian a sus colegas latinoamericanos. El otro día, hablando de cuáles son esas preocupaciones, un amigo mencionó el eterno problema de cómo contar la historia. Alguien citó una frase de Los juegos feroces, de Francisco Casavella (ahí tienen, un autor de primera que en Colombia nadie conoce), y me fui a mi casa y busqué la cita. "Dos chavales aplastados por la historia que buscan sin saberlo el misterio de la eternidad en un basurero de ficciones". Ahí está, me dije: esos niños son la literatura española, de un lado, y la latinoamericana, del otro. Y perdón por la cursilería.
El tratamiento de nuestro pasado colectivo ha cambiado. Tras los grandes frescos de ambición totalizadora —uno piensa, por ejemplo, en Conversación en La Catedral—, hemos cerrado el diafragma de manera radical: es raro ya ver el mundo a través de esos narradores omniscientes, y menos a través de perspectivas múltiples. Lo mismo les ha pasado a los escritores españoles, que en un momento de finales de los ochenta empezaron a decir Yo con una consistencia y una variedad de intenciones y recursos notables. Pues es ese Yo el que ahora suele echarse encima la tarea de contar la historia, la española y también la latinoamericana. El efecto es inmediato, por supuesto: las novelas de ahora se aproximan a la historia de manera oblicua, nunca directa, y, lo que es más significativo, nunca de manera militante.
Nuestra historia es, para decirlo de alguna manera, una suerte de enemigo íntimo. "Créame", le dice un personaje importante a Javier Cercas en Soldados de Salamina, "esas historias ya no le interesan a nadie, ni siquiera a los que las vivimos". Yo me doy cuenta de que en las novelas de mis contemporáneos siempre hay una suerte de resistencia, y la labor del narrador es vencerla: torcerle el brazo a la historia para que cuente sus secretos. La Historia se convierte entonces en un misterio —sí, un misterio, tal vez como los que buscaban los chavales aquellos— que exige una investigación. (Lo mismo sucede fuera de la ficción, dicho sea de paso. Enterrar a los muertos, de Ignacio Martínez de Pisón, no es la crónica de la muerte de José Robles Pazos durante la Guerra Civil española, sino la crónica de la curiosidad (primero) y la obsesión (después) de Ignacio Martínez de Pisón).
En fin, lo que quiero decir es que la relación entre la historia y los narradores del presente es una de desconfianza, no de certeza, y de inquisición, no de narración de lo sabido. Y lo más inquietante es que este tal Javier Cercas que narra la novela de Javier Cercas está muy consciente de todo ello. En cuestión de pocas páginas dice que "uno no escribe lo que quiere, sino lo que puede", y también que "un escritor no escribe nunca acerca de lo que conoce, sino de lo que ignora", y también que "uno nunca encuentra lo que busca, sino lo que la realidad le entrega".
Supongo que queda claro: este oficio es un desastre.
El escritor construye la casa de su obra con algunos escombros, de la destrucción de la casa de su vida.
16.4.10
Un oficio desastroso
Juan Gabriel Vásquez, escritor colombiano, autor de Historia secreta de Costaguana.fOTO:aRCHIVO.fUENTE:elespectador.com
SE HABLA TODO EL TIEMPO DE LA recepción de la literatura latinoamericana en España, pero se habla poco, me parece, del movimiento inverso: ¿cómo son leídos los escritores españoles en Latinoamérica, cómo son recibidos?
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario