7.4.12

Los modos de la libertad

A partir de la narrativa de Jonathan Franzen y su "anacrónica fe en la capacidad del lenguaje para representar el mundo", el escritor español Jorge Carrión propone una forma de pensar la novela contemporánea y discute con el autor en oposición a Coetzee, Bolaño y David Foster Wallace
FRANZEN. Construye su narrativa conociendo las dificultades de sostener el verosímil del realismo.foto.fuente:Revista Ñ

Tomemos Libertad (Salamandra, 2011), de Jonathan Franzen, como punto de partida para pensar la novela de hoy. Como pretexto. Aunque retrate por extenso a tres generaciones de la misma familia del Medio Oeste, el núcleo lo encarna la generación intermedia, cercana a la del autor, el triángulo formado por Patty, Walter y Richard, sus acercamientos y alejamientos desde los vacilantes años universitarios hasta los de la mediana edad. Durante casi setecientas páginas ese triángulo amoroso actúa como motor íntimo de un relato cuya ambición, no obstante, es menos la de explorar la psicología de unos personajes aquejados por la depresión, la necesidad de negociar sus valores personales o la vocación truncada, que la de crear un gran mural histórico de los Estados Unidos en el cambio de siglo. Sus mutaciones culturales, sociales y políticas. Cómo han variado las formas de circulación de la producción y de la crítica culturales: a través de la figura de Richard, que es músico. Cómo han mutado las relaciones entre ciudad y suburbio: a través de Patty, ama de casa. Cómo, sobre todo, la gestión ecológica del territorio nacional y la industria bélica, durante las guerras en Afganistán y en Irak, han sido conducidas durante la administración de George Bush: a través del demócrata Walter, quien es seducido por un magnate texano vinculado con la explotación carbonífera y petrolera y hace malabarismos para proteger a las aves al tiempo que favorece los intereses de su empleador; y a través de Joey, su hijo republicano, a quien le ofrecen la posibilidad de enriquecerse enviando a Oriente Medio armas en mal estado.

Una forma en crisis

En su brillante ensayo "Dos direcciones para la novela" (Cambiar de idea, Salamandra, 2011), Zadie Smith sostiene que el realismo lírico es el modelo narrativo predominante en el mercado económico y crítico anglosajón. No habla de la obra de Franzen, sino de Netherland: el club de críquet de Nueva York, de Joseph O'Neill (El Aleph, 2009), pero no es difícil trasladar sus palabras de una novela a otra: "se encuentra en una encrucijada de angustia donde una comunidad en crisis desde fecha reciente –la clase media liberal anglo-americana– se topa con una forma literaria en crisis desde hace largo tiempo, el realismo lírico decimonónico de Balzac y Flaubert". Más adelante, añade: "es una novela poscatástrofe, pero la catástrofe no es el terrorismo, es el realismo". En Libertad no encontramos vacilación alguna: no hay lugar para la duda. Franzen asume una anacrónica fe en la capacidad del lenguaje para representar el mundo. Sin embargo, la duda está demasiado arraigada en nuestro cerebro lector como para que no aparezca, una y otra vez, con tesón paranoico. Escribir hoy en clave realista es hacerlo con conciencia de Matrix: la máscara del realismo sufre interferencias y por esas ranuras de píxeles asoman las ruinas del propio realismo. Franzen construye su artefacto a sabiendas de esa dificultad: durante casi setecientas páginas tiene que sostener el sentido de la maravilla verosímil, la suspensión del juicio lector.

¿Tolstoi o Dostoievski?

En el prólogo de ¿Tolstói o Dostoieski? (véase página 25), George Steiner escribió: "propongo que se juzguen sus realizaciones y se defina la naturaleza de sus respectivos genios por medio del contraste". Y unas líneas más adelante insiste: "Ambos significan para el historiador de las ideas y para el crítico literario una conjunción única, como planetas vecinos, de igual magnitud y mutuamente perturbados por sus órbitas. Desafían toda comparación". Tal vez una pregunta semejante sobre la literatura del siglo XXI debería tener a Franzen en uno de sus extremos, y en el otro a un autor de estatura similar que sí haya escrito en la tradición del cuestionamiento de la mímesis. ¿David Foster Wallace? Aunque el periodismo cultural siga mitificando la relación literaria y de amistad entre ambos escritores, lo cierto es que la única novela acabada de Foster Wallace que, por volumen y ambición, se puede comparar con Las correcciones y con Libertad es La broma infinita, y ésta se publicó en 1996, cinco años antes de la primera, y quince años antes que la segunda.

