Unos héroes de historieta acuden al entierro de su autor y sólo un chico que trabaja en el cementerio se percata de semejante suceso. A partir de ahí, Marcelo Figueras propone en El rey de los espinos un camino de aventuras múltiples: no sólo un ambicioso relato en busca de sus lectores jóvenes, sino también una reflexión sobre el destino de las ficciones populares
Hay una
regla de la ficción que cada escritor interpreta a su manera. Y lo
curioso es que, si vamos a fondo, todos la interpretan casi de la misma
manera, la diferencia sólo es una cuestión de contextos de lectura, de
crítica, de recepción. Se pueden oponer a Walsh y a Borges, casi al
estilo de un Boca-River, pero los dos afrontan, en sus ficciones, una
forma de lidiar con el mundo que les tocó vivir. En el caso de Borges,
lo notamos, sobre todo, en sus cuentos antiperonistas (como “La fiesta
del monstruo”, escrito junto a Adolfo Bioy Casares, o “El simulacro”) o,
inclusive, en sus relatos de tinte más fantástico: ¿no es “El aleph”
una muy soterrada crítica a un estilo de escritura triunfante en sus
tiempos, estilo representado por el infame Carlos Argentino Daneri y ese
extenso, barroco y denso poema que busca escribir y colocar en el
mercado de la crítica otorgadora de premios? En Walsh, ese
funcionamiento mediador de la ficción aparece un poco invisibilizado, a
grandes rasgos, si nos quedamos con la manera en que se han leído alguna
de sus obras, como Operación Masacre o ¿Quién mató a Rosendo?, pero aun
así esas obras son “ficciones” o recurren a herramientas ficcionales
que tratan de pensar su contexto histórico, la situación tanto de la
política o del arte en el momento en que le tocó vivir a Walsh.
Recordemos el prólogo de Operación Masacre: Walsh aparece como alguien
que sólo quiere jugar al ajedrez y dedicarse a lo que le gusta, la
literatura policial, pero no puede dejar de pensar en el hecho de que,
entre otras cosas, escuchó, pegado a la persiana, a un conscripto
morirse diciendo “no me dejen solo, hijos de puta”. La realidad siempre
termina tirando un piedrazo por la ventana de la ficción.
En El rey de los espinos, Marcelo Figueras comienza a interpretar la
regla de la ficción exactamente al revés: no es la realidad la que
golpea las puertas de la ficción, sino la ficción la que se mete de un
piedrazo en la realidad. Milo, el protagonista, es un adolescente hijo
de las crisis nacionales, quien en la Buenos Aires de 2019 tiene uno de
los más pesados y descarnados trabajos que se pueda imaginar: es
enterrador en el cementerio de San Fernando. Milo pasa sus días en el
trabajo que le dejó su padre, don Maciel, metido en el nebuloso mundo de
la bebida luego de la muerte de su mujer, mientras trata, como puede,
de mantener su escolaridad, ayudado, claro, por los profesores y por su
inseparable amigo el Baba, cuya situación económica es apenas un poquito
mejor que la de Milo (pero no tanto). Ambos recurren a lo mismo para
alejarse un poco de ese mundo hostil en el que viven: Milo lee las
historietas que le presta el Baba, un fanático que inclusive llega al
punto de hacer las tareas de los demás a cambio de dinero que usa para
aumentar sus arcas personales, compuestas por una enorme colección de
comics. Será por esa lectura que, después de pensarlo un tiempo, Milo
logra identificar el nombre escrito sobre una de las lápidas del
cementerio, nombre del nuevo cuerpo que las fauces de la tierra que
escarba todos los días va a recibir: el nombre es el del Autor de las
historietas del Baba, sí, Autor con mayúsculas. Y entre los que
acompañan al cuerpo hacia su destino final hay cuatro fanáticos que se
han disfrazado de los personajes más representativos de esas
historietas. Pero... ¿Son realmente fanáticos o se trata de esos mismos
personajes que han aparecido quién sabe cómo, para acompañar al Autor
hasta su última morada? ¿Cuál es el objetivo de su aparición o, en todo
caso, las consecuencias de que estén caminando ahora en el mundo “real”?
