Luego del Premio Herralde por Ciencias morales, el escritor publica Cuentas pendientes, una novela donde se anima al humor y es, quizás, su mejor obra. Aquí, habla de su lugar en el mundo intelectual
Martín Kohan es un tipo gracioso. Detrás de esa pinta de intelectual orgánico híper letrado que le valió muchas veces el mote un poco prejuicioso de "escritor académico", hay un personaje singular de ese pequeño ghetto ilustrado que son las letras argentinas. Se lo podría pensar, en un juego de analogías quizás arriesgado, como una suerte de Woody Allen de la narrativa porteña: la neurosis como bastión estético, la lenta edificación de una obra copiosa, la verborragia, la coherencia interna de una poética. Sus primeros libros (La pérdida de Laura, Muero contento) eran libros que todavía estaban buscando su forma pero que ya destilaban algunas de las obsesiones centrales de Kohan, como la relación entre el intelectual y el mundo popular y la búsqueda de una escritura que diga algo sobre el mundo pero que sobre todo esté diciendo algo sobre el lenguaje. Después, su literatura pareció virar hacia la reescritura en clave contemporánea del nervio central de nuestra tradición: las tensiones entre civilización y barbarie. Dos veces Junio, Museo de la revolución y Ciencias morales fueron libros que atacaron el tópico de la dictadura argentina desde distintas perspectivas, y da la impresión de que en su nueva novela, Cuentas pendientes, ese tema persiste pero como eco, como rémora, de un modo elusivo. Formalmente, el libro es una maquinaria sutil que conjuga algunas de las influencias y afinidades recurrentes en Kohan –Saer, Piglia y otros– pero confiriéndole a su narrativa una libertad que, a lo lejos, trae el nombre de Puig. Por lo demás, ese humor punzante que Kohan ensaya en su vida se vuelve a volcar con fortuna en su literatura. ¿Cómo es volver a narrar el humor?: "Para mí es imposible empezar a escribir sin un cierto tipo de tono que tiene que estar en el párrafo de arranque. Ese tono va a definir si es distante, frío, o si va a tener el juego de proximidad y distancia que necesita el humor. Al definir la relación del narrador con sus personajes, que es lo que un tono decide, estaba la idea del humor. Pero no hay ahí una estrategia de obra. Cada libro va siguiendo el movimiento del deseo de lo que quiero escribir en ese momento. Ahora siento la necesidad de probar otra clase de humor. Mi deseo fue para ese lado".
¿Le resultó complicado usar el humor en una novela con un tema pesado como es, aunque sea tratado lateralmente, el de la dictadura?
No, todo depende de cómo se produzca esa articulación. La posibilidad o no de la risa respecto de ciertos temas es móvil a una escala social. Uno puede hacer el recorrido y ver en qué momentos se abre la posibilidad, dentro de lo sombrío que un tema pueda llegar a ser, de que se abra una distancia más oblicua para la risa. Personalmente no tengo disposición a cancherear con esas cuestiones, sin por eso ir a parar a la elegía o a la solemnidad. Creo que en este caso es posible la risa porque no es ahí donde están los nudos de conflicto. Si un elemento como la represión pasa a ser el nudo del conflicto, la risa no es para mí un gesto posible.
Se puede pensar que a partir de libros como "Los topos" de Felix Bruzzone algo se destrabó para pensar la dictadura desde lo paródico o lo grotesco. ¿Siente que ahí se abrió un campo de posibilidad en la literatura argentina?
Yo creo que es un desplazamiento que se va produciendo por la misma temporalidad. En libros como el de Bruzzone, o en el de Pola Oloixarac [Las teorías salvajes], me parece que esa mirada se coloca más en términos de la militancia que de la represión. Esos libros pueden asumir esa carga de distancia irónica, o incluso de caricatura, porque están pensando más en el plano de las convicciones políticas del militante antes que en la condición feroz del torturado. La risa sobre el centro de tortura me parece que sigue siendo inviable. No es mi posición literariamente, no se me ocurren ideas literarias en ese registro.
¿Y cómo diría que encaró la cuestión en novelas anteriores como, digamos, "Museo de la revolución"?
En aquel momento el dilema literario que se me planteaba era el de la épica, que es una cuestión que pensé mucho en relación a la Guerra de Malvinas. La crisis de la épica de guerra y el desplazamiento al paradigma de la farsa. La literatura argentina siempre eligió contar la guerra –en Los pichiciegos de Fogwill o en La causa justa de Osvaldo Lamborghini– como farsa porque estaba vaciada de épica. En Malvinas, para mí, es clarísima esa ruptura que la literatura produce para narrar. Pero la militancia revolucionaria no tendría por qué funcionar igual que la Guerra de Malvinas, donde la ruptura del paradigma épico es muy productiva.
