19.11.10

Los grandes maestros de la provocación

La reedición de Borges profesor y de los tres volúmenes de los cursos que dictó Vladimir Nabokov en universidades de Estados Unidos permiten espiar la manera que tenían estos autores de leer a los clásicos. Erudición y polémica conviven en estos dos genios de la literatura universal

Borges caprichoso. Es posible dictar un curso de litaratura inglesa clásicasin dedicarle ni una clase a Shakespeare.foto.fuente:Revista Ñ

Los dictados del placer

M uerto en Ginebra en junio de 1986, Borges sigue portándose con la extrañeza del genio y su obra continúa proyectando una vasta sombra sobre el resto de la literatura argentina. Una de esas rarezas es que seguimos leyendo, con asombro casi periódico, nuevos textos de Borges. Y el efecto crea la ilusión de inmortalidad: los textos flamantes nos sumergen en el espejismo de que Borges está vivo y escribiendo, vivaz y copiosamente.

Artículos recuperados, conferencias reencontradas, prólogos redescubiertos, entrevistas exhumadas, todo lo que el autor consideró impropio para que figurara en sus trabajadas Obras Completas y Obras Completas en colaboración aparece a la luz, en un marco global en el que la magnitud de su obra cada vez más resulta valorada como invalorable.


Grabaciones encontradas


En 1966 Borges, como solía hacerlo, dio un curso de Literatura Inglesa en la UBA. Pero estas veinticinco clases ­a diferencia de tantas otras­ fueron registradas por unos alumbrados alumnos en antiguas grabadoras a cinta. Los prolijos editores de Borges profesor nos entregan estas transcripciones, que conservan la frescura y hasta las equivocaciones en las que incurría un docente que no contaba con otro apunte que el de su memoria. También, conservan un aspecto al que no se le presta demasiada atención entre tantos trabajos y ensayos sobre Borges: su bondad, su amabilidad, su cortesía y su esclarecedora generosidad, aquí dedicada a sus alumnos.

Borges solía definirse como un lector hedónico. Que también fue un profesor hedónico ­y hasta el capricho­ lo demuestra este curso de literatura inglesa sin clases referidas a Chaucer, Milton, Donne o Keats. Más: demuestra que es posible dictar un curso de literatura inglesa clásica sin dedicarle ni una clase a Shakespeare. En cambio, el poeta y pintor Dante Gabriel Rossetti, obtiene dos, y Thomas Carlyle, una.

Que el placer es el que dicta estas clases, el profesor Borges se encarga de destacarlo. Los poetas anglosajones, más o menos vickingos, ocupan un dilatado espacio, de acuerdo con las preferencias de este tan particular maestro.

Pero Borges no sólo se deja vencer por sus gustos. También, por sus antipatías. Arbitrario, pero sobre todo libre, le dedica un capítulo a Dickens, autor que seguramente no figura entre sus preferidos. Sin embargo, concluye: "La verdad es que haber leído algunas páginas de Dickens, haberse resignado a ciertas malas costumbres suyas, su sentimentalismo, sus personajes melodramáticos, es haber encontrado un amigo para toda la vida." Uno de los prodigios que refiere Borges es la biografía que James Boswell le dedicara al doctor Johnson. El primero sentía que su destino iba a consistir en dar cuenta de la vida de alguien importante, misión a la que dedicaría su propia vida, sin importarle opacarla y ni siquiera eludir el ridículo o las humillaciones a las que pudiera someterlo su biografiado. Y se topó con el segundo ­que, según el profesor, tenía una "tendencia natural a la haraganería", además de a la malicia­ justo cuando el gran crítico había decidido dejar de escribir para conversar con sus discípulos y admiradores. Ambos reproducirán una relación subordinada, comparable a la del Quijote y Sancho o a la del detective Holmes y el médico Watson.