La división internacional
El rey de los espinos parte de este breve principio para
transformarse en una novela de aventuras que despliega una estructura
narrativa un tanto inédita en nuestro país o, mejor, no tan apegada a
los principios de producción de literatura local. Dicho a modo de
interrogante: ¿se puede escribir una novela de aventuras en la
Argentina? ¿Se puede hacer algo que no siga los protocolos de producción
a los que estamos acostumbrados, esos que dictan cierta “distancia”
intelectual en la obra antes que una empatía emocional? “Yo tengo la
sensación de que existe algo parecido a la división internacional del
trabajo cultural”, opina Marcelo Figueras. “Una división que afecta a
los que vivimos en países periféricos, digamos, los países que no
figuramos en el top ten de los más poderosos, para no volver a usar esa
expresión de países centrales y países periféricos. En esta división del
trabajo cultural nos tocaron dos cosas: todo lo que tiene que ver con
lo zafio, que sólo se consume en nuestro país, cosas como los programas
de Pol-ka, y lo otro, algo que va o aparece como un repertorio de lo
exquisito. De lo nuestro lo único que viaja, lo único que permiten que
viaje, es lo exquisito: las películas que nos aceptan en Cannes, los
escritores que ya han quedado tildados de exquisitos, etcétera. Ustedes
tienen a Borges, así que no se quejen, nos dicen. Mientras tanto, ellos
se reservan el 98 por ciento de la producción de la narrativa, y dentro
de esto incluyo a lo literario y a lo audiovisual, esa narrativa que
verdaderamente se disfruta en todo el mundo.”
¿Encontraste alguna razón del porqué de esta división de las producciones culturales?
–Para mí, funcionan dos cuestiones. Primero, la cuestión económica y
política. Los países centrales son los que tienen los medios –dinero,
sí, pero también, literalmente, los medios necesarios para hacer que su
producción cultural circule, que va desde las editoriales hasta HBO,
Netflix y compañía–. Y una segunda razón es un complejo de inferioridad
con nuestra cultura, y aquí hablo de Latinoamérica en general. Un
mandato aristocrático con respecto a la cultura y a la manera de
mirarla, y así nos planteamos el tipo de producción cultural que
tenemos. Un escritor como Adolfo Bioy Casares no hubiese sido manejado
como un autor exquisito en otro lado, hubiera sido tratado como un
escritor de género, como Raymond Chandler, Ray Bradbury o Stephen King,
alguien que no escribe para pocos, que no quiere ser embalsamado, sino
con la conciencia de que puede ser disfrutado por mucha gente. Yo tenía
básicamente esa necesidad, primero, como lector. Si algo está probado es
que en Latinoamérica, básicamente, consumimos intensamente grandes
narraciones de género que circulan por todos lados. En pocos lugares se
ven tanto series como Game of Thrones o Breaking Bad, o se leen tanto
las novelas de Stieg Larsson... Está claro que en nuestro país hay una
apetencia por este tipo de ficciones que disfrutamos locamente. Hay
excepciones de gente que produce en esta línea, como Liliana Bodoc, pero
insisto con esto, es más la excepción que confirma la regla. En
general, este tipo de producciones no se hacen, es una aguja en un
pajar. El rey de los espinos es también una forma de decir que acá
también podemos hacerlo, que acá también deberíamos hacerlo.
¿Esto tenías como objetivo a la hora de escribir la novela?
–Quería hacer algo que de algún modo tomase los arquetipos y los
modos de la narrativa de aventura con A mayúscula, que –después de todo–
subsume una enorme cantidad de géneros, como la ciencia ficción. Tenía
ganas de tomar este tipo de cosas y de imaginarlas desde nuestra
sensibilidad, nuestra propia mitología, nuestras propias decisiones. Eso
estaba clarísimo desde un primer momento. Si bien puedo disfrutar todo
eso que viene de afuera, obviamente la sensibilidad de Tolkien o de
George R. R. Martin no es exactamente la mía. Por más que pueda
disfrutar ciento por ciento de lo que están haciendo. También tenía en
claro que esto que estaba haciendo no era una cuestión excepcional. Yo
creo que todo relato de aventura suele hacer lo mismo que yo estoy
haciendo, sólo que con otra circunstancia. Qué sé yo: toda la saga de
Salgari con Sandokán está muy claramente puesta en relación con las
circunstancias de la colonización inglesa. La saga de Star Wars sucede
en una galaxia muy, muy lejana, pero claramente su lectura es acerca de
un imperio voraz que no consigue ponerse límites a sí mismo y que se
tiene que morfar todo a su paso, y tiene una lectura de un mundo que
depende de la visión de George Lucas. Y notás que es un tipo que maneja
todas las convenciones del Fantasy pero también es un gran lector de los
diarios, es un gran lector de la historia. Esto es básicamente parte de
la clave del éxito de Game of Thrones: es una lectura del mundo
contemporáneo, así es como funcionan las cosas, como en Star Wars, nada
más que pone espadas en lugar de drones.