Volviendo al libro, ¿cómo manejó el verosímil para narrar peripecias de un hombre de ochenta años?
Del mismo modo que se me suele dar la resolución del verosímil en todos los casos: la credibilidad se juega en los detalles. Puro Barthes; la atención a ciertos detalles arma el efecto de lo real. Creo que si los libros que escribo alcanzan la comprensión de una subjetividad es por lo que en sí esos detalles revelan. La novela empieza con el viejo arrastrando las pantuflas. Eso me ayudó a armar ese personaje.
Otro tema importante es la lengua que habla ese hombre. ¿Cómo trabajó el idioma argentino de "Cuentas pendientes"?
En ese punto me parece que una conexión con una experiencia vivida es interesante. Muy a menudo esa conexión se piensa en relación a la trama: pensar que uno toma de la vida la historia a narrar, cosa que a mí no me sucede prácticamente nunca. Y en cambio sí creo en cierto entrenamiento que trato de tener en la captación de esa zona de la experiencia que es la que mí me interesa para la literatura, que es la del lenguaje. No la experiencia del acontecimiento, del anecdotario, o conocer personas interesantes en la vida. Y hay algo de la temporalidad que me llama especialmente la atención, que son las personas que arrastran una lengua que ya no es la socialmente predominante. Puede ser la gente que vive afuera, como le pasaba a Cortázar, que tiene un pequeño descorrimiento con la lengua que se habla. Eso es una cifra de lo que uno quiere hacer en la literatura: correrse un poco de los modos usuales o corrientes de la lengua.
¿Le generó cierta incomodidad escribir los insultos explícitos que pueblan el relato?
No es lo que yo prefiero, pero me parecía necesario. El texto lo pedía, y cualquier otra decisión hubiera sido equivocada para el texto. A mí me gusta más la elipsis, pero acá hubiera dado un efecto equívoco. Porque esas explosiones son justamente esa zona que a este viejo se le escapa de las manos. En ese punto el lenguaje tenía que ser directo. Suavizar eso hubiera sido un un error.
En un momento aparece un escritor en el medio de ese mundo que parecería no mostrarle ninguna afinidad. ¿Cree que puede aparecer una lectura autobiográfica de ese escritor-narrador que irrumpe?
Como la novela iba a jugar con una caricatura de la figura de escritor, me parecía que lo más justo era hacerlo sobre alguien que pudiese ser yo. Tener el gesto canchero del escritor que se burla de otro tipo de escritor no es algo adecuado en mí. Y en esa escena hay algo que me interesa puntualmente, y que ya está en Los cautivos o en Segundos afuera, que es la descolocación del letrado respecto de un mundo que no es letrado. El intelectual que va hacia ese otro mundo. Como me pasa siempre, encuentro todo en El matadero. Ese mundo que atrae y fascina, y que hay que contarlo con una cierta descolocación. Desestabilizar ese principio que supondría que el que sabe domina al que no. ¿Qué se supone que es entender o saber? En esa descolocación el escritor queda siempre fuera de lugar.
Sí, es un corrimiento del lenguaje también. Si pensamos cómo opera la violencia en su literatura, se empieza a armar una línea: la violencia de los cuerpos en "Dos veces Junio", la violencia del poder y el control en "Ciencias morales", y acá la violencia del lenguaje.
Sí, por eso me parecía que las referencias de la sexualidad o de los insultos tenían que ser violentas. Escribirlo directo en Ciencias morales habría sido un error, porque trabajar la sexualidad en un personaje como el de la preceptora del colegio que no se permite a sí misma pensar en su sexualidad sólo se podía hacer con un lenguaje que nunca dijera lo que había que decir. Pero si en este caso la sexualidad tiene que ver con la frustración y las puteadas que ese malestar genera hay que ser lo más directo posible. Y ahí aparece la violencia cuando eso colisiona con la irrupción del escritor y sus presuntos prestigios.
¿El escritor estaría, digamos, descolocado?
Sí, me interesó trabajar eso en el escritor: fuera de qué estas, de qué colocación social. Porque no es la colocación social del escritor sino de la literatura. Hay una gestualidad bastante notoria y ampulosa de respeto y consideración, y un paso más allá el más completo desinterés. Es algo que todos los que están en literatura palpan en cualquier momento. Una reunión de padres de colegio te lo revela inmediatamente, porque aparecen las frases más enfáticas de admiración sobre lo imprescindible que es la literatura en la vida y raspando apenas dos centímetros encontrás que la literatura no le importa prácticamente a nadie. La gente a la que la literatura le importa muchísimo es muy poca, pero el discurso sobre el prestigio literario es muy grande.