Ese encuentro providencial, produciría un Johnson brillante ­incluso superior al de su propia obra­ "porque sabía que la flor de su conversación, lo mejor de su conversación sería recogido por Boswell. Al mismo tiempo, si nosotros suponemos que Boswell le mostró a Johnson alguna vez el manuscrito, ya la obra perdería mucho. Tenemos que aceptar el hecho, verdadero o no, de que Johnson ignoraba esto. Pero esto explicaría el silencio de Johnson, el hecho de que supiera que lo dicho por él no se perdía." Esa clase la dictó el lunes 7 de noviembre de 1966. En su desmedido Borges (Seix Barral) ­más de 1.590 páginas­, Adolfo Bioy Casares anota dos días después: "Come en casa Borges. Refiere que hoy en su clase de la Facultad, irrumpieron unos muchachones, que a gritos pedían la suspensión de la clase y repetían estribillos: `Los estudiantes que se quedan son tan carneros como los profesores'. Al principio, Borges se puso muy nervioso, se enfureció; les respondió que había libertad de enseñanza, que se iría y que se quedaría quien quisiera; después se calmó y les ordenó: `Retírense inmediatamente'. Al rato volvieron; de nuevo los echó. Anduvieron por el corredor, con sus estribillos a voz en cuello y pateando, al pasar, las puertas." Es decir que mientras Borges explicaba cómo Boswell llevaba una especie de diario para armar su ejemplar biografía del doctor Johnson, Bioy, amigo dilecto de Borges, llevaba un diario durante cuarenta años dedicado a conservar las palabras, anécdotas y narraciones de Jorge Luis Borges. Borges, como Johnson, lo sabía ­incluso aparece en esas anotaciones alguna alusión cómplice­ y, como Johnson, prefirió no enterarse sobre lo que escribía su biógrafo.

Borges especula en aquella clase magistral que "es muy posible que Johnson no fuera siempre tan epigramático ni tan ingenioso como lo presenta la obra." Es decir, sugiere que quizá su biógrafo le prestara ayuda en alguna ocasión.

El sorprendente Borges que se levanta como una sombra furibunda y poderosa en el Borges de Bioy, no parece haber requerido asistencia.

Este juego es quizá el mejor regalo que nos ofrece Borges profesor, entre tantas relucientes palabras.

Primero hay que saber leer

El que busca tesoros examina cada hebra", les dice Vladimir Nabokov a sus alumnos ávidos de literatura. Esta idea recorre los tres volúmenes de las notas que utilizó en sus clases durante los años 40 y 50 en las universidades norteamericanas de Cornell, Wellesley y Harvard. Hay una cierta cualidad esotérica en estas clases: lo que se dijo allí se dijo para unos pocos y felices iniciados que tuvieron el privilegio de que uno de los más importantes escritores del siglo XX les enseñara, nada más y nada menos, a leer a James Joyce, Cervantes, Kafka, Tolstoi, entre otros. Nacido en San Petersburgo en 1899, Nabokov vivió la mayor parte de su vida fuera de Rusia, primero en varias ciudades europeas, luego en Estados Unidos y finalmente en Suiza, país que eligió una vez alcanzada la fama como escritor, donde murió en junio de 1977.

El perfil de Nabokov profesor surge de inmediato. Dueño de un ojo crítico agudísimo, las lecciones parecen ejercicios de entomología, esa otra pasión que lo acompañó durante su vida. Con la lupa en mano, procede a diseccionar el texto e insta a su auditorio a mirarlo de cerca y a iniciar, en sus palabras, "una investigación detectivesca en torno de las estructuras literarias". Varios son los dogmas que sostiene el autor de Lolita.

En principio, que la literatura no tiene por qué reflejar nada de eso que llamamos "la realidad", ni sus valores pertenecer al orden nefasto del sentido común burgués.

Nabokov deja de lado cualquier generalización sobre el autor a estudiar en favor de una lectura preciosista de los textos, de una mirada profunda y atenta que busca averiguar cómo están hechas las grandes obras literarias, qué hace del arte algo perdurable y cómo se forja el genio individual.

Las clases se organizan en torno a la reflexión sobre el proceso creativo de los diferentes autores.