El autor popular
Toda la novela parece armarse en torno de una pasión que
recorre a los personajes: la pasión por la historieta. ¿Cómo fue
trabajar ese medio desde una obra literaria?
–Yo no lo pongo mucho en el sentido de la oposición, por un lado la
historieta y por el otro la literatura, sino que lo pienso más en el
sentido de la construcción en conjunto. Sí sabía que iba a ser una
historia larga, tan larga que me iba a costar terminarla. Pero
trabajándola me daba cuenta de que en algún sentido se parecía a esas
historietas que leía cuando era chiquitito: El Tony, D’Artagnan, las
historietas de la editorial Columba, las cuales funcionaban de esta
manera, una especie de miscelánea de géneros. Vos comprabas alguna de
esas historietas y pasabas de una de detectives a una bélica, a una de
terror, etc. La mezcla de géneros tiene algo que ver con la ansiedad
acumulada a lo largo de tantas décadas para lograr escribir algo
parecido a eso. Al mismo tiempo, me di cuenta de que inconscientemente
le estaba rindiendo un homenaje a este tipo de revistas que eran un
compendio de géneros que son parte de las que me formaron como lector –a
secas, no exclusivamente de historietas–. A la vez, para mí, que los
personajes sean fanáticos del comic me permitía trabajar sobre la figura
de H. G. Oesterheld. La capacidad de este autor que menciono en la
novela para inventar personajes y trabajar distintos géneros me remitía a
ese nombre, a esa figura que podía hacer algo tipo western, bélico, de
ciencia ficción, de piratas, y hacerlo todo bien.
¿En algún sentido, lo que encontrás en Oesterheld es tu
propia figura de autor, a lo que aspirás, digamos, un autor popular que
maneja con destreza varios géneros?
–Yo creo que ha sido una constante de la cultura argentina durante
una gran cantidad de años, dentro del siglo XX, al menos, algo que
cambia claramente con la llegada de la dictadura. Mi generación creció
con la figura del autor popular. Cortázar era un autor popular: todo el
mundo se movilizaba por conseguir el último de Cortázar. Con Soriano
pasó lo mismo, fue el último de los grandes autores populares. Mujica
Lainez también era un autor popular, Borges, en su momento, también:
existía la figura de un escritor de calidad que podía, a la vez, ser
seguido por mucha gente. Lo mismo, en la historieta, con Oesterheld,
quien es claramente paradigmático a este respecto. El hecho de la crisis
política, de la crisis económica, el cierre de una cantidad de
editoriales locales, todo esto generó cambios y todos estamos trabajando
para reconstruir un puente en la cultura argentina entre autores
locales (no todos, claramente) y un público real, que compra libros y
que es militante de la lectura, quienes perdieron la sensación de que
hay cierta cantidad de autores argentinos en los que puede confiar.
El muchacho resistente
¿Cómo leés esta novela en el entramado que fuiste
construyendo con tus obras anteriores? Digamos, desde El muchacho
peronista hasta esta obra.
–Para mí, y no porque lo haya elegido sino porque me doy cuenta,
cada una de mis novelas es una respuesta a una pregunta que no consigo
responderme de otra manera. Y eso siempre implica una investigación, o
viajes, o algo que hace que indefectiblemente cuando termino algo se
haya cristalizado de otra manera en mí una cosa parecida a una
respuesta. Y acá, en El rey de los espinos, tenía que ver con algo muy
claramente relacionado con estas dos partes que mencionaba: hay todo un
mundo mío que tiene que ver con la ficción efectivamente dicha,
vinculada con los géneros, lo que me determinó a escribir, y lo otro, la
realidad, el aquí y ahora. El hecho de que me haya tocado vivir en las
circunstancias en las que tuve que vivir en este país me han empujado,
casi inevitablemente, a tratar de hacerme cargo de una realidad que si
yo hubiese nacido diez años antes o diez años después directamente
habría pasado por otro lado, y habría terminado escribiendo novelas de
ciencia ficción o policiales o yo qué sé, quizás un poco más suelto.