En la pregunta de Steiner hay implícita una voluntad de comparar autores que, aunque compartan origen, han tenido una recepción global; de modo que quizá podríamos buscar escritores de otros ámbitos culturales. ¿Franzen o Michel Houellebecq? ¿Franzen o Roberto Bolaño? ¿Franzen o J. M. Coetzee? Tal vez sean preguntas más pertinentes, porque las obras maestras de todos esos autores han sido traducidas y difundidas, han tenido una repercusión internacional que nos permitiría defender la idea de que, a diferencia de cuando Steiner inició su singladura como ensayista, la literatura de ahora sólo puede entenderse como un fenómeno transnacional. Al supuesto realismo decimonónico de Franzen, con esos autores le contrapondríamos, aunque parezca irónico, libertad. El mapa y el territorio (Anagrama, 2011), 2666 (Anagrama, 2004) y Verano (Mondadori, 2010) inventan una combinación de características formales que, a diferencia de las estrategias del realismo lírico, sólo son válidas para ese proyecto en concreto. Sus autores hacen uso de su libertad creativa, que es individual. Aunque algunas de las ideas políticas que encontramos en esas novelas (el poder absoluto del capital, en Houellebecq; la muerte de la posibilidad de la revolución, en Bolaño; la incapacidad de no pensar de modo racista, en Coetzee) puedan ser conservadoras, su naturaleza, su materia, es progresista. En otras palabras, prevalece un progresismo estético que, finalmente, es más importante que una ideología parcialmente reaccionaria. Ese problema entre la forma y el contenido se hizo evidente en la película La cinta blanca (2009), de Michael Haneke. En una obra sobre cómo la disciplina cristiana marcó a los niños que después serían nazis, sorprende encontrarse con unos planos, con unos movimientos de cámara, con una puesta en escena tan rígida como los mecanismos sociales que se estaban mostrando. Lo mismo ocurre en Libertad, de modo más evidente. Porque en Haneke no era obvia la denuncia: la frialdad de su retrato no conducía inevitablemente a ella. En cambio, no hay duda de que Franzen está denunciando los atropellos del régimen de George Bush, de modo que el progresismo político entra en conflicto con el conservadurismo formal.

Televisión, música y móviles

Mal que le pese a la Literatura Comparada, en la academia, en la crítica y en la industria editorial norteamericanas prima una percepción eminentemente local, sumamente endogámica, de lo literario. Por eso Libertad, pese a todo, tal vez deba ser observada en su primer ámbito de producción y de recepción. El premio Pulitzer conseguido por El tiempo es un canalla (Minúscula, 2011), de Jennifer Egan, sería un buen criterio para forzar la comparación. Se trata de una novela atomizada, de una narración a retazos de la vida de un grupo de personajes, relacionados por la amistad, el matrimonio o la profesión, en varios momentos de sus existencias. Su obsesión es el tiempo. ¿Se oponen las dos grandes novelas de Franzen a un modelo de novela más en sintonía con nuestra época en que el tiempo no puede ser cronológico ni estar unido? ¿Estamos, una vez más, ante una novela decimonónica que simula la unidad del tiempo y otra que asume su percepción modernista y posmoderna, y por tanto lo atomiza, lo fragmenta, lo interpreta según las teorías físicas de los últimos cien años? En otras palabras: ¿estamos, por enésima vez, entre la novela unitaria y la fragmentaria? Una lectura simplista nos llevaría sin duda a esa conclusión. Pero ocurre que en una segunda lectura, más atenta, nos encontramos con que, entre Libertad y El tiempo es un canalla se multiplican las similitudes. Aunque ésta sea una novela en cuentos cronológicamente desordenados y aquélla, una novela en capítulos que siguen una rigurosa cronología, lo cierto no es sólo que Franzen también se interesa por el análisis de cómo el tiempo sacude las vidas de sus personajes, un tiempo que es observado tanto microscópicamente, en el devenir sentimental y profesional de cada uno de sus protagonistas, como macroscópicamente, en la historia política, social y cultural de los Estados Unidos, sino que también entiende, como Egan, que Los Soprano es un modelo narrativo de nuestra época, que la música explica a los seres humanos de hoy como no puede hacerlo la literatura, o que los sms son formas esenciales de comunicación en el siglo XXI.

