El 4 de noviembre de 2013, retumbó un trueno en el cielo de Francia. Ese día se concedía el premio Renaudot de ensayo a Gabriel Matzneff, que hoy tiene 78 años, por Séraphin c’est la fin
(“Serafín es el fin”). Un trueno amortiguado, porque la información se
difundió poco, y los pocos que hablaron de ello lo hicieron
fundamentalmente para denunciar la concesión a un pedófilo de uno de los
premios literarios más importantes. Sí, porque en Francia no es un
secreto para nadie que a Gabriel Matzneff le vuelven loco las jovencitas
y los jovencitos; y que sus diarios íntimos están salpicados del relato
de sus innumerables conquistas, de entre 10 y 17 años.
Matzneff apareció en el panorama literario francés en 1965, y en 1974 publicó un ensayo titulado Les moins de 16 ans
(“Los menores de 16 años”), en el que ya hablaba de su atracción por
los muy jóvenes. Se convirtió entonces, según sus palabras, en “un
perverso, un demonio” a los ojos de la sociedad francesa, porque aunque
se acepten sus amores consentidos con colegialas parisinas —él siempre
ha negado cualquier coacción—, el relato de sus vacaciones en Filipinas,
donde describe en detalle sus aventuras sexuales, resulta difícil de
leer, y por así decirlo, imperdonable.
A mediados de los ochenta, se vio envuelto en un escándalo de
pedofilia que al final resultó un montaje. Aunque salió completamente
limpio, el mal ya estaba hecho, porque como él mismo escribió, “aunque
sea falso, se ha dicho”. En lo concerniente a la libertad sexual, la
época ya no era la de los años setenta. Le despidieron del periódico Le Monde,
donde escribía una crónica regularmente, y sus apariciones en la
televisión se hicieron cada vez menos frecuentes, hasta que
prácticamente desapareció de los medios de comunicación. A pesar de
todo, siguió escribiendo nuevos libros en un relativo anonimato.
Sin embargo, no habría que limitarse a las bajezas de Matzneff, que
es ante todo un espléndido escritor, uno de los “últimos gigantes de la
literatura francesa”, según diversos críticos y periodistas. Él mismo lo
reconoce: “Esas ideas fijas, esas pasiones, esas obsesiones, esas
experiencias, alimentan mi vida, que a su vez alimenta mis libros,
porque yo no tengo ninguna imaginación, y solo puedo expresar en la
página en blanco lo que he vivido, lo que he sentido”. En vista del
escándalo provocado por sus libros, habría podido verse tentado de
suavizar su pluma, pero nunca se ha escondido, presentándose como un
hombre imperfecto, pero un hombre libre. Hacer otra cosa sería ir en
contra de su rígida concepción del trabajo de escritor.
La que es considerada por muchos su obra maestra, Ivre de vin perdu (Ebrio del vino perdido),
de 1981, fue publicada en España en 1990 por Ultramar. Aunque hoy se
describe a sí mismo como “un viejo pobre y un escritor deshonrado”,
Matzneff parece haber recobrado cierta legitimidad con la reciente
concesión de un premio literario (el premio Cazes) que viene a coronar
50 años de carrera. Y, sobre todo, una oleada de populares escritores
reconocen en él a un maestro de la literatura francesa. Frédéric
Beigbeder, Yann Moix, Nicolas Rey o Marc Lévy, por ejemplo, no dudan en
saludar su erudición y la belleza de su lenguaje. Pero es de temer que
para él este reconocimiento haya llegado demasiado tarde. En efecto, en
el último volumen de su diario íntimo, aparecido en Francia a principios
de este año, Gabriel Matzneff repite en varias ocasiones que está
enfermo y que ya no tiene ganas de vivir; y que quizá haya llegado para
él la hora del suicidio, porque para qué vivir si lo que se vive ya no
merece ser contado.
Phlippe Bouthière es periodista francés.
Traducción de News Clips.
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