Pero bueno, la experiencia de los ’70 en la Argentina, la forma en que
la vida y la realidad me rompen el tinglado que yo estaba armando de
chico, me forzaron a hacerme cargo de ese dato de alguna manera. Vuelvo a
esa cosa tan esencial en mí que es mi deseo como lector para que tengas
una idea a qué me refiero. Yo escribo Kamchatka porque no encontraba
algo homologable a Kamchatka por ningún lado en la literatura argentina:
después sí, puedo nombrarte millones de cosas que funcionan de la misma
manera, pero yo como lector necesito algo que también me ayude a tratar
de responder a través de la ficción las consecuencias de las tragedias
que nos tocaron vivir como sociedad, y si no encuentro esa novela, trato
de escribirla. En El muchacho peronista propuse una ucronía para pensar
de alguna manera una alternativa, pensar si hubiese podido encontrarse
alguna forma para salvarnos de los ’70, que era lo que estaba
funcionando en el fondo como pregunta. Aquarium mismo, también, parte de
un cuestionamiento. Fui a Israel y Palestina durante la segunda
Intifada, y el libro surge de mi experiencia ahí, en ese lugar y en
relación a lo que estábamos pasando en Argentina, de mi sensación de que
estábamos en un momento de la Argentina en que el reclamo de mano dura
era realmente intolerable. Yo tenía la sensación de que esta pulsión
saturnina de la sociedad argentina de morfarse a sus hijos había sido
sólo una cosa de los ’70, y terminé viendo a fines de los ’90 que no,
que había una parte de la sociedad todavía conservadora que sigue
pensando en morfarse a sus hijos, sólo que sus hijos son distintos:
antes eran los militantes políticos y ahora son los negritos los que hay
que bajar porque son los que conforman el peligro. La mayor parte de
mis novelas es una forma de hacerme cargo de una realidad que terminaba
entrando por la ventana a cascotazos. Pero bueno, llega un momento en
que decido escribir la novela que yo quería escribir cuando pensé que
iba a ser escritor, y eso es para mí El rey de los espinos.
En tus novelas siempre prima el punto de vista de la infancia. ¿Qué te parece que buscás con eso?
–En general, lo que encuentro en la mirada de un niño es la
capacidad de resistir que no encuentro en los adultos. A mí siempre me
encantó una frase de La noche del cazador, de Charles Laughton, en donde
en un momento el personaje de Lillian Gish, creo, dice que los niños
son los que duran, los que se la bancan verdaderamente (aunque la frase
en inglés es medio intraducible, básicamente, dice eso). Esa capacidad
de resistencia de la infancia siempre me interesó. Está, creo, de una
manera inevitable, también en mi primera novela, El muchacho peronista,
la cual es una novela de iniciación; con Kamchatka vuelve a aparecer esa
necesidad: cómo escribir sobre una tragedia de semejante dimensiones
sin que sea derrotista y que tampoco caiga en la estructura de un final
feliz. Y ahí es donde aparece la figura del niño, que es el único que es
capaz de navegar a través de una tragedia espantosa y a los dos días
estar jugando.
Varias veces hablaste de cómo te formó la lectura de los
escritores del Boom, de esas novelas que tenían altas pretensiones y una
gran masa de lectores esperando la salida de esos libros. ¿Te parece
que eso se ha perdido en la literatura que se está escribiendo ahora en
el país?
–Volviendo a lo que te decía al principio, en la cultura estamos
obsesionados por seguir los patrones de la producción cultural que nos
han encajado. Y nosotros, como siempre queremos ser los mejores alumnos,
sólo queremos producir la clase de películas y la clase de novelas que
encajan perfectamente en los anaqueles que los franceses y que los
ingleses han pensado para nosotros. Y yo la verdad que en esos anaqueles
no entro. Se escribe demasiado tratando de ajustarse a un modelo
pensado para paladares negros pero que no presta atención a ese público
lector que te mencionaba antes. Yo creo que no se escribe para el lado
del público desde hace mucho tiempo. Cuando te hablaba de ese puente con
Soriano como el último que lo cruzó hablaba un poco de eso. Si hay algo
que me rompe un poco las pelotas como lector de literatura argentina es
decir “¿qué pasó con la ambición literaria?”. No digo que haya que
seguir escribiendo novelas que tengan como mira hablar de todo el mundo,
pero sí novelas que en las primeras líneas te des cuenta de que tienen
ganas de romperte la cabeza y replantearte todas las cosas que hasta ese
momento creías como ciertas. Y no encuentro eso. ¿Qué es un escritor
modesto? Es una contradicción en sus términos, si un escritor no está
buscando dar vuelta toda la trama del universo como un guante,
focalizando donde tenga ganas, no sé qué carajo está planteando, porque
obviamente como carrera profesional es bastante incierta, así que si
hacés esto es porque tenés una compulsión que no podés controlar de otro
modo, y tenés que lidiar con escribir verdaderamente como te salga de
los cojones o de los ovarios. Los anaqueles de la literatura argentina
de los últimos años están muy bien fragmentados y muy bien organizados.