Acariciar los detalles, por mínimos e insignificantes que parezcan, produce buenos lectores. Y Nabokov tiene ideas muy claras acerca de qué constituye un buen lector y qué no. Un lector que se identifica con los personajes, dice, sólo lee en la superficie de los textos, indiferente ante esas hebras en las que se encuentran los tesoros de los libros. En este sentido, Emma Bovary y Ana Karénina son dos ejemplos de cómo no se lee, porque sumidas en las fantasías de las novelas románticas y de aventuras que devoran, arruinan sus vidas trágicamente.

"Zambullirnos en el libro y bañarnos en él, no vadearlo"; ésta parece ser la premisa para acercarse a los textos. Nabokov leía largos párrafos de las novelas en voz alta para ilustrar las ideas que presentaba, para desarmar los recursos literarios como si se tratara de máquinas cuyo interior hay que desmontar para saber cómo funcionan. Si el estilo es un efecto del lenguaje, allí va Nabokov a ver cómo los diferentes autores hacen cosas y personajes con palabras.

Explica, por ejemplo, que el famoso monólogo interior de Molly Bloom en Ulises es un convencionalismo estilístico y que como recurso "no es más `realista' ni más `científico' que cualquier otro", porque "no pensamos siempre con palabras: pensamos también con imágenes". Parafrasea los argumentos de los relatos, y así muestra que para leer hay que apropiarse del texto hasta conocerlo íntimamente. Y llega al punto de advertir que "el lector inteligente lee el libro genial no tanto con el corazón, no tanto con el cerebro, sino con la espina dorsal".

Una serie de dibujos, esquemas y croquis diseminados entre sus papeles acompañan las clases.

La necesidad de representar los espacios y los objetos que aparecen en los textos lo lleva a dibujar el escarabajo ­no la cucaracha, amonesta Nabokov­ en el que se ve convertido el protagonista de La metamorfosis esa mañana fatídica. También aparecen la famosa catleya que tantos desvelos y satisfacciones le costara a Swann en En busca del tiempo perdido, la gorra de Charles Bovary, el abrigo del cuento homónimo de Nikolai Gógol, un mapa de España en el que va siguiendo el derrotero del Quijote y Sancho, y numerosas páginas de las ediciones que usaba en clase, en donde se puede ver cómo, indignado con los traductores (sobre todo en las obras rusas), tachaba furioso e indicaba cuál era la acepción correcta de la palabra o la interpretación verdadera de una frase. Llega incluso a reemplazar la tapa del ejemplar de Dr. Jekyll y Mr. Hyde que utiliza en clase, por estar en desacuerdo, por una especie de collage de su autoría.

Cervantes le parece un artista inferior a Shakespeare y el Quijote una novela llena de barbarie y crueldad que por momentos se eleva gracias a la intuición de su autor. Hay cierto desdén por Jane Austen, que pierde siempre en la comparación con Dickens. Sus lecturas son implacables a la vez que lúcidas, como cuando explica que el acierto de Kafka está en que Gregorio Samsa pertenece "al mismo mundo fantástico que los personajes inhumanos que lo rodean", o que Gógol es el primero en renovar el espectro cromático en la literatura rusa.

Amores y odios se destilan con la misma intensidad en los tres cursos. Más aun, muchas veces es patente que lo que fundamenta algunas argumentaciones es la arbitrariedad de los juicios que espeta. Sin embargo, algo queda claro: no se puede enseñar a leer sin pasión por la lectura. Explicar una idea, abrir una interpretación, mostrar un camino: quien enseña literatura sabe que si no logra que algo de los textos interpele al auditorio, todo está perdido. "Las grandes novelas son grandes cuentos de hadas (...), la literatura es invención", sostiene. "Rindamos culto a la médula espinal y a su hormigueo. (...) Si no somos capaces de experimentar ese estremecimiento, si no podemos gozar de la literatura, entonces dejemos todo esto y limitémonos a la televisión".

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