Franzen recurre a los programas televisivos como a símbolos que aportan información sobre sus personajes. También encontramos en su última novela una atención remarcable a las marcas, los objetos de consumo, las tendencias culturales o las tribus urbanas. Recursos que en los años 80 y 90, en el teclado de Bret Easton Ellis o Douglas Coupland, se convirtieron en insignias de la experimentación literaria en lo sociológico, ahora son asumidos por Franzen como formas evidentes de realismo. La próxima adaptación de Las correcciones a miniserie de HBO no es más que otra evidencia de que las grandes telenovelas de nuestra época están interfiriendo en los modos en que los novelistas modelan sus ficciones. La alusión directa a Los Soprano no es sólo eso: significa que, como dijo Foster Wallace, para los autores nacidos después de los años 50 la televisión es la realidad; y que tras más de una década de obras maestras teleseriales, la materia de la mejor ficción literaria se entrevera con la audiovisual. Pero la música es, a juzgar por esas novelas, el lenguaje central de nuestro mundo. Tanto El tiempo es un canalla como Libertad nos dicen que el discurso musical es mucho más importante que el discurso literario. La literatura, de hecho, no tiene mayor importancia en ellas. La única novela que se invoca con cierto énfasis en Libertad es Guerra y paz, de Tolstoi. Se dice en cierto momento que "Richard es una de esas raras personas que aún leen libros y aún piensan acerca de las cosas". Las redes sociales, los teléfonos móviles, el iPod o la Blackberry son tan importantes para los personajes de Franzen como para cualquier ciudadano del siglo XXI. Y ocupan un espacio que antes era literario.

¿Todo esto debería sorprendernos? No, si tenemos en cuenta sus raíces. Su mito de origen no es la literatura. En Zona fría. Una historia personal (Seix Barral, 2008), habla de Tesoro Peanuts, una antología de tiras cómicas de Charles M. Schulz, y de las revistas porno de su infancia como de sus dos puntos de partida como creador. Y su primera novela, La ciudad veintisiete, es un homenaje a los grandes autores posmodernos norteamericanos. Los que se interesaron por la televisión como Gran Tema; los que trabajaron la idea de que la literatura ya no era central en la cultura; los que incorporaron conscientemente los lenguajes de la publicidad, la tecnología, el cómic o la pornografía a sus proyectos híbridos. Y digo conscientemente porque la novela, desde Cervantes, ha sido sobre todo una máquina de absorción.

El realismo histérico

Hace ya casi doce años que James Wood acuñó la expresión realismo histérico para definir novelas del fin de siglo firmadas por Thomas Pynchon, Don DeLillo, David Foster Wallace o Smith. En un momento de ese ensayo, "Humano, todo demasiado inhumano", encontramos una frase llamativa: "Son novelas centrípetas", en que los personajes siempre están descubriendo "conexiones, vínculos, tramas y paralelismos paranoicos". Un exceso de significación. Eso es lo que denunciaba el autor de Los mecanismos de la ficción (Gredos, 2009) en las últimas expresiones de la gran tradición vanguardista norteamericana: todo está conectado, todo tiene sentido, la realidad se percibe desde la teoría de la conspiración.

Por eso el realismo decimonónico o realismo lírico sigue conectando con la parte del cerebro del lector que inyecta tranquilidad en la conciencia, que apacigua la aceleración, que neutraliza el exceso de estímulos y de informaciones que caracteriza nuestras vidas. Porque supone una narrativa con absoluta capacidad de adaptación al medio, que muta ligeramente, asimilando las mutaciones que ya fueron anticipadas por novelas innovadoras cuando han sido consensuadas, asumidas, domesticadas; pero que ante todo hace sobrevivir la vieja idea de que la realidad puede ser leída como un fenómeno centrífugo. Como algo con centro, ordenado, jerárquico. Smith habla de ello mediante dos acertadas preguntas retóricas: "¿Es realmente el modelo más cercano a nuestra condición que tenemos? ¿O simplemente es el cuento que más nos reconforta a la hora de irnos a dormir?".

En cierto momento de Verano, Coetzee afirma que se trata de un relato sin centro. Franzen, por su lado, le hace decir a Walter que lo que le quita el sueño es la "fragmentación", un problema que se observa "en Internet, o en la televisión por cable: nunca hay un centro, nunca hay acuerdo comunitario; sólo hay un billón de pequeñas fracciones de ruido que nos distrae". El realismo lírico tematiza la zozobra de Benji, el ruido y la furia de William Faulkner, pero ignora la forma de su enunciación; porque el sentido tiene que ser dosificado, no caer en el aullido ni en el exceso ni en la paranoia. La función del centro de la novela es bajar la voz, tranquilizarnos, acunarnos, desearnos dulces sueños.

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