Mi libro, creo yo, es un poco inclasificable. Mirás los estantes: ¿dónde
lo metés?
Y mañana serán héroes
Los cruces
entre ficción y realidad son muchos, y hasta podríamos decir que son el
verdadero trasfondo de lo que se ha llamado literatura fantástica o una
de sus particulares variantes, la ciencia ficción. Ricardo Piglia
considera, por ejemplo, que la estructura de uno de los cuentos clásicos
de Borges, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, está funcionando detrás de una
de las mejores novelas de Philip K. Dick, El hombre en el castillo. “El
mundo será Tlön”, sí, o nuestro mundo no sería otra cosa que una
ficción dentro de otra ficción en donde los Aliados perdieron la guerra.
En definitiva, la realidad no es otra cosa que una forma más de esa
elaborada mentira que es la literatura. Y Marcelo Figueras, en El rey de
los espinos, se permite plantear eso: una elaborada novela que busca
interpelar a esa historia que llamamos “realidad”.
Alimentada tanto por la lógica de la novela de aventuras como por la
de la historieta, parte de la descripción de un mundo que posee claves
que sólo podemos interpretar como parte de un desencantado realismo que
es, también, una observación de la sociedad en la que vivimos, en donde
los niños son víctimas del mundo construido por las crisis económicas y
políticas y, también, son criminalizados por la mirada de aquellos que
han nacido en otro espacio (Milo, por más noble que sean sus
intenciones, carga con el pesado juicio de los demás que lo identifican
como un “pibe chorro” por su apariencia física). En ese mundo, la “mano
dura” toma la forma concreta de una organización, la OFAC (“Oh fuck!”,
como bautiza de manera onomatopéyica la historia), que es la supuesta
responsable de mantener un orden mediante el puro ejercicio de la
represión y que, al mismo tiempo, aparece como la responsable de muchos
crímenes impunes.
Los cuatro personajes que aparecen al comienzo del texto para
despedir al Autor se encargarán de ayudar a Milo y al Baba (la destreza
física y heroica de uno, la inteligencia del otro) tanto en su
enfrentamiento contra la OFAC como en el rescate de las hijas del Autor,
en una clara referencia a los funestos sucesos que cerraron la vida de
Héctor G. Oesterheld y sus hijas.
Parece raro afirmarlo, paradójico, pero la novela de Figueras tiene
un claro objetivo: ser leída. Apelando a un estilo que combina con éxito
el despliegue propio de una escritura volcada a lo épico y que también
demuestra las habilidades desarrolladas en la escritura de otros géneros
o para otros medios, como la periodística o la cinematográfica, El rey
de los espinos se permite también jugar con la lógica de algunos
personajes para depositar un giro que renueve y contemporice los
cerrados modelos del héroe de aventuras. Según Figueras, “la novela toma
personajes clásicos de los relatos de género: el caballero medieval, el
pirata, el vampiro, el explorador del futuro. Pero los pone de cabeza,
oponiéndolos a sus encarnaciones más clásicas. El caballero medieval es
árabe y le gustan los hombres. El pirata, de sangre vietnamita, es un
adicto al opio. El vampiro no responde a los parámetros de la mitología
europea sino a los de la maya (es guatemalteco). Y el explorador del
futuro no se parece a Flash Gordon sino a Toro Sentado, porque desciende
de los pueblos originarios de la América del Norte”.
Extensa, ágil, dinámica, política (sin llegar a ser un manifiesto),
detrás de esta historia Marcelo Figueras busca rendir tributo a la
literatura de aventuras y, al mismo tiempo, depositar un mensaje de
esperanza de cambio que no cae en un comentario patético sino que apela
especialmente al único lector que busca cautivar totalmente, al que
quiere convencer, al que flota en su cabeza a la hora de pensar su
novela: el adolescente, el joven lector que entra por el lado de la
aventura ficcional y sale por el costado de lo político. Y es que en
última instancia eso es lo que pesa a la hora de pensar la relación
entre ficción y realidad: cambiar a las dos puede ser el tema de alguna
que otra aventura por venir.
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