Fragmento
Asi escribe: Cuentas pendientes
Tengo para mí que Giménez, tarde en la noche, arrastra los pies cuando entra en la cocina. Está cansado, las piernas sinuosas y como de tela, acechadas por calambres, quebradizas. Pero hay algo más que eso en los pies que no despegan del suelo: calza pantuflas, y si las levanta del suelo al dar un paso se le zafan y se le van. El resultado es un siseo que, en el comienzo de la madrugada, y a no ser por las voces que expide desde el cuarto la televisión prendida, resultaría
perfectamente audible.
En la cocina apretada del departamento de Giménez, hay espacio apenas para dos: para la heladera y para él. El hecho en sí no lo importuna, dado que vive solo, pero para abrir la puerta de la heladera se ve en la necesidad de hacer maniobras complicadas y juegos de cintura que, a su edad, le cuestan y lo agitan. Luego le pasa siempre lo mismo: que se queda parado delante de la heladera abierta y no recuerda en absoluto qué era lo que venía a buscar. En otra época de la vida, a los treinta o a los cincuenta años, habría atribuido el percance a la mera distracción; a esta altura, ya casi en los ochenta, se mortifica pensando en el declive de sus facultades.
Se queda parado delante de la heladera, mirando al interior. La luz en la cara y el golpe del frío artificial parecen sumarse en el esfuerzo por despejarlo y ayudarlo a recordar. ¿Qué fue lo que lo trajo a la cocina, qué clase de intención o de deseo? No se acuerda. Lo aflige una opción impensada: que haya venido de manera automática, por costumbre o por aburrimiento, por pura inercia, sin un propósito definido y sin un claro para qué; y en ese caso no hay ninguna chance de que recuerde la razón que lo trajo porque esa razón no existe
y nunca existió. No pocas veces se vuelve a la cama tal como vino a la cocina, sin servirse nada ni agarrarse nada, ni feta de queso ni vaso de leche, ni pan con manteca ni manzana, sin siquiera saber a ciencia cierta si la expedición a la heladera perdió su objetivo en el trayecto o si nunca lo tuvo y nada perdió.
Antes de darse por vencido y regresar al cuarto, se concede otra oportunidad. Repasa con la vista los estantes de la heladera, sus cajoncitos plásticos y sus recovecos de la contrapuerta, para que el objeto que eventualmente busca se manifieste y se le revele (apela al mismo recurso entre las góndolas del supermercado, aunque empleando más tiempo y más esfuerzo, cuando acude a hacer las compras para él y para su señora). ( Pag. 9 -10).
perfectamente audible.
En la cocina apretada del departamento de Giménez, hay espacio apenas para dos: para la heladera y para él. El hecho en sí no lo importuna, dado que vive solo, pero para abrir la puerta de la heladera se ve en la necesidad de hacer maniobras complicadas y juegos de cintura que, a su edad, le cuestan y lo agitan. Luego le pasa siempre lo mismo: que se queda parado delante de la heladera abierta y no recuerda en absoluto qué era lo que venía a buscar. En otra época de la vida, a los treinta o a los cincuenta años, habría atribuido el percance a la mera distracción; a esta altura, ya casi en los ochenta, se mortifica pensando en el declive de sus facultades.
Se queda parado delante de la heladera, mirando al interior. La luz en la cara y el golpe del frío artificial parecen sumarse en el esfuerzo por despejarlo y ayudarlo a recordar. ¿Qué fue lo que lo trajo a la cocina, qué clase de intención o de deseo? No se acuerda. Lo aflige una opción impensada: que haya venido de manera automática, por costumbre o por aburrimiento, por pura inercia, sin un propósito definido y sin un claro para qué; y en ese caso no hay ninguna chance de que recuerde la razón que lo trajo porque esa razón no existe
y nunca existió. No pocas veces se vuelve a la cama tal como vino a la cocina, sin servirse nada ni agarrarse nada, ni feta de queso ni vaso de leche, ni pan con manteca ni manzana, sin siquiera saber a ciencia cierta si la expedición a la heladera perdió su objetivo en el trayecto o si nunca lo tuvo y nada perdió.
Antes de darse por vencido y regresar al cuarto, se concede otra oportunidad. Repasa con la vista los estantes de la heladera, sus cajoncitos plásticos y sus recovecos de la contrapuerta, para que el objeto que eventualmente busca se manifieste y se le revele (apela al mismo recurso entre las góndolas del supermercado, aunque empleando más tiempo y más esfuerzo, cuando acude a hacer las compras para él y para su señora). ( Pag. 9 -